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domingo, 19 de junio de 2016

DESTINO, PROVIDENCIA Y LIBRE ALBEDRÍO



DESTINO, PROVIDENCIA 

Y LIBRE ALBEDRÍO 



A. K. Coomaraswamy 




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Ningún acontecimiento puede considerarse que ocurra aparte de la posibilidad lógicamente antecedente y efectivamente inminente de su ocurrencia; y en este sentido, cada nuevo individuo proviene de una potencialidad ante-natal, potencialidad que muere como  potencialidad primeramente en la primera concepción de la criatura y después durante toda la vida a medida que los aspectos de esta potencialidad se reducen a acto, de acuerdo con una voluntad en parte consciente y en parte inconsciente que busca siempre realizarse a sí misma. Podemos expresar lo mismo en otras palabras diciendo que el individuo viene al mundo a cumplir ciertos fines o propósitos particulares a sí mismo. El nacimiento es una oportunidad.

El campo en el que se procede desde la potencialidad al acto es el de la libertad individual, de acuerdo con la parábola de los talentos, el «libre albedrío» del teólogo es una libertad para hacer uso o para dejar pasar la oportunidad de devenir lo que uno puede devenir bajo las circunstancias en las que uno nace; estas «circunstancias» del nacimiento consisten en su alma-y-cuerpo propios y en el resto de su entorno, o mundo, definido como un conjunto de posibilidades específico. Evidentemente, la libertad del individuo no es ilimitada; no puede llevar a cabo lo imposible, es decir, lo que es imposible para él, aunque podría ser un posible en algún otro «mundo» como se define arriba. Hay que destacar, que el individuo no puede haber nacido de otro modo que como de hecho ha nacido, ni poseído otras posibilidades de aquellas de las que es dotado naturalmente (por nacimiento); no puede realizar ambiciones para cuya realización no existe ninguna provisión en su propia naturaleza; él es él y nadie más. Ciertas posibilidades específicas y en parte únicas están abiertas a él, y ciertas otras, usualmente mucho más numerosas, le están vedadas; en tanto que ser finito, él no puede ser al mismo tiempo un hombre en Londres y un león en Africa. Estas posibilidades e  imposibilidades, que son las de su propia naturaleza, que están predeterminadas por ella, y que no puede considerarse que se le hayan impuesto arbitrariamente, sino sólo como la definición de su propia naturaleza, representan lo que nosotros llamamos el sino o destino del individuo; todo lo que le acontece al individuo es meramente la reducción a acto de una posibilidad dada cuando se presenta la ocasión, mientras que todo lo que no le acontece no era realmente una posibilidad, sino algo que sólo se concebía como tal por ignorancia.
Así pues, la libertad de la voluntad individual es la libertad para hacer lo que el individuo puede hacer, o para abstenerse de hacerlo. Todo lo que uno hace efectivamente bajo unas circunstancias dadas es lo que uno quiere hacer bajo esas circunstancias: el hecho de ser forzado a actuar o sufrir contra voluntad no es una coerción de la voluntad, sino de sus implementos, y es sólo en apariencia una coerción del individuo mismo en la medida en que se identifica a «sí mismo» con sus implementos.

Además, el destino del individuo, lo que él hará de sí mismo bajo circunstancias dadas, no es enteramente obscuro para él, sino más bien manifiesto en la medida en que se conoce realmente a sí mismo y comprende su propia naturaleza. Es digno de mención que esta medida de providencia no interfiere en modo alguno con su sentido de libertad; uno piensa en la decisión futura simplemente como en una decisión presente a resolver. De hecho, hay una coincidencia entre la providencia y el libre albedrío. De la misma manera, pero hasta el punto en que uno puede conocer realmente la esencia de otro, uno puede prever su destino particular; una providencia que en modo alguno gobierna la conducta de esa criatura. Y finalmente, si asumimos una providencia omnisciente en Dios, que desde su posición en el centro de la rueda presencia inevitablemente el pasado y el futuro ahora, un «ahora» que será el mismo mañana que el que fue ayer, ésta no interfiere para nada en la libertad de ninguna criatura en su propia esfera. Tal como lo expresa Dante, «La contingencia… está toda descrita en el aspecto eterno; aunque no saca su necesidad de ahí» (Paradiso XVII.37 sigs.). Nuestras dificultades aquí vienen solamente de que nosotros consideramos la providencia como una suerte de previsión en el sentido temporal, como si uno viera hoy lo que debe acontecer mañana.

