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lunes, 8 de enero de 2018

RELIGIÓN Y TRASCENDENCIA





RELIGIÓN Y TRASCENDENCIA


Reza Sha Kazemi


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El presente artículo constituye el Epílogo del libro “Paths to Trascendence according to Shankara, Meister Eckhart and Ibn Arabi” del que ya hemos presentado otros extractos en este mismo lugar. Como es sabido, en esta muy recomendable obra de Reza Sha Kazemi se lleva a cabo un excepcional estudio comparativo entre las vías de realización expuestas por tres de los más grandes ‘espirituales’ de Oriente y Occidente: Eckhart, Ibn Arabi y Shankara. Hemos considerado interesante incluir este capítulo final por la claridad y profundidad con la que creemos quedan expuestas las diferencias entre el camino de realización exotérico y el esotérico a la luz de las enseñanzas de estos maestros de incuestionable cualificación. Así mismo, se exponen los riesgos que conllevan las precipitaciones de carácter egóico; esos atajos espirituales ilusorios tan a la orden del día en los tiempos actuales, por los que cualquier vía de realización parece estar  “al alcance de la mano” de cualquiera. 

[Traducción, inédita hasta ahora al castellano, por Roberto Mallon Fedriani.]


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Anteriormente se ha dicho que la consecución de la esencia trascendente de la religión es superar –que no evitar– los límites de la religión formal. La realización de aquello que trasciende a la religión solo puede conseguirse por medio de la religión misma, a través de la identificación con lo que la religión “pretende” espiritual y metafísicamente, más que manteniéndose al nivel de lo que establece formalmente y presenta dogmáticamente. Trascender la religión es algo muy distinto que subvertirla. Este mismo proceso -de superación, no de evitación- es de aplicación mutatis mutandis a los otros dos “objetos” fundamentales que son trascendidos por medio de la cumbre de la realización espiritual: la individualidad como tal, y el Dios personal.

La individualidad no se puede superar más que por medio de la gracia Divina. Por tanto, a menos que el individuo esté plenamente conforme con los requerimientos de la gracia; o para poner esta condición teológica en términos más metafísicos: a menos que esté en conformidad con los imperativos ontológicos y existenciales de la situación individual en la jerarquía del ser. Existencialmente, el alma humana individual se debe caracterizar por la fe y por la virtud; ontológicamente, el alma ha de extinguirse en el objeto último de la fe y en las raíces divinas de la virtud humana. Uno no puede evitar, o ignorar, la dimensión individual del camino espiritual en la búsqueda de un logro aparentemente supra-individual, pues si no se otorga a la naturaleza individual su reconocimiento –sin alimentarla con la fe y con la virtud que son la misma sangre que le da vida– entonces el canal de la gracia se rompe, y no cabe concebir ni alcanzar ninguna clase de trascendencia: la búsqueda de una realización “supra-individual” así no hace sino eliminar la posibilidad de que esa “chispa” objetiva de la gracia entre en el alma, y de este modo se llega únicamente a un afianzamiento ulterior del individuo dentro de sus propios límites individuales. Lejos de ser receptiva al poder objetivo de la gracia –que es lo que únicamente puede elevar la consciencia por encima de los confines del ego empírico y conducirle hacia su fuente Infinita– lo que hay al final del camino para el alma que carece de fe y de virtud, no es sino una intensificación del egotismo: en vez de la infinitud de la pura consciencia, lo que hay no es otra cosa que los caprichos de una pretenciosidad indefinida.

De hecho no hay nada más pretencioso para el individuo que creer que, por el hecho de concebir algo que trasciende la Divinidad personal, puede evitar a Dios en su búsqueda de la trascendencia. Los tres místicos que se han estudiado aquí coinciden en subrayar que la gracia de Dios es el medio indispensable para alcanzar la trascendencia. Incluso si en el plano discursivo pueda haber aquí una contradicción –una  gracia que emana desde el Dios personal y que da lugar a la realización de la Esencia que trasciende ese Dios personal– la aparente contradicción desaparece tan pronto como uno comprende el siguiente principio esencial: el Dios personal no es otra cosa que la Esencia Divina afirmándose, o determinándose, a Sí  misma en el nivel del Ser; es la Realidad Una y Única expresándose a Sí misma como Divinidad personal –cualquiera que sea el medio dialéctico para indicar la relatividad de este plano del Ser frente al Absoluto supra-ontológico–. Así pues, y en relación con esto, la “gracia de Dios” no es sino esa atracción ontológica ejercida por la Esencia trascendente sobre la consciencia más interior del individuo; el medio por el que el Dios que está en el interior es llamado a realizar el Dios que está por encima; el proceso por el que la inmanencia reintegra la trascendencia.

Así pues, cada uno de los tres “objetos” fundamentales trascendidos –religión, individualidad, y Dios personal– han de ser atendidos debidamente y en el nivel apropiado, antes de ser superados: cuando se observa la religión, cuando el alma está gobernada por la virtud espiritual, y cuando hay una fe y una sumisión completa a Dios –concebido como el “Otro” infinito–, solo entonces, y de acuerdo con los medios específicos y condiciones expuestos por la Tradición, es cuando uno se embarca de verdad en el camino de la trascendencia.

