MEISTER ECKHART
El Nacimiento del Verbo
en el Alma
en el Alma
(IV)
Reza Sha Kazemi
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Cuarta entrega de la traducción inédita hasta la fecha en castellano del capítulo dedicado a Meister Eckhart del libro de Reza Sha Kazemi titulado "Paths to tracendence according to Shankara, Ibn Arabi y Meister Eckhart". Publicado en la editorial World Wisdom, Inc, 2006.
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3.
Intelecto y Gracia
Para valorar la naturaleza de la
importante relación entre el intelecto y la gracia en el contexto del
Nacimiento, resulta esencial captar las siguientes distinciones dobles: dentro
del intelecto se debe distinguir entre el entendimiento individual, criatural,
y la substancia supra-individual
increada del intelecto; y dentro de la gracia se debe captar la distinción
entre, por un lado su aspecto relativo -aquel que lo delimita como una función
especial de lo Divino, y que por tanto se queda cerca del origen de su efusión-,
y por otro, su aspecto de absoluta necesidad respecto al esfuerzo consciente
por trascender las limitaciones de la criatura. Si no se tiene una comprensión
clara de estas distinciones, será fácil ver en muchos de los pronunciamientos
dispersos de Eckhart una contradicción aparente en la que el intelecto se sitúa
a veces por encima de la gracia, y otras por debajo.
Como
se ha visto anteriormente, el hombre no puede convertir la luz creada de su
intelecto en comprensión de lo increado, sino que debe estar iluminado por la
luz de la Gracia:
“La
luz que fluye del intelecto es el entendimiento, y es como una efusión…, una
corriente, comparado con lo que el intelecto es en su propio ser… Hay otra luz…
la de la gracia: comparada con ésta, la luz natural es tan pequeña como aquella
cantidad de tierra que puede recoger la punta de una aguja en relación a toda
la tierra.” (II:194)
La
primera afirmación distingue claramente el “flujo” del intelecto desde su
origen, y la segunda enfatiza la luz insignificante de este flujo comparada con
la luz que otorga la Gracia. No obstante, la función del intelecto inferior es
el punto de partida necesario para la Gracia:
“Aquí
y ahora, ese poder en nosotros por medio del cual somos conscientes y sabemos
que vemos, es más noble y superior que el poder por medio del cual vemos; pues
la naturaleza comienza su obra en el punto más débil, pero Dios comienza Su
obra con lo más perfecto.” (III:113)
El
“punto más débil” de la naturaleza es el contacto entre los sentidos y un
objeto material, mientras que el testigo de este contacto es el intelecto, el
elemento “más perfecto” con el comienza la obra de Dios. Mientras que la
naturaleza obra con la consciencia sensible/empírica, Dios comienza con ese
elemento de objetividad del intelecto que es consciente de su consciencia, y que
por tanto es superior a esta.
La
función preliminar del intelecto es la de establecer la distinción entre él
mismo -la consciencia- y aquello de lo que es consciente -las cosas exteriores
o interiores-, y la de sentirse insatisfecho con todos esos objetos en la misma
medida en que no son el puro Ser, o en la medida en que son susceptibles de ser
distinguidos de ello. Como se ha visto anteriormente, esto implica el rechazo
infatigable de todas las imágenes, de aquellos rostros que hay en la mente de
los existentes exteriores, todos los cuales implican y afianzan la nada de la
alteridad. Por medio de este proceso -que se asemeja plenamente al neti neti vedantino- el flujo de luz del
intelecto es atraído hacia el interior, hacia su fuente, pero no puede alumbrar
esta fuente, pues el “flujo” es creado, pero la fuente, la “chispa” del
intelecto, es increada:
“Hay
un poder en el alma… Si toda el alma fuera como ese poder, sería increada e
increable; pero no es así. En su otra parte tiene en consideración y es
dependiente del tiempo, y allí toca la creación, y es creada.” (I:190).
Mientras
que ese aspecto del intelecto que “toca” la creación es -por ello mismo- creado,
sin embargo el aspecto que toca lo increado debe ser en sí increado, y por eso
es por lo que, siguiendo con la cita anterior, “Para este poder, el intelecto,
nada es distante o externo… Se apodera de Dios desnudo en Su ser esencial. Es
uno en la unidad, no en la semejanza.” Entonces el intelecto, siendo uno en sí
mismo, sin embargo es extrínsecamente diferenciado de conformidad con el plano
ontológico de su operación: cuando se enfoca en lo orden de lo creado está
dotado en sí mismo de un aspecto creado, y además esta individualizado en
proporción a su contacto con ese orden; pero cuando reposa en sí mismo,
habiendo sido reabsorbido de vuelta en su origen, es completamente increado, y se
universaliza en la medida en que se realiza su unicidad con el “ser desnudo”. Sin
embargo, para entrar en contacto son esta sustancia increada del intelecto, es
indispensable la Gracia:
“Un
maestro que ha hablado mejor de todo lo relativo al alma dice que ningún
testigo humano puede llegar nunca a conocer lo que es el alma en el fondo… Lo
que podamos saber de ella debe ser sobrenatural: debe ser por medio de la Gracia.”
(I:190).
Los
recursos naturales del intelecto personal son insuficientes para captar el
origen del intelecto -la “chispa” del alma que trasciende al alma misma- aun
cuando resida misteriosamente en ella. Esta coincidencia de presencia y
trascendencia solo se puede entender si la dimensión de profundidad viene a
indicar altura: la chispa en las profundidades del alma es esa fuente
trascendente de donde fluyen los poderes del intelecto. Aquello que fluye no
puede darse la vuelta y captar la fuente de su propio fluir. Por tanto, las
funciones naturales del intelecto deben detenerse como condición previa para ese
reflujo milagroso o “in-flujo”, esto es, el retorno a la fuente; y esto solo
puede tratarse de una operación sobrenatural cuyo resultado es que el punto de consciencia
actual es transportado dentro de la profundidad inmanente que es el fondo de
esta alma.