Muy lejos de ser una previsión en este sentido temporal, la providencia divina es una visión siempre simultánea con el acontecimiento. Considerar que Dios mira adelante hacia un acontecimiento futuro o atrás hacia un acontecimiento pasado carece de significado, como carece igualmente de significado preguntar qué hacia Dios «antes» de hacer el mundo.
No se trata en modo alguno de que sea imposible zafarse de un destino previsto. El destino es para aquellos que han comido del Árbol, y esto incluye igualmente a esa «fracción» (pada, amsa) del Espíritu que entra en todos los seres nacidos, y que parece sufrir con ellos, y a estos seres creados mismos, en la medida en que se identifican a «sí mismos» con el cuerpo-y-alma. El destino es necesariamente una pasión de bien y de mal; como tal, se presenta a nosotros como algo a lo que podemos dar la bienvenida o tratar de evitar, y que al mismo tiempo no podemos rehuir, sin devenir otro que el que somos. Esta aceptación nos la explicamos a nosotros mismos en términos de ambición, coraje, altruismo, o de resignación, según sea el caso. En cualquier caso, es la propia naturaleza de uno la que nos lleva a perseguir un destino del que estamos preadvertidos, por fatal que pueda ser el resultado esperado. La futilidad de las advertencias es un tema característico de la literatura heroica; no se trata de que las advertencias estén desacreditadas, sino que es el honor del héroe el que requiere de él que continúe lo que ha comenzado; o también se da el caso de que en el momento crítico se olvida la advertencia. Por ello decimos que el hombre está «predestinado». 

Un ejemplo notorio del amedrentamiento ante un destino previsto y sin embargo de su aceptación puede citarse en la «vacilación» de un Mesías. Es así como en Rigg Veda Samhitå X.51 Agni teme ante su destino como sacerdote sacrificial y auriga cósmico, y debe ser persuadido; así también el Buddha, «inquieto por el daño» tiene que ser persuadido por Brahma (Samyutta Nikåya I.138 y Dygha Nikåya II.33); y Jesús suplica igualmente «Padre… aparta de mí este cáliz; pero no se haga como yo quiero, sino como Tú quieres» (San Marcos 14:36), y «Padre, sálvame de esta hora; pero para esta causa he venido yo a esta hora» (San Juan 12:27). 

El deseo no debe confundirse con la pesadumbre. El deseo presupone una posibilidad que puede ser efectivamente tal, o que se imagina que es tal. Nosotros no podemos desear lo imposible, sino sólo apesadumbrarnos ante la imposibilidad. Puede sentirse pesadumbre por lo que ha acontecido, pero esto no es un deseo de que no hubiera ocurrido; llena de pesadumbre que «tuviera que suceder» como sucedió; pues nada acontece a no ser por necesidad. Si hay una doctrina en la que la ciencia y la teología están perfectamente de acuerdo, esa es la doctrina de que el curso de los aconteceres está determinado causalmente; como dice Santo Tomás, «Si Dios gobernara solo (y no también por medio de las causas mediatas) el mundo sería privado de la perfección de la causalidad… Todas las cosas (pertenecientes a la cadena del destino)… son hechas por Dios por medio de las causas segundas» (Summa Theologica I.103.7 ad 2, y 116.4 ad 1).

De manera similar, la Svetasvatara Upanishad (I.1.3) distingue entre el Brahman, el Espíritu de Dios, el Uno, como la causa permanente (1) , y su Poder o Medio de operación (shakti = mâyâ, etc.); conocido como tal por los contemplativos, pero «considerado» (cintyam) como una pluralidad de «combinaciones causales de tiempo, etc., con el espíritu pasible» (karanani kalatmayuktani), éste último, «debido a que no es una combinación de la serie, tiempo, etc.», no es el dueño de su propio destino, mientras que permanece olvidado de su identidad propia con el Espíritu trascendental. De la misma manera, Shankararacharya explica que el Brahman no opera arbitrariamente, sino de acuerdo con propiedades variables inherentes a los caracteres de las cosas como son en sí mismas, cosas que deben su ser al Brahman, pero que son individualmente responsables de sus modalidades de ser. Este es, por supuesto, el punto de vista tradicionalmente ortodoxo; como lo expresa Plotino (VI.4.3) «se ofrece todo, pero el recipiente es capaz de acoger sólo un tanto», y Boehme «como es la armonía, es decir, la forma de vida, en cada cosa, así es también el sonido de la voz eterna en ella; en el santo, santo, en el perverso, perverso… por consiguiente, ninguna criatura puede culpar a su creador, como si él la hiciera mala» (Sig. Rerum XVI.6.7 y Forty Questions VIII.14).