Pero hay también un cuarto elemento que ha de ser trascendido: la trascendencia misma. Esto es, el estado unitivo en el que el individuo como tal es negado y no permanece ya más que la Realidad no cualificada –este estado– también ha de ser superado; no en cuanto a  su contenido esencial, sino en tanto que es un estado. La experiencia particular de la iluminación –si bien, cuando es exaltada– da lugar a una manera permanente del ser: el contenido del estado supra-individual, el “más allá del Ser”, es trascendido por el sabio realizado dentro del marco de la experiencia diversificada. De hecho, la realización –“hecha realidad”– va mucho más lejos del ámbito de las experiencias particulares; no es una experiencia determinada la que define la realización, sino que más bien es la realización la que determina la manera en la que experiencia como tal es asimilada, confiriendo a la vida misma una cualidad continuamente intuida y cuasi-milagrosa. La sed de experiencias y la aspiración a  la trascendencia son de hecho polos separados; en concreto, en términos humanos, la aspiración hacia la trascendencia implica, por encima de todo, un esfuerzo por abrirse uno mismo hacia arriba, hacia el poder infinito de la gracia; y esto, por su parte, requiere una toma de conciencia de que el individuo como tal es una “ilusión” (Shankara), una “pura nada” (Eckhart), y que su única propiedad es la “pobreza” (Ibn Arabi). El deseo de experiencias que acompaña al individuo, o incluso el deseo individualmente concebido por trascender la individualidad, no es por otro lado sino un deseo de enriquecimiento del individuo, no su supresión; es una reafirmación de la reivindicación congénita del ego de su autonomía existencial, y de este modo una violación del prerrequisito indispensable para la operación de la gracia. Dicho de forma esquemática: sin la supresión del ego no hay gracia, y sin la gracia no puede haber trascendencia.

Por consiguiente, se puede afirmar que un individuo cuya vida está de acuerdo con los requerimientos básicos de la gracia –fe en Dios, fidelidad a una religión revelada, búsqueda de una vida virtuosa– está, ipso facto, siguiendo un camino que conduce a la trascendencia, incluso si el concepto que tiene de la misma es simple, e incluso si la aspiración dominante de un individuo así está limitada a la Salvación en el Más Allá. En la medida en que una persona así sigue sinceramente una religión –un camino exotérico–, hay receptividad a la gracia y de este modo se realiza un grado de trascendencia; o al menos el proceso de trascendencia ha comenzado efectivamente; uno se ha situado en el camino hacia lo Trascendente. Por otro lado, una actitud displicente hacia la religión, una marginalización pseudo-metafísica del Dios personal, un desdén hacia la relatividad de la virtud humana, junto con un hambre de experiencias tangibles –todo esto– se encuentra en la antípodas de la auténtica aspiración por lo Trascendente, tal y como ha quedado aquí expuesto este principio.

En otras palabras, hay tanto continuidad como discontinuidad en la relación entre los dos caminos de la trascendencia: el camino exotérico de la trascendencia conducente a la Salvación en el Más Allá, y el camino esotérico cuyo propósito es la realización aquí y ahora. Hay una cierta solidaridad entre los dos caminos en tanto que los dos están basados completamente en la necesidad de la gracia, los dos están orientados hacia el Princpio Divino –cualquiera que sea el nivel en el que ello se conciba–, y ambos están gobernados por la aspiración hacia el fin y la felicidad última del alma humana. Casi podría decirse que la Realización es la Salvación aquí abajo, y la Salvación es la Realización en el Mas Allá. Decimos “casi” debido a la necesidad de tener en cuenta los distintos niveles de Realización y de Salvación: así como hay distintos grados de Realización mística y esotérica, así hay distintos grados de Paraíso.

Dicho esto, también hay que subrayar el elemento de discontinuidad entre los dos caminos. Hemos visto en este estudio distintas formas en las que el camino de realización mística implica la exclusión radical de ideas y prácticas de la religión convencional; la referencia que hace Eckhart a los “asnos” que a pesar de ello obtendrán una recompensa celestial expresa de la manera más llamativa la separación entre los dos caminos. Pero el elemento de discontinuidad no solo cabe encontrarlo entre un camino y el otro: la raíz de esta discontinuidad cabe incluso encontrarla dentro del propio camino de la trascendencia. Se expresa en la inconmensurabilidad entre el camino que conduce a la trascendencia y la cumbre misma. Esto es otra forma de decir que así como entre lo finito y lo infinito, o entre la forma y la esencia, no hay medida común, la cumbre de la trascendencia –una con el Absoluto mismo– esta infinitamente más allá de cualquier cosa que se encuentre a la largo del camino  que conduce a esa cumbre. Este principio, lo expresa Shankara así: “las dos causas activas del fruto de la Liberación –la actividad mental preliminar y la cognición que sigue en su aspecto empírico– no son de la misma naturaleza que el fruto”. La realización de la trascendencia no tiene nada en común con sus causas aparentes, con su “semillas”, o con el camino que lleva a ella; hay una disyuntiva radical en el umbral de esta cumbre, el punto en el que lo relativo es destruido de golpe y asimilado por el Absoluto. Este es el momento en el que, según palabras de Ibn Arabi, “Dios eliminó de mí la dimensión contingente”; ese momento inefable en el que, por usar la imagen evocativa y elocuente de Eckhart, “el sol arrastra la aurora dentro de sí mismo y la aniquila”.

