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domingo, 9 de octubre de 2016

DHARMAKAYA




LA DOCTRINA DEL «CUERPO INMORTAL» 

(dharmakaya) 


"EA" - Julius Evola

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Capítulo VII de “La magia como ciencia del espíritu”. Grupo de Ur. Ediciones Heracles, 1996.

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La enseñanza iniciática acerca de la inmortalidad no se encuentra privada de relación con la doctrina del triple cuerpo, que queremos tratar brevemente aquí. En primer lugar se debe resaltar que la palabra «cuerpo» es usada analógicamente para designar «sedes» que la conciencia puede asumir de acuerdo a una posibilidad que sin embargo trasciende a la de la gran mayoría de los hombres. Por tal causa es de destacar aquí que tal doctrina, como cualquier otra del esoterismo, posee una verdad tan sólo en el ámbito iniciático. Hablar de ella en relación con el hombre común no posee ningún sentido: para éste no existen ni los tres, ni los siete, ni los nueve «cuerpos», ni cuantos otros ame imaginar el teosofismo, sino que existe simplemente su estado humano de conciencia condicionado por la correlación con el organismo físico.

Pero digamos más: el hombre ve este organismo, lo palpa, lo describe, tiene de él sensaciones y realizaciones, etc.; pero en realidad él no conoce (en el sentido nuestro de «Conocer») de éste prácticamente nada. Así como a alguien se le escapa el poder por el cual, ante su mando, un brazo se mueve (y de ello él se da cuenta sea en el caso de una semiparálisis o de una molestia nerviosa), del mismo modo se le escapa aquel por el cual el corazón late. Así pues para él el cuerpo es en grandísima parte una incógnita, una entidad enigmática en la cual misteriosamente se despierta y al cual se encuentra vinculado.

Quien, en vez de ello, encontrara la vía para llevar una luz a esta zona profunda y misteriosa,  se encaminaría al mismo tiempo hacia el «conocimiento» de los diferentes cuerpos, del cual habla el esoterismo. Los cuales, podemos ya decirlo desde ahora, no son otros cuerpos, sino más bien otros modos de vivir aquello que se manifiesta sensorialmente como cuerpo visible. Y son otras tantas fases de la Obra. Hemos mostrado[1] que la efectiva inmortalidad tiene por condición una conciencia llegada a aislarse y a mantenerse afuera del apoyo y de la condición del organismo psico-físico. Quien ha llegado a ello está virtualmente «fuera de las aguas», y el venir a menos del cuerpo, aun ligándose ello a una crisis, se convierte para él en un hecho de importancia relativa.

Se ha hablado también de la posibilidad en este punto de dirigirse hacia la Gran Liberación. La vía para ello es la de desvincularse de todas las determinaciones reales, de todas las determinaciones posibles, de despojo en despojo, de desnudez en desnudez, hasta que, cayendo definitivamente el involucramiento hacia las cosas por una absoluta integración en la «ipseidad», la fórmula «ego sum» es superada, el «Sum» se disuelve y se resuelve en el «est». Tal es el punto de la «Identidad Suprema» en el nirvana budista, del «Uno» plotiniano: «vacío como un vaso en el aire». «Lleno como un vaso en el océano», se dice en el Hatha Yoga.

Aparte de ello existe la posibilidad mágica de quien, una vez realizado el desapego, retoma contacto con el mundo manifestado e intenta asumir y adueñarse plenamente, en todos los elementos y los procesos, de la forma que le había antes servido de base para su vida de hombre. La acción se conduce aquí sobre aquello que, en tal punto, se podría bien llamar el cadáver; de allí que en la tradición extremo-oriental se utilice la expresión «solución del cadáver» para la Obra. Pero, en virtud de las relaciones esenciales que vinculan el macrocosmos con el microcosmos, una acción tal, se conduce de hecho sobre las jerarquías que mandan a los varios elementos de la naturaleza en general. Como punto de partida debe nuevamente hacerse presente que la individualidad de la gran parte de los hombres es una ficción; su misma unidad es ficticia y precaria, la de un simple agregado de fuerzas y de influencias, que de ninguna manera pueden ellos considerar como propias. Ya este punto fue esclarecido por Abraxa[2] .