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Notas:

(1)  Yah… adhitisthati, en el verso 3. Ambos significados están implícitos, a saber, «Él desestima», y «Él ocupa su sede en». El objeto correspondiente es adhisthanam; como en Rig Veda Samhita X.81.2 donde se formula la pregunta «¿Cuál es el terreno de su sede?» (kim... adhisthanam) acerca del «Espíritu incorpóreo inmortal», siendo la respuesta el cuerpo mortal (sharira) que está en el poder de la Muerte, siendo así el «terreno de sedencia» sinónimo de «campo» (kshetra) en la Bhagavad Gitå XIII.2, lugar en el que, nuevamente, se llama así al «cuerpo».




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jueves, 18 de febrero de 2016

TRANSMIGRACIÓN



Sobre la Transmigración  

Ananda Coomaraswamy 


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Extracto de “El Vedanta y la Tradición Occidental”



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[...] Se sigue que la muerte de Fulano implica dos posibilidades, las cuales son aproximadamente las implicadas por las expresiones familiares de «salvado» o «condenado». O bien la consciencia de ser de Fulano ha estado centrada en sí mismo y debe perecer con él, o bien ha sido centrada en el espíritu y parte con él. Es el espíritu, como lo expresan los textos vedánticos, el que «queda» cuando el cuerpo y al alma se deshacen. Empezamos a ver ahora lo que se entiende por el gran mandato, «Conócete a ti mismo». Suponiendo que nuestra consciencia de ser ha sido centrada en el espíritu, nosotros podemos decir que cuanto más completamente hemos «devenido lo que nosotros somos», o «despertado», antes de la disolución del cuerpo, tanto más cerca del centro del campo será nuestra próxima aparición o «renacimiento». A la muerte nuestra consciencia de ser no va a ninguna parte donde ella no esté ya.

Si hemos efectuado este paso antes de morir —si hemos estado viviendo a algún grado «en el espíritu» y no meramente como animales racionales— habremos cruzado, cuando el cuerpo y el alma se deshagan en el cosmos, el primero de los recintos o circunferencias que se encuentran entre nosotros mismos y el Espectador central de todas las cosas, el Sol Supernal, el Espíritu y la Verdad. Habremos ve- nido al ser en un nuevo entorno donde, por ejemplo, puede haber todavía una duración pero no en nuestro sentido presente de un paso del tiempo. No habremos llevado con nosotros ninguno de los aparatos psicofísicos a los cuales podría ser inherente una memoria sensitiva. Solamente sobreviven las «virtudes intelectuales». Esto no es la supervivencia de una «personalidad» (la cual fue una propiedad legada cuando nosotros partimos); es el ser continuado de la persona misma de Fulano, no cargado ya con las más groseras de las anteriores definiciones de Fulano. Habremos cruzado sin interrupción de la consciencia de ser. De esta manera, por una sucesión de muertes y de renacimientos, todos los recintos pueden ser cruzados. La vía que sigamos será la del rayo o radio espiritual que nos ata con el Sol central. Es el puente único que cruza el río de la vida que separa la orilla de aquí de la orilla de allí. La palabra «puente» se usa aquí deliberadamente, pues este es la «senda más afilada que el filo de una navaja», el puente de Cinvat del Avesta, el «puente del horror», familiar al folklorista, el cual nadie sino un héroe solar puede pasar; es un puente de luz consubstancial con su fuente. El Veda lo expresa «Él mismo es el Puente» —una descripción que corresponde a la cristiana «Yo soy la Vía». Se habrá adivinado ya que el paso de este puente constituye, por etapas que son definidas por sus puntos de intersección con nuestras veintiuna circunferencias, lo que se llama propiamente una transmigración o regeneración progresiva. Cada paso de esta vía ha estado marcado por una muerte a un «sí mismo» anterior y por un «renacimiento» consecuente e inmediato como «otro hombre». Debo interpolar aquí que esta exposición ha sido inevitablemente simplificada. Se han distinguido dos direcciones de moción, una circular y determinada, otra centrípeta y libre; pero lo que no he dejado claro es que su resultante puede indicarse propiamente sólo por una espiral. Pero ha llegado el tiempo de quebrar el materialismo espacial y temporal de nuestra imagen del cosmos y de la peregrinación del hombre desde su circunferencia hacia su centro y corazón. Todos los estados del ser, todos los Fulanos que hemos concebido viniendo al ser en niveles de referencia superpuestos están dentro de vosotros, esperando el reconocimiento: todas las muertes y los renacimientos implica- dos son sobrenaturales —es decir, no «contra Natura» sino extrínsecos a las posibilidades particulares del estado de ser dado desde el cual se concibe que la transmigración tiene lugar. No hay tampoco implicado ningún elemento de tiempo. Más bien, puesto que las vicisitudes temporales no juegan ningún papel en la vida del espíritu, el viaje puede hacerse en parte o en su totalidad, ya sea antes del acontecimiento de la muerte natural, ya sea en la muerte, o ya sea después. El pabellón del Espectador es el Reino del Cielo que está dentro de vosotros, a saber, en el «corazón» (en todas las tradiciones orientales y antiguas no solamente la sede de la voluntad sino también la del intelecto puro, el lugar donde se consuma el matrimonio del Cielo y de la Tierra); es ahí solamente donde el Espectador puede ser visto por el contemplativo — cuya mirada está invertida, y remonta así la vía del Rayo que ata el ojo exterior al Ojo interior, el soplo de la vida con el Viento del Espíritu. [...]