La diferencia entre la vía religiosa o exotérica y la vía metafísica o esotérica implica de forma crítica la distinción entre lo relativo y lo Absoluto. Además, esta distinción es de aplicación dentro de cada dimensión. Hay un elemento de relatividad dentro del Absoluto: la Divinidad personal; esto es lo que finalmente es sobrepasado. Y hay un elemento de absolutidad dentro de lo relativo: el Sí Mismo inmanente; esto es lo que ha de ser Realizado. Sobrepasar la Divinidad personal conlleva la superación de la individualidad. Mientras que en la vía del exoterismo la relación entre el individuo y el Dios personal es absoluta y exhaustiva, esta misma relación adopta en el camino esotérico una cualidad más matizada: es absoluta, pero únicamente dentro de la relatividad, y por consiguiente en tanto que el individuo existe como tal. Pero este reino de relatividad es captado en sí mismo como una ilusión a la luz del Absoluto. Los dos puntos de vista, paramarthika y vyavaharika, no se excluyen tanto mutuamente sino que más bien uno implica al otro. El individuo puede tener una “experiencia” de Dios, pero nunca Lo puede “realizar”: en el reino de la relatividad el individuo permanece siempre como individuo, y Dios permanece siempre como Dios. Por otro lado, el individuo no puede “experimentar” lo Trascendente, pero sin embargo está “realizado” dentro de sí mismo; en el reino de la trascendencia no hay ni experiencia ni individualidad.

Desde un puno de vista estrictamente metafísico no puede haber “experiencia” de lo Trascendente: desde la perspectiva de aquello que es realizado, la condición esencial para la “experiencia” es ilusoria, es decir, un sujeto que cabe ser distinguido de aquello que es experimentado. El concepto y realidad de la experiencia presupone un marco ontológico esencialmente dualista, pues la experiencia es el resultado del encuentro entre un sujeto que experimenta y un objeto que es experimentado, incluso si este objeto tiene un carácter interior. Experimentar “algo” es ser contrastado con “ser” esa cosa. Entonces, decir experiencia es decir alteridad irreductible. En el nivel trascendente, la alteridad –y por tanto la experiencia– es ilusoria; la realización trascendente conlleva la completa identidad con el Absoluto; y este Absoluto no experimenta ningún “otro”, pues en verdad no existe ningún “otro”. Como el Absoluto no tiene ninguna “experiencia” que quepa distinguirse de aquella inmutabilidad que es, entonces esa identidad con el Absoluto no puede, en buena lógica espiritual, ser descrita en los términos de una experiencia.

Es debido precisamente a la supresión del individuo que se da en la realización más elevada por lo que no puede haber una experiencia de esta realización, ya que la experiencia presupone al individuo como base subjetiva. Una vez que queda establecido que en el ámbito de lo trascendente no cabe el concepto de “experiencia individual”, entonces el “problema” de la inefabilidad se resuelve fácilmente. En esencia, esta realización es necesariamente incomunicable porque el carácter comunicativo se predica sobre el lenguaje humano, el cual a su vez es una función del individuo, y el individuo es suprimido en la realización de la trascendencia. El lenguaje no puede expresar adecuadamente aquello que anula los fundamentos de su propia operación.

Cabría objetar aquí que Shankara hace precisamente esto cuando le dice a su propia mente: “tú eres ilusoria”. Aquí él utiliza el lenguaje, mediado por su mente, para expresar una verdad que hace ilusoria su propia mente. La respuesta a esta objeción es que él no está expresando en esta frase la naturaleza de la realización plena, sino enunciando un fenómeno concomitante con esta realización; uno que tiene que ver con la no-existencia de aquello que parece existir, el no-sí mismo, la mente humana individual. Esto lo hace adoptando el punto de vista del Sí mismo, lo cual es posible en tanto que el intelecto realizado funciona como un reflejo positivo de la consciencia del Sí Mismo, para ello toma un punto de vista provisional y que no por ello es menos efectivo.

Cabe prever una segunda objeción: si la realización es inefable, ¿qué significa entonces decir que consiste en Ser-Consciencia-Beatitud? Decir que el contenido de esta realización se puede designar como Ser-Consciencia-Beatitud no significa que estos tres elementos se encuentren de forma distintiva, sino que su esencia común indiferenciable es realizada de un modo infinito. Esta última cualificación es crucial: los modos finitos de ser, de consciencia y de felicidad que se experimentan comúnmente en el marco de la diversidad existencial son inconmensurables respecto a sus arquetipos infinitos, arquetipos de los que aquellos son reflejos incomparablemente distantes. Ofrecer este esta triple designación permite a la imaginación tener alguna idea de la realización trascendente partiendo de la propia experiencia en el mundo, pero este concepto aproximativo ha de ser entonces negado dialécticamente por medio de neti, neti: la realización del Sí Mismo –y por consiguiente de la esencia indiferenciada del Ser Absoluto, Consciencia y Beatitud– trasciende infinitamente la experiencia que el sí mismo limitado tiene de la existencia exterior, de la consciencia condicionada, y de la felicidad finita.

