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viernes, 19 de enero de 2018

LA REVELACIÓN DE LA IMAGEN INTERMEDIA




LA REVELACIÓN 

DE LA 

IMAGEN INTERMEDIA

(Ibn Arabi, acerca de la muerte)


William Chittick


* 

SANATANADHARMATRADICIONAL



*

Capítulo VIII del libro titulado "Heir to the prophets", William Chittick. Oneworld Publications, 2005. Traducción al castellano -inédita hasta ahora- por Roberto Mallon Fedriani.

__________


La existencia no es sino una imagen,
pero en realidad es lo Real.
Quienquiera que entienda esto,
ha captado los secretos del camino.[1]



Ibn Arabi, uno de los pensadores musulmanes más conocidos y más controvertidos, nació en la España islámica en 1165. Al final se estableció en Damasco, en donde enseñó y escribió durante veinte años hasta su muerte en 1240. Su resplandor  intelectual se extendió por todo el mundo islámico, desde el África negra y los Balcanes, hasta Indonesia y China.[2] A pesar del hecho de que tanto reformistas como modernistas le hayan estado señalando desde el siglo diecinueve como emblema de todos los defectos de la sociedad islámica tradicional, en los últimos años su influencia se ha estado recuperando. Si bien fue desechado ampliamente por incoherente por los primeros orientalistas, recientemente ha sido considerado con mucho más respeto por los eruditos.

Bajo la enorme producción literaria de Ibn Arabi subyace la preocupación por explicar la realidad en todas sus dimensiones. Aun estando profundamente arraigado en la visión unificadora ofrecida por el Islam, él habla como universalista, no como un particularista, lo cual sirve para explicar parte de la hostilidad que suscitó incluso antes de nuestra era moderna de rampante mentalidad provinciana e ideología apasionada.  Lejos de ofrecer un “sistema” –como algunos observadores modernos han afirmado– desarrolla por el contrario un vasto análisis de puntos de vista legítimos, simbolizados por los “noventa y nueve nombres de Dios”, y por los “124.000 profetas” que se dice fueron enviados desde Adán hasta Muhammad. Entre los muchos temas básicos que explica –con un detalle sin precedentes y con una lucidez extraordinaria– se encuentra la Escatología; el tercero de los tres principios de la fe islámica, después de la Unidad Divina y de la Profecía.[3]

En la literatura secundaria se dice lo más frecuentemente que Ibn Arabi es el fundador de la escala de wahdat al-wujud, “la unidad de la existencia” o “la unidad del ser”, pero esto constituye una enorme simplificación. Si quisiéramos describirlo brevemente, sería mejor pensar en términos tanto de su metodología como de sus frutos. A la primera él frecuentemente la llama tahqiq, que significa verificación, realización, y actualización. Se trata de utilizar todos los caminos disponibles hacia el Conocimiento con el fin de conocer y experimentar la infinitud del sí mismo[4]. El sí mismo –nafs, una palabra que se traduce habitualmente por “alma”– es el sujeto que puede tomar como objeto suyo todo en realidad. Al fruto de la realización del sí mismo se le llama al-insan al-kamil, “el ser humano perfecto.”[5]

La perfección alcanzada por medio del tahqih implica una transformación interior tal, que el sí mismo llega a ser idéntico a la infinitud que conoce. La búsqueda de la omnisciencia ha estado por supuesto presente en el pensamiento Occidental al menos desde Aristóteles, y tiene paralelismos obvios en el Hinduismo y en el Budismo. De manera peculiar, en el caso de Ibn Arabi sus escritos voluminosos y extraordinariamente sofisticados son el fruto claro de la consecución de la meta –o al menos eso es lo que le ha parecido a gran parte de la tradición posterior–. Ibn Arabi,  describiendo este logro del conocimiento omniabarcante, habla de la “estación muhammadiana”, mitificando este estado en los términos de la bien conocida enseñanza según  la cual Mahoma conoció todo lo que había sido revelado a todos los profetas que habían venido antes que él. También lo llama “estación de la no estación” (maqam la maqam), significando con ello que la perfección la consiguen únicamente aquellos que conocen el sí mismo como algo no especifico –neti neti, como dirían las Upanishad–. Mientras que los seres humanos individuales se experimentan a sí mismos confinados y limitados, merecen ser llamados ‘esto’ o ‘aquello’. La verdadera libertad solo la alcanzan los que van más allá de cualquier especificidad.[6]

Si el ser humano no es ninguna cosa específica, lo es porque fue creado a “imagen” (de forma más literal: “forma”, sura) de Dios, Quien no puede ser restringido a ninguna categoría. La tradición se refiere a la pureza original del sí mismo humano con el termino fitra, “naturaleza primordial”. El Profeta dijo: “Todo niño nace conforme a la fitra, pero sus padres lo convierten en Judío, Cristiano, o Zoroastriano.”  En términos taoístas: la naturaleza primordial del sí mismo es la de ser un “piedra sin tallar”. Una vez que la piedra ha sido tallada, o el niño ha sido convertido en cristiano, la simplicidad primordial se pierde. El logro de la plenitud de las posibilidades humanas exige la recuperación del estado de indeterminación.

Al conceptualizar la perfección humana, Ibn Arabi extrae todos los recursos de las ciencias islámicas, y cubre toda la gama de la expresión literaria, desde la mitología y la poesía, hasta la filosofía y la ciencia. Son especialmente importantes para sus formulaciones los nombres divinos, tan profusamente mencionados en el Corán. Si Dios creó los seres humanos a su imagen, esto solo puede significar que tiene el potencial de entender, emular, y actualizar cada uno de los nombres que son apropiados a Dios, Quien es el fundamento de toda la realidad; o, para usar la expresión coránica más común, “lo Real” (al-haqq). Todo nombre y atributo divino pertenece en verdad a lo Real, y cada uno muestra sus señales por todo el universo. Los seres humanos tienen la libertad suficiente para descubrir, realizar, armonizar, y unificar todos los nombres. Para hacerlo deben abrazar todas las posibilidades del devenir humano, y rechazar la fijeza y los límites de cada estación y situación.

Según la manera de ver las cosas de Ibn Arabi, los seres humanos entran en el universo en el estadio culminante del flujo hacia el exterior de la Realidad.  El mundo es un proceso de revelación divina (tajalli) continuo y sin fin; un borboteo y bullir continuo de existencia y conciencia; un flujo incesante desde la unidad en la multiplicidad, y de la consciencia en la ignorancia. Lo que llega a ser revelado es la naturaleza de lo absolutamente Real, que abarca toda posibilidad de ser y de conocimiento. El motivo para esta revelación del sí mismo es el amor. Como dice el dicho divino: “Yo era un Tesoro Oculto, y quería ser conocido, así pues creé a las criaturas para que Yo pudiera ser conocido.”

Al igual que él, antes Avicena y después Rumi, Ibn Arabi recalca la importancia del amor como fuerza motivadora subyacente a toda la creación. [7] Frecuentemente subraya las implicaciones del dicho profético: “Dios es bello, y Él ama la belleza.” Si Dios creó el universo porque “quería ser conocido”, esto significa que conocerle a Él es bello, y que todas las criaturas conocen por su misma modalidad de ser. Además, las criaturas siguen a Dios en el amor a la belleza, y toda belleza es un atisbo de lo Bello.

En las cosas existentes no se ama otra cosa que a Dios. Es Él el que se manifiesta dentro de todo amado ante el ojo de todo amante –y no hay nada que no sea un amante–. Todo el universo es amante y amado, y todo retorna a Él… Aunque todos aman a su propio Creador, todos tiene un velo en su visión de Él por el amor hacia Zaynab, Su’ad, Hind, Layla, este mundo, el dinero, la posición social, y todo lo que se ama en el mundo. [8]

Los seres humanos marcan el punto en donde el movimiento dispersante y externalizador iniciado por el amor retorna sobre sí mismo. Si lo Real “quería ser conocido”, conocerle requiere amarLe en reciprocidad. Las personas entran en la existencia como imágenes germinales de lo Real. Sus configuraciones individuales reproducen todo lo desplegado en la indefinida expansión espacial y temporal del universo. Tienen la posibilidad de desarrollarse como manifestaciones plenas de la simplicidad y unidad omnicomprensiva de lo Real, solo si Le aman plenamente y alcanzan la identidad con todas las  cualidades latentes en el Tesoro Oculto.

Los seres humanos llegan a ser totalmente absorbidos en el amor de Dios porque fueron hechos a Su imagen –tal y como afirma el hadiz– de modo que vuelven hacia la Presencia Divina con toda su esencia. Por eso es por lo que todos los nombres divinos llegan a manifestarse dentro de ellos. [9]

Pocas son las nociones que sean más centrales al arsenal conceptual de Ibn Arabi que la de khayal (“imaginación”, “imagen”). El término denota tanto el poder que nos permite representar cosas en la mente, como las propias imágenes mentales. Implica no solo una facultad interior sino una realidad externa, como muestra el hecho de que se use la misma palabra para las imágenes que se ven en un espejo o en una pantalla.[10] Antes de Ibn Arabi se había debatido durante mucho tiempo sobre la imaginación para destacar el carácter intermediario del terreno subjetivo, que es una imagen del sí mismo cognoscente y del objeto conocido. En los términos míticos del Corán, la imaginación llegó al ser cuando Dios “sopló Su espíritu” en la arcilla a partir de la que dio forma al cuerpo de Adán con sus  propias manos. Allí donde se encuentran la oscuridad y la luz infinita no surge otra cosa que el sí mismo. Siendo la misma substancia del sí mismo, la imaginación es el encuentro entre la vitalidad de la inteligencia y los signos y sedimentos percibidos por los sentidos. Las realidades espirituales descienden en ella, y los objetos sensoriales suben hacia ella. Dentro de ella, se fusionan y hacen uno la consciencia y su ausencia, la profundidad y la superficie, el significado y las palabras, el espíritu y la arcilla, el interior y el exterior, lo no-manifiesto y lo manifiesto. Es únicamente en este nivel donde lo inferior imagina la belleza del Amado, y de ese modo enciende el fuego del amor.