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sábado, 30 de enero de 2016

SIGNIFICADO DE LA MUERTE




EL SIGNIFICADO DE LA MUERTE

Ananda K. Coomaraswamy


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Muerte y transmigración


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Breve pero profundo y esclarecedor artículo del maestro A.K. Coomaraswamy que acaba con en el error de la idea de "reencarnación" difundida en Occidente en los últimos dos siglos. 

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El significado de la muerte está inseparablemente ligado al significado de la vida. Nuestra experiencia animal es solo de hoy, pero nuestra razón tiene en cuenta también mañana; de aquí que, en la medida en que nuestra vida es intelectual, y no meramente sensitiva, estemos interesados inevitablemente en la pregunta, ¿Qué deviene de «nosotros» en el mañana de la muerte? Evidentemente, es una pregunta que solo puede responderse en los términos de qué o de quién somos «nosotros» ahora, mortales o inmortales: una pregunta sobre la validez que atribuimos, por una parte, a nuestra convicción de ser «este hombre, Fulano», y, por otra, a nuestra convicción de ser incondicionalmente. Toda la tradición de la Philosophia Perennis, Oriental y Occidental, antigua y moderna, hace una clara distinción entre existencia y esencia, devenir y ser. La existencia de este hombre Fulano, que habla de sí mismo como «yo», es una sucesión de instantes de consciencia, de los cuales jamás hay dos que sean el mismo; en otras palabras, este hombre jamás es el mismo hombre de un momento a otro. Conocemos solo el pasado y el futuro, nunca un ahora, y así nunca hay un momento con referencia al cual podamos decir de nuestro sí mismo, o de toda otra presentación, que ello «es»; tan pronto como preguntamos qué es ello, ello ha «devenido» otro; y se debe solo a que los cambios que tienen lugar en un periodo breve son usualmente pequeños por lo que confundimos el incesante proceso con un ser efectivo. Esto es válido tanto para el alma como para el cuerpo. Nuestra consciencia es una corriente, todo fluye, y «tú nunca puedes meter tus pies dos veces en las mismas aguas». Por otra parte, considerada individualmente, cada corriente de consciencia ha tenido un comienzo y, por consiguiente, debe tener un fin. Incluso si asumimos que una continuidad de la consciencia individual puede sobrevivir a la disolución del cuerpo (como no sería inconcebible si suponemos la existencia de una variedad de soportes substanciales, no todos tan groseros, sino más bien más sutiles, que la «materia» que nuestros sentidos perciben normalmente), es evidente que una tal «super- vivencia de la personalidad», al implicar todavía una duración, no aporta ninguna prueba de que una tal existencia deba durar siempre. El universo, por muchos «mundos» (es decir, lugares de composibles) diferentes que pueda considerarse abarcando, no puede considerarse aparte del tiempo; por ejemplo, no podemos preguntar, ¿Qué estaba haciendo Dios antes de crear el mundo? O, ¿Qué estará haciendo él cuando el mundo acabe?, debido a que el mundo y el tiempo son concomitantes y no pueden considerarse aparte. Si suponemos que el universo ha tenido un comienzo, también suponemos que acabará cuando el tiempo y el espacio ya no sean; y eso significara que todo lo que existe en el tiempo y el espacio debe acabar más pronto o más tarde. Recalcamos este punto debido a que es importante comprender que las «pruebas» espiritistas de la supervivencia de la personalidad, incluso en el caso de que debiéramos aceptar su validez, no son pruebas de la inmortalidad, sino solo de una prolongación de la existencia personal. Presuponer una supervivencia de la personalidades solo posponer el problema del significado de la muerte. Así pues, toda la tradición de la que estoy hablando asume, y a este respecto está de acuerdo con la opinión del «materialista» o «positivista», que para este hombre, Fulano, que tiene tal y cual nombre, apariencia y cualidades, no hay ninguna posibilidad de una inmortalidad; su existencia, bajo las condiciones que sean, es una existencia siempre cambiante, y «todo cambio es un morir». Se sostiene, igualmente sobre los terrenos de la autoridad y de la razón, que «este hombre» es mortal, y que no hay «ninguna consciencia después de la muerte». Todo lo que ha nacido debe morir, todo lo que es compuesto debe descomponerse, y sería vano afligirse por lo que es inherente a la naturaleza misma de las cosas. Pero la cuestión no acaba aquí...