Así como la atribución de cualidades –como la de Ser– al Absoluto es algo provisional y requiere dialécticamente de una negación a fin de designar menos adecuadamente al Absoluto indesignable, así el concepto de “experiencia del Absoluto” es provisional, y tiene algún significado exclusivamente como posición ventajosa para el individuo. La noción tiene también valor discursivo en cuanto que la “experiencia” puede contrastarse complementariamente con “concepto” o con “doctrina”; pero ello también requiere de una negación espiritual que emerge como la sombra de la realización en cuestión; esto es, “aquel que está liberado” conoce que esa experiencia de la Liberación es ilusoria como experiencia, y ello, por un lado, por la inmutabilidad del Sí Mismo, y por otro, por la irrealidad del agente empírico o no-sí mismo que sufre modificaciones y de ahí la “experiencia”.

A un nivel más alto, el individuo liberado también sabe que como el Absoluto es infinito, y como no hay límite posible para el infinito, no puede haber tampoco ningún “punto” concebible en el que la trascendencia pueda ser exhaustiva y finalmente alcanzada: el “camino” que conduce a la trascendencia en cierto sentido nunca llega a su fin. Habiendo alcanzado la cima, esa cumbre se convierte en el centro de una totalidad que late sin cesar con infinita vida. De este modo, se puede decir que el camino tiene un comienzo, pero no tiene fin; siendo inverso a la naturaleza de Maya, que no tiene comienzo pero tiene un final.

El individuo no puede tener ninguna experiencia del Absoluto, pero esto no obsta que la consciencia en el individuo realice su identidad trascendente como el Absoluto. No hay medida común entre el individuo como tal y el Sí Mismo, de modo que cuando los místicos afirman que no son otra cosa que el Sí Mismo, ello no puede referirse a su individualidad, a menos que se reduzca el Absoluto a la “superposición ilusoria” (Shankara), la “nada” (Eckhart), o la “pobreza” (Ibn Arabi), de la criatura relativa como tal. Saber que uno “es” el Sí Mismo es el corolario de conocer el Sí Mismo: una vez que “se conoce” el Sí Mismo, ninguna  otra realidad se puede distinguir de ello, excepto deforma ilusoria. Esa conciencia individual que “conoce” el Sí Mismo solo puede por tanto “ser” aquello que es “conocido”; esta identidad trascendente es realizada –hecha “real”, esto es: plenamente efectiva en oposición a conceptual, actual en oposición a virtual, concreta en oposición a abstracta– en primer lugar, en el momento de la Liberación y en un grado supra-individual. Este conocimiento realizado es posteriormente permanente, llegando a ser transcrito apropiadamente dentro de la relatividad por la consciencia del individuo ahora liberado de la ilusión de la separatividad.

Esta trasposición cognitiva y “retorno” a la existencia diversificada –lo que anteriormente hemos llamado “trascendencia de la trascendencia”, o lo que los Sufis llaman subsistencia después de la aniquilación (baqa’ después de fana’) – modifica exteriormente, pero no altera esencialmente la consciencia alcanzado en el estado unitivo. Dicho de otro modo, uno regresa al principio de identidad esencial dando lugar a la continuidad, y a la diferencia formal dando lugar a la discontinuidad. La consciencia del Absoluto subsiste incluso en el marco de esos modos relativos de consciencia con los que no tienen medida común. Es aquí donde yace una de las grandes paradojas de la realización mística: cómo el conocimiento del Absoluto, o Conocimiento absoluto, persiste incluso en el contexto de la individualidad. Una posible respuesta a este problema ha sido extrapolada en este estudio a partir del concepto de abhasa de Shankara: es la existencia de un reflejo de la consciencia del Sí Mismo  en el intelecto del sí mismo finito lo que puede mantener el punto de vista de su fuente, y de este modo permitir una visión de todas las cosas desde la perspectiva absoluta o paramarthika –esa perspectiva que Eckhart atribuye al “intelecto increado” y el “hombre más interior”, y que fue indicada por Ibn Arabi en términos de “consciencia desvelada”–.

Pero hablar de este conocimiento persistiendo en el contexto de la individualidad también entraña la reemergencia de la perspectiva de vyavaharika / “hombre exterior” / “conciencia velada”. A pesar del hecho de que la perspectiva absoluta tiene precedencia dentro de la consciencia del sabio realizado, la coexistencia de las dos perspectivas –una coexistencia de la que no se puede escapar mientras subsiste el sí mismo individual– conlleva la paradoja de que el Sí Mismo es "conocido" mientras que simultáneamente es “incognoscible”: el individuo como tal no puede abarcar cognitivamente el propio principio –a pura Consciencia– de la cognición misma.

Tal y como insistido repetidamente, el individuo nunca puede “llegar a ser” el Sí Mismo o el Absoluto: solo el Sí Mismo inmanente en el individuo puede venir a realizar su identidad trascendente. Este punto crucial –junto con la cualificación necesaria: el Absoluto que trasciende el Dios personal solo puede realizarse como resultado de la gracia del Dios personal– no puede nunca ser subrayado demasiado. Es debido a la inconmensurabilidad entre el individuo relativo y el Sí Mismo Absoluto por lo que, fuera del estado unitivo en el que el ser ya la consciencia están absolutamente indiferenciados, el individuo no puede conocer el Sí Mismo Absoluto –precisamente porque allí no puede “ser”–.