En
lo sucesivo, cualquier cosa que se afirme respecto a la operación o tendencia
de este aspecto increado del intelecto, es a la vez y necesariamente una
afirmación de la operación de la Gracia, en tanto que el primero depende para
su actualización de la segunda; entonces, los “frutos” del intelecto, lejos de
poder ser asimilados al individuo como tal, son -ineludible y
preeminentemente- también los frutos de
la gracia, incluso cuando -como veremos en breve- se describe el intelecto
trascendiendo los limites propios de la Gracia.
La
operación de este principio está clara en el proceso de purificación por medio
del cual el alma es llevada a ser más “parecida” a Dios y menos parecida a la
“nada”: “Cuando Dios opera en el alma, cualquier cosa que sea distinta en el
alma es purificada expulsada por el fuego ardiente… Hay un poder en el alma que
separa la parte más gruesa y se une a Dios: esa es la chispa del alma.” (I:237)
La
obra de Dios en el alma -la purificación de “lo que no es como” Él- se
identifica aquí con el poder del intelecto -aquello que elimina lo grueso-. De
este modo, la operación del intelecto se identifica con la obra, no del
individuo, sino de Dios: la actividad discriminativa del intelecto es el medio inicial
principal por el que Dios actúa en el alma. Cuando esta discriminación está
aliada a la tendencia a apartarse de lo innoble y acercarse al bien, se le
llama “sintéresis”; es ésta una tendencia, o una inclinación, que “siempre se
está enfrentando contra cualquier cosa que sea impía… y siempre está inclinada
hacia el bien”; es un “atraerse y apartarse de”: una de sus funciones es la de
“luchar contra aquello que es impuro”, la
otra, “atraer siempre el bien.” (I:238).
Esta
sintéresis es la función de la chispa, no un poder del alma. Como dice la
traducción de Evans, es “una tendencia permanente hacia el bien” (Evans I:88).
Mientras que los poderes tienen que ver con la individualidad y están atados
por ella, esta tendencia, si bien afecta profundamente al individuo, pertenece
a un orden superior y siempre se está moviendo hacia su verdadera naturaleza. Aquello
que por su naturaleza tiende a reunirse con su propia fuente es el intelecto
increado, la chispa; y en la medida en que esta tendencia se ve frustrada da
lugar al remordimiento por la imperfección, “odiando” al alma en su estado
actual de corrupción, porque ama al alma en su pura esencia. Esta “lucha contra
aquello que es impuro” tiene por tanto su raíz en ese elemento objetivo del
alma que en esencia es completamente independiente de ella, y que en caso de faltar
no existiría la posibilidad de concebir, o de luchar contra, su “impiedad”. En
otras palabras, la objetividad respecto al alma solo es posible a través de la
facultad trascendente del intelecto, siendo esta objetividad, en sí misma, un
aspecto o una expresión de la trascendencia que de este modo da lugar a su vez
a la posibilidad, no solo de luchar contra uno mismo, sino también de
trascenderse a uno mismo: si la función del intelecto creado es la objetividad,
la función del intelecto increado es la trascendencia, sin olvidar nunca que
ambas funciones son inseparables de la Gracia.
La naturaleza
y función del intelecto se clarifican más si las vemos en relación con la
voluntad: mientras que el modo más elevado del intelecto se ocupa de Dios
“desnudo” en la misma fuente de Su ser, el modo más elevado de la voluntad -que
es el amor- solo llega hasta la efusión primaria de Su ser, que es el bien. Al
comentar el mandato escriturario: “Mantente en la puerta de la casa de Dios y
proclama la palabra”, Eckhart identifica la casa de Dios con “la unidad de Su
ser”, y la puerta con el primer “derramamiento” en forma de bondad:
“El
amor nos embriaga y enreda en el bien, y en el amor yo permanezco atrapado en
la puerta. …. Si soy atrapado en el bien, en la primera efusión, tomándole a Él
allí donde Él es bueno, entonces yo agarro la puerta, pero no agarraré a Dios.
Por tanto, el conocimiento es mejor, pues dirige el amor…. El amor busca el
deseo, el propósito. El conocimiento no añade ni un solo pensamiento, sino que
más bien separa y quita, y corre hacia delante, toca a Dios desnudo, Lo capta
en Su esencia.” (I:258)
Así
como el amor no puede ir más allá de “la puerta”, así también el poder
interiorizante de la gracia solo lleva al alma hasta esta primera efusión. Después
de subrayar la necesidad de la operación de la gracia, por medio de la cual el
alma es llevada continuamente más cerca de Dios, Eckhart añade lo siguiente:
“El
alma no se siente satisfecha con la obra de la gracia, porque incluso la gracia
es una criatura: ella debe llegar a un lugar en donde Dios opera en Su propia
naturaleza… (allí donde) Aquel que se derrama y aquello que recibe la efusión
son una sola cosa.” (II:114)
Esto
indica el punto en el que el intelecto increado predomina sobre los elementos
no trascedentes del alma creada. Es el intelecto que no está “satisfecho” con
la operación de la gracia, pues se puede ver que esta operación implica tres
elementos: la fuente de la gracia; el flujo que parte de esa fuente -y que
entonces se distingue de su fuente-; y un agente receptivo a la gracia -distinto
también tanto de la fuente como del flujo de la gracia.