Las fuerzas de las cuales el hombre depende son en primer lugar de orden orgánico, en segundo lugar de orden psíquico. A las segundas se vincula todo aquello que posee relación con pasiones, sentimientos, creencias, afectos naturales, tradiciones, vínculos de sangre, y así sucesivamente. El hombre común no debería nunca decir: «Yo amo», sino en vez: «El amor ama en mí». Así como el fuego se manifiesta en las diferentes llamas cuando las condiciones necesarias están presentes para ello, del mismo modo el amor -para decirlo mejor: el ente del amor- se manifiesta en los diferentes seres que aman, al modo de una cosa que trasciende y transporta y respecto de la cual ellos son en mayor o menor medida pasivos. Puede decirse lo mismo respecto del odio, el miedo, la piedad, etc. Además, toda nación, religión o institución tradicional posee su «ente», y la reacción instintiva y profunda ante un insulto a la patria, a la fe, a la costumbre, es la reacción de tales entes, y muy poco, tal como habitualmente se cree, una reacción individual, la reacción propia de un Yo diferente y autónomo.

Aun en menor grado se es uno mismo descendiendo en  las profundidades del ser orgánico: sistema sanguíneo, endocrino, nervioso; sueño, hambre, etc. En los distintos sujetos todo ello representa un elemento trascendente y colectivo, del cual es demasiado evidente que otro, en vez que el Yo singular, es el principio activo y director. El Yo se apoya en todo esto, y no es ni domina todo esto. Es así como su vida individual es una ilusión que perdura hasta que el nudo contingente de equilibrio que hace relativamente estable y uno su ser psico-fisico no se disuelva, y las diferentes fuerzas agregadas no sean reabsorbidas en los respectivos «entes»; los cuales, no es que estén en algún lugar inverosímil sino que están presentes en los pensamientos, en las acciones, en las pasiones, en las creaciones, en las mismas funciones y en los mismos órganos corporales de los hombres. Ellos se compenetran invisiblemente y dirigen gran parte de lo que se denomina ‘vida ordinaria’.

Por ello quien quiere comenzar a vivir, debe antes morir, despegándose de un semejante entrecruzamiento de influencias y de dependencias y haciendo suyo el principio de una vida que es por sí misma. La «muerte iniciática» de la cual se ha hablado, constituye para el hombre el primer elemento de esta nueva vida contra la cual la muerte no podrá nada. Pero si la inmortalidad no debe sólo ser la dilatación de la conciencia; si en vez de ello esta conciencia pretende articularse en formas de acción y de expresión apropiadas a uno y otro plano, entonces es necesario que este elemento libre y sobrenatural comunique su cualidad a los diferentes principios y a la diferentes fuerzas presentes en el compuesto humano. Tal es en esencia la teoría del ‘cuerpo mágico’, o ‘cuerpo de resurrección’. Se trata efectivamente de crearse de nuevo el cuerpo, de recorrer todo el místico y oscuro proceso por el que el mismo se organizó, o para decirlo mejor, por el que fue organizado, y luego prestado a un Yo; pero ahora recorriéndolo desde lo alto del principio que ha vencido la muerte y que es por sí mismo. Los estadios sucesivos de este proceso están constituidos por la toma de relación con los diferentes entes, antes psíquicos, luego cósmicos (dioses, que tienen el señorío sobre los seres humanos y que actúan en sus cuerpos y en sus mentes; entes sobre los que el iniciado, en este orden de operaciones, debe reafirmar su propia autonomía, plegando bajo sí aquellas fuerzas propias que eran su presencia en el organismo. La «vestimenta de gloria» de los Gnósticos, en lugar de la «forma de servidumbre» sería la consagración última de quien atraviesa victoriosamente esta serie de pruebas, emancipándose plenamente de las esferas del «Hado» y del dominio de los diferentes «Regentes» y «Arcontes».