Cualquier cosa distinta a la Esencia de lo Real sufre transmutaciones, rápidas y lentas. Cualquier cosa distinta de la Esencia de lo Real es imagen intermedia y sombra evanescente. Ninguna cosa creada permanece en un mismo estado, ni en este mundo,  ni en el más allá, ni en lo que hay entre ambas cosas; ni espíritu, ni alma, ni otra cosa que no sea el Dios-Yo, entendido como Esencia de Dios. Más bien sufre un cambio continuo de forma en forma, de manera constante y para siempre. Y la imaginación no es otra cosa que esto. … El universo se ha hecho manifiesto únicamente a través de la imaginación. En sí mismo es imaginado. Es y no es. [11]

El universo y el alma se reflejan el uno al otro, como imágenes  omnicomprensivas de lo Real. El universo es exterior, desplegado, disperso, y objetivado; el sí mismo es interior, concentrado, condensado, y subjetivado. El sí mismo es despierto y consciente, el mundo dormido e inconsciente –en términos relativos, claro, porque no puede haber absolutos cuando la substancia de la realidad es intermediación y flujo–. A través de interioridad el alma se encuentra a sí misma y a otros, y a través de su interioridad el mundo despliega lo que es potencialmente cognoscible para el alma. Si “Dios enseñó a Adán todos los nombres” (Corán 2:30), esto significa que todo lo que está desplegado y disperso en el universo ya es conocido para la naturaleza primordial humana, la fitra que no tiene ninguna identidad especifica. La recuperación de la perfección adámica significa reconocer lo que sabemos. “Todos los nombres” significa toda posibilidad de ser y de llegar a hacerse presente en lo Real. Las cualidades y características de las cosas creadas son los nombres de su Creador. Es a través del camino de la realización de sí misma, como el alma viene a experimentar las denominaciones de los nombres en el terreno imaginal, en donde ser y consciencia son lo mismo.

La subjetividad humana es el lado interior del universo manifiesto, y la objetividad del mundo es el lado exterior. Esto no significa negar la interioridad de los animales y otras criaturas, a la que Ibn Arabi dedica gran atención. Más bien, quiere decir que lo que caracteriza a los humanos es el potencial de ser consciente de todo, en contraste con los horizontes limitados de otras cosas. Son precisamente los anteojos de los seres no-humanos los que los hacen pertenecer más al terreno objetivo que al subjetivo. Las limitaciones interiores y las restricciones psíquicas de los animales aparecen como la diversidad de sus especies. En contraste, los seres humanos son exteriormente similares pero interiormente dispares. La pureza primordial de la naturaleza humana, hecha a imagen de lo infinito e ilimitado, permite inmensas diferencias en cuanto al ser interior y a la consciencia. La diversidad de las formas de vida en el mundo exterior muestra solamente los rastros más sucintos de la ilimitación del terreno interior del alma. De hecho, Ibn Arabi nos dice que el mundo de la imaginación es, de lejos, el ámbito más vasto en la existencia, “porque ejerce su propiedad dominante sobre todas las cosas y sobre ninguna cosa. Da forma a la inexistencia absoluta, a lo imposible, a lo necesario, y a lo posible. Hace existente lo no existente, y lo no-existente existente.”[12]     

Los seres humanos llegan a ser lo que son actualizando diversas potencialidades ontológicas y psicológicas en combinaciones que nunca se repiten. Su mundo verdadero es el de la consciencia y la imaginación, pero su horizonte permanece oculto para aquellos que no hacen ningún intento por darle la vuelta al flujo exterior y focalizar la consciencia retornando a su fuente. Amando a Hind, y a Layla, pierden la visión del verdadero Amado y permanecen paralizados en la superficie reflectora.

El mundo como un todo no es otra cosa que una imagen de lo Bello. La consciencia que el alma tiene de sí misma depende de su percepción de la imagen del mundo en ella misma. La percepción nunca es otra cosa que consciencia, lo cual es decir que solo puede pertenecer al terreno del alma. De aquí se sigue que las gentes no pueden reconocer el mundo y a sí mismos como son sin la consciencia de su propia inmersión en el océano de la imaginación. Pero así como la imaginación es el ámbito de la revelación y el reconocimiento, también es el dominio del ocultamiento y del engaño. Abarca ambas cosas: iluminación y oscuridad, y está poblada tanto de demonios como de ángeles. Su ambigüedad y carácter intermediario indican el imperativo y necesidad de la revelación profética que proporciona las claves para diferenciar el ángel del demonio, y la belleza del destello.

En  resumen, cada sí mismo humano es una subjetividad única complementada por la objetividad del universo. Alma y mundo son imágenes de la Subjetividad/Objetividad absoluta, que es lo Real. La naturaleza humana primordial no está en esencia obstaculizada por ninguna cualidad o característica, pero la mayoría de las personas eligen libremente esculpirse a sí mismos en bloques específicos. Al enamorarse de la belleza transitoria yerran en darse cuenta de que tienen el potencial de aspirar a la Belleza y trascender toda limitación de la existencia y la consciencia.

El  Corán y el Profeta proporcionan numerosas explicaciones sobre el mundo después de la muerte. Ibn Arabi encuentra la clave interpretativa de estas explicaciones en la misma substancia del ser humano, el cual en realidad posee el potencial de asumir la forma de todo. Aunque en su fitra las personas carecen de forma, gradualmente van adoptando una figura, y se ven determinados por los caminos que siguen a medida que sus vidas se van desenvolviendo. Algunos de estos caminos conducen hacia la plenitud y la totalidad de la imagen divina, y algunos bloquean el resplandor de la luz divina. Algunas personas llegan a estar en sintonía con la universalidad y la absolutidad de lo Real, y otras perciben la realidad como una disonancia, un desequilibrio, y una disolución. La situación del alma en la configuración total de la realidad viene a estar determinada por los objetos sobre los que fija su atención y concentra su amor. Uno se convierte en aquello que ama.

La muerte vuelve al alma del revés. El sí mismo humano es dejado que se sostenga por sí mismo sin la fijeza estabilizadora del mundo objetivo. Los objetos desaparecen como cosas independientes, y las revelaciones divinas del sí mismo surgen en la superficie. Las personas se experimentan a sí mismas en formas imaginales adecuadas a sus querencias y aspiraciones. Dice el Corán respecto al alma que acaba de morir: “Hemos levantado tu cobertura de modo que hoy tu visión es desgarradora” (50:22).

Dios creó a los seres humanos con una configuración invertida, de modo que encuentran el próximo mundo en su interior, y el mundo presente en su exterioridad. Su exterioridad está limitada por la forma, de modo que Dios les pone límites a través de la revelación. En tanto que su exterioridad no cambia, ellos no cambian, sin embargo sufren variaciones constantes en su interioridad. Sus pensamientos fluctúan de conformidad con las formas en las que se les presentan los pensamientos; y así será la situación en el mundo siguiente… El mundo siguiente es la inversión de la configuración de este mundo, y este mundo es la inversión de la configuración del mundo siguiente. Allí los hombres son, como seres humanos, lo mismo que aquí. Por tanto uno debe esforzarse aquí de modo que nuestros pensamientos sean meritorios de acuerdo con la revelación. Entonces tu forma en el próximo mundo será bella.[13]  

Dada la ilimitación esencial del sí mismo humano y el hecho de que nada es imposible en el ámbito de la imaginación, las modalidades del devenir póstumo son incalculables. La única manera de asegurar una vida post-mortem agradable es amar lo Bello y recuperar la pureza primordial de la imagen de Dios. Este es precisamente el propósito de tahqiq  o la “realización”: el proceso de descubrimiento y actualización del rango completo de nombres divinos latente en el sí mismo.

El mundo después de la muerte es el despertar al sinfín de revelaciones de lo Real. Los estadios del retorno a Dios en esta vida dibujan a grandes pinceladas el ámbito imaginal infinito en donde las revelaciones serán vistas por lo que son. Cada uno de los estadios en el camino hacia Dios prefigura uno de los territorios del próximo mundo. La naturaleza humana encuentra el imperativo por seguir el camino en el hambre por conocer los nombres divinos y encontrar su substancia dentro de sí mismo, un hambre que se conoce comúnmente como amor.

A pesar de la tendencia general en gran parte de la teología islámica por subrayar los rigores de la justicia y el castigo divinos, Ibn Arabi se centra en la belleza y en la misericordia divina. Señala que lo Real es precisamente eso, no ninguna otra cosa. Todo lo demás se deriva de ello y es irreal. Nada puede subsistir excepto en función de la pura realidad, el puro ser, la consciencia total, y el bien total.

Dios creó el cosmos en esencia solo por la felicidad. La desgracia se da en el caso de aquellos a los que les ocurre por accidente. Esto es así porque nada llega del Bien Puro en donde no haya ningún mal –que es el Ser de lo Real que da existencia al cosmos– excepto lo que se corresponde con Ello; y Ello es específicamente el bien.[14] 

Las personas saborean el bien de la realidad en la experiencia del amor, que es simplemente el reconocimiento de la presencia de Dios en el mundo y el deseo de realizar la imagen divina dentro de ellas mismas.

