jueves, 29 de noviembre de 2018

ECKHART: El Nacimiento del Verbo en el alma (y VII)



MEISTER ECKHART

El Nacimiento del Verbo 
en el Alma

(VII)


Reza Sha Kazemi

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Séptima y última entrega de la traducción inédita hasta la fecha en castellano del capítulo dedicado a Meister Eckhart del libro de Reza Sha Kazemi titulado "Paths to tracendence according to Shankara, Ibn Arabi y Meister Eckhart". Publicado en la editorial World Wisdom, 
Inc, 2006.
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4.     Pobreza

Este es un lugar adecuado para entrar en la discusión del concepto que tiene Eckhart sobre la pobreza, pues esto afecta de manera crítica –e incluso sobrepasa- la relación entre el individuo y la voluntad divina.

         En un Sermón dice que hay tres maneras de “correr” -o alinearse a sí mismo- con la voluntad de Dios: correr delante de Dios, correr a su lado, o correr detrás de Él (III: 83). En la primera categoría se encuentran aquellos que solo siguen su propia voluntad, lo cual es “completamente malo”; en la segunda están aquellos que dicen querer solo la voluntad de Dios, pero que cuando se ven afligidos, desean que la voluntad de Dios sea que se vean liberados de ello: “esto es pasable”, dice Eckhart, pero no es lo mejor. Y en cuanto a los “perfectos”, se trata de aquellos que aceptan de forma absoluta todo lo que quiere Dos, y esto se identifica de facto con todo aquello que ocurre en la vida, ya que nada ocurre sino es por la voluntad de Dios.

         Estos puntos nos sirven de introducción útil de cara al análisis de un Sermón poderoso e importante acerca de la verdadera naturaleza de la pobreza, un Sermón que resume muchas de las enseñanzas más sorprendentes de Eckhart, varias de las cuales ya hemos examinado en secciones anteriores. El enfoque dialéctico que se emplea en este Sermón parece estar calculado para distinguir con el mayor rigor entre un modo de pobreza relativo y otro absoluto; esto puede verse como una imagen especular en el plano del alma individual de su doctrina de la Divinidad como “modo sin modo”, absolutamente trascendente de lo divino en el plano supra-personal del Más Allá del Ser.

         El Sermón está basado en el texto del evangelio de Mateo (5,3): “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”, y comienza con una exhortación que ya ha sido mencionada en Primera Parte de este capítulo; pide a los que le escuchan que sean “como” los “pobres” en cuestión, “pues a menos que seáis como esta verdad de la que vamos a hablar no es posible que me sigáis” (II:269). El que escucha debe identificarse con el concepto trascendente de pobreza que Eckhart tiene a la vista, siendo un prerrequisito para captar o para realizar su verdadera naturaleza, a la vez que ha de descartar todas las concepciones previas relativas al significado convencional de la pobreza. Es como si Eckhart estuviese diciendo: deja que tu intención consciente se identifique con este acto de pobreza, como si fuese una apertura a través de la cual su significado más profundo pueda entrar en el alma, y de como fruto ese modo parcial de pobreza constituido por la misma intención de ser pobre.

         Procede citando las palabras de Alberto Magno sobre el hombre “pobre”: es aquel que “no encuentra satisfacción en ninguna de las cosas que Dios haya creado jamás”; lo cual, según Eckhart es una afirmación “bien dicha”. Sin embargo no es completamente adecuada. “Pero nosotros hablaremos mejor, tomando la pobreza en un sentido más elevado: un hombre pobre es aquel que no quiere nada, no sabe nada, y no tiene nada.” (II: 269-270).

         A continuación continúa explicando este triple aspecto de la pobreza: no querer, no saber, ni poseer nada. Respecto a lo primero, Eckhart vuelve a utilizar un punto de vista convencional o no-trascendente del ‘no querer nada’ a fin de situar su relatividad y sobrepasar sus limitaciones, y lo hace por medio de un contraste dialectico atrevido -si no abusivo-. Crítica a aquellas personas apegadas a las “penitencias y practicas exteriores” que proclaman que el hombre pobre que no desea nada es aquel que “nunca hace su propia voluntad en nada de lo que hace, sino que se esfuerza por hacer la voluntad más querida de Dios.” Entonces, Eckhart evalúa esta posición del siguiente modo:

“Está bien con estas gentes pues su intención es la correcta, y las elogiamos por ello. ¡Que Dios y Su Misericordia les conceda el Reino de los Cielos! Pero por medio de la sabiduría de Dios afirmo que estas gentes no son hombres pobres o parecidos a los hombres pobres… Yo digo que son asnos que no comprenden la verdad de Dios. Quizás alcancen los Cielos con sus buenas intenciones, pero no tienen ni idea de la pobreza de la que vamos a hablar ahora.” (II: 270).

         Resulta significativo que Eckhart plantee la obtención de los Cielos como recompensa proporcional a la intención de los “asnos”, en contraste  implícito con la relación suprema del Nacimiento. Esto muestra que es exclusivamente desde la perspectiva del nivel absolutamente trascendente como incluso las intenciones celestiales se revelan en su aspecto de relatividad: al utilizar la provocativa palabra “asnos”, uno siente que Eckhart, al estilo de un maestro Zen, está lanzando un shock beneficioso a los que le escuchan con el fin de elevar su sensibilidad -y por tanto su receptividad- al modo absoluto de pobreza que está a punto de describir; esto lo lleva a cabo después de explicar la limitación clave que es inherente al modo relativo de la pobreza:

“Mientras que un hombre esté dispuesto de modo que con su voluntad es con lo que haría la voluntad más querida de Dios, ese hombre no tiene la pobreza de la que estamos hablando: pues ese hombre tiene la voluntad de servir a la voluntad de Dios, ¡y eso no es la pobreza! Pues para que un hombre posea la verdadera pobreza debe estar tan libre de su voluntad creada como lo estaba cuando no era.” (II: 270-271)

Eckhart está describiendo aquí el estado de aquel que verdaderamente “no desea nada” porque está liberado su propia voluntad de criatura, de modo que se identifica completamente con la voluntad de Dios; esta liberación es estrictamente una función del conocimiento de nadidad de la propia voluntad y el propio ser, en contraste con la realidad incondicionada de la voluntad y el ser de Dios, a la que nada puede añadir la criatura; y a su vez este conocimiento está en función de la unión: en ese estado el hombre “no es” y solo Dios “es”.