Decir
aquí que la gracia es una “criatura” es afirmar de una forma exagerada la
relatividad de todo lo que pueda distinguirse, cualquier que sea la manera, de
la unicidad incondicional de la Divinidad. Como en otro lugar Eckhart identifica la gracia con la obra del
Espíritu Santo, resulta difícil hablar de ella en términos de criatura; más
bien se debe entender esta elipsis a la luz del concepto del “absoluto inferior”,
o Apara Brahman. Dicho en otros términos,
cualquier cosa que no pueda identificarse en todos los aspectos con el Absoluto
-la Divinidad-, debe atribuírsele un grado de relatividad aun cuando sea
divina; una relatividad y por tanto una alteridad en la que el intelecto
increado no puede detenerse, ya que su búsqueda es la unión absoluta: el
compromiso con lo Absoluto debe ser igualmente absoluto.
Esta
interpretación de la intención dialéctica de Eckhart viene apoyada por una
afirmación de otro Sermón sobre el aspecto del alma que está sujeta a la
experiencia y al beneficio de la gracia: “Dios brilla en una oscuridad en donde
el alma sobrepasa toda luz; en verdad ella recibe luz, dulzura y gracia en sus
poderes, pero en su fundamento ella no recibe sino a Dios desnudo.” (II:38).
Las potencias individuales son receptivas a las efusiones relativamente
trascendentes que constituyen las gracias de Dios, mientras que el terreno
supra-individual del alma solo es receptivo a la Divinidad absolutamente
trascendente, con la que es completamente uno. Por tanto, la Gracia se siente
en la propia naturaleza creada, mientras que la identidad con la fuente de la
Gracia se realiza con la propia naturaleza increada.
Teniendo
estos puntos como telón de fondo, será más sencillo comprender el siguiente estadio
-que a primera vista resulta paradójico- del ascenso. Si anteriormente quedó
establecido que el Nacimiento era equivalente a la unión -allí donde yace la
“beatitud total” del alma-, ahora parece que hay un estadio superior al Nacimiento
en el que se da un “ruptura” hacia la Divinidad, una procreación del procreador.
En
un sermón hay una indicación de que el Nacimiento del Verbo se debe distinguir
de la vida que procede de ese Nacimiento. Al preguntarse a sí mismo si la
beatitud más elevada está en el amor o en la visión de Dios, Eckhart responde
que no está en ninguno de los dos: “Una vez nacido, él ni ve ni presta atención
a Dios: pero en el momento del nacimiento, entonces
tiene una visión de Dios… El espíritu está entonces dichoso porque ha nacido,
no al nacer, pues entonces vive como vive el Padre, en la esencia simple y
desnuda.” (II:100).
En
otras palabras, la dicha eterna que se ha identificado previamente con el
Nacimiento qua unión, se muestra aquí
como una semilla implícita en la experiencia del Nacimiento: en el momento del
Nacimiento hay lo que se podría llamar una dicha específicamente humana, una
experiencia de lo Divino que, por un lado, está condicionada por la ausencia
previa de esta dicha -contraste que deriva de la misma confrontación entre lo
humano y lo Divino- y que, por otro lado, prefigura o anticipa una beatitud
eterna, propia solo del Uno en su esencia infinita. Esta es la forma de vivir
como “vive el Padre… en la esencia”.
“Vivir”
conforme a la vida de la esencia se puede entender de dos maneras: en primer lugar,
en términos de una experiencia espiritual o “estado”: hay una alusión a un
estado superior al Nacimiento, uno que está implícito en éste, a saber, la
“Ruptura” (Durchbruch). Este aspecto
se tratará más adelante. En segundo lugar, puede entenderse referido a lo que
aquí se ha llamado el “retorno existencial”: la orientación fundamental y forma
de vida que fluye a partir de la consumación de la unión. Este aspecto lo
examinaremos en la Tercera Parte del capítulo; por el momento continuaremos centrados
en la dimensión espiritual del ascenso de la consciencia a la cúspide de la
realización espiritual.
La
experiencia humana de beatitud “en el momento del Nacimiento” es limitada, pero
lo es solo en relación a la beatitud eterna y esencial que nunca ha dejado de
ser. La beatitud humana experimentada en el Nacimiento tiene la naturaleza de
un cambio de estado -por tanto de un “devenir”-; siendo así, implica la dicha
relativamente trascendente de “haber nacido”, en contraposición a la dicha
absolutamente trascedente de la esencia. El espíritu goza de un anticipo de
esta beatitud eterna “porque ha nacido”, es decir, porque vive en la vida que fluye
o se despliega desde el Nacimiento.
Este
ascenso final en la unidad con el Padre se debe entender en el sentido de una
unión con la esencia supra-personal o Divinidad, no con el Padre como Persona,
pues esto último pertenece al nivel de la “actuación” Trinitaria de Dios. Como
veremos en breve, Eckhart ofrece otro esquema de la Trinidad por medio del cual
el Padre indica la esencia, el Hijo la unión con la esencia, y el Espíritu
Santo el bien que fluye de esta unión. Al alcanzar la unión con el Padre como
esencia, el “yo” de Eckhart se extingue, de modo que para él, decir que “yo
procreo a mi procreador” significa simplemente que cualquier cosa que fluya de
la esencia por medio de la determinación hipostática –en el plano del Principio
o del Ser- y por medio de ulteriores manifestaciones especificas -en el plano
de las almas existenciadas, incluido el propio Eckhart-, todo ello, deviene en
el acto de Eckhart en virtud de su identificación efectiva con la esencia. A la
luz de esto se entiende mejor el siguiente pasaje: “Él ha estado siempre
creándome a mí, su único hijo procreado, en la misma imagen de su Paternidad
eterna, de modo que yo pueda ser un padre y procrearle a Él, Aquel por quien fui
procreado.” (II:64).