Entre nosotros están aquellos que conocen a Dios en este mundo, y entre nosotros están aquellos que no Le conocen hasta que mueren conociendo alguna cosa específica. Entonces, cuando se levante la cobertura, llegarán a entender que únicamente han amado a Dios, pero han estado velados por el nombre de la cosa creada.[15]

Amar lo Real en sus reflejos impone restricciones al alma, cuyas verdaderas posibilidades se definen por su capacidad de recibir la infinidad de relaciones divinas. Ibn Arabi explica que, de hecho, este mundo no es sino el terreno de prueba del amor, en donde la devoción a otra cosa que lo Real puede ser arrancada. En su capítulo de las Futuhat dedicado al amor, expone una lista de cualidades y características de los amantes, y entonces dedica un capítulo semi-independiente para explicar lo que quiere decir. Al hablar sobre uno de los atributos de los amantes, nos dice que la muerte es necesaria debido al amor de Dios hacia su propia imagen.

Los amantes se describen como “ansiosos de salir de este mundo y encontrar a su Amado”. Esto es así porque parte de la realidad del alma es la búsqueda del descanso. Un infarto de corazón es sufrimiento, ocultarlo es incluso más sufrimiento, y este mundo es el lugar de los infartos.

El encuentro ansiado por los amantes es un encuentro específico designado por lo Real, ya que Él ya es atestiguado en todo estado. Debido a Su ansia por nosotros, Él designa cualquier terreno que quiere, haciéndolo el lugar de un encuentro especial. Nosotros lo alcanzamos únicamente emergiendo de la morada que contradice este encuentro; y esa morada es este mundo. Al se le ofreció Profeta optar entre permanecer en este mundo o ser transferido al siguiente. Y dijo, “¡La Compañía más Elevada!”, porque en este mundo él tenía la compañía inferior.

Dice un dicho que “Cuando a alguien quiere encontrar a Dios”, esto es, a través de la muerte, “Dios quiere encontrarle a él. Y cuando a alguien le disgusta encontrar a Dios, a Dios le disgusta encontrarle”, porque Él lo encontrará cuando muera con aquello que a Él le disgusta, y ello es Su ocultamiento de él. Respecto a aquellos que son Sus siervos, que aman encontraLo, Él Mismo se les revela.

Encontrar a Dios a través de la muerte tiene un sabor que no se encuentra al enocntrarLe en la vida de este mundo. En la muerte estamos relacionados con él como dicen Sus palabras: “Y sabed ¡Oh, genios (jinns) y humanos! que Nos ocuparemos de vosotros.” (Corán 55:31). En nuestro caso la muerte es para lograr el descanso del gobierno de nuestro cuerpo. Siendo así, los amantes desean y aman saborear esto directamente, y solo ocurrirá al partir de este mundo por medio de la muerte, no en los estados extáticos (hal). Esto ocurre cuando parten de los marcos físicos con los que se han familiarizado desde que nacieron, y a través de los cuales se han manifestado. O mejor: el marco fue la causa de que llegaran a manifestarse.

De este modo, Dios los separa de este cuerpo porque están apegados a él. Esto tiene que ver con el “celo” divino (ghayra) hacia Sus siervos. Él los ama y no desea que se apeguen a “otros” (ghayr). De aquí que Él creara la muerte y que fuese una prueba para ellos; para poner a prueba sus pretensiones de amarlo a Él. Cuando la propiedad gobernante de la muerte expira, “Juan la sacrifica entre el Jardín y el Fuego.” Entonces nadie morirá en las dos moradas.

Así pues, esta es la causa de sus ansias por partir de este mundo a fin de encontrar al Amado, porque los celos son dificultades. Cuando la muerte es sacrificada se convierte en una vida específica después de la muerte, pues “Las gentes están dormidas, y cuando mueren despiertan.” [16]
 
El ansia humana por alcanzar lo que ama es la consecuencia necesaria de las ansias de Dios por encontrarse con los seres humanos. El universo esta dirigido por el amor de Dios hacia los seres humanos, y solo ellos pueden amarle plenamente en reciprocidad. Entre las más de cien revelaciones que escribió Ibn Arabi en su libro al-Tajalliyyat al-ilahiyya (“Las revelaciones divinas”), una en particular, “La revelación de la perfección” parece especialmente pertinente al amor divino que prepara al alma para la plena revelación de la imagen intermedia.


Escucha, ¡Mi amante! Yo soy la entidad sobre la que está concentrado el reino de lo creado. Yo soy el punto central del círculo y su circunferencia. Yo soy sus cosas compuestas y sus cosas simples. Yo soy lo que desciende entre cielo y tierra.

Yo creé las facultades perceptivas para ti, solo para que las pudieras usar para percibirme a Mí. Cuando Me percibes, percibes tu propia alma. No quieras percibirme a Mí por medio de la percepción de tu alma. Con Mi ojo me verás a Mí y verás tu alma, no con el ojo de tu alma. Y Me verás.

¡Mi amante! ¿Cuánto tiempo tengo que estar llamándote sin que me escuches? ¿Cuánto tiempo tengo que mostrarMe a ti sin que me veas? ¿Cuánto tiempo tengo que envolverme en aromos para ti sin que huelas; y en sabores sin que Me saborees?

¿Qué es lo que hay de mal en ti que no Me sientes en los objetos que tocas? ¿Qué hay de mal en ti que no Me percibes en las cosas que hueles? ¿Qué hay de mal en ti que no Me ves? ¿Qué hay de mal en ti que no Me oyes? ¿Qué hay de mal en ti? ¿Qué hay de mal en ti? ¿Qué hay de mal en ti?

Yo soy para ti más placentero que cualquier placer, soy más deseable para ti que cualquier deseo, soy más bello para ti que ninguna belleza –Yo soy lo Bello, lo Precioso–

¡Amante mío! ¡Quiéreme! ¡No quieras otra cosa! ¡Quiéreme apasionadamente! Se cautivado por Mí, no por nadie más! ¡Abrázame! ¡Bésame! Con ninguna cosa te unirás tanto como Conmigo.

Todos te quieren para ellos, pero yo te quiero por ti. Aun así te alejas de Mí.

¡Mi amante!, no eres justo Conmigo. Si te acercas a Mí, Yo me acercaré a ti mucho más, y Yo estoy más cerca de ti que tu propio aliento y tu propia alma. ¿Quién de entre las criaturas actúa de este modo contigo?

¡Mi amante!, Estoy celoso de ti. No me gusta verte con otros que no están contigo. ¡Sé en Mí a través de Mí! Yo estaré en ti como tú estés en Mí, aunque no te des cuenta.

¡Mi amante!, ¡Unión! ¡Unión!

Si encontrásemos el camino de la separación, no saborearíamos la separación con el  sabor de la separación.

¡Mi amante!, ¡ven! Mi mano y la tuya. Entremos en lo Real para que Él pueda juzgarnos con el juicio de la eternidad.

¡Mi amante!, de entre todas las discusiones una de ellas es el placer más placentero, y es la discusión de los amantes. El placer se da en la argumentación.

Intenté darle muerte a ella
amándola,
para que no discutiese conmigo
en el momento de la resurrección.

Di: ¿Tienes algún conocimiento de los ángeles cuando estaban discutiendo? (Corán 69:38) Si no fuera por la excelencia de la disputa, ¿habría alguno de pie ante el juez? ¿Qué es más placentero que levantarse y ver al Amado? ¡Mi corazón! ¡Mi corazón![17]



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[1]   Ibn 'Arabi, Fusus al-hikam 159.
[2]   Sobre su vida, ver, Addas, La búsqueda del azufre rojo. Uno de los mejores estudios recientes acerca de sus enseñanzas y su influencia, ver Chodkiewicz, “Un océano sin orillas”, “El sello de los santos”.
[3]   Para una amplia investigación sobre las enseñanzas islámicas sobre la muerte y la resurrección, ver Chittick, “Escatología”. Para revisar algunas de las enseñanzas propias de Ibn Arabi, ver Chittick, “Mundos Imaginales”, Capítulo 7; y “La hermenéutica de la misericordia en Ibn Arabi”.
[4]   En la civilización islámica se han reconocido tres rutas básicas hacia el Conocimiento: la palabra divina (o revelación profética), la investigación racional, y la intuición supra-racional. Antes de Ibn Arabi cada uno de estos caminos lo subrayaba uno de los tres puntos de vista prevalentes (que se pueden denominar de forma aproximada: teología, filosofía, y sufismo teórico). Ibn Arabi sostenía que los tres caminos se debían utilizar plenamente en la investigación de cualquier asunto relativo a la significación última del ser humano, y expuso numerosos argumentos para explicar que ninguno de ellos podría ser suficiente por sí mismo. Ver Chittick, “El camino sufí”, en especial las Partes 4 y 5.
[5]   Para un estudio detallado de las enseñanzas de Ibn Arabi, con amplias citas de sus trabajos originales (incluyendo muchos pasajes que tratan sobre la muerte y la resurrección), ver Chittick, “The Sufí Path”, y también “Self-Disclosure…””
[6] Sobre la ‘estación de la no-estación’ ver Chittick, “Sufi Path”, Capítulo 20, y “Imaginal Worlds”, capítulo 10.
[7]   Sobre sus enseñanzas acerca del amor, ver Chittick, “The divine roots of human love”.
[8] Ibn Arabi, al Futuhat al-makkiyya, volumen II, 326, línea 19. Chittick, “Sufi Path”, 181. Todas las traducciones aquí son o bien nuevas, o bien revisadas. En los casos en los que he publicado anteriormente una traducción (frecuentemente con bastante texto rodeándola), indico su localización.
[9]   Futuhat II325; Sufi Path 286
[10]   La palabra pantalla no es aquí anacrónica. Al menos en dos pasajes, Ibn Arabi discute sobre las imágenes e la pantalla (sitara) del teatro de sombras para explicar cómo ejerce la imaginación sus poderes cósmicos. Ibn al-Farid, contemporáneo suyo, el mayor poeta sufí en lenguaje árabe, habla del teatro de sombras en un contexto similar. Para una traducción de los pasajaes mas relevantes de Ib Arabi, ver Chittick, Self Disclosure, 60; y también “Two Chapters”, 102. Respecto al pasaje de Ibn al-Farid, ver “El poema de la Vía”, líneas 2130-2237, o Nicholson, “Studies in islamic Mysticism”, 189-91, 260-2.
[11]   Futuhat II 313.17; Sufi Path 118
[12]   Futuhat I 306.6; Sufi Path 122.
[13]  Futuhat IV 420-1; Imaginal Worlds 108--9.
[14]   Futuhat III 389.21; Self-Disclosure 365; Sufi Path 291.
[15] Futuhat IV 260.27.
[16] Futuhat II 351.16.
[17]   Ibn 'Arabi, al-Tajalliyyat al-ilahiyya 461--66.