         La condición clave para este modo absoluto de pobreza es que “el hombre esté tan libre de su voluntad creada como lo estaba cuando no era”. Vemos aquí lo que parece ser una ambivalencia deliberada, pues superficialmente la afirmación significa que el hombre debe ser tan libre de su voluntad como lo era antes de su propia existencia, pero un significado más profundo, centrado en el hecho de que Eckhart dice “como lo estaba cuando no era”, se relaciona con la realidad sutil que se revela en el estado unitivo: que la subjetividad del hombre esta absorbida en la de la Divinidad, de tal manera que él, como hombre, no puede decir que exista, y sin embargo su esencia “es” y es una con el Absoluto. Este modo superior de no querer nada, solo puede entonces realizarse plenamente en el marco de la existencia exterior en el mundo por la consciencia de aquel que ha realizado efectivamente la plenitud supra-ontológica que contiene en ella todo lo que es. Esta realización da lugar a una consciencia permanente de la plenitud inmutable de la Divinidad -en donde el hombre “no es”- y a la consecuente nada inmutable de todo lo que es distinto a esta realidad, lo cual también implica la futilidad del compromiso de la criatura con su propia voluntad creada: su voluntad no cabe distinguirla de la voluntad del Absoluto, en tanto que la voluntad inferior del hombre se identifica con la voluntad superior de lo Divino, la cual se expresa a Sí Misma de facto en todos y cada uno de los acontecimientos de su vida, y de jure en todo lo que tiene lugar en el cosmos.

         La siguiente parte del Sermón ya ha sido tratada anteriormente ene este capítulo al definir la distinción entre la Divinidad y el Dios personal: Eckhart “no tenía ningún Dios” mientras se mantuvo en su “causa primera”: “y era ser desnudo y el conocedor de mí mismo al gozar de la verdad.” Solo cuando recibió su “ser creado” se convirtió en sujeto para “Dios”: “Pues antes de que hubiese criaturas, Dios no era ‘Dios’: Él era Aquel que Era.”

         Es necesario mantener en mente esta característica definitoria esencial del Dios personal a fin de comprender correctamente la “oración” que sigue al planteamiento de estos puntos, así como de situar el estado pretendido en el contexto del modo absoluto de pobreza:

“Por tanto, recemos a Dios para librarnos de Dios, de modo que podamos alcanzar la verdad y gozar de ella eternamente, allí donde el más elevado de los ángeles, la mosca, y alma son lo mismo, allí donde yo estuve, y quise lo que era, y fui lo que quise.” (II:271)

Así como en una dimensión lo Divino está circunscrito por el hecho de ser “Dios” en relación a las criaturas, así el individuo está igualmente limitado por ser lo inverso, una criatura en relación a Dios; y ésta es la relación dentro de la cual se sitúa el primer modo de pobreza, el más inferior o no-trascendente: donde uno tiene la voluntad de hacer la voluntad de Dios, asumiendo, y por ello reforzando, las delimitaciones ontológicas de la dualidad constituida por los dos agentes involucrados. Por tanto, estar “libre de Dios” significa vivir de conformidad con el conocimiento de la naturaleza indiferenciada de la infinitud dentro de la esencia de la Divinidad, en donde todas las cosas están presentes por igual, unas iguales a otras, e iguales a la mismísima Divinidad. De este modo, la no-diferenciación absoluta implica la no-manifestación absoluta de la especificidad exclusiva; y el modo absoluto de pobreza es el que únicamente transcribe, dentro del orden de lo creado, esta realidad más elevada, en razón de la no-manifestación absoluta de la voluntad del ser creado, es decir, por la extinción total de la voluntad individual.

         Se debe también señalar que cuando Eckhart habla de recibir su “ser creado”, esta recepción va de la mano con la pérdida de su “voluntad libre”: “cuando dejé atrás mi voluntad libre y recibí mi ser creado, entonces tuve un Dios” (II: 271). Estar “libre de Dios” significa pues estar libre de esa relación que conllevaba la perdida de la libertad absoluta en lo increado: así como se perdió esta libertad integral al asumir el ser creado -lo cual conllevaba la subordinación a Dios como Creador-,  así la extinción de la propia voluntad del ser creado –que participa de una libertad condicionada y relativa en el marco de la existencia criatural en el mundo- describe el movimiento inverso: el desprendimiento de toda limitación y determinación, incluso mientras se continua subsistiendo en el reino de la limitación. Así pues, la verdadera libertad se alcanza solo en el contexto de la pobreza absoluta que no quiere otra cosa que lo que es; aquello que a su vez es la expresión necesaria de la voluntad integralmente libre del Absoluto, de modo que no hay distinción entre la voluntad de la criatura y la voluntad del Creador, ni ninguna implicación en términos de dualismo cósmico, sino simplemente un reflejo o recapitulación dentro del orden de lo creado de la no-diferenciación de la Divinidad increada y meta-cósmica. Si se considera de esta manera, se puede apreciar mejor la intención de Eckhart cuando dice “si un hombre ha de ser pobre de voluntad, debe querer y desear tan poco como quería y deseaba cuando no era.”