Sin embargo lo que sí posee el individuo, sobre la base misma de su realización, es el reflejo exacto de la consciencia del Sí Mismo, y esto le transmite una consciencia de la beatitud transcendente y de la realidad incondicional del Absoluto, así como la convicción de que en su esencia él no es otra cosa que esta Realidad Una, la única realidad ultima. Este conocimiento se deriva del aspecto positivo contenido en el reflejo de la consciencia, mientras que el aspecto negativo –aquel que corresponde a la inversión característica de reflejo– resulta en el hecho de que la consciencia en cuestión no es identidad total. La identidad total implica un absoluto “conocimiento metafísico sin obstrucción”, y esto se realiza solamente “cuando el cuerpo cae”, como dice Shankara. La adopción por parte del individuo de la posición ventajosa absoluta es entonces una prefiguración de la identidad final, una degustación, podría decirse, y no su consumación final; pero esta identidad es a pesar de todo conocida como la única realidad verdadera, a pesar la subsistencia aparente del sí mismo y del mundo como cosas distintas del Absoluto. El sabio realizado ya no es engañado nunca más por ala apariencia de la “otredad”: el Absoluto se capta no solo a través del velo objetivo del mundo, sino también a través del velo subjetivo del ego.

Finalmente, esta visión del sabio realizado, lejos de disminuir el instinto devocional, de hecho lo profundiza: conocer el Absoluto es dedicarse uno mismo a ello de forma absoluta. La devoción hacia todo aquello que le sobrepasa a uno en la jerarquía del Ser, en vez de ser subvertida por la realización del Absoluto, es por el contrario un corolario ineludible de la realización más elevada. De hecho, la devoción de estos sabios se puede decir que es más “real” que la de los devotos ordinarios, en tanto que su devoción está impregnada de “realización”, no solo del Absoluto, sino de su propia nada ante el Absoluto; de aquí que tengan una consciencia ontológica y no solo conceptual de su propia y total dependencia del Absoluto respecto de su propio ser.

El fin y el retorno último de los gnósticos…. es que lo Real es idéntico a ellos, mientras que ellos no existen.







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sábado, 12 de noviembre de 2016

ADVAITA (NO DUALIDAD) Y RELIGIONES




Advaita y religiones


Abhishiktananda
(Henri Le Saux)


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Extracto del capítulo titulado “El dilema del Advaita” contenido en el libro “Saccidananda”, escrito por el monje benedictino y profundo conocedor del Vedanta Advaita, Henri Le Saux. Traducción inédita en castellano por R. Mallon Fedriani.


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Los cristianos en la India se ven confrontados con una experiencia espiritual y religiosa que proclama ser la más elevada, no menos que la suya propia. En nombre de esa experiencia los sabios hindúes, así como los místicos, discuten entre sí con el fin de afirmar el estatus esencialmente relativo de todo aquello que es accesible a los sentidos o a la razón humana. Partiendo de este juicio incluyen sin excepción no solamente las verdades que los hombres pueden llegar a descubrir a través del intelecto, sino también todas aquellas que proclaman haber recibido directamente de Dios a través de la Revelación divina. Creencias, ritos, instituciones religiosas de todo tipo, todo ello cae dentro de esta devaluación general. 

El jñani hindú por supuesto no niega todo valor a la fe y a las instituciones cristianas. Las considera útiles y de hecho beneficiosas para las gentes pertenecientes a un determinado contexto cultural, y ello en tanto que su experiencia espiritual está aún confinada dentro de la esfera del tiempo y de la multiplicidad. Esto es cierto no solamente para el Cristianismo sino para todas las religiones, y no menos para el Hinduismo. Mientras que el hombre diferencia entre el “yo”, el mundo, y Dios, los dogmas y los ritos no sólo son legítimos para él, sino necesarios. Nadie tiene ningún derecho a evadirse de las obligaciones de su propio dharma mientras no haya alcanzado la “experiencia final”; no basta que haya leído en las escrituras u oído de su gurú que la verdad última es advaita o no dualidad. La libertad inherente al estado de liberación o moksha sólo se logra por medio de la experiencia.

Desde el punto de vista vedántico ni la adoración ni las Escrituras hindúes, ni tampoco los sacramentos y dogmas cristianos, tienen un valor fundamental o supremo. Son todas como la ‘balsa’ de la que hablaba frecuentemente Buda. Uno hace uso de ella para cruzar un río, y en caso de emergencia si no hay ninguna disponible, uno puede incluso construirla por sí mismo; pero una vez que se ha llegado a la otra orilla a nadie se le ocurriría llevársela consigo. Dicho de otro modo, son como la cerilla encendida de la que se habla en los Upanishad: uno la utiliza para encender la lámpara pero una vez que la lámpara está encendida se deshace de ella sin pensarlo dos veces. El hombre tiene la capacidad de tener verdadera consciencia del sí mismo. No está hecho para permanecer siempre en el nivel rudimentario de consciencia al que lo arroja la percepción sensorial dirigida -como debe ser- hacia el exterior, y donde intenta mantenerle sostenido. Con toda seguridad el recién nacido necesita al principio la leche, pero la leche no va a constituir su alimento para siempre. Al principio necesita el pecho de su madre, pero el estado final del hombre no es permanecer junto al pecho de su madre. Tampoco puede la mariposa permanecer indefinidamente en el estadio de crisálida. Lo mismo es aplicable a los estadios sucesivos a través de los cuales pasa el hombre en su desarrollo mental y espiritual, desde el pensamiento práctico del hombre primitivo al pensamiento reflexivo del filósofo, y finalmente a la pura consciencia del  ‘Veedor’.