domingo, 19 de febrero de 2017

SHANKARA, IBN ARABI Y MEISTER ECKHART (II)



La Realización de la Trascendencia

Elementos esenciales en común entre Shankara, Ibn Arabi y Meister Eckhart

(Parte II: El Ascenso Espiritual)

Reza Shah Kazemi


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Kazemi_Paths to trascendence



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Segunda de una serie de tres traducciones inéditas hasta la fecha en castellano del último capítulo del excelente libro titulado originalmente "Paths to tracendence according to Shankara, Ibn Arabi y Meister Eckhart" de Reza Sha Kazemi. Publicado en la editorial World Wisdom, Inc, 2006. (Traducción al castellano de Roberto Mallón Fedriani)

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1. Virtud

Se ha afirmado que un prerrequisito clave para disponerse a recorrer el camino de la trascendencia es el logro de la virtud integral. Eckhart le dice a sus fieles que la enseñanza más elevada acerca del Nacimiento está destinada únicamente a aquellos que viven plenamente los preceptos cristianos; presupone la realización perfecta de la virtud trascendiendo su concepción humana. Del mismo modo, Shankara enfatiza que su doctrina sobre el Sí Mismo ha de ser expuesta únicamente a aquellos que tienen todas las virtudes fundamentales; éstas son  integradas junto con otros aspectos y medios de conocimiento, mientras que el egoísmo y el orgullo son vistos por el contrario como una de las muchas disfunciones mentales, además de como vicios morales. Ibn Arabi también otorga a la virtud un estatus que va más allá de sus ramificaciones morales, ya que la virtud es vista como una participación ontológica en la misma naturaleza de Dios: la adopción de cualidades virtuosas es equivalente a la “asunción de los rasgos de carácter de Dios”, y constituye la “perfección accidental” sin la que lo “esencial”, esto es, la perfección trascendente, no puede conseguirse. La virtud se considera también una pre-condición metódica para entrar en el retiro espiritual.

Mientras que fundamentalmente existe acuerdo en cuanto a la necesidad de la virtud, sin embargo ha de señalarse que existen diferencias respecto al marco ritual dentro del cual debe tener lugar la acción virtuosa.


2. Rito y acción

Para Ibn Arabi y Eckhart la ejecución de los ritos ortodoxos se da por sentado, se considera uno de los cimientos del camino de la trascendencia, y no se abandona en ningún momento de dicho camino, mientras que para Shankara ese abandono es -práctica si bien no dogmáticamente- parte de la disciplina para el aspirante a la Liberación. Esta es una diferencia importante, y puede verse como derivada del siguiente factor de contexto: la adopción del camino de sannyasin (renunciante) está integrado estructuralmente dentro del marco cultural Hindú, más que tratarse de una forma de desviación de éste, mientras que el lugar que ocupan los ritos en las religiones fundadas históricamente como el Islam y el Cristianismo, es mucho más central, definen la identidad religiosa, y son esenciales en la participación sacramental dentro de esas creencias. Abandonar o renunciar a los ritos por la búsqueda del Absoluto es entonces equivalente a una innovación de carácter herético.
Por otro lado, si se observa con cuidado la motivación y la condición de Shankara en relación al abandono formal de los ritos, la diferencia entre las dos posturas cambia sustancialmente, si bien no es superada por completo. El motivo para dejar de practicar los ritos ordinarios está basado, por un lado, en el principio general de que la acción no conduce a la Liberación, y por otro, en el principio subjetivo según el cual el aspirante a la Liberación debe cultivar una “aversión” hacia todo tipo de recompensas –terrestres y celestiales- proporcionales a la acción ritual. Visto bajo esta luz, la posición e Shankara no está substancialmente tan alejada de la de Eckhart, y en menor medida, de la de Ibn Arabi. Los puntos de vista de Eckhart respecto a la acción y su referencia antinómica a las limitaciones de los Cielos, pueden apreciarse más claramente a la luz de los pronunciamientos explícitos de Shankara sobre la relatividad de todo excepto de la aspiración a lo trascendente: las regiones celestiales se plantean dialécticamente como la recompensa que se le da a los “asnos” que puede que tengan intenciones nobles y lleven a cabo las acciones más piadosas, pero cuyo conocimiento es defectuoso respecto a la realidad intrínseca del Absoluto. Shankara establece de forma sucinta un principio que aclara bastante la hipérbole antinómica de Eckhart: “Cuando se llega a conocer el Sí Mismo, todo lo demás se ve maligno.”

Para Shankara incluso el dharma es un pecado para aquel que busca el conocimiento del Sí Mismo. En Eckhart es el “Nacimiento” o “la unión” lo que se subraya, más que el “Sí Mismo”, ya que es en esta unión donde se encuentra “la plena beatitud del alma”; y es únicamente desde este punto de vista desde el que todo logro inferior es visto como “maligno”. Además, en la medida en que Eckhart insiste en que uno no debe tomar a Dios de ninguna parte salvo de uno mismo, su perspectiva se acerca aún más a la de Shankara, a pesar de no compartir con éste el énfasis continuo y explícito en el Sí Mismo absoluto.
El principio de Shankara ayuda a dilucidar la intención de Eckhart al afirmar que “rezar por esto y por aquello” es rezar por el mal, así como otras numerosas afirmaciones que a primera vista parecen escandalosas. Se debe también señalar la forma en la que el punto de vista de Shankara sobre las limitaciones de la acción clarifica el motivo que hay detrás del rechazo de Eckhart incluso de “palomas” así como de los “mercaderes” del Templo; mientras que está claro por qué se deben excluir aquellos que llevan a cabo buenas acciones partiendo del apego a la recompensa (“mercaderes”), no está tan claro por qué aquellos que llevan a cabo las buenas acciones sin motivos egoístas, sólo por Dios (“palomas”), son también expulsados. En su explicación elíptica Eckhart dice únicamente que: “trabajan con apego, de conformidad con el tiempo y la corriente, antes y después”; se dice que se ven “obstaculizados” por estas actividades sin que se explique la naturaleza del obstáculo. A primera vista no está claro cuál es el objeto de apego ya que las “palomas” están “desapegadas” y trabajan solamente para Dios.

El apego en cuestión se ve claramente cuando uno vuelve a Shankara, el cual hace una distinción explícita que se aplica perfectamente a la enseñanza de Eckhart. Shankara distingue entre el tipo inferior de renunciante que ha renunciado a la acción egoísta y actúa únicamente por el amor de Dios, y el tipo superior que renuncia a la acción porque ve “inacción en la acción”, esto es, tiene un punto de vista desinteresado de la acción debido a su conocimiento de que el Sí Mismo es independiente de la acción, y de que debe ser realizado únicamente a través del conocimiento y no a través de ni siquiera “un millón de acciones”. Esto está bastante de acuerdo con la visión que tiene Eckhart del desapego y los trabajos: éstos sólo tienen valor en la medida en que son apartados inmediatamente. Tanto para Shankara como para Eckhart es el apego al status ontológico de la acción lo que constituye un “obstáculo”; incluso si los trabajos se llevan a cabo sin un espíritu egoísta y con exclusiva devoción a Dios, este apego sutil conlleva un doble atrincheramiento de relatividad: por un lado la relatividad del agente empírico de la acción, y por otro la relatividad del Dios personal actuante que es objeto de devoción y que se concibe como “otro”.

Yendo ahora al segundo punto, a la salvedad que hace Shankara: la acción ritual puede continuar llevándose a cabo no solo por aquel que busca la Liberación sino también por aquel que la ha realizado, pero siempre y cuando se haga para dar ejemplo. De este modo, dado el hecho de que la dimensión formal del Islam y del Cristianismo –esto es, los dogmas esotéricos- deriva en gran parte de las necesidades de la comunidad, la condición de Shankara nos permite ver la compatibilidad entre su postura ante los ritos y la de los otros dos sabios; aunque la posición de estos últimos puede definirse estructuralmente en relación a una acción exterior, no obstante esta gobernada intelectual y espiritualmente por la mayor de las aspiraciones.