El ‘cuerpo inmortal’ es en primer término un cuerpo simple, no compuesto, en la medida en que el principio que lo invade y lo domina plenamente es simple y sustituye la multitud, muchas veces antagónica, de las influencias y de los poderes que dominaban el ánimo y el cuerpo humano. Este, puede decirse, es un hecho de conciencia y de potencia, y no más de materia. En efecto, es propio de la enseñanza tradicional el considerar a la materia no como un principio distinto, sino coexistente con el espíritu. Ella es simplemente aquello que hay de inerte, de pasivo y de inconsciente en el espíritu; como tal, ella puede ser siempre «resuelta» o «reducida», y éste es precisamente el caso del «cuerpo mágico». Para ayudamos con una analogía, piénsese en aquello que acontece en los denominados «reflejos ideo-motores»: si nos disponemos en un estado de completa relajación y se crea una vívida y fija imagen de la elevación del propio brazo, nos encontraremos efectivamente con el brazo alzado, en virtud de un poder directo suscitado por la imagen, sin que se haya actuado por esfuerzo de enervación. Concíbase ahora algo similar para todo el cuerpo: o sea que todo el cuerpo, en la intimidad de sus fibras, en todos sus órganos, funciones y movimientos, sea asumido en la mente por medio de una imagen absoluta y radiante. El cuerpo entonces no existiría más como cuerpo; por su sustancia y base tendría únicamente esta mágica imagen: sería un cuerpo recto, movido y vivificado por la mente. Sus órganos se resolverían en símbolos e ideas plasmadoras, que son las «signaturas» astrales o «nombres» de los entes a los cuales corresponden. De allí la denominación de manomayakaya (cuerpo hecho de mente) dada en Oriente al «cuerpo inmortal», denominado también mayavi-rupa, es decir, forma aparente.

La razón de esa expresión es clara. En este punto en efecto es el cuerpo el que va a apoyarse sobre el Yo, y ya no más el Yo sobre el cuerpo. Si el Yo por un instante pudiese venir a menos, también se derrumbaría el cuerpo. El Yo ahora lo ha tomado sobre sí, y sostiene y manda a través de la potencia de la propia mente todo su peso, al igual que para la conciencia ordinaria acontece con un pensamiento común. Retirar de él la imagen, dejar de pensarlo, significaría pues hacerlo desaparecer sin el residuo de un cadáver (operación conocida en el Taoísmo con el término de s'i kiai = solución del cadáver).

En este capítulo se dice acerca del símbolo de la «Sal» que, en el hermetismo, designa  habitualmente el cuerpo, el elemento corpóreo. La sal es lo fijo, es el elemento «necesidad», la cualidad de aquello que resiste al «Fuego» y que no se puede cambiar. Prisión del «Azufre durmiente». El «redespertar» de éste produce sin embargo una virtud que reacciona sobre el mismo y puede reducirlo, resolverlo en estado volátil en un modo de ser al que le sean propios los caracteres de libertad y transformación del aire. Del mismo modo, la «Vestimenta de gloria» de los Gnósticos era identificada con el «cuerpo de libertad» (término retomado por San Pablo), y su correspondencia en el budismo mahayánico es el nirmanakaya, que puede traducirse justamente por «cuerpo de las transformaciones»). En otras palabras, el cuerpo regenerado, más que un cuerpo es un poder, o, para decirlo mejor, es el cuerpo en estado de poder: el mismo coincide con la libre posibilidad de manifestarse de un cuerpo, y no necesariamente en éste y no en otro, o sólo sobre el plano terrestre. La facultad de la palabra es mía en cuanto puedo plasmarla y manifestarla como quiero, o también suspenderla en el silencio. En esta misma relación, el adepto que se ha dedicado a estas aplicaciones llega a encontrarse con el propio cuerpo: él hace de él lo que quiere, puede proyectarlo en una forma o bien en otra, hacerlo aparecer o desaparecer sin que él mismo cambie en semejantes transformaciones. Es por esto por lo que en la misteriosofía helénica se encuentra la expresión  seminarium para el cuerpo mágico: por el hecho pues de que éste no es un cuerpo particular y fijo, sino más bien la posibilidad activa, la semilla para infinitos cuerpos susceptibles -a nivel de principio- de ser formados y «proyectados» por la sustancia mental a través de una adecuada transformación.