En
el mismo Sermón en el que Eckhart distinguía tan rigurosamente entre el Dios
que obra y la Divinidad que no obra, dice lo siguiente: “Cuando vuelvo a Dios,
si no permanezco allí, mi ruptura será mucho más noble que mi fuga. …. Cuando
entro en el terreno, el fondo, el río y la fuente de la Divinidad, nadie me
pregunta de donde he venido o donde he estado. Nadie me echó en falta, porque allí
Dios deja de devenir.” (II:82)
No
permanecer en “Dios” significa no estar restringido por el plano de la
afirmación personal en el grado ontológico del Ser, pero con la “irrupción” en
la esencia supra-ontológica, si bien si no hay posibilidad de afirmación
distintiva de la triple personalidad de Dios, tampoco se cuestiona que la
personalidad de Eckhart como tal se afirme en este logro trascendente. Si
“nadie me echó en falta” es porque no hubo, o no hay “otro” que pueda extrañar
o ser extrañado: la esencia no puede ser sino una, aun cuando comprenda en sí
misma toda posibilidad en un modo absolutamente indiferenciando, Más Allá del
Ser.
Vemos
que el proceso de retorno a la Divinidad describe el movimiento contrario por
el que la Divinidad “se derrama hacia fuera” en la Trinidad: “La esencia es el
Padre, la unidad es el Hijo con el Padre, la bondad es el Espíritu Santo. Ahora
bien, el Espíritu Santo toma el alma en su estado más elevado y puro, y la
lleva dentro de su fuente, que no es sino el Hijo, y el Hijo la lleva más allá dentro
de su fuente, que es el Padre, dentro del fundamento, dentro del principio en
donde el Hijo tiene su ser.” (I:265).
En
este esquema, la bondad -o el Espíritu Santo- es la primera efusión, y se
corresponde con esa Gracia que le necesita el alma para ser llevada a su propio
fundamento, resultando este contacto en el Nacimiento del Hijo. Aquello que
fluye fuera de la esencia, que comunica su bondad a las criaturas, es de este
modo lo mismo que atrae a las criaturas de vuelta hacia la esencia: la Gracia
de la pura bondad es un flujo y un reflujo. El Hijo, habiendo nacido en el
alma, transporta entonces el elemento increado por medio de una reabsorción
total de vuelta a su propio fundamento, el cual es idéntico al fundamento del
Hijo, es decir, al Padre como esencia. Así pues, esta “irrupción” final denota
el modo de unión absolutamente trascendente que se da entre el alma y la
Divinidad.
La
irrupción de Dios en Eckhart depende de la trascendencia de Eckhart de la
diversidad exterior, la cual diversifica y disipa la consciencia. Y la
irrupción de Eckhart en Dios está estrictamente condicionada por la irrupción
de Dios en él. De este modo, el acto de pura trascendencia por medio del cual
el intelecto increado realiza la esencia, solo se puede concebir como la
contrapartida de la irrupción divina en la esencia del alma, de modo que más
que afirmar que el intelecto increado “alcanza” o irrumpe en la esencia, sería más
preciso decir que es el Absoluto como objeto trascendente el que irrumpe y se
asimila el elemento divino presente en las profundidades del sujeto relativo.
Este
punto se ve claramente a partir del siguiente principio, el cual se enuncia inmediatamente
después de afirmar que la chispa solo busca la fuente del ser, “el desierto
silencioso en el que nunca se vio ninguna distinción entre el Padre, el Hijo o
el Espíritu Santo”: “En la parte más interior, donde no hay nadie en casa; allí
encuentra satisfacción esa luz, y allí es más una que lo es en sí misma.”
(II:105).
En
otras palabras, en esta realización superior, hasta el último rastro de
cualquier individualidad es borrado del intelecto. No se trata de una afirmación
del intelecto dentro de esta “parte más interior”, sino de su completa
identificación con esa “parte” con la que “es más uno que en sí mismo”. Es
importante desarrollar este principio porque muestra claramente que en buena
lógica Eckhart no puede ser acusado de orgullo intelectual, de reducir la
esencia de Dios al nivel del intelecto humano. Más bien, la verdad es lo
contrario: “Si arrojas una gota en el océano, la gota se convertirá en océano,
no el océano en la gota. Así ocurre en el alma: cuando se imbuye de Dios, se
convierte en Dios, de modo que el alma se hace divina, pero Dios no se
convierte en el alma.” (II:323)
El
retorno de la gota al océano es una imagen útil para establecer la
consubstancialidad entre el alma y Dios, a la vez que afirmar la trascendencia
de lo Divino sobre lo humano. No obstante, con el fin de indicar de una manera
directa la naturaleza de la inmanencia de lo Divino dentro del alma, esta
imagen necesita complementarse con el siguiente concepto: la altura
trascendental es idéntica a la interiorización profunda. Eckhart expone esta
perspectiva diciendo: “Cuanto más profundo es el pozo, más alto es; altura y
profundidad son una sola cosa.” (III:53); y también, de forma más desarrollada:
“Dios
es traído hacia abajo, no de forma absoluta sino interiormente, de modo que
podamos ser elevados. Lo que estaba arriba se ha hecho interior. Debes
interiorizarte, desde ti mismo y dentro de ti mismo, de modo que Él esté en ti.