         Volviendo ahora al segundo aspecto de esta pobreza (no conocer nada), Eckhart establece una vez más una distinción entre lo que podría llamarse un modo relativo y un modo absoluto. Comienza diciendo que él mismo ha “dicho algunas veces que un hombre debe vivir como si no viviera ni por sí mismo, ni por la verdad, ni por Dios”. Esto no llega a desarrollar mucho más, por lo que a fin de situar las posiciones que vendrán a continuación, se hace necesario aventurar una interpretación basada en los principios que establece en otros lugares. Lo que parece querer decir es que, aun cuando uno esté viviendo de una manera santa, si ello va acompañado de la idea de que ello es conforme al interés propio, a la idea de que es conforme a los dictados de la verdad, o a la idea de que ello constituye obediencia a la voluntad de Dios, entonces el modo de vida será relativizado en tanto que estos conceptos pertenecen necesariamente a un grado ontológico que no es absoluto, un modo en donde los conceptos distintivos de “sí mismo”, “verdad”, y “Dios” –definidos como “lo otro”- velan la verdadera naturaleza del Sí Mismo Uno, esto es, la Divinidad que está más allá de todo atributo determinativo y a fortiori más allá de toda concepción limitativa. Así pues, uno no debe vivir para uno mismo, ni para la verdad, ni para Dios. N obstante, incluso esta postura resulta inadecuada en el presente contexto:

“Pero ahora… vamos a ir más lejos: para que un hombre posea esta pobreza debe vivir de modo que no sea consciente de que no vive para sí mismo, ni para la verdad, ni para Dios. Debe carecer tanto de todo conocimiento, de forma que no sepa, ni reconozca, ni sienta que Dios vive en él: incluso más, debe estar libre de todo el entendimiento que vive en él.” (II: 272)

         Eckhart dice que el hombre debe vivir de tal manera que sea completamente uno con el Absoluto en términos de su ser (vida) y su conocimiento –esto es, sin atribuir a su modo de ser ninguna “posición” circunscrita conceptualmente y definida en términos de una relación con ninguna entidad afirmada distintivamente, y por tanto no-trascendente-.  Pero ahora añade que se debe ser completamente inconsciente del hecho de estar viviendo de acuerdo a este estado. Esto se puede entender en el sentido de cierto grado de ausencia de consciencia propia; una ausencia de conocimiento específico de que se vive de acuerdo con la verdadera naturaleza del Uno no-condicionado. En otras palabras, debe haber tal grado de absorción en esta forma santificada de vida, que no hay lugar para ningún contenido de conocimiento sobreañadido por encima de este modo de ser, el cual sería de este modo relativizado en virtud de estar condicionado por -o subordinado a- el aspecto humano de este conocimiento. Dicho de otro modo, el ser no debe estar afectado por el pensamiento. Esta interpretación es conforme con lo siguiente:

“Pues cuando ese hombre se mantuvo en el ser eterno de Dios, nada más vivió en él: lo que allí vivía era él mismo. Por consiguiente, afirmamos que un hombre debe estar tan libre de su propio conocimiento como lo era cuando no era. Ese hombre debe dejar a Dios actuar como quiera, y él mantenerse inactivo.” (II: 272)

         En la Divinidad –aquí descrita como “el ser eterno de Dios”- el conocimiento no es un elemento distintivo añadido al ser: los dos son uno de forma inextricable. Así pues, en su estado de “pobreza”, el individuo debe reflejar esta ausencia de diferenciación, y no debe ver su conocimiento de las cosas como una posesión distinta, añadida o sobreañadida, a su substancia individual, pues cualquiera que sea esa posesión no solo contradice la pobreza, sino que también constituye un objeto al que el individuo puede apegarse de forma abusiva. En este caso, y en la medida en que el hombre no está “libre de todo el entendimiento que vive en él”, habría objetivamente –como concomitante inevitable- un afianzamiento de la separatividad ontológica; y subjetivamente –como una posibilidad siempre presente- orgullo y apego.

         No debe haber ninguna percepción individualista del “propio” conocimiento como elemento diferenciado, pues esto no solo contradice la realidad de que todo conocimiento y verdad “pertenecen” exclusivamente al Uno -el único agente verdadero del conocimiento-, sino que también va en contra de la vida santa integral en la que el propio conocimiento está total y efectivamente identificado con el propio ser. En términos negativos esta ausencia de hipocresía –el contraste entre lo que uno sabe y lo que uno es- se puede ver como el reflejo moral del estado de unión; y en términos positivos, la identidad impersonal entre el conocimiento y el ser refleja tanto el estado particular de unión –una vez más, “como era cuando no era”- como el estado universal, eterno, e inmutable de la Divinidad: “Dios no es un ser, y no es intelectual, y no conoce esto o aquello. De este modo Dios es libre de todas las cosas, y siendo así Él es todas las cosas.” (II: 272).

         En otros términos, la esencia informal de Dios no puede reducirse al estatus de ninguna entidad particular que conoce otras entidades particulares; y precisamente porque Él es todas las cosas –y constituye su misma esencia y su ser verdadero- es por lo que Él está libre de todas las cosas –definidas en los términos de sus limitaciones existenciales-. Él no conoce particulares diferenciados –esto y aquello- como nosotros los conoceríamos en los términos cognitivos convencionales, porque esto implicaría una separación entre Él como ser conocedor y los otros como objetos conocidos: la realidad es que Su ser es uno con Su conocer, y como Su ser abarca todos los seres –aun cuando los trascienda- entonces Él conoce todas las cosas porque “Él es todas las cosas”, constituyendo en sí mismo este ser el modo absoluto de conocimiento de todas las cosas. Por consiguiente, para ser absolutamente pobre de espíritu, el hombre “debe ser pobre de todo su propio conocimiento: no conocer nada, ni Dios, ni criatura, ni a sí mismo. Para ello es necesario que el hombre desee no conocer ni entender nada acerca de las obras de Dios. De este modo es como el hombre puede ser pobre respecto a su propio conocimiento.” (II: 273)

Solo el hombre que ha realizado la fuente verdadera de su propio ser y conocimiento puede de este modo ser “ontológicamente” pobre respecto a su propio conocimiento criatural. Esto es así porque está completamente impregnado de la consciencia de que la verdad universal es inseparable del ser absoluto de la Divinidad; y de que como consecuencia de ello, todo conocimiento criatural posible es en comparación una pura nada. Aquí también hay que señalar que es solo una persona así la que puede estar legítimamente despreocupada de las “obras de Dios”, ya que ha realizado la Divinidad no-actuante; es solo y exclusivamente a la luz de esta realización como todas las obras –incluso aquellas que son de Dios- se revelan marcadas ineludiblemente por la relatividad.