Los estadios preliminares no son mera ilusión, tal y como a veces se afirma de una manera excesivamente simplificada. La verdad que contienen tiene su valor, pero un valor que está limitado al nivel en el que se experimenta. Esta verdad no se pierde cuando la ‘experiencia suprema’ toma posesión del Espíritu. La teoría de Euclides no dejó de ser cierta en su propio nivel cuando los matemáticos descubrieron que se trataba solamente de un caso particular de la ciencia de la geometría. Para el jñani el mundo es real, al igual que lo es para el ajñani, tal y como ya sea dicho.  Sólo el jñani  tiene acceso a un nivel superior de realidad que es insospechado para el ajñani. Desde este nivel trascendente él es capaz de juzgarlo todo y de discernir el grado de verdad en todo aquello que se manifiesta como tal, algo similar a lo que dice San Pablo acerca del hombre espiritual (1 Cor 2:15). El hombre que ha alcanzado la esfera de consciencia del Sí Mismo en verdad no pretenderá afirmar que la percepción ordinaria es irreal en el sentido absoluto del término. Él sabe demasiado bien que no debe permitirse realizar ningún juicio categórico sobre la realidad del mundo, sobre su existencia particular, o sobre la variedad múltiple de las cosas. Por ejemplo, no dirá que el “yo”, el mundo, y Dios son sencillamente uno, ni reducirá el Ser a una mónada filosófica, tal y como con frecuencia se le pide que haga o a veces se le descalifica por hacerlo. Esto superaría los límites de su visión, y además constituiría una interpretación conceptual -además de dualista- de aquello que trasciende toda conceptualización. Todo lo que puede permitirse a sí mismo murmurar es ese “no hay dos”, advaita, pues el ser no se puede dividir...

Precisamente esto, es decir su negativa a la definición conceptual y su referencia constante a la experiencia transcendente, lo que hace que el vedantín sea tan inflexible en su negativa a llevar a cabo todo intento de absolutización de cualquier concepto o experiencia de la consciencia fenoménica. Exactamente igual que en el caso de la fe cristiana, la experiencia Advaita tiene lugar a un nivel que no permite comparaciones. Ambas siguen la misma línea. Sin negar el valor de la razón humana a su propio nivel, ambas niegan todo juicio acerca de ello. No obstante, no hay aquí ni siquiera dos revelaciones cuyos contenidos sean comparables fenomenológicamente, como es el caso entre Cristianismo y el  Islam. La experiencia del Vedanta, como la del Budismo y el Taoísmo originales, sólo puede entenderse en sus propios términos. El desafío que presenta la experiencia espiritual oriental a la cristiandad, así como a toda forma de religión y filosofía, tiene un carácter definitivo. Éstas son empujadas hacia arriba hasta la última ‘línea de defensa’, compelidas a encarar un último dilema que consiste en permanecer para siempre en el nivel de lo que es múltiple y relativo, o consentir que se disuelva su identidad en la experiencia sobrecogedora del Absoluto.

De hecho no hay ninguna lógica que pueda minar la posición básica del Vedanta. Se puede discutir sobre los sistemas filosóficos que se desarrollaron sobre la base de la experiencia Advaita. Se puede intentar demostrar que en la Advaita no tiene respuesta a los problemas del mundo o de la vida moral, pero todo esto yerra su objetivo, o más bien resbala sobre la superficie diamantina del Advaita sin dejar la menor huella.  A todos los problemas a los que se le encara al jñani, a toda metafísica a la que se le confronta, él responde haciendo la sencilla pregunta: “¿admites o no admites el hecho del Ser?”  “Si ya hay Ser, ¿entonces quién o qué podría calificarlo?”  Éste era el tema que hace mucho tiempo planteaba el famoso poema de Parménides en los amaneceres de la filosofía griega poco después de que los rishis en las orillas del Ganges  y los Indus hubieran también oído ellos mismos en las profundidades de su espíritu de la upanishad del Ser y Brahman.  La razón puede discutir, pero la experiencia conoce.

El simple monoteísmo, tal y como fue revelado a Abraham, no puede responder fácilmente el desafío vedántico. Esto también es cierto acerca del monoteísmo que se encuentra en el Corán, y también en la forma mosaica.  A los ojos del vedantín la proclamación de la trascendencia de Dios que hacen los judíos o los musulmanes queda invalidada por el mismo hecho de que se atrevan a formularla. Postrarse ante Dios es sin duda algo muy noble, pero en el mismo acto de postración ¿acaso no está el creyente afirmándose a sí mismo frente a Dios? ¿Acaso no está midiendo a Dios con su propia escala humana en el momento en el que proclama que Dios está más allá de toda medida? Quizás todo esto sea una manera de hablar que no tenga mayor valor, en cuyo caso no hay nada más que decir; de ser así, entonces el Advaita permanece como la Verdad definitiva. Si en vez de eso hay una ‘postración’ real, entonces esa postración en sí misma destruye la llamada a la trascendencia, ya que presupone al menos alguna medida común entre aquel que adora y aquel que es adorado.