Este argumento no implica que Ibn Arabi, por ejemplo, solo aconseje -y él mismo acate- las prescripciones exteriores de la Ley con el fin de dar buen ejemplo; pues sus interpretaciones esotéricas de estas prescripciones muestran que, las promulga en términos más positivos, como símbolos relativos a las realidades principiales que encarnan y hacia las que se dirigen. Además, a este respecto él vuelve al punto de vista de Shankara según el cual la ejecución de ritos tiene una función purificadora con vistas al conocimiento, y describe los ritos como “auxiliares remotos del conocimiento” en tanto que son “instrumentales de cara a la extinción de ese demérito que surge de las acciones pasadas y que obstruye el conocimiento del Absoluto”. Se debe recordar que el abandono de los ritos que plantea Shankara implica la adopción de los ritos quintaesenciales del sannyasin; pero el punto importante aquí es que esta renuncia formal a los ritos exteriores no se plantea como prerrequisito absoluto para adoptar el “Camino Directo”, especialmente dado el hecho de que los Vedas hablan de “cabezas de familia” (grhashtas) que también alcanzan la iluminación. Por consiguiente, no hay contradicción esencial o necesaria entre el camino de la trascendencia que excluye todo rito exterior de carácter religioso, y el camino de trascendencia seguido por Ibn Arabi y Eckhart en el que estos ritos se continúan llevando a cabo con vistas a la realización de significado más profundo.


3. Métodos de ascenso

Un punto de similitud entre los tres místicos que a primera vista puede parecer una diferencia, radica en sus respectivas actitudes hacia la visión mística de Dios visto como “otro”. Los tres están de acuerdo en considerar esto como un logro relativo que se debe trascender por la realización del Absoluto como la propia y más profunda identidad. Pero cabe ver una aparente diferencia en cuanto a que Ibn Arabi otorga a esta visión un carácter relativamente trascendente y en última instancia una naturaleza completamente divina, mientras que Shankara excluye rigurosamente todo logro que no sea la realización del Sí Mismo.

Para Shankara, cualquier atribución de alteridad objetiva al Absoluto –y por tanto, implícitamente, cualquier visión mística- supone el aprisionamiento de la consciencia dentro de los confines del ego definido de forma dualista, y, por consiguiente, dentro del dominio de la ilusión.

En cierto modo, la postura de Ibn Arabi no es distinta: la visión de Dios se define en términos de contacto entre la auto-manifestación de Dios y la receptividad de la entidad inmutable -el ‘ayn del individuo- y de este modo es en cierto sentido reductible al nivel individual. Hasta cierto punto esto está cerca de Shankara: en ambos casos hay una reducción a lo individual concebido como correlato subjetivo de lo Divino como objeto. Pero la postura de Ibn Arabi está matizada por el hecho de que esta misma preparación de la entidad está en sí misma formada por la primera “efusión más sagrada” de lo Divino: esta preparación es de este modo reductible a lo Divino, lo cual a su vez es reductible a la Esencia. Aparece entonces una diferencia: el punto de vista de Shankara sobre el aprisionamiento del ego dentro de la alteridad parece verse socavado por las asimilaciones principales que hace Ibn Arabi. Sin embargo, la diferencia es solo aparente ya que también para Shankara el “Creador es el Absoluto”: el ego individual como “creación” del Absoluto, al ver al Señor/Creador no ve otra cosa que el Absoluto apareciendo en contacto con Maya como una de las manifestaciones de Ishvara. Mientras que esta postura se puede afirmar tanto para Ibn Arabi como para Shankara, en cualquier caso ambos la superan por medio del principio metódico según el cual sólo el Absoluto es el objeto de la mayor de las aspiraciones y todo logro que sea inferior a esto se ha de resistir firmemente.

Ibn Arabi subraya que en el retiro espiritual todas las visiones -celestiales y divinas- son estrictamente relativas; en todos los estadios de la iluminación al aspirante se le dice no “detenerse” con lo que le es ofrecido, sino que debe perseverar, con la invocación del Nombre y la correspondiente intención, firmemente concentrado en el Nombrado; pues “si permaneces con lo que se te ofrece, Él huirá de ti; pero si Le alcanzas nada huirá de ti.” 
Uno debe resistirse a todos dones de Dios con el fin de realizar a Dios mismo. Esto se corresponde estrechamente con la insistencia de Eckhart en que todas las imágenes deben excluirse con el fin de conseguir la receptividad a la Palabra que consiste en el aquietamiento de todos los poderes y funciones intelectuales; incluso Cristo, en tanto que está presente ante la mente en su forma corpórea, se debe excluir, y se dice que uno debe unirse con la “esencia sin forma”.

Este rechazo firme a todo excepto a lo Trascendente se relaciona con el principio clave del método que es común a los tres místicos: un apartamiento concentrado de la dimensión exterior de conciencia y de existencia dirigido hacia el centro más interior de consciencia y del ser. Esta interiorización, cualesquiera que sean sus distintos modos, constituye el principio esencial del método en el camino de la trascendencia: aquello que es más interior es aquello se exalta más: según Eckhart, la profundidad equivale a la elevación.
El adhyatma yoga de Shankara, el tipo superior de meditación, gira en torno a la abstinencia; el resultado de abstenerse de toda forma exterior de sensación, sentimiento y pensamiento es una disolución progresiva de las facultades exteriores cuyas respectivas esencias son sucesivamente reintegradas en sus principios anteriores e interiores.

Ibn Arabi también utiliza el concepto de disolución al describir el camino de interiorización, que es a la vez el camino de ascenso hacia lo Absoluto. En el curso del ascenso, las dimensiones compuestas del individuo se disuelven dentro de sus respectivos principios hasta que finalmente se trasciende toda contingencia. Eckhart también enfatiza el mismo apartamiento, pero esta vez en términos de “detención” de todos los poderes del intelecto; esto conlleva la exclusión de todo contenido empírico en tanto que el “centro silencioso” no es receptivo a ninguna otra cosa que a la Palabra; por tanto es el “no conocer” y el “silencio” lo que más conduce al nacimiento de la Palabra.

La eficacia de esta interiorización como método está basada en un principio metafísico de la mayor importancia, un principio que lo afirman los tres místicos: la esencia más interior del individuo no es otra que la Esencia trascendente del Absoluto. Debido a esta identidad preexistente en el grado más interior del ser, esa interiorización se plantea como el principal medio de realización de lo Trascendente.

En el caso de Shankara, la máxima escrituraria “Tú eres eso” establece esta identidad de la manera más clara posible, pero él explica su fundamento en relación al concepto de tadatmya, el cual expresa la relación paradójica entre el ego y Brahman: el ego no es distinto de Brahman, mientras que Brahman no es no-distinto del ego. De este modo el ego tiene dos dimensiones: respecto a su dimensión exterior no hay relación posible entre el ego y Brahman, pero en la dimensión interior, la de la pura consciencia y el ser, él no es distinto de Brahman. En Ibn Arabi encontramos el correspondiente principio de identidad no recíproca aunque expresado inversamente: “la Realidad trascendente es la criatura relativa, si bien la criatura  es distinta del Creador”.

En Eckhart encontramos el mismo principio: el hecho de que la esencia del intelecto sea “increada” significa que únicamente puede ser divina, de ahí la identidad entre el “castillo” más interior del alma y el “Uno solitario” más trascendente que está por encima del alma; es solamente en este punto de identidad donde el alma “divina”, pero “Dios no se convierte en el alma: la gota de agua caída en el océano es el océano, mientras que el océano no es la gota”.

Esta es la razón por la que Eckhart insta a la concentración en Dios, no como una cosa distinta, sino como Él estando “en uno mismo”. Concentrarse en esta dimensión más interior de uno mismo es, aplicando el principio de Shankara, convertirse en aquello en lo que uno se concentra. Esta misma idea la expresa Eckhart con una imagen a la que dice se debe prestar la mayor atención, ya que si se entiende uno “llegará al fondo de todo lo que siempre he estado predicando”: “el bosque es mi ojo”. En otras palabras, es tal la concentración total sobre el objeto que subsume en sí misma ese sujeto que había sido el agente de la concentración: el alimento espiritual asimila en sí mismo a aquel que lo “come”, de tal manera que la sustancia espiritual misma se revela como la propia identidad verdadera. Esto recuerda a la “gacela” que ama Ibn Arabi y que se revela en última instancia como su propio sí mismo.

Además de estos dos factores fundamentalmente idénticos en los tres místicos –la identidad no-recíproca entre la esencia del alma y la del Absoluto, y el método de interiorización de la concentración empleado para la realización de esa identidad trascendente- hay también una importante correspondencia entre un soporte metódico recomendado por Shankara y el soporte metódico principal para Ibn Arabi: la concentración en el Nombre del Absoluto. Aun cuando, desde el punto de vista estrictamente metafísico y objetivo, el Nombre se distinguió de lo Nombrado, sin embargo desde el punto de vista subjetivo y del método, se subraya la relación complementaria de identidad; como dice Shankara: el Nombre es lo Nombrado. Lo Nombrado es inmanente en el Nombre, incluso cuando simultáneamente lo trasciende. Volviendo a la imagen de la copa y el agua: el agua en la copa es agua, aun cuando el agua como tal no se pueda reducir a esa cantidad de agua que hay en la copa. De este modo, Shankara subraya la eficacia de la invocación Om, e Ibn Arabi la de Allah. Shankara explica que esa realización del Absoluto es provocada como resultado de la actualización de la gracia inherente al Nombre, el cual representa sacramentalmente al Absoluto. La relatividad de la relación misma Nombre-Nombrado es trascendida en base a esa realización en tanto se supera la contingencia o alteridad presupuesta por la afirmación formal del Nombre; de ahí que “el propósito del conocimiento de la identidad del nombre y lo nombrado sea posibilitarse uno mismo el abandono a una vez del nombre y de lo nombrado y realizar así el Absoluto, que es muy diferente de cualquiera de aquellos.”