         Es importante señalar que Eckhart afirma que esta pobreza de conocimiento es una “pobreza de espíritu”; esto se puede entender de modo que ello no significa que esa pobreza excluya necesariamente todos los contenidos criaturales de conocimiento en las esferas exteriores de consciencia, sino que ninguno de estos contenidos puede ser afirmado de forma diferenciada en la esfera más interior de la consciencia, aquella que es precisamente la del “espíritu”. Pues si bien un cierto conocimiento conceptual -y por tanto provisional- de Dios puede coexistir con el conocimiento de las relatividades particulares de las esferas exteriores de consciencia –aquellas con las que se opera necesariamente en el mundo-, esta coexistencia está estrictamente excluida como posibilidad dentro del “espíritu” más interior, ya que allí cualquier conocimiento criatural de particulares solo puede constituir un impedimento para la Verdad increada universal. La manera en la que vive el hombre exterior de conformidad con este modo absoluto de pobreza de conocimiento -realizada por el hombre interior en el espíritu- consiste en permanecer desapegado de los contenidos de su consciencia exterior; como si viese a través de ellos percibiendo este conocimiento como algo que está más en la naturaleza de la ignorancia en relación a ese Conocimiento supremo, el cual, desde el punto de vista del mundo creado, se muestra como una “oscuridad”, como un “no-saber” –tal y como hemos visto en las secciones anteriores-.

         La intención que hay detrás de la enunciación por parte de Eckhart de este principio de la “pobreza” de conocimiento se puede entender en primer lugar como descriptiva, y en segundo lugar como normativa. En el primer caso está describiendo implícitamente el estado de aquel que ha realizado de forma tan completa la plenitud absoluta de este conocimiento increado, que no puede sino ser pobre de manera absoluta respecto a su conocimiento creado. En sentido normativo, este principio puede servir como punto de referencia a partir del cual el conocimiento propio del oyente asume un grado adecuado de relatividad, y por medio de ello sitúa correctamente su conocimiento relativo a la luz de valores absolutos. De esta manera se ve ayudado en sus esfuerzos para desapegarse de su propio conocimiento, en vez de atribuirle a éste un significado abusivo indebido, pues la atribución por del individuo de cualquier significado a su bagaje particular y finito de conocimiento, le hace estar “lleno” de sí mismo, en vez de vacío; y recordemos que para Eckhart el vacío de sí mismo es la condición esencial para trascenderse a sí mismo.

         Todo esto nos lleva al tercer aspecto de la pobreza (no poseer nada), el cual Eckhart introduce de nuevo a través de una perspectiva relativamente trascendente que él mismo adoptó:

“He dicho con frecuencia... que el hombre debe estar tan libre de todas las cosas y de todas las obras -tanto interiores como exteriores- de manera que pueda ser una morada adecuada para Dios, en donde Dios pueda obrar. Ahora diremos otra cosa. Si resulta que un hombre está libre de todas las criaturas, de Dios, y de sí mismo, y si se da el caso de que Dios encuentra un lugar en él donde obrar, entonces diremos que mientras esté en ese hombre, no es pobre en el sentido de la pobreza más estricta… pues la pobreza de espíritu significa estar tan libre de Dios y todas Sus obras que Dios -si es que Él desea obrar en el alma- es Él Mismo el lugar donde Él obra. (II:273-274)
        
El significado de este pasaje queda más claro si se considera en relación a las selecciones del tratado de Eckhart titulado “Sobre el Desapego”. Anteriormente vimos la importancia de la virtud espiritual del desapego, y dijimos que abordaríamos más aspectos de este principio clave dentro del contexto del retorno existencial; aspectos que se disciernen de forma clara a la luz de la consecución del Nacimiento.

         Al examinar el significado más profundo del desapego podemos entender lo que Eckhart pretende transmitir en el pasaje anterior acerca de Dios Mismo como “lugar” donde Él obra. En este tratado Eckhart afirma que el desapego es la más elevada de todas las virtudes porque conduce al hombre lo más cerca posible de “su imagen cuando estaba en Dios, en donde no había diferencia entre él y Dios”; y es así porque todas las demás virtudes “tienen alguna relación con las criaturas, pero el desapego está libre de todas las criaturas” (III:117). Incluso cuando se compara con el amor a Dios, el desapego es superior, pues este amor restringe al individuo a amar a Dios, mientras que el desapego obliga a Dios a amar al individuo:

Ese desapego fuerza a Dios hacia mí; lo puedo probar de este modo: todo quiere estar en su lugar natural. Ahora bien, el lugar natural de Dios es la unidad y la pureza, y eso viene del desapego. Por consiguiente, Dios esta obligado a darse a Sí Mismo a un corazón desapegado. (III:117-118)

Así pues, para que Dios sea Él Mismo “el lugar donde Él obra”, el alma en la que la actividad de Dios da fruto, debe permanecer en el desapego absoluto. Con el fin de clarificar mejor la naturaleza de este desapego, Eckhart lo compara con la humildad. Mientras que la humildad puede existir sin desapego, “el desapego perfecto no puede existir sin la humildad perfecta”. En esta comparación se ve que la humildad se relaciona con un modo determinado de voluntad del individuo, ya que “significa humillarse a sí mismo por debajo de todas las criaturas”, y se consuma en la “destrucción de sí mismo”; el desapego es visto bajo una luz supra-volitiva, como una condición necesaria que presupone esta destrucción, de modo que “el desapego se acerca tanto a ser nada, que nada puede existir entre el desapego perfecto y la nada.” (III:118)

En otra palabras, el desapego es la plena realización del estado que pretende la humildad, e implica una consciencia completa de que uno, en verdad, es “nada”; contrariamente a la humildad, que implica la voluntad activa de ser nada, la misma voluntad que contradice el estado pretendido. La diferencia entre las dos virtudes se trae de nuevo a colación en una respuesta a la pregunta de por qué la Virgen fue glorificada “por su humildad y no por su desapego”, es decir, según las palabras “Consideró la humildad de su doncella” (Lucas 1.48).  Según Eckhart, la raíz de ambas virtudes se encuentra en la naturaleza divina, pero mientras que la humildad se relaciona con el descenso de lo Divino en la forma humana, el desapego pertenece al aspecto “inamovible” de Dios, es decir, a Su aspecto de trascendencia. La Virgen pudo expresar su humildad, pero no su desapego:

“Pues si ella hubiera pensado una vez sobre su desapego y hubiese dicho ‘él reconoció mi desapego’, ese desapego hubiese sido manchado y no hubiese sido pleno y perfecto, pues se hubiera producido una salida. Pero nada, por más pequeño que sea, puede proceder del desapego sin que lo mancille.” (III:119)

En otras palabras, mientras que uno puede que sea consciente de poseer la virtud de la humildad en modo personal, sin que esta consciencia menoscabe la virtud, en el caso del grado espiritual del desapego, en el momento en que se establece a partir de ahí cualquier consciencia personal, el grado en cuestión se ve inevitablemente socavado. El desapego total significa completo distanciamiento del sí mismo personal: este sí mismo abandonado no puede entonces tomar consciencia de la misma cualidad que lo extingue.

         Si bien pudiera parecer que este aspecto superior del desapego solo puede tener que ver con el estado de unión alcanzado en el Nacimiento, y que por tanto no podría decirse que sea, estrictamente hablando, una cualidad personal del individuo que vive en el mundo, hay sin embargo un modo de ser personal que puede decirse prolonga o refleja este aspecto elevado del desapego, y que se debe ser en relación al arquetipo divino del desapego. Siendo así, el desapego puede entenderse no solo como un modo concebible de ser en el mundo, sino también como la manifestación necesaria de la realización más elevada en el contexto del “retorno” existencial. Esto se ve más claramente en la sección del tratado en donde Eckhart escribe que “el desapego inamovible lleva al hombre a la mayor semejanza a Dios”; se debe observar que la “semejanza” implica la dualidad entre el alma y Dios, y de este modo tiene que ver con la manera en la que el alma puede participar en la naturaleza de esta cualidad divina. Eckhart continúa diciendo:

“Pues la razón por la que Dios es Dios se debe a Su desapego inamovible, y de este desapego tiene Él Su pureza, Su simplicidad, y Su inmutabilidad. Por consiguiente, si un hombre ha de parecerse a Dios, en la medida en que una criatura pueda asemejarse a Dios, ello debe proceder del desapego. Esto le hace participar de la pureza, y de la pureza la simplicidad, y de la simplicidad la inmutabilidad.” (II:121)”

         El aspecto más trascendente de Dios, Su absolutidad -que no se ve afectada de ningún modo por su Creación- es llamado aquí “desapego”; y la manera más apropiada en la que el hombre puede reflejar este aspecto de Dios es por medio de su propio desapego respecto a la Creación, en la medida en que en que esto le es posible al hombre: lo que es el desapego para el hombre se corresponde, mutatis mutandi, con lo que es trascendencia absoluta para Dios.

         También podría decirse que solo el hombre que ha realizado concretamente su identidad interior con, y como Dios –y de ahí la nadidad de todo aquello que sea distinto a esta identidad-, solo un hombre así, está en posición de reflejar de forma adecuada ese desapego que, hablando con propiedad, pertenece solamente a la Divinidad trascendente. En otros términos, mientras que es necesario un cierto grado de desapego para alcanzar el Nacimiento, su realización completa es el fruto del Nacimiento: solo aquel que ha realizado la inmanencia de la Divinidad que hay dentro del alma puede reflejar adecuadamente en el mundo la trascendencia de la Divinidad respecto a la Creación.

         A fin de que uno no se quede con la impresión de que esta pobreza y desapego llevan a estar al margen de los modos no-trascendentes de devoción, y para concluir con ello esta discusión acerca del retorno existencial, es necesario subrayar la importancia que tiene para el hombre realizado la práctica de lo que pueden llamarse las virtudes “convencionales”. Como vimos en la Segunda Parte, la realización de la esencia de las virtudes es un prerrequisito para el Nacimiento, y el flujo espontáneo de las virtudes es una señal de la auténtica consumación del Nacimiento. Podemos mencionar aquí el énfasis de Eckhart sobre la necesidad de la “fecundidad” del Nacimiento; los frutos del Nacimiento lo constituyen la gratitud y la alabanza; entonces, uno no es solamente una “virgen”, sino una “esposa” fecunda:

“‘Esposa’ es el título más noble que uno puede otorgar al alma –mucho más noble que el de ‘virgen’. Pues que el hombre reciba a Dios dentro de él es bueno… pero aún es mejor que Dios sea fecundo en él, ya que las gracias por el regalo solo pueden ser la fecundidad de dicho regalo; y aquí dentro, el espíritu es una esposa cuya gratitud es la fecundidad.” (I:72)
        
Sin esta “fecundidad de esposa… y gratitud, y alabanza” los regalos recibidos en la virginidad perecen, “y todo viene a la nada”. Se puede entender este tipo de alabanza que emana del hombre realizado como más parecida a lo que podría llamarse “adoración ontológica”, la cual comprende -a la vez que supera- las formas más convencionales de alabanza devocional, en el sentido de que cada aspecto del ser de un hombre así constituye un modo de alabanza. Esta forma de entenderlo es conforme con lo que Eckhart dice en otro lugar sobre la verdadera naturaleza de la alabanza: aquello que alaba adecuadamente a Dios es la “semejanza”:

“Nuestros maestros preguntan ‘¿Qué es lo que alaba a Dios?’ La semejanza lo hace. Así pues, todo aquello que en el alma se asemeja a Dios alaba a Dios… así como el cuadro alaba al artista que ha prodigado sobre aquel todo el arte que tiene en su corazón haciéndolo completamente como él. La semejanza del cuadro alaba sin palabras al artista. Aquello que uno puede alabar con palabras es cosa insignificante, así como lo es la oración con los labios.” (I:259)

         De este modo, solo el hombre que ha sido hecho plenamente “como” Dios, es capaz de reflejar la “obra” del Artista divino, y esto lo hace no solo por medio de alabanzas verbales o activas, sino más en términos de lo que es en realidad; es decir, más por medio de su cualidad interior de ser y no solo por su forma exterior de hacer. Solo el hombre que ha realizado la identidad de la esencia con el Absoluto es plenamente capaz de poseer esta “semejanza” que constituye la alabanza pura, pues solo él, conociendo la verdadera nadidad de su propio hombre exterior, no se verá obstaculizado por ningún vestigio de egotismo en su alabanza, ya que el egotismo es entre todas las cosas la que menos se “asemeja” a la naturaleza divina.