Ello no debe sin embargo hacemos pensar que el ‘cuerpo mágico’, puesto que es aparente (mayavi-rupa), sea irreal. Todo lo que se ha dicho no se refiere a las cualidades físicamente constatables de tal cuerpo que, bajo este aspecto, en una particular aparición suya, podrá resultar igual a un cuerpo humano mortal cualquiera; sino que se refiere solo a la función, transformada de pasiva en activa, de necesaria en libre, según la cual el conjunto de tales cualidades se encuentra respecto del poder central. El hecho de que una cosa sea reducida a mi poder no la hace para nada irreal, sino supremamente real. Un cuerpo en el cual no hay más «materia» y que por ende es «aparente» o «mental», significa simplemente un cuerpo en el cual no hay más nada que resista al espíritu y que está simplemente «dado» al espíritu; que por lo tanto es un acto perfecto. La transformación no es material, sino sustancial, en el sentido en el que este término es usado en teología cuando se sostiene acerca de la eucaristía  la identidad y conservación de atributos sensibles en la partícula, y sin embargo ha habido una transformación esencial. Es justamente una transubstanciación[3] .

El ‘cuerpo mágico’ es invulnerable e inmortal, subyaciendo a alteración y a corrupción sólo aquello que es compuesto y dependiente[4] . A él le corresponde el término de vajra, es decir, «diamante-fulgor», casi como una cosa adamantina, incorruptible, y hecha de potencia y de luz fulmínea. El «cuerpo ígneo» o «radiante», en el neoplatonismo posee el mismo significado y remite a una doctrina análoga.

En fin, pensar en un lugar, ser de presencia real –efectiva- en aquel lugar, es una virtud no milagrosa, sino natural para un cuerpo reabsorbido en la mente (o de aquello que del mismo ha sido reabsorbido en la mente); para un cuerpo sostenido únicamente por su propia imagen. El mismo está allí donde está la mente.

Con respecto a los particulares, el «cuerpo inmortal» ha sido también llamado «triple cuerpo», y, quien lo lleva, el «Señor de los Tres Mundos». Técnicamente, el punto de partida es el estado de «desnudez» realizado a través de la muerte iniciática y transferido de los estados extra-corporales al estado terreno del iniciado.

La primera operación entonces es pasar a una relación directa con aquello de lo cual el mundo de los pensamientos, de las representaciones y de las mismas emociones constituye un simple y atenuado reflejo particularizado. A tal respecto es necesario proceder a la «extracción del mercurio», que en primer lugar es la realización del estado «sutil» o «fluídico», el cual opera justamente como mediador entre los dos mundos, entre el de la exterioridad sensible y el de la inmanencia solar. Por medio de este estado es posible tomar contacto con fuerzas profundas encadenadas en el organismo -sucesivamente en el sistema sanguíneo, en el sistema glandular, en el sistema reproductivo- y que tienen esta doble correspondencia: 1) reino animal, reino vegetal, reino mineral; 2) estado de ensueño, estado de sueño, estado de muerte aparente.

Para esclarecer esta correspondencia recordaremos la enseñanza de que los símbolos o «nombres» que se despiertan transformando en supra-consciencia aquello que en el hombre vulgar es, por ejemplo, sueño, revelan los "arquetipos" de las diferentes especies animales, es decir de los entes que dominan las distintas especies animales; los diferentes individuos de las cuales son como corpúsculos de sus "cuerpos". Tales son los llamados ‘animales sagrados’ o ‘vivientes’ con los que el iniciado se "casa", sellando con estas nupcias su primer cuerpo. Lo mismo ha de decirse para los otros dos estados, en el último de los cuales viene al acto la forma creativa originaria, o ‘dragón’ (aquel que el Sepher Yersirah ubica en el «centro del universo, como un Rey en su trono»), Fuego Sagrado, «Ur», o kundalini. Llevada sobre varios “centros”, ella da en acto la jerarquía septenaria (los siete planetas, los siete ángeles, etc.), y ello significa extender la «resurrección mágica de la carne» al plano trascendental y por ende convertirla en absoluta.