Hay que señalar que en la perspectiva de Shankara la realización del Absoluto no está restringida a ningún método singular: puede cristalizarse incluso sobre la base de la escucha del texto Tat tvam asi; puede ser el resultado de la “escucha, la reflexión y la meditación sostenida” sobre los textos sagrados; puede surgir a través de la concentración en la fuente más interior de la consciencia llevada a cabo a través de la abstinencia; y puede ser el efecto de la gracia atraída hacia el que implora como resultado de la invocación de la silaba sagrada Om. Por otro lado, en Ibn Arabi la invocación ocupa un lugar central -si no exclusivo- como método de práctica relacionado con la realización última; y en Eckhart lo único que se menciona es la técnica de concentración a través de la abstinencia. El hecho de que ambas estén incluidas en enfoque del método de Shankara muestra que no hay nada incompatible entre ellas, de modo que esta diferencia entre Eckhart e Ibn Arabi sobre la práctica metódica central que conduce a la realización final es relativa, y es menos importante en la medida que, por un lado, la función de estos métodos es idéntica -esto es, interiorización de la consciencia- y por otro, la meta de estas prácticas es una y la misma. Las siguientes secciones tratan sobre los aspectos esenciales de los estadios finales de esta realización.


4. Beatitud y trascendencia

A medida que la consciencia del aspirante se acerca al sumun de la realización, se experimenta un estado exaltado de felicidad; pero según los tres místicos esto se debe superar. Ibn Arabi escribe que, antes de la extinción el aspirante no debe “detenerse” en el grado de la experiencia de la felicidad. Eckhart habla del logro menor del amor respecto al  del conocimiento: detenerse en el amor implica verse “enredado” y “encaprichado” en la bondad y el amor; esto significa permanecer “atrapado en la puerta”, que es la primera efusión de Dios. Por otra parte, el conocimiento “va hacia adelante” y “capta a Dios en su esencia”. En la misma línea Shankara también escribe: a medida que uno se acerca al estado de samadhi, se experimenta felicidad, pero el mumukshu (el buscador) “no deberá detenerse para saborearla”.

Sin embargo, los tres místicos también afirman que en la medida en que uno puede hablar de la realización final, ello conlleva los siguientes tres elementos: Ser, Consciencia y Felicidad o Beatitud. La esencia de esta fórmula asociada con Shankara se encuentra en Ibn Arabi: “Ser es encontrar lo Real en éxtasis”; y en Eckhart: el contenido de la Palabra que es hablada en el alma es “poder inconmensurable, sabiduría infinita, y dulzura infinita’. Se podría citar aquí también aquel dicho suyo: “Yo era ser desnudo y conocedor de mí mismo en el disfrute de la Verdad”.

La cuestión que se impone es la siguiente: ¿cómo distinguir entre la felicidad relativa que hay que superar a través de la concentración en el Absoluto, y esa otra Felicidad absoluta que implica la realización del Absoluto? Para contestar esta pregunta se debe prestar atención a la raíz del problema de la “experiencia” en relación a la trascendencia.
Una vez más hay que volver a Shankara para encontrar la clave para comprender esta cuestión, ya que es él quien anuncia en términos más explícitos la diferencia entre la felicidad relativa y la absoluta. En primer lugar, la felicidad inferior, no trascendente, se dice que es algo que se puede ver cómo “aumenta por estadios”: esto significa que hay alguna medida común entre el goce experimentado en la vida diaria y el grado de felicidad que está aquí en cuestión; este último puede ser más intenso pero se da dentro del mismo marco ontológico básico. La naturaleza de este marco se clarifica por medio de la afirmación de Shankara según la cual la Felicidad trascendente es “totalmente diferente de todos los objetos… no-nacida porque no es producida como cualquier cosa resultante de las percepciones empíricas”.

En otras palabras, el grado de felicidad no-trascendente es algo así como un “objeto”, esto es, se parece a aquello que es el resultado de la percepción empírica; de este modo está condicionado por la relación entre un agente subjetivo y un objeto distinto de ello, un objeto que aunque es interno al sujeto, constituye una experiencia particular del sujeto relativo. Solo cuando se trasciende este dualismo ontológico como base de toda experiencia subjetiva se puede hablar de la realización de aquella felicidad que es propia del Sí Mismo, y que no se puede distinguir en absoluto de aquel en ningún sentido. Esta es la felicidad inherente del “uno sin segundo” que es “indescriptible”, precisamente porque sobrepasa en contexto de la experiencia ontológicamente diferenciada: descripción que, junto con todos los modos individuales de cognición, presupone este contexto y es proporcionada a los eventos que ocurren dentro de ello, mientras que es estrictamente inadecuada respecto a cualquier cosa que vaya más allá. Dar una descripción de esta realidad superior, o de la realización que la asimila, es confundir los niveles del ser: el Ser trascendente no puede ser reducido a modos contingentes de pensamiento y de lenguaje. Como dice Eckhart: en tanto que se intenta englobar esta realidad en el lenguaje y el pensamiento, no se conoce más de ello de lo que el ojo conoce sobre el sabor.

Por consiguiente, decir que en la realización trascendente el místico tiene una “experiencia” de lo Real trascendente es engañoso; solo cuando ha habido una trascendencia consciente de las condiciones en las que se basa la experiencia es cuando es posible hablar de realización trascendente. Por esta razón es por lo que Shankara compara la realización del Sí Mismo al estado de sueño profundo: en el sueño profundo tiene lugar una negación de toda diferenciación entre consciencia y ser, y esto elimina las bases de la experiencia subjetiva. No obstante, el estado de sueño profundo solo prefigura la realización del Sí Mismo, y ello de forma invertida: aun cuando en el estado de sueño profundo solo reside la consciencia del Sí  Mismo, las “semillas de la ignorancia” no han sido quemadas, de modo que el individuo al despertar sigue siendo tan ignorante del Sí Mismo como lo era antes de caer dormido: continua sin ser consciente de su identidad con ese Sí Mismo cuya sola consciencia persistía en el sueño profundo. Al contrario, cuando se alcanza la realización del Sí Mismo, la individualidad se trasciende conscientemente: en otras palabras, la consciencia se libera de las ataduras del estado individual, o más exactamente, del dualismo ontológico del cual la individualidad constituye el polo subjetivo.

Así pues, no es un estado de felicidad lo que define la realización; es la trascendencia consciente de la dualidad, junto con la realización concomitante de la identidad supra-personal, la que necesariamente conlleva la “felicidad inexpresable”, la “beatitud completa”, y el “éxtasis”, mencionados respectivamente por Shankara, Eckhart e Ibn Arabi. En la siguiente sección examinaremos más de cerca esta trascendencia de la dualidad.


5. La unión trascendente     

Decir “trascendencia” es decir “unión”; una unión en la que la consciencia persiste, pero en un modo que anula la condición individual. Si la consciencia misma fuese anulada, entonces los místicos no serían capaces de afirmar que la dualidad fue trascendida de hecho; y si la condición individual no es anulada, queda socavada la afirmación de haber alcanzado un grado absoluto de trascendencia.

Según Eckhart: si ha de haber una verdadera unión, uno de los dos agentes así unidos debe perder “totalmente su identidad y ser” –sin lo cual habrá “unificación” pero no unión. Este punto crucial se debe relacionar con la afirmación que hace respecto a “su” ser, tal y como era en su “causa primera”: allí “no tenía ningún dios” y era “ser desnudo, y conocedor de mí mismo en el goce de la verdad”. Es en este estado en el que “él penetra” en su “retorno” a la Esencia, pues allí –y solo allí- es donde “Dios deja de devenir”; de modo que es allí, y solo allí, donde se puede decir que Eckhart “no tiene dios”. Pero decir aquí “Eckhart” es decirlo de forma elíptica; pues, teniendo en cuenta todos los puntos anteriores, se debe concluir que en la unión, la “entidad total y el ser” de Eckhart como individuo se ha perdido, y lo que se encuentra es la identidad trascendente y el ser en y como la Divinidad: la identidad alcanzada es tan completamente una que Eckhart puede afirmar -una vez más, elípticamente- que él “engendra a aquel que engendra”. En otras palabras, todo lo que procede de la Divinidad por vía de determinación hipostática se convierte en su propio acto en virtud de esta identidad trascendente; identidad que se alcanza únicamente en base a la “anulación” de su identidad personal específica.

Los mismos puntos fundamentales se han de observar en los escritos de Ibn Arabi. Por una parte, afirma que Dios apartó de él su dimensión contingente, resultando en que él, en sí mismo, era la esencia del “Nombrado” por todos los nombres divinos. Por otro lado, el grado de trascendencia de esta identidad se afirma en la declaración de haber trascendido no solo todos los a’yan, o entidades inmutables, sino también el plano mismo sobre el cual el Señorío de lo Divino se define como tal, esto es, en relación al cosmos sobre el que esta relatividad, primera entre todas, reina como el Señor: el “Rey” se convierte en un “príncipe” para él. Esto se corresponde estrechamente con la afirmación de Eckhart de que en su causa primera y en el retorno final él “no tiene dios”; en ambos casos se encuentra la afirmación no solo de haber realizado una identidad trascendente basada en la premisa de la negación de la existencia contingente y de la identidad individual, sino también de haber realizado en esta identidad un grado que supera el nivel del Dios personal. De hecho una cosa es inconcebible sin la otra: solo  es posible la realización del Absoluto trascendente como la propia identidad en tanto que se trasciende la dualidad que presupone el grado correspondiente al Dios personal; ir de este modo “más allá de Dios” solo puede –metafísicamente- ser la prerrogativa del Sí Mismo que es la Esencia de Dios; la Esencia que es realizada por la consciencia del místico como su propia identidad verdadera, pero sólo en base a la supresión de su propia identidad contingente y específica.