         Asimismo, un hombre así posee en virtud de su realización no solo una comprensión conceptual sino una auténtica certeza ontológica de que solo el Uno puede ser objeto legítimo de alabanza; mientras que todos aquellos que no alcanzan esa realización son en esa misma medida “desemejantes” a Dios, y consecuentemente su alabanza participa de una naturaleza más superficial, o menos ontológica. Su continuo apego a la idea de una identidad propia específica, su auto-consciencia persistente y limitante, actúa como una especie de prisma de alteridad a través del cual pasa necesariamente su alabanza, asumiendo por ello una coloración individualista.

         Se puede observar que lejos de minimizar el valor de las virtudes personales relativas en el plano del Ser diversificado, y de despreocuparse del nivel relativamente trascendente de Dios como Señor de las criaturas, la realización trascendente de Eckhart implica por el contrario que estas virtudes se revelan y son puestas en práctica en su naturaleza plena -al nivel que les corresponde- por el hombre plenamente realizado. Humildad, caridad, alabanza, devoción, gratitud: a todas ellas les da su significación más profunda y su valor más alto el hombre que ha realizado concretamente la esencia que trasciende, no solo el plano sobre el que se sitúan todas las virtudes humanas y el grado de ser que presuponen, sino también el nivel de la Divinidad personal al que corresponden estas virtudes y del que son reflexiones sobre el plano humano.

         Si “conocer” la esencia de Dios es “ser” Más allá del Ser en la “tierra distante” que excluye el propio ser personal, el fruto de esta realización es -en términos del retorno existencial al mundo y a uno mismo- ser devoto humilde y agradecidamente al Uno, que es simultáneamente el Señor de todas las criaturas y la Divinidad absoluta a la vez trascendente e inmanente.


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sábado, 24 de noviembre de 2018

ECKHART: El Nacimiento del Verbo en el alma (VI)



MEISTER ECKHART

El Nacimiento del Verbo 
en el Alma
(VI)


Reza Sha Kazemi

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eckhart sanatanadharmatradicional



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Sexta entrega de la traducción inédita hasta la fecha en castellano del capítulo dedicado a Meister Eckhart del libro de Reza Sha Kazemi titulado "Paths to tracendence according to Shankara, Ibn Arabi y Meister Eckhart". Publicado en la editorial World Wisdom, 
Inc, 2006.

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3.     El Santo y el Sufrimiento


Los puntos expuestos anteriormente conforman un puente adecuado para la siguiente cuestión: ¿está sujeto al sufrimiento el hombre santificado por el Nacimiento? Si la consciencia de Dios es perpetua, y si esta consciencia produce la beatitud, ¿cómo es posible que un hombre así sufra? Los diversos argumentos de Eckhart sobre este asunto pueden llevar a algunos a la conclusión de que se contradice a sí mismo, unas veces negando y otras afirmando que se da el sufrimiento; pero la clave para comprender su postura radica en captar correctamente, dentro de la misma consciencia del santo, el locus o agente que experimenta el sufrimiento, y el grado ontológico que ocupa este agente.

         Se puede comenzar la discusión de una manera útil con la siguiente afirmación inequívoca: “Cuando has alcanzado el punto en el que nada te entristece o te resulta duro, y el dolor no es dolor para ti; cuando todo es un gozo perfecto, entonces es cuando ha nacido verdaderamente tu niño.” (I:68). A fin de ilustrar concretamente cual es la naturaleza de esta impasibilidad, pone el ejemplo de contemplar la matanza de los seres queridos: “Si el niño ha nacido en mí, la visión de la muerte de mi padre y de todos mis amigos ante mis propios ojos dejaría mi corazón intacto. Pues si mi corazón se moviese por ello, el niño no habría nacido en mí, aun cuando su nacimiento pudiera estar cercano.” (I:68).

         Por otro lado, dice: “nunca hubo un santo tan grande que no pudiera ser movido (alterado)”; entonces, todos los santos, por más grandes que sean están sujetos a ser “movidos”. Esto parece ser una contradicción hasta que uno se percata de cuál es la naturaleza de este movimiento”: “Aun así… yo sostengo que a un santo le es posible incluso en esta vida que nada consiga apartarlo de Dios.” (I:86).

         Por tanto, el santo puede llegar a ser movido, pero no de modo que se aparte de la consciencia de la presencia divina; en cierta medida es movido -emocionalmente o de otro modo- pero a la vez permanece impasible interiormente en la consciencia permanente de Dios. Este movimiento e impasibilidad simultáneos lo expresa Eckhart con la imagen de un barco bien anclado: “no obstante… puede que el viento sople, y que el barco se ‘mueva’, pero no puede ser arrastrado.” (II:124-125).

         En otras palabras, aun cuando se experimente el sufrimiento, y uno se vea “movido” hasta cierto punto por ello, la señal de la santidad es la de relativizar este dolor y permanecer interiormente uno con la realidad de Dios que trasciende todas esas contingencias. Así pues, una vez que este hombre interior está realizado, una vez que “el niño ha nacido”, no es “arrastrado/apartado” ni de esta consciencia de Dios ni del gozo que conlleva esta consciencia para el hombre interior. Solo el hombre interior es el que tiene la capacidad de objetivar, y de este modo distanciarse a sí mismo del dolor experimentado por el hombre exterior; una experiencia querida por Dios, y por esa misma razón susceptible de una trasmutación espiritual en gozo:

“No padeces enfermedad ni ninguna otra cosa a menos que Dios lo quiera. Siendo así, sabiendo que es la voluntad de Dios, debes regocijarte en ello y estar satisfecho, y ese dolor no será dolor para ti: incluso en el dolor extremo, sería un error sentir ningún dolor o aflicción; debes aceptarlo de Dios como si fuese lo mejor, ya que es seguro que es lo mejor para ti. Pues el ser de Dios depende de Su buena voluntad. Deja entonces que yo también la desee, y nada será más grato para mí.” (I:281).