La religión del Antiguo Testamento está fundamentada enteramente sobre la idea de una Alianza entre Dios y el hombre. Sin duda esta es una de las expresiones más elevadas posibles de la relación del hombre con Dios. No obstante ¿quién eres tú, como hombre, para erigirte a tí mismo como ‘compañero de Dios’, para pedirle explicaciones como hizo Job, o incluso para desafiarlo por tu pecado? ¿Quién eres ‘tu’ para erigirte a ti mismo de este modo? Una vez que se ha encontrado el Absoluto, no hay terreno firme sobre el cual el hombre puede intentar mantener su equilibrio. Una vez que se está en contacto con el Ser, todo aquello que se atreve a proclamar que posee que tiene una parte en el Ser cae en la nada, o más bien, desaparece en el Ser  Mismo. Cuando el Sí Mismo brilla plenamente, el “yo” que se ha atrevido a acercarse no puede reconocerse a sí mismo por más tiempo, o preservar su propia identidad en medio de esa Luz cegadora. ¿Quién queda para ser en presencia del Ser Mismo? La demanda del Ser es absoluta. Nunca puede haber más que un valor relativo en todo lo que el hombre intenta decir o pensar acerca de Dios. Todo el desarrollo posterior de la religión de la Alianza -doctrinas, leyes y adoración- lo encuentra de una manera simple el advaitín en las palabras reveladas originalmente a Moisés es en el monte Horeb: “Yo Soy el que Soy”.

Sin duda el judaísmo continuará existiendo, igualmente el islam.  En verdad nadie pensaría en negar la influencia benéfica ejercida por estas fes monoteístas en el despertar religioso de la humanidad. Estemos o no de acuerdo en que en la religión mosaica fue revelada directamente por Dios, los ecos que suscitó en los corazones de los sabios según meditaban sobre la Alianza, el fuego que ha encendido en los corazones de los profetas, y el coraje y la fidelidad con la que inspiró a los creyentes incluso en las circunstancias más adversas, son todos ellos pruebas claras de su valor para el espíritu humano. Sin duda la religión de la Alianza se corresponde con intuiciones y revelaciones que están en la profundidad de la psique humana y proporcionan la oportunidad de su expresión. La actitud religiosa de los judíos desafía sutilmente la mente humana con el problema de la existencia personal del hombre a la vez que la personalidad de Dios; así mismo plantea el problema de la necesidad oculta profundamente en el hombre de entrar en comunicación con Dios y de tener al menos algún tipo de relación mutua con Él. (De forma análoga la “angustia” característica de el “ser para la muerte” que es tan destacada en la filosofía contemporáneo, encara al hombre de una forma no menos inexorable con la cuestión de la autonomía de su conciencia en el contexto de su contingencia). Siendo justos el vedantín no tiene más derecho a evadir dichos problemas cuando por su parte conceptualiza su experiencia del sí mismo y lo expresa en términos filosóficos, que lo tiene el cristiano para evadir el desafío del Advaita cuando intenta expresar en una “teología” la experiencia de los apóstoles del misterio de Cristo; y menos aún la experiencia del propio Jesús. Pero el advaitín objetará una vez más diciendo que estos problemas, al igual que todos los demás problemas, pertenecen únicamente al ámbito de la razón, de la “ciencia”. Es el individuo el que los plantea y piensa acerca de ellos, pero esto es así precisamente porque aún no se ha reconocido a sí mismo en su propia Verdad última. ¿Quién queda para hacer surgir estos problemas el día en el que se ha descubierto finalmente a sí mismo más allá de las ataduras y limitaciones de su existencia, más allá de la sucesión de momentos que transitan continuamente, y más allá de su conexión aparente con el mundo de su percepción igualmente transitorio? Los problemas que se encuentran en un sueño desaparecen automáticamente cuando uno se despierta. Las filosofías, al igual que las teologías, no tienen otro propósito que el de dirigir al hombre hacia el conocimiento que lo salvará.   Ellas no pueden entrar en la habitación más interior; en el “castillo interior”; al igual que Moisés, ellas tienen prohibido entrar en la “tierra prometida”. Sólo pueden otearla y admirarla desde el distante Monte Nebo, desde el punto ventajoso de su conocimiento discursivo o incluso desde las palabras con las que Dios ha consagrado su mensaje, pero requiriendo todas ellas la elucidación en el Espíritu. Su sola función es la de despertar al hombre, de hacerle realizar su propia naturaleza, y de liberarle poco a poco de su sí mismo de ensueño que proyecta su propio mundo de ensueño. Desafortunadamente el hombre se agarra a su mundo de ensueño con demasiada frecuencia por su propio interés; ¡incluso espera de él una salvación de ensueño! Las doctrinas, las leyes, y los rituales sólo tienen el valor de ser indicadores que señalan el camino hacia lo que está más allá de ellas.  Un día, en la profundidad de su espíritu, el hombre no podrá evitar escuchar el sonido del “Yo Soy”  que pronuncia “El-Que-Es”. Entonces contemplará el brillo de la Luz cuya única fuente es ella misma, es Él mismo, es el Sí Mismo único... ¿Qué lugar habrá entonces para las ideas, las obligaciones o los actos de adoración de cualquier tipo? ¿En qué se habrá  convertido entonces -pregunta el advaitín-, el filósofo y el teólogo, el académico y el sacerdote, el profeta y el maestro de la ley?