También en Shankara se encuentran estos dos aspectos esenciales de la realización más elevada. En primer lugar, respecto a la trascendencia del dualismo ontológico inherente a la persistencia del individuo como tal, el ego individual es comparado con un “brazo que ha sido amputado y arrojado”. Es solo en base a la total eliminación del concepto de ego a través de neti-neti, como “aquello que queda”,  la pura subjetividad en el “yo”, puede identificarse legítimamente con Brahman en la frase “Yo soy Brahman”. La “experiencia inmediata” (anubhava) y no meramente teórica que sigue hasta el punto de hacerse efectiva la negación del ego,  es el “Sí Mismo Supremo”.

Aquí la comparación con un brazo deja claro que el ego es algo que por propia naturaleza es un objeto extrínseco, que depende de un agente superior consciente para vivir y ser, al igual que el brazo necesita una mente que lo dirija; entonces, decir “ego” es decir dualidad fundamental e irreductible: el ego no es auto-subsistente, sino que presupone a otro para su propia existencia. La trascendencia del ego es la trascendencia del dualismo ontológico; la realización del Sí Mismo es la realización de advaita, lo “uno sin segundo”.

En segundo lugar, respecto a la trascendencia del Dios personal: se recordará que la realización de la identidad con el Señor era el logro propio únicamente del “camino indirecto”, mientras que la identidad con el Sí Mismo es la alcanzada por el “camino directo”. Es importante señalar que la identidad con el Señor alcanzada en el “camino indirecto” tiene una naturaleza parcial y transitoria: allí continua siempre una distinción ontológica inevitable entre el Señor y el alma individual; e incluso en el caso de aquel cuya identificación con el Señor conduce a la adquisición de poderes sobrehumanos, persiste un abismo insalvable que separa este alma y el Señor, en tanto que solo es el Señor el que tiene la prerrogativa de “gobernar el universo”. Entonces, no puede haber identidad completa entre el Señor y el alma, ya que la misma afirmación de uno presupone la existencia de la otra. Por otra parte, el Sí Mismo no admite ninguna alteridad, de modo que la realización de la propia identidad como la del Sí Mismo, conlleva necesariamente la trascendencia del dualismo inherente en la afirmación del plano del Señor. Es así como Shankara dice que incluso el dios Brahma, uno de los tres de la Trimurti del Señor, se convierte en objeto de compasión para aquel que ha realizado el Sí Mismo.
Está claro que Shankara, Eckhart e Ibn Arabi están en perfecto acuerdo sobre la naturaleza esencial de la realización trascendente. En el caso de Shankara, postular un grado de realización que supera el nivel del Señor -Brahma Saguna- supone menos “escándalo” ya que esto se encuentra implícito, como la mayor de las verdades, en la Escrituras hindúes; es por esto por lo que es capaz de adoptar este punto de vista y todas sus ramificaciones de forma consistente. En el caso de Ibn Arabi y de Eckhart esta identidad trascendente se indica más frecuentemente en  forma de alusiones y en términos velados y elípticos, y raramente se afirma explícitamente como sí ocurre con Shankara.


6. El agente o sujeto de la acción en la Realización Trascendente. 

Otro principio muy importante que comparten los tres místicos es que, como dice Shankara, “sólo el Sí Mismo conoce el Sí Mismo”. Así anteriormente señalamos que los tres estaban mantenían el mismo punto de vista en cuanto a que el alma relativa era a la vez exteriormente  distinta de, y esencialmente idéntica al Absoluto, así ahora también los tres están de acuerdo en afirmar en que solamente ese elemento de absolutidad inmanente en el alma es el que puede ser agente en la realización del Absoluto que trasciende infinitamente el alma. En otras palabras, la identidad metafísica pre-existente de la substancia es la base sobre la que tiene lugar la realización espiritual trascendente.

Como se ha señalado más arriba, Ibn Arabi escribe que la criatura es distinta del Creador, aun cuando lo Real es idéntico a la criatura. La criatura como tal no realiza o se convierte en el Absoluto; ni siquiera puede “ver” verdaderamente el Absoluto: en la realización trascendente el veedor es idéntico a aquel que ve –si bien hay que recordar que aquí “ver” es estar identificado con la “extinción en la contemplación”, y por tanto es unión. Aquel “respecto a  quien nada es similar” solo lo ve aquel “respecto a quien nada es similar”. La consciencia del individuo debe hacerse incomparable a todas las cosas, y esto implica, como se ha visto más arriba, la trascendencia de la individualidad. Esto solo es posible porque la consciencia en el individuo no es en esencia suya; es únicamente sobre esta premisa metafísica como Ibn Arabi distingue dos tipos de gnosis: conocer a Dios conociéndote a ti mismo –el tipo inferior que implica conocer al propio Señor- ,  y conocer a Dios “a través de tu como Él, no como tú mismo” –el tipo superior, en relación al Absoluto- . El conocimiento del Absoluto en sí mismo es alcanzable exclusivamente siendo el Absoluto, lo cual es posible únicamente, por un lado,  en cuanto uno ya es el Absoluto, y por otro, en cuanto se niega la propia contingencia específica. 

De modo similar en Eckhart vemos que: “El que escucha es el mismo que es el que es escuchado en la Palabra eterna”; y más explícitamente: “El Dios infinito que está en el alma, alcanza al Dios que es infinito.”

La única manera en que esto puede tener lugar es a través de la reducción del alma a su humanidad desnuda, lo cual es lo que fue asumido por el Verbo; es únicamente este Hijo el que conoce al Padre; por consiguiente, “para conocer al Padre uno debe ser el Hijo.” En otras palabras, para conocer la Verdad última –el “Padre”- uno debe ser aquello que conoce –el Hijo-.   Lo cual recuerda otra interpretación de Eckhart de la Trinidad por la cual el Padre se refiere a la Esencia, y el Hijo a la unión con la Esencia. En otros términos, el conocimiento que tiene el Hijo del Padre constituye en realidad el auto-conocimiento del Padre, de modo que Dios se conoce a Sí Mismo en el Nacimiento.

Está claro que aunque la naturaleza esencial de la realización trascendente se expresa en los términos de la Trinidad, esta realización no se debe considerar reductible a los elementos dogmáticos de la ésta, ni se debe considerar expresada de forma exhaustiva y exclusiva en los términos de la Trinidad; Eckhart va mucho más allá de significado teológico convencional de la relación entre las Personas y expresa una realidad supra-dogmática, si bien es cierto que por medio de elementos que se adecuan al dogma.

La posibilidad de establecer concordancias con las otras dos perspectivas surge del siguiente hecho importante: aquello que simboliza el Padre y el Hijo –la Esencia supra-personal y la unión con esta Esencia- junto con la afirmación concomitante de que el conocimiento que tiene el Hijo del Padre es idéntico al conocimiento que el Padre tiene de Sí Mismo, puede expresarse igualmente por medio de otros esquemas conceptuales. En particular se puede señalar su correspondencia con el punto de vista de Shankara según el cual “la esencia del Sí Mismo… en verdad se conoce a Sí Mismo por medio del Conocimiento in-nacido”; así como el calor del fuego no es distinto del fuego, así el conocimiento del Sí Mismo no es distinto del Sí Mismo. En esta imagen el “calor” es el equivalente funcional del Hijo en el esquema de Eckhart: ambos se refieren a ese conocimiento que es inseparable de la Esencia, ese conocimiento por el que únicamente puede conocerse la Esencia, con el que la consciencia del individuo se identifica por completo, y el premio de la unión con la que se niega el individuo.

Volviendo a la cuestión del “agente” o sujeto de la acción, los puntos anteriores muestran que el verdadero agente o sujeto en la realización trascendente no es otra cosa que lo Trascendente mismo; el individuo como tal deja de ser el sujeto cognitivo en esta realización. De ahí que el conocimiento del Absoluto implique un “desconocer” desde el punto de vista del sujeto contingente. El énfasis de Eckhart sobre la pobreza del conocimiento se corresponde con la afirmación de Shankara de que en la iluminación no hay ninguna “conciencia particularizada”, ni tampoco ningún “medio empírico de conocimiento”; y se corresponde también con la referencia de Ibn Arabi a la distinción entre la ignorancia y la inexpresabilidad: mientras que determinados conocedores del Absoluto dicen que este conocimiento implica ignorancia, él dice que no implica ignorancia sino lo inexpresable. En otras palabras, “la ignorancia” es como la sombra proyectada sobre el sujeto contingente por la luz de la pura consciencia, la cual es “inexpresable” en términos que sean inteligibles para ese sujeto. Shankara también se refiere a esto al decir que la iluminación no puede ser llamada cognición ni tampoco no-cognición: es un destello intuitivo de toma de conciencia en el que hay una comprensión supra-cognitiva de “aquello que trasciende todo conocimiento empírico”. Así como vimos en la última sección que no puede haber ninguna experiencia empírica particular de lo Trascendente, así vemos ahora que no puede haber ningún conocimiento empírico particular del mismo: la completa identidad entre la esencia del alma y la de lo Trascendente se realiza a un grado que excluye estrictamente la dualidad que es existencialmente la base para la experiencia particular, y cognitivamente para contenidos particulares de conocimiento.

Hay que observar un punto adicional que, si bien es paradójico, es también fundamental para los tres místicos: el mismo proceso de realización es reducido al estatus de ilusión, a la luz de aquello que se revela como plenamente real. Para Shankara, tanto la esclavitud como la Liberación “aparecen por causa de Maya”, y en realidad no existen. Cuando Eckhart “vuelva” del “terreno, el fondo, el río y la fuente de la Divinidad, nadie me preguntará cuando vine o dónde he estado. Nadie me ha echado en falta…” Esto es así porque en realidad él nunca abandonó esa Divinidad, ya que nada se le puede añadir ni quitar a esa Divinidad, a menos que se reduzca a una relatividad. También para Ibn Arabi “no hay ninguna llegada ni ningún estar lejos”: en la unión extintiva aquello que se extingue “nunca fue”, mientras que aquello que permanece “nunca dejó de ser.”