Por consiguiente, el dolor se debe entender a dos niveles diferentes: por una parte, el psicofísico, y por otra el espiritual; sin esta distinción la afirmación anterior resulta incomprensible, o bien el concepto de dolor pierde su significado. Lo que Eckhart parece estar diciendo es lo siguiente: es posible experimentar estados dolorosos del ser -físico, psíquico y emocional- sin que el dolor penetre en el núcleo espiritual del individuo. En este núcleo subsiste la consciencia de la realidad de la naturaleza y la voluntad de Dios, una consciencia que tiene prioridad sobre todos los estados transitorios, y que de este modo puede llevar a una serenidad que coexista con la experiencia de dolor que se da en los niveles más superficiales del ser. Eckhart parece estar afirmando la posibilidad -y por tanto la necesidad- de que el hombre espiritual alcance un estado de objetividad espiritual en relación a sus propios estados subjetivos de modo que pueda eliminar, no necesariamente la experiencia superficial del dolor, sino las ramificaciones profundas de los estados dolorosos, sean emocionales o físicos. Es una cuestión de mantener impasible la consciencia dentro del intelecto más elevado:

“Hay un poder en el alma para el que todas las cosas son igual de dulces: lo peor de lo peor y lo mejor de lo mejor resultan ser lo mismo para este poder, el cual lleva las cosas por encima del ‘aquí’ y el ‘ahora’: siendo el ahora el tiempo, y el aquí el lugar donde estoy.” (II:237)

Volviendo al ejemplo anterior de contemplar la muerte de los seres queridos: en la medida en que esta consciencia reside en este poder que capta las realidades universales más allá del tiempo y del espacio -realidades que son en sí beatíficas- no experimentará aflicción; pero en la medida en que la propia consciencia exterior no esté penetrada por esta consciencia en el momento de vivir las modalidades fenoménicas, ese mismo nivel de consciencia exterior estará sujeto un grado de dolor. No obstante, esto no es de ningún modo contrario a que el hecho de presenciar una escena así “dejaría mi corazón intacto”.

En otros términos, uno puede ser “movido” por una visión así, pero nunca “arrastrado”; en términos de la imagen del barco empleada anteriormente, esta consciencia más interior actúa como un ancla para el barco de la consciencia individual en el océano de las experiencias fenoménicas.

Si el sufrimiento no tiene acceso a este plano del intelecto, tampoco lo tiene la alegría, en la medida en que esta alegría se entienda como “criatural”, pues una cosa va inexorablemente junto a la otra. Si uno es susceptible al placer profano de modo que en ese placer se olvida o se eclipsa a Dios, entonces habrá una apertura inversa hacia su contrario, el sufrimiento, que parecerá penetrar en el núcleo del propio ser; y decimos “parecerá” porque hablando objetivamente, ese núcleo solo es receptivo al gozo de Dios, es decir el gozo de “haber nacido”. Entonces lo que sufre es el individuo en tanto que “no es”: la naturaleza ilusoria de la subsistencia de la criatura “separada de Dios” se hace sentir en forma de sufrimiento. Librarse del “no ser”, o de la ilusión, es estar enraizado en lo inmutablemente real; Eckhart habla de un aspecto clave de esta impasibilidad como “satisfacción mental” que se da “cuando la cima del alma no es traída tan bajo por ninguna alegría como para ahogarse en el placer, sino que más bien resurge por encima ellas. El hombre goza de satisfacción mental solo cuando las alegrías y tristezas criaturales no tienen el poder de arrastrar hacia abajo la cima más elevada del alma. Yo llamo ‘criatura’ a todo aquello que experimenta el hombre por debajo de Dios.” (I:80)

Es decir, se puede experimentar tanto la alegría como la tristeza, pero la cima del alma permanece inafectada, el corazón “intacto”; el gozo divino solo puede ser el gozo no criatural: y es únicamente en este gozo en el que puede participar plenamente la cima del alma al elevarse hacia la beatitud más alta, en vez de bajar y ahogarse en las alegrías de la criatura. La negación de la la alegría de la criatura queda expresada con una claridad particular en el siguiente pasaje:

“Mientras te sientas consolado, o puedas serlo, por las criaturas, nunca encontrarás el auténtico consuelo. Pero cuando nada pueda consolarte sino Dios, entonces Dios te consolará… Mientras te consuele lo que no es Dios, no encontrarás consuelo ni aquí ni en el más allá, pero cuando las criaturas no puedan consolarte, y no sientas ningún gusto por ellas, entonces encontrarás el consuelo aquí y en el más allá.” (III:76)

         Eckhart está aquí poniendo enfatizando el aspecto de la trascendencia de Dios sobre las criaturas, a expensas, aparentemente, de Su inmanencia en ellas; “aparentemente”, porque si el consuelo se deriva de las criaturas en tanto que manifiestan a la Divinidad, entonces en realidad este consuelo no viene de las criaturas como tales, sino de la divinidad que está presente y es real en ellas; pero entonces la pregunta es la siguiente: ¿cómo determinar si es en verdad la inmanencia divina dentro de la criatura la que es fuente de consuelo, y no la criatura “apartada de Dios”? ¿qué es lo que está en cuestión aquí, una orientación hacia Dios o hacia la criatura? La respuesta surge cuando se experimenta la ausencia del objeto: si la ausencia viene acompañada de tristeza, entonces el objeto del que se derivó el consuelo era de la criatura, pero si la ausencia viene acompañada de ecuanimidad, entonces la verdadera fuente de consuelo fue de hecho la esencia divina dentro de la criatura, una esencia que subsiste eternamente aun cuando perezca su vehículo criatural. Por un lado: “Toda tristeza viene del amor de aquello de lo que me veo privado por la perdida. Si me preocupo por la pérdida de cosas exteriores, eso es un signo seguro de que estoy encariñado de las cosas exteriores; realmente amo la tristeza y el desconsuelo.” (Evans II.49). Y por otro lado: “Aquel que solo quiere a Dios en las criaturas, y a las criaturas solo en Dios, ese hombre encuentra consuelo real, verdadero y por igual en todas partes.” (Evans II:49).