No es que tengamos que tomar nada de lo que está por encima de nosotros, sino
que tenemos que traerlo a nuestro interior, y tomarlo de nosotros mismos, y llevarlo
de nosotros mismos hacia dentro de nosotros mismos.” (II:46)
Lo
“más elevado” se revela como lo “más interior” cuando la consciencia está más interiorizada;
es así como lo más elevado es traído “dentro de nosotros mismos”. Tomarlo “de
nosotros mismos” significa comprender que nuestra sustancia interior es en sí
misma lo más elevado en tanto que es inmanente a todo lo que existe. Y
finalmente, llevarlo “de nosotros mismos hacia dentro de nosotros mismos”
significa sublimar la consciencia personal exterior -una exterioridad que
implica alteridad- dentro de la dimensión unitiva interior en donde no subiste
ninguna diferenciación. La idea de no tomar “nada de lo que está por encima de
nosotros” puede significar según esta perspectiva, no intentar atribuir para al
propio ser exterior ninguna propiedad relacionada con el aspecto trascendente
de Dios: una vez más se observa el principio crucial señalado en los capítulos
anteriores, que lo trascendente solo es realizable por medio de la inmanencia,
es decir, por medio de una interiorización en la consciencia hasta tal punto
que, por medio de la profundidad, se trasciende la consciencia empírica del ego
exterior.
En
otra descripción del estado de unión entre el alma y lo increado, Eckhart dice
lo siguiente: “Cuando el alma ha llegado tan lejos, pierde su nombre y es
absorbida en Dios, de modo que en sí se convierte en nada, al igual que el sol
absorbe el amanecer en sí mismo y lo aniquila.” (III:126). El amanecer
experimenta una pérdida de identidad como amanecer, pero este es el precio que
se paga por la brillantez de la luz solar despejada ante la que ningún “amanecer”
puede subsistir. La tenue luz del amanecer debe ser anulada, pero solo por una
luz infinitamente más refulgente; y así le ocurre al alma: la luz limitada de
su intelecto debe dar paso a la luz infinita del Absoluto.
En
otro Sermón, Eckhart dice para poder ver el Absoluto tal y como es, la luz por
la que ve intelecto debe ser la luz del Absoluto: “Si mi ojo fuera una luz lo
suficientemente fuerte para absorber toda la fuerza de la luz del sol y unirse
con él, entonces vería no solo por su propio poder, sino que lo haría con toda
la fuerza de la luz del sol. Igual ocurre con el intelecto. El intelecto es una
luz, y si lo aparto de todas las cosas y lo dirijo hacia Dios, entonces, como
Dios está continuamente desbordando gracia, mi intelecto se ilumina y se une
con el amor, y allí dentro conoce y ama a Dios tal y como Él es en Sí Mismo.”
(II:281).
Este
extracto también ayuda a recalcar la necesidad de la concentración unitiva como
método: el intelecto, desnudo de todo contenido contingente, debe concentrarse
en la realidad exclusiva de Dios de modo que, en virtud de su propia sustancia
increada, pueda ser sublimado dentro de la luz increada de Dios. Se observa
aquí una clarificación útil del punto señalado anteriormente sobre la implicación
de la capacidad que tiene el intelecto de concebir la esencia supra-ontológica:
el ojo del intelecto puede atisbar la luz de Dios únicamente por la afinidad -y
en última instancia, identidad- entre su propia substancia increada y la
realidad increada de Dios.
Esta
capacidad metódica para concentrase en el Absoluto está estrechamente
relacionada con la capacidad intelectual para concebir el Absoluto. Como se ha
visto antes, solo se puede hacer referencia al Absoluto en términos discursivos
por medio de una dialéctica apofática, de modo que surge la siguiente cuestión:
¿qué es lo que puede concebir el intelecto que después sirva como objeto sobre
el que concentrar la atención? Una respuesta plausible que cabe extrapolar a
partir de la perspectiva de Eckhart es que, como el intelecto solo está
satisfecho con el Absoluto, ello significa que solo la realización de la unión
en modo supra-ontológico representa la apoteosis del intelecto; pero en su
búsqueda de esa unión los poderes de concepción del intelecto funcionan de tal
manera que excluyen todo lo que pueda constituir de base para una concepción
determinada -y por tanto limitada-. Por consiguiente, podría decirse que en su
modo conceptual, el intelecto solo está “satisfecho” con aquello que sobrepasa
su propio poder de concepción -el Uno ilimitado, infinito y trascendente-.
Decir que el intelecto “concibe” el Absoluto -sobre el que entonces se
concentra- significa que puede concebir un “algo” que solo es inteligible por
medio de la negación: un “algo” que supera los límites de la concepción
determinada. Por tanto, se trata de una concepción de lo intrínsecamente
inconcebible, pero que no obstante no deja de ser una concepción, ya que está
presente ante la mente. En otras palabras, se puede concebir que lo es, pero no es posible concebir lo que es, a menos que sea en términos
antinómicos, como vimos en la Primera Parte.
Aquí
se puede ver la inversa del proceso por medio del cual el Padre “habla” al
Hijo: “El objeto del pensamiento del Padre es el Verbo eterno” (II:300). Si el
Hijo, como Verbo, es el objeto determinado de la intelección del Padre,
entonces la esencia supra-personal es el objeto indeterminable de la
intelección del alma. Mientras que lo primero es un movimiento descendente cuya
intención es la manifestación, la determinación, y por tanto la limitación, lo segundo
es un movimiento ascendente que busca lo no manifiesto, lo indeterminado e
ilimitado. Se debe destacar que la raison
d’être de una concepción tal, no es su formulación extrínseca qua concepción, sino su contenido
interior, el cual permanece inexpresable en términos discursivos, e inefable en
términos de realización espiritual.