Es cierto que nada mortal por naturaleza puede devenir inmortal, no importa que sea mucho o poco el tiempo que ello pueda durar. Sin embargo, la tradición insiste en que debemos «conocer nuestro sí mismo», qué y Quién somos. Al confundir nuestra intuición-de-ser con nuestra consciencia-de-ser-Fulano, nos hemos olvidado de nosotros mismos. De hecho, se trata de un caso de amnesia y de identidad equivocada. Recordemos que una «persona» es primariamente una máscara y un disfraz asumido, que «todo el mundo es un escenario», y que puede haber sido un engaño más bien pueril haber asumido que las dramatis personae eran las «personas verdaderas» de los actores mismos. Desde el punto de vista de nuestra tradición, el cogito ergo sum cartesiano es un non sequitur absoluto y un argumento circular. Pues yo no puedo decir cogito verdaderamente, si- no solo cogitatur. «Yo» ni pienso ni veo, sino que hay Otro que es el solo en ver, oír y pensar en mí y en actuar a través de mí; una Esencia, Fuego, Espíritu o Vida que no es más ni menos «mío» que «vuestro», pero que él mismo jamás deviene alguien; un principio que informa y vivifica un cuerpo tras otro, y que aparte del cual no hay ningún otro que transmigre de un cuerpo a otro, un principio que jamás nace y jamás muere, aunque preside en cada nacimiento y cada muerte («ni un gorrión cae al suelo...»). Esta es una Vida que se vive dove se appunta ogni ubi de ogni quando, un lugar sin dimensiones y un ahora sin duración, cuya experiencia empírica es imposible y que solo puede conocerse inmediatamente. Esta Vida es el «Espíritu» que «entregamos» cuando este hombre muere y el espíritu retorna a su fuente y el polvo al polvo. Toda nuestra tradición afirma por todas partes que «hay dos en nosotros»; las «almas» mortal e inmortal platónicas, los nefesh (nafs) y ruaú (ruh) hebreos e islámicos, el «alma» y el «Alma del alma» de Filón, el Faraón y su Ka egipcios, los Sabios Exterior e Interior chinos, los Hombres Exterior e Interior, la Psique y el Pneuma cristianos, y el «sí mismo» (Œtman) y el «Sí mismo Inmortal del sí mismo» vedánticos —uno el alma, el sí mismo o la vida que Cristo nos pide que «odiemos» y «neguemos», si queremos seguirle, y el otro el alma o el sí mismo que puede salvarse. Por una parte se nos manda, «Conoce tu sí mismo», y por la otra se nos dice, «Eso (el Sí mismo inmortal del sí mismo) eres tú». Entonces surge la pregunta, ¿En quién, cuando yo parta de aquí, estaré yo partiendo? ¿En mi sí mismo, o en el Sí mismo Inmortal de mi sí mismo? De la respuesta a esta pregunta depende la respuesta a la pregunta, ¿Qué acontece al hombre después de la muerte? Sin embargo, por lo que se ha dicho, es evidente que esta es una pregunta ambigua. ¿Con referencia a quién se pregunta, a este hombre o al Hombre? En el caso de este hombre, solo podemos responder preguntando, ¿Qué hay de él que pueda sobrevivir de otro modo que como una herencia en sus descendientes? y en el caso del Inmortal, solo preguntando, ¿Qué hay de él que muera? Si en esta vida —y «una vez fuera del tiempo, vuestra oportunidad ha pasado»— hemos recordado nuestro Sí mismo, entonces «Eso eres tú», pero si no, entonces «grande es la destrucción». Si hemos conocido a ese Hombre, podemos decir con S. Pablo, «Vivo, pero no yo, sino Cristo en mí». Quienquiera que puede decir eso, o su equivalente en cualquier otro dialecto, es lo que se llama en la India un jivanmukta, un «hombre liberado aquí y ahora». Este hombre, Pablo, anunciaba así su propia muerte; las palabras «Contemplad a un hombre muerto andando» podrían haberse dicho de él. ¿Qué quedó de él sobreviviendo cuando el cuerpo cesó de respirar, sino Cristo? —ese Cristo que dijo, «¡Ningún hombre ha ascendido al cielo salvo el que descendió del cielo, el Hijo del Hombre, que está en el cielo!» «El reino de Dios no es para nadie sino el completamente muerto» (Maestro Eckhart, ed. Evans, I, 419). Así pues, en las mismas palabras del Maestro Eckhart, «el alma debe entregarse a la muerte». ¿Pues qué más significa «odiarnos» y «negarnos» a nosotros mismos? ¿No es cierto que «toda la Escritura clama por la liberación de sí mismo»? La respuesta tradicional puede darse en las palabras de Rumi y Angelus Silesius: «Morid antes de que muráis». Solamente los muertos pueden saber lo que significa estar muerto.