         Lo mismo surge a partir de la consideración de lo que Eckhart llama los dos rostros del alma, siendo el rostro interior aquel que esta vuelto hacia Dios, y el rostro exterior aquel que está vuelto hacia el mundo: “Uno está vuelto hacia este mundo y el cuerpo; en este, ella (el alma) obra virtud, conocimiento y vida santa. El otro rostro está vuelto directamente hacia Dios. Allí la luz divina está obrando interiormente sin interrupción, aun cuando ella no lo sabe, porque ella no está en casa.” (I:231)

         Sobre este fondo se puede discernir claramente la postura de Eckhart tanto de la cuestión general del sufrimiento que soporta el hombre espiritual, como la cuestión particular acerca de cómo interpretar las palabras de Cristo: “mi alma se aflige hasta la muerte”:

“Entonces no se refirió a su noble alma según la manera como ella contempla de modo cognoscitivo el bien supremo, con el cual se halla unido en la persona y [que] es Él mismo según la unión y según la persona: este [bien] lo contemplaba sin cesar con su potencia suprema en medio del sufrimiento máximo, tan de cerca y exactamente como lo hace ahora; ahí́ adentro no podía caer ninguna tristeza, ni pena, ni muerte.” (II:291)

Aun cuando su cuerpo estaba muriendo agónicamente en la cruz, el “alma noble” de Cristo fue mantenida en la presencia de su contemplación beatífica; fue solo en “la parte por medio de la cual su nobel espíritu estaba unido racionalmente a los sentidos y a la vida de su cuerpo bendito” en donde se experimentó necesariamente el dolor, pues “el cuerpo debía perecer”. En otras palabras, el dolor sufrido por Cristo como persona no pudo afectar el estado exaltado de su consciencia interior, su verdadero ser; este dolor fue sufrido en el punto de contacto entre su consciencia exterior y los elementos sensibles, y de este modo, aunque el sufrimiento fue suficientemente real a su propio nivel, es este mismo nivel el que es “irreal” o “no es” cuando se considera desde el punto de vista del hombre interior o el rostro interior, y en la medida que este hombre interior estaba despierto a su propia identidad verdadera como lo Real inmutable, el Uno y único.

         En otro lugar, en donde Eckhart se dirige al sufrimiento de la Virgen y Cristo, nos da el útil símil de una puerta que se balancea sobre su bisagra: aquello que sufre, el hombre exterior, es comparado con la madera de la puerta, mientras que aquello que permanece impasible, el hombre interior, lo compara con la bisagra. Por consiguiente, los lamentos emitidos por Cristo y por su madre se deben entender como expresiones de su “hombre exterior, pero el hombre interior permaneció en un desapego inmóvil” (II:124).

         Otra forma con la que el sufrimiento es despojado de su carácter doloroso surge como resultado de la profunda resignación a la voluntad de Dios. El resultado de cualquier dolor soportado en el mundo, y en la medida en que se entiende que es la expresión necesaria de la voluntad de Dios, siempre tendrá como resultado para el individuo el gozo: el gozo de aceptar la voluntad de Dios, ya que cualquier cosa que Dios desee solo puede ser en última instancia para bien, “pues el ser de Dios depende de Su voluntad de lo mejor.” Incluso si las manifestaciones inmediatas de las consecuencias de la voluntad de Dios son privativas, esto no implicará necesariamente sufrimiento: si la consciencia interior del individuo esta fijada en la intachable bondad de Dios, entonces Su voluntad no puede ser sino una expresión de esa bondad:

“Ahora bien, ¡observa qué vida maravillosa y deliciosa tiene tal hombre ‘en la tierra como en el cielo’ en Dios mismo! El desasosiego se le hace sosiego y la pena le resulta igualmente una cosa querida, y además ¡nota que en todo esto hay un consuelo especial! pues, cuando poseo la gracia y la bondad de las cuales acabo de hablar, siento un consuelo y una alegría iguales [y] completas en todo momento y en todas las cosas: [pero], si no tengo nada de esto, he de carecer de ello por amor de Dios y de acuerdo con su voluntad.” (III:71)

De este modo, la falta de la gracia y de la bondad pueden servir igualmente como para otorgar esta misma gracia y bondad, en la medida en que, por un lado, la falta la asimile el individuo como la expresión de la voluntad de Dios, y por otro lado, se entienda esta voluntad en su contexto beatífico inalienable: “Si Dios me quiere dar lo que anhelo, lo tengo pues, y me deleito; si Dios, [en cambio], no me lo quiere dar, pues bien, acepto que me falte de acuerdo con la misma voluntad de Dios según la cual Él no quiere, y así́ tomo hallándome privado y sin tomar.” (III:71)

         Este “tomar hallándose privado” significa que uno nunca puede verse “privado”, esto es, sin las consecuencias beatificas que fluyen de la consciencia permanente de Dios y de Su bondad absoluta, exaltado muy por encima de las privaciones del mundo relativo. Por tanto, de aquí se sigue que para el hombre cuya voluntad está completamente identificada con la voluntad de Dios, todo sufrimiento pierde su amargura “ya que nada llega jamás al corazón a no ser fluyendo a través de la dulzura divina en la cual pierde su amargura” (III:94)

         Una vez más se observa aquí la distinción clave entre la consciencia exterior o determinada empíricamente y el “hombre interior”, el “corazón” que solo experimenta la dulzura de Dios sea cual sea el estado exterior en el que se encuentre el alma. En otro lugar Eckhart llama a este estado de “justicia”: solo es justo aquel que acepta todas las cosas por igual como provenientes de Dios, y no se apena por nada: “Nada hecho o creado puede apenar al justo, pues todo lo creado está tan por debajo de él como lo está por debajo de Dios.” (III:64)


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