Parecería que este misterio debiera clasificarse bajo la categoría de lo “inexpresable”. Ciertamente es por esto por lo que desde la perspectiva de Ibn Arabi el gnóstico es llamado al-‘arif bi Llah, es decir, conocedor a través de Dios, en oposición a conocedor de Dios. Sin que con ello se pretenda disminuir el aspecto de misterio, se puede sin embargo señalar el concepto de abhasa, de Shankara, como el medio más adecuado de expresión de la afirmación simultánea de dos proposiciones aparentemente irreconciliables: por un lado, el contenido de la realización revela que no puede existir ningún “otro”; por otro lado, el mismo proceso de realización presupone algún “otro” que aún no está realizado. La teoría del reflejo de Shankara apunta hacia la existencia de algo en el alma que es a la vez uno con el Sí Mismo y distinto de ello, y esto es el reflejo de la conciencia del Sí Mismo en el ego. Es el retorno de este “rayo” a su fuente de proyección el que, por un lado, da cuenta del cambio de consciencia experimentado que conlleva el proceso de realización, y por otro, no contradice la afirmación de que sólo el Sí Mismo conoce al Sí Mismo.

Este punto de vista está implícito en el capítulo de Ibn Arabi sobre Adán contenido en los Fusus, en donde se dice que Dios creó al hombre porque quería llegar a conocerse a Sí Mismo a partir del punto de vista de otro, como si se tratase de un espejo; y es explícito cuando Ibn Arabi se refiere a que la visión de la Luz solo es posible a través de la Luz misma: “es como si (la Luz) volviera a la raíz de la que se hizo manifiesta.”

Tal y como muestra la discusión acerca del concepto de abhasa de Shankara, este reflejo es la única cosa que se puede concebir como agente en el acto de realización: el ego esta siempre atado por naturaleza, y el Sí Mismo está siempre libre por naturaleza; de este modo, en tanto que hay cualquier agente de la realización, sólo puede serlo esta entidad definida de forma ambigua, cuya naturaleza es el Sí Mismo en virtud de su fuente e identidad esencial, pero cuya existencia como reflejo presupone un plano de alteridad –el ego-. Es importante subrayar que este reflejo se plantea como agente únicamente en tanto que hay algún agente; pues, en el momento presente de la realización, cuando el reflejo no se puede distinguir en absoluto de su fuente, no hay ya ningún reflejo sino solamente el Sí Mismo, el cual nunca estuvo no-realizado, ya que es eternamente realizado (nitya-siddha): por tanto, volvemos al misterio de que el proceso de Liberación se revela como ilusorio a falta de algún sujeto concebible que pudiera pasar por ello.

Así pues, la teoría del reflejo sugiere gráficamente, y sin pretender ser una explicación exhaustiva, la naturaleza de la iluminación o realización trascendente, la cual continua siendo en esencia incomunicable, siendo el Sí Mismo anirukta –inexplicable- desde el punto de vista de lo que no es el Sí Mismo. El misterio permanece en la medida que el contenido de la realización trasciende todo conocimiento empírico.

No obstante, la teoría es valiosa en cuanto que proporciona al menos una expresión exterior simbólica que apunta a aquello que continúa sin poder expresarse. También es útil ya que proporciona una respuesta al problema lógico que se le podría plantear al individuo que ya está realizado: ¿cómo puedes saber como individuo lo que se reveló cuando estaba extinguida tu naturaleza/identidad individual?

A partir del concepto shankariano de abhasa se puede extrapolar la siguiente respuesta: es por medio del reflejo de la consciencia del Absoluto que subsiste en el individuo como él sabe que se ha alcanzado esa identidad con el Absoluto, y sabe que este Uno es la Realidad no condicionada, Consciencia infinita y Felicidad absoluta; esto lo sabe en virtud del aspecto positivo del reflejo. Pero él es incapaz de abarcar completamente en términos discursivos y cognitivos la naturaleza plena del Absoluto; esta limitación deriva del hecho de que el reflejo no es en todos sus aspectos idéntico al objeto que refleja: un rayo de sol es a la vez algo del sol y al mismo tiempo es reductible a una cantidad infinitesimal ante la fuente que lo proyecta.

El conocimiento positivo de lo que fue revelado en el momento de la realización permanece permanentemente con el Liberado en vida o jivanmukta; pero no se trata de un modo de conocimiento que se limite a la mente, sino que más bien es un conocimiento que pertenece al “corazón”: nada puede hacer que se desvíe de la “convicción en su propio corazón de que tiene conocimiento directo del Absoluto y que también y a la vez sirve de soporte para un cuerpo físico.” La referencia al “corazón” trae de vuelta la discusión a la pregunta de quién o qué es el sujeto que sufre la realización: ese elemento de absolutidad que se encuentra en el  centro más interior –el “corazón”- es el único capaz de realizar el Absoluto. Los tres místicos han subrayado la interiorización como el camino de la trascendencia, y, aplicando aquí el principio del reflejo, se puede decir que la conquista del centro del alma es el logro de ese punto de contacto entre el “rayo” de luz del Absoluto y el “espejo” del ser del individuo: desde ese punto de contacto la imagen reflejada “vuelve a la raíz de desde la que se hizo manifiesta”, en palabras de Ibn Arabi. En términos de Eckhart, en ese punto de contacto el “ojo” del alma ve la “madera” del Absoluto, de modo que ambos son absolutamente uno; y conforme a otra de sus imágenes, el alma es absorbida en Dios, y de este modo pierde su “nombre” al igual que “el sol arrastra la aurora dentro de sí mismo y la aniquila”. Mientras que en términos de Shankara, el Sí Mismo que había estado presente en el alma “en forma de reflejo de la consciencia… vuelve a su propia naturaleza abandonando su forma como alma.”

Finalmente, se ha de recordar que este “retorno” tiene lugar interiormente: el espejo del ego refleja el Absoluto que lo trasciende, ciertamente, pero esta trascendencia es en modo de profundidad inmanente, una infinitud interior que se despliega en el centro del ser. Es por esta razón por lo que Ibn Arabi afirma que “mi viaje fue solamente en mí mismo y apuntaba a mí mismo”; y por lo que Eckhart dice: “Lo que estaba encima debe venir al interior. Debes internalizarte, desde ti mismo y dentro de ti mismo, de modo que Él está en ti. No es que debamos tomar cualquier cosa de lo que está por encima de nosotros, sino que debemos llevarlo hacia nuestro interior y tomarlo de nosotros mismos, y tomarlo de nosotros mismos dentro de nosotros mismos.”
El mismo principio domina toda la perspectiva de Shankara: el Sí Mismo no es “otro” que el individuo, y a este respecto se puede decir que es inmanente “dentro” del individuo; pero en realidad, es el individuo como “otro” el que es ilusorio, en tanto que “nada distinto de Mí  puede existir como para pertenecer a mí.”


7. Gracia

Antes de entrar en la discusión sobre el retorno existencial, trataremos brevemente el siguiente factor: la necesidad de la gracia para la realización trascendente.

Shankara no solo escribe sobre el poder de realización de la gracia que fluye de la sílaba sagrada Om, sino que también asimila todos los esfuerzos conscientes del individuo a un modo de gracia pre-existente, en tanto que el Sí Mismo es la fuente de la inteligencia del individuo; por consiguiente, incluso cuando parece que Shankara atribuye al intelecto individual la capacidad de realizar su verdadera naturaleza como Sí Mismo, esta capacidad es en sí misma una gracia: “la liberación del alma solo puede llegar a través del conocimiento procedente de Su gracia.”

Eckhart también habla de la inteligencia que necesita de la iluminación por medio de la gracia sobrenatural, y del hecho de que los regalos del Espíritu Santo solo se pueden asimilar sobre la base de haber recibido ya el regalo que el Espíritu Santo es: el mismo hecho de haber sido creado a imagen de Dios constituye la gracia pre-existente que permite la unión, que por un lado sucede a través de las modalidades subsecuentes de la gracia, pero que por otro sobrepasa el grado relativo propio de la gracia como efusión de la Divinidad. No obstante, es solamente ese elemento increado –esa concesión de gracia que es el Espíritu Santo- dentro de la inteligencia el que puede sobrepasar este grado relativo dentro de la naturaleza divina: así pues, es la gracia, más que el individuo, la que penetra más allá del “trabajo” de la gracia a fin de realizar la unión con la Divinidad, la que trasciende todo trabajo al igual que los cielos trascienden la tierra. Es más, el “avance” de Eckhart hacia la Divinidad solo tiene lugar como resultado del “avance” divino dentro de él.

Cuando Ibn Arabi escribe acerca de la cima de su ascenso espiritual, no dice que haya realizado la trascendencia de su dimensión contingente, sino que Dios le quitó esa dimensión: así pues, una vez más, es sobre la gracia sobre la que se pone el énfasis implícitamente como instrumento para la consumación de la trascendencia final.
Lo que muestra este énfasis común sobre la gracia es que, a pesar del hecho de que la realización trascendente conlleva haber alcanzado un grado que sobrepasa al Dios personal, la misma capacidad para realizar este grado depende de la gracia, la cual procede por definición  del Dios personal, ya que nada puede proceder de la Esencia sin relativizarlo. Este punto refuerza el énfasis puesto en la necesidad de la fe y la devoción –cosas ambas que están relacionadas a priori con Dios como “el otro”- como prerrequisitos para empezar el camino que trasciende el Dios personal; también ayuda, como veremos más adelante, a explicar la persistencia y la profundización de estos mismos elementos incluso después de que se haya realizado la trascendencia.


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