Volviendo
ahora a la cuestión de la identidad esencial entre el intelecto y su objeto,
Eckhart aporta una analogía extremadamente importante, sobre la cual dice: “Si
puedes entenderlo, serás capaz de captar mi significado y llegar al fondo de todo
lo que siempre he predicado sobre ello.” (II:104) La analogía se basa en la
relación entre el acto de ver, el ojo que ve, y un trozo de madera que se ve:
“Cuando
mi ojo está abierto, es uno ojo; cuando está cerrado, es el mismo ojo; y la
madera no es ni más ni menos por el hecho de que mi ojo la vea…. Suponte que mi
ojo, siendo uno solo en sí mismo, enfoca la visión sobre la madera; entonces,
aunque cada cosa continúa siendo como es, no obstante en el mismo acto de ver ambos
son tan una sola cosa que en verdad podemos decir “ojo-madera”, y que la madera
es mi ojo. Ahora bien, si la madera estuviese libre de la materia y fuese
completamente inmaterial como mi visión, entonces podríamos decir
verdaderamente que en el acto de ver la madera y mi ojo tendrían una sola
esencia. Si esto es cierto para las cosas materiales, mucho más cierto lo es
para lo espiritual.” (II:104)
Ante
todo, se debe observar que el ojo permanece claramente distinto de la madera si
lo consideramos apartado de la visión en la que las dos cosas están unidas; y
la madera no cambia en virtud de ser vista por el ojo. Haciendo la
transposición adecuada, esto puede significar que el Absoluto, como objeto de
la visión intelectiva, no se ve afectado en su esencia trascendente, ni se
“realiza” o no realiza; el cambio en
cuestión tiene que ver con el ojo que entra por completo en la madera en el
acto de visión, hasta llegar a hacerse uno con ella. Si bien queda descartada
una identidad completa al nivel material debido al principio de separatividad
inherente a la materia, sin embargo, éste no es el caso en el dominio
espiritual, en donde lo inferior es asimilable a lo superior.
Esta
analogía es útil para dilucidar la naturaleza de concentración pura -unitiva-, la
cual cabe ver como la contrapartida metódica de esta visión intelectual
trascendente: lo que a priori es una
focalización de la atención en el objeto supremo que trasciende el intelecto
personal, llega a ser a través de la concentración metódica una realización de
la identidad con ese objeto, pero no como objeto, sino más bien como sujeto
inmanente; la misma palabra “con-centración” sugiere este proceso de
asimilación con el propio centro, un “tomarlo de nosotros mismos hacia dentro
de nosotros mismos”.
Esto
está también implícito en la insistencia de Eckhart en que “cualquier cosa que
un hombre trae hacia sí mismo o recibe de afuera es errónea”. Uno no debe
considerar a Dios fuera de uno mismo, “sino como propio, y como como lo que está
dentro de uno mismo” (II:136). En otras palabras, es el propio sí mismo más profundo
el que reviste en realidad al objeto trascendente de esa intelección, objeto que
inicialmente pertenece a un modo relativamente más exterior al propio ser, y
ello aun cuando el punto de partida subjetivo de la concentración esté localizado
necesariamente en el plano relativo del propio ser en donde la subjetividad más
interior debe ser vista en principio como el objeto trascendente.
Así
pues, esta concentración es una condición esencial para el proceso por medio
del cual el objeto de concentración “digiere” al sujeto que se concentra. Mientras
que en el ámbito material el alimento consumido es asimilado por el individuo,
en términos espirituales ocurre al contrario: aquello que el individuo
introduce en sí mismo, en aquello lo transforma: “El alimento corporal que
tomamos es transformado en nosotros, pero el alimento espiritual que recibimos
nos transforma en ello.” (I:50)
Esta
idea, junto con un matiz que inaugura el principio de identidad, queda bien
expresada en los términos de otra analogía en la que se usa la madera. Esta vez
la madera simboliza la relación entre el alma relativa y el “fuego” del
Absoluto: “El fuego transforma en sí mismo aquello que en él se arroja, convirtiéndolo
en su propia naturaleza. La madera no transforma el fuego en sí misma, pero el
fuego sí transforma la madera en sí mismo. Así es como nosotros somos
transformados en Dios, de modo que podamos conocerle como Él es.” (II:137).
La
madera solo puede convertirse en fuego en tanto que en su naturaleza interior posee
una profunda afinidad con el fuego; y esto es así a pesar de las diferencias
externas tangibles entre sus respectivas naturalezas que los hacen
inconmensurables en la misma medida en que en que físicamente se mantienen
separados uno de otro. Se puede ver la relevancia de esta imagen de cara a la relación
entre el alma y Dios: en la medida en que el alma subsiste en su consciencia
creada, está apartada de Dios, y hay una estricta inconmensurabilidad entre el
alma como tal y Dios como tal; pero cuando la madera y el fuego entran en contacto
-el despertar del alma a la realidad divina-, se revela una afinidad
insospechada, y eventualmente se consuma una unión total. Volviendo a lo que
Eckhart dijo anteriormente acerca de la unión: uno de los agentes es reducido a
la nada, mientras que el otro permanece como era.