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jueves, 27 de octubre de 2016

DESAFÍO CRISTIANISMO-ADVAITA




EL DESAFÍO QUE PRESENTAN ENTRE SÍ CRISTIANISMO Y ADVAITA  


Swami Abishiktanada
 (Henri Lesaux)


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Extracto del libro de Swami Abishiktanada (Henri Le Saux)  titulado “Saccidananda: A Christian Approach to Advaitic Experience” (63-65). Delhi: ISPK, 1977. Traducción inédita al castellano: Roberto Mallon Fedriani.


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Para el Hombre que tiene la experiencia directa de lo Real nada permanece excepto la Luz desnuda y no compuesta del Ser mismo. Un día alguien preguntó a Ramana Maharishi por qué Cristo enseñó a sus discípulos que debían darle el nombre de ‘Padre’ a Dios. Él contestó: “¿Por qué no se le debería dar un nombre a Dios mientras Dios permanece como otro?” Una vez que el hombre ha realizado la Verdad, ¿qué sitio queda para algo como un ‘yo’, o un ´´Tu´, o un ´Él? ¿Quién queda ni siquiera para susurrar: “¡Oh Señor solo Tú eres; yo soy nada.” En la luz cegadora de esta experiencia no hay lugar concebible para ningún tipo de diferenciación; no hay nada sino a-dvaita, “no-dos”.

El cristiano es sin duda también consciente de que Dios está en él –no meramente de que venga a él (Juan 14:23; Apoc. 3:20) –, y de que cada centro de su alma es el lugar donde mora Dios. Él también sabe que Dios está en todas las cosas, y con el fin de encontrar a Dios busca sumirse profundamente en sí mismo y dentro de todas las cosas en busca de su  secreto final y el del suyo propio. Cuanto más hace esto más descubre la verdad de la presencia de Dios, cada vez más luminosa, más elemental. Entonces busca en las profundidades de su corazón un lugar en donde –por decirlo así– pudiera mantenerse y contemplar Su Presencia, el sanctum interior desde donde su propia individualidad incomunicable mana del Ser mismo y viene a la existencia. Él busca esa fuente interior desde donde brotan su vida y existencia personal a fin de manifestarse en el plano exterior del cuerpo y del intelecto. Él busca ese punto excelso de su consciencia, esa “cúspide” del alma en donde más realmente que en ningún otro lugar puede encontrarse a sí mismo en presencia de Dios, cara a cara con su Padre, allí donde él puede ser un Yo diciéndole ‘Tu’ a su Dios. Incluso si debe ser consumido en el abrazo divino al que anhela el Espíritu que está en él (Canto de Salomón 1:2), quiere al menos percibirse a sí mismo en el momento de arrojarse a este fuego, y ser capaz de decirle a Dios, “Yo me entrego a Ti”.

Pero ¡Ay!, cuando trata de mantener su posición en los últimos recovecos de sí mismo, ¡encuentra que Dios está ya allí! Entonces busca en vano volver sobre sus pasos para poder retirarse en sí mismo e intentar salvar al menos algo de su propia existencia personal separada: al igual que Moisés y Elías quiere esconderse en alguna grieta de la roca desde donde poder contemplar a Dios. Sin embargo, incluso las “cavernas” más recónditas e inaccesibles de su corazón aparecen ya ocupadas, y la oscuridad en la que él hubiera esperado salvar su existencia personal de la aniquilación en el Ser está ya en llamas con la gloria de Dios. Aun así, él lucha desesperadamente por proferir un “yo”, un “tu”; pero ahora ningún sonido se deja escuchar, pues ¿de dónde podría provenir? E incluso si por cualquier medio este “yo” se pudiera llegar a pronunciar, se sumergiría inmediatamente en el único Yo Soy que llena la eternidad… el trueno de Sinaí, la inmensidad de las aguas de las que hablan los Salmos. Le ocurre como al marinero náufrago que, sacudido de ola en ola, vaga en alta mar luchando en vano contra la corriente que lo gobierna y lo arrastra. Todo ha terminado en él, pronto no habrá ningún “yo” para ser consciente de ninguna experiencia, menos aún para ser consciente de que todas las experiencias posibles ya han terminado. No queda nadie para decir “Yo he pasado más allá, me he perdido a mí mismo.” No queda nada aparte de ese Consciencia misma, pura y sin mezcla: Esto (tat)… eso (sat)… OM – “OM tat sat”, como se dice en la Gita (17:23). Pues el hombre no puede ver a Dios y vivir. (Deut. 5:26).


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