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miércoles, 13 de enero de 2016

ATMAN Y CRISTIANISMO



¿Y SI YO SOY TU, Y TU ERES YO...?

Ananda Coomaraswamy  

Extracto del artículo titulado “Sobre el único y solo transmigrante”

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brahman reflejo


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Una breve reflexión sobre Atman (Sí Mismo) y su analogía con el Cristianismo.

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“Ciertamente, solo si reconocemos que Cristo y no «yo» es nuestro Sí mismo real, y el único ‘experimentador’ en todo ser vivo, podemos comprender las palabras «Yo estaba hambriento... yo estaba sediento... Cuanto hayáis hecho a uno de los menores de mis hermanos, a mí me lo habéis hecho» (San Mateo 25:35 sig.). Desde este punto de vista el Maestro Eckhart habla del hombre que se conoce a sí mismo como «viendo tu Sí mismo en todos, y a todos en ti»; y la Bhagavad Gita habla del hombre unificado como «viendo por todas partes al mismo Señor universalmente hipostasiado, el Sí mismo establecido en todos los seres y a todos los seres en el Sí mismo» (VI.29 . XIII.28). 

Si no fuera porque todo lo que hacemos a «otros» se hace así realmente a nuestro Sí mismo, que es también su Sí mismo, no habría ninguna base metafísica para hacer a «otros» lo que querríamos que se nos hiciera a nosotros; el principio está implícito en la regla, y solo más explícito en otras partes. 
El mandato de «odiar» a nuestros parientes (San Lucas 14:26) debe comprenderse desde el mismo punto de vista: los «otros» no son objetos de amor más válidos que lo soy «yo»; no es en tanto que «nuestros» parientes o prójimos como ellos han de ser amados, sino en tanto que nuestro Sí mismo (Brihadaranyaka Upanishad II.4.5) ; de la misma manera que es solo a sí mismo a quien Dios ama en nosotros, así es a Dios sólo a quien nosotros debemos amar unos en otros...”


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