Esta
útil analogía arroja luz sobre la que quiere decir la siguiente afirmación que
expresa la inversión espiritual de los procesos naturales, y el regalo que es el Dador que precede a los dones del Dador:
“La naturaleza hace un hombre de un niño, y una
gallina de un huevo, pero Dios hace antes al hombre que al niño, y a la gallina
antes que al huevo. La naturaleza primero hace la madera caliente, y después
crea la esencia del fuego; pero Dios da primero su ser a todas las criaturas, y
después -a su tiempo, pero intemporalmente- les da individualmente todo aquello
que les pertenece. Y Dios da el Espíritu Santo antes de dar los dones del Espíritu
Santo.” (III:113-114)
Aquello que alcanza la
consciencia del hombre solo es alcanzable porque es inherente a su propio ser:
este logro, o la unión, se considera entonces que no es tanto el efecto de una
causa precedente, sino que más bien se trata de una causa que solo aparentemente
es producida por su propio efecto. Aparentemente porque en verdad es el
elemento eternamente preexistente; de aquí la paradoja de que habiendo dado a
las criaturas su ser, entonces Dios les da todo aquello que pertenece
propiamente a su ser “a su tiempo, pero
intemporalmente”, es decir, es dado a su tiempo considerando la cadena
extrínseca de causalidad temporal en la que el don del efecto (siendo la
realización de la unión el más preciado de todos los efectos) viene después de
la causa (la gracia unificadora de Dios),
mientras que la verdad intrínseca de la unión es que es una realidad
intemporal, y por consiguiente más “real” que toda la dimensión de relatividad
que presupone la causalidad temporal.
Antes de realizar el puro ser, el hombre ya está
dotado de ese ser en virtud de su misma actualidad. El proceso de perfección es
la “dación individual” de Dios de todo aquello que ya es inherente al ser, y
esto implica la reabsorción de la consciencia individual de vuelta a la universalidad
inmanente de donde brotó esa consciencia. De este modo, el regalo que es el Espíritu Santo es inherente al
mismo regalo de la vida, y es la condición interior que produce receptividad a
los dones del Espíritu Santo. Uno puede recibir estos dones porque uno ya posee
al Dador, un don que a su vez procede del Uno que únicamente es real. De este
modo, dar y recibir son experimentados por el mismo sujeto; sujeto que está
exteriorizado con el único propósito de la gloria del retorno hacia el interior
después de su irradiación exterior: “mi irrupción será mucho más noble que mi
irradiación” (II:82).
Estas consideraciones nos llevan a plantear la
siguiente cuestión: si no hay más que un sujeto, ¿qué dimensión de ese sujeto
es el locus donde se produce la
unión? A partir de los siguientes extractos surge una respuesta a esta
cuestión. En el primero Eckhart expone un debate entre el “entendimiento” y el
“amor”, en donde cada uno de ellos proclama su superioridad sobre el otro.
Entonces interviene el “intelecto más elevado”:
“Aquel a quien vosotros (dos) habéis conducido hacia mí,
y a quien hasta ahora he conocido -Aquel- ahora se conoce a Sí Mismo en mí; y
Aquel a quien he amado -Aquel- se ama a Sí Mismo en mí. Por tanto, ahora me doy
cuenta de que ya no necesito a ninguno. Todas las cosas creadas deben quedarse
atrás.” (I:267-268)
El entendimiento y el amor inician el movimiento hacia
Dios, pero en la cúspide de ese proceso son sobrepasados por el aspecto
increado del intelecto. Es importante destacar que con la palabra
“entendimiento” Eckhart quiere decir conocimiento distintivo en donde sujeto y
objeto permanecen separados, y el “amor” es igualmente un modo que esta mediado
por una polaridad definida en los términos de amante y amado. Pero el intelecto
más elevado, aun abarcando ambos aspectos, sin embargo, anula su especificidad
limitativa, y realiza su unión en una dimensión que sobrepasa el nivel
ontológico característico de su afirmación distintiva. Conocimiento y amor, así
como la dualidad sujeto-objeto que implica operación individualizada, se resuelven
en una unidad indiferenciada, de modo que lo “hasta ahora conocido y amado” -es
decir, el objeto trascendente buscado por ambos, por el conocimiento y por
amor- se convierte en el sujeto absoluto, no teniendo ya como objeto nada
exterior a si mismo: así es como Dios es el agente del conocimiento “en mi”.
El alma creada es una pura “nada” por su propia cuenta;
y aun así, como lo Divino solo puede conocerse y amarse a Sí mismo en Sí mismo,
decir que este supremo conocimiento y amor de Sí Mismo se realiza en el alma,
significa que en otro sentido el alma no es solamente un “algo”, sino que es
idéntica al Uno en su fundamento y substancia increada. Es como si Eckhart
estuviera diciendo: es solo en mi-como-Dios, y no en mi-como-criatura, como
Dios puede amarse y conocerse a Sí Mismo en mí. Por medio de estas
afirmaciones, nos hemos centrado en la subjetividad divina que experimenta la
unión dentro del hombre; el siguiente extracto matiza aún más esta perspectiva:
“El alma debe vivir por encima de ella misma si ha de
apoderarse de Dios: porque por más que pueda conseguir con ese poder con el que
capta las cosas creadas…. ella no podrá captar a Dios. El Dios infinito que
está en el alma; Él capta al Dios que es infinito. Entonces Dios alcanza a Dios;
Dios hace a Dios en el alma y le da la forma de Él Mismo.” (II:59).
Si solo el Infinito puede
captar al Infinito, entonces aquello que se describe como “el hombre más
interior” se debe identificar con la presencia inmanente de Dios; debe ser un
centro que se despliega en la infinitud: “El hombre interior y el hombre
exterior son tan distintos entre sí como lo son el cielo y la tierra… Todas las
criaturas son saboreadas por mi hombre exterior como criaturas, …. Pero mi
hombre interior saborea las cosas no como criaturas, sino como regalo de Dios. Y
mi hombre más interior las saborea no como regalo de Dios, sino como la
eternidad.” (II: 80-81).
Aquí se delinean tres subjetividades.
La primera pertenece claramente a la manifestación formal, y tiene a la vista
los sentidos y la razón o el intelecto inferior. La segunda pertenece a la
manifestación supra-formal, y tiene como modo de cognición el intelecto más
elevado, un modo que en sí mismo es supra-formal, pero individualizado en la
medida en que aún puede haber una distinción entre el sujeto que “saborea” y el
objeto “saboreado” -en este caso, la criatura como regalo divino-. El tercer grado
de subjetividad pertenece a lo eterno que trasciende toda manifestación, allí
donde la substancia increada e increable del intelecto está plenamente
identificada con lo universal y por tanto con lo eterno, allí donde todas las
cosas están englobadas. Por consiguiente, el hombre más interior no saborea
ninguna particularidad respecto a las criaturas, sino que más bien saborea
únicamente esa eternidad con la que “es más uno de lo que es en sí mismo”, recordando
con esto la frase que utiliza Eckhart en relación al modo más elevado de ser
del intelecto. Estos tres grados de subjetividad se puede ver que corresponden
al siguiente ternario ontológico: la criatura, situada en forma de sinécdoque
al nivel de la manifestación formal; el Creador, situado al nivel del Ser supra-formal;
y la Divinidad, situada al nivel del Supra-Ser. Siendo así, el paso del hombre
interior al hombre más interior, constituye un reflejo invertido -en cuanto a
profundidad y subjetividad- del paso desde Dios a la Divinidad -en altura y
objetividad-. Esto revela una vez más la identidad entre la altura trascendente
y la profundidad inmanente.
Esto nos deja aún la
siguiente cuestión: si es Dios mismo el lugar adecuado para la experiencia subjetiva
de la unión, entonces ¿qué es lo que puede saber el alma creada de Eckhart
sobre este grado de conocimiento y de ser? La respuesta a esto la encontraremos
a continuación en el Sermón titulado “El Hombre Noble”. Se basa en el siguiente
verso: “Cierto hombre de familia noble fue a un país lejano a recibir
un reino para sí y después volver.” (Lucas 19:12). En este Sermón,
Eckhart recapitula muchos de los puntos desarrollados anteriormente, y hacia el
final, interpreta el significado del viaje y el “retorno”: la “partida”
significa que el hombre debe “ser uno en sí mismo… para solo ver a Dios”,
mientras que el “retorno” significa “ser
consciente y saber que uno conoce a Dios y es consciente de ello.” (III:114).
“Ver solo a Dios” significa
claramente excluirlo todo de la consciencia salvo al Uno, interiorizarse uno
mismo por medio del método de la concentración unitiva descrita más arriba; y
entonces, el Hombre Noble puede encontrar a Dios -Eckhart podría haber añadido
aquí: el “reino” que está “dentro de vosotros mismo”- solo cuando él es una
“isla distante”, es decir: solo cuando, en las profundidades más interiores de
su propio ser hay una ruptura radical con la consciencia individual, de modo
que ya no se puede decir que el individuo sea el agente o sujeto de la
experiencia; al “retornar” a sí mismo es consciente que no podría haber sido él
como individuo el que en ese estado conociera a Dios, pero que no obstante este
conocimiento se alcanzó o realizó dentro de sí mismo. Entonces, como individuo,
él sabe que el conocimiento trascendente “es conocido” en él, y que como
individuo él solo puede saber que se realizó
esta consciencia transcendente, y que esta siendo realizada eternamente dentro
de él; sin embargo como individuo no puede conocer lo Trascendente en sí mismo:
él sabe que Aquello que solo puede ser conocido por medio de sí mismo, lo hace
dentro de su propia alma a un nivel que precisamente excluye su propia
afirmación personal limitativa, su “nada”. De aquí que este conocimiento se
realice en “tierra lejana”: un nivel supra-ontológico que es inconmensurable
con su propia actualidad existencial.
Finamente se debe resaltar
que esta tierra distante es en realidad la unidad inmutable y eterna de la
naturaleza divina, siendo “distante” solo en relación al plano existencial de
los fenómenos exteriores diversos; es precisamente debido a su nivel supra-fenoménico
por lo que, al englobar todos los fenómenos dentro de sí misma en una unidad
indiferenciada, se debe considerar que trasciende infinitamente -y por tanto
está “distante de”- el plano de los fenómenos. Con esta unidad divina
incondicionada es con lo que, en la realización más elevada, se identifica la consciencia individual de
forma indistinguible: al comentar Oseas 2,14: “Pero he aquí que yo la atraeré y
la llevaré al desierto, y hablaré a su corazón.”, Eckhart añade lo siguiente:
“uno con el Uno, uno del Uno, uno en Uno, y solo Uno eternamente.”
(III:114-115).
Para concluir esta discusión:
la conciencia trascendente se alcanza en la experiencia del Nacimiento (Geburt) y la Ruptura (Durchbruch), la unión del alama con
la Divinidad; y esta unión solo es posible en base a ese elemento de
absolutidad que ya está presente en la esencia increada del intelecto. El
proceso por medio del cual este intelecto increado llega a realizar su
identidad con el Absoluto se basa en primer lugar en la operación de la Gracia,
que retira este elemento a través de los grados de ser hasta que finamente es
reabsorbido en la fuente de la que deriva, una fuente que trasciende el plano
que presupone la operación de la gracia. El individuo en el que tiene lugar
esta realización sabe que él, como tal, no puede ser el agente del conocimiento
trascendente que se revela en el estado de unión, y también sabe que este
conocimiento como individuo es tan limitado en relación a ese conocimiento
trascendente, como lo es la misma limitación constituida por su individualidad
empírica en relación a la infinitud del ser trascendente. El tema que trataremos
en la Tercera Parte es la manera en que vive a partir de entonces, orientado
hacia la realidad más elevada, a la vez que necesariamente sujeto al marco de
la realidad inferior de este mundo.
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