Entonces ella retoma, en primer lugar, el mundo de las formas y de los seres finitos sujetos a generación y corrupción, es decir el mundo causado o naturado, y en correspondencia -para usar la termmología mahayánica- hace resplandecer el nirmanakaya, el cuerpo mágico o aparente, capaz de transformación, y de apropiada acción. En segundo lugar retoma el mundo intermedio de los «elementos elementalizadores», de aquello que tiene forma y no tiene forma, del «sonido espiritual» y, en correspondencia, es la esencia hecha de plenitud, de libre goce, de radiación del sambhogakaya, «cuerpo» invisible, puramente intelectual. En tercer lugar retoma el mundo hecho de iluminación y de «vacío», que es y no es a un mismo tiempo, incontaminado, trascendente, y, en correspondencia, da en acto el dharmakaya, el «cuerpo» supremo asociado al Vajra-dhara, al «Señor del Centro», inconcebible; también denominado svabhavakhaya, es decir, puro modo de lo que está en sí mismo[5].

Pero este cuerpo uno y triple es el mismo «cuerpo inmortal» del «Señor de los Tres Mundos».

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[1] Ver “El problema de la inmortalidad” (EA – Julius Evola) http://sanatanadharmatradicional.blogspot.com.es/search/label/El%20problema%20de%20la%20inmortalidad
[2] Ver “El conocimiento de las aguas”. Abraxa. En “Introducción a la Magia”. Grupo de Ur.
[3] El hermetismo alquímico conocía el dicho: "Transmutemini de lapidibus mortuis in vivos lapides philosophicos" ("De piedras muertas, transmútense en vivas piedras filosofales"), siendo aquí la piedra un símbolo recurrente para el cuerpo: en Theatr.Chem., 1602,1, pág. 267). Pedro Bono alquimista (en “Margarita pretiosa”, en Manget, II, págs. 29 y sig.) dice: "Los antiguos alquimistas por su arte supieron acerca de la llegada del fin del mundo y de la resurrección de los muertos. Puesto que el alma [a través de la obra hermética] es nuevamente vinculada, en lo eterno, a su cuerpo originario. El cuerpo se convierte totalmente en glorificado e incorruptible y de una sutileza casi increíble, compenetrando toda densidad. Su naturaleza será tan espiritual como corporal. Los antiguos filósofos (hermetistas) han visto el Juicio Universal en este Arte, es decir en la germinación y en el nacimiento de su piedra, puesto que en ella se realiza la reunión del alma a glorificar con su cuerpo originario en una eterna gloria".
[4] Hipócrates escribió: «Si el hombre fuese uno no estaría nunca enfermo» y «No se puede concebir causa de enfermedad en aquello que es uno». Y De Maistre, citando estas sentencias (Sur les sacrifices, 1924,11, 288) agrega justamente: «Una tal máxima luminosa no posee un valor menor en el mundo moral».
[5] Acerca de la doctrina mahayánica del trikaya o «triple cuerpo», véase a L. D. LA VALLE Poussin, “Studies in buddhist Dogma” en Journal of the Asiatic Society, 1906, pg. 943 Y s1g.; P. MASSON-OURSEL, “Le trois corps du Bouddha”, en Journal Asiat., mayo 1913; G.R.S. MEAD, en The Theosophical Review, v. 39, págs. 289 y sig.

domingo, 5 de junio de 2016

INMORTALIDAD




EL PROBLEMA DE LA INMORTALIDAD

“Ea” (Julius Evola)


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Artículo extraido de "La Magia como ciencia del Espíritu" (Grupo de Ur).



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En las notas que siguen queremos indicar brevemente cómo el problema de la supervivencia y el de la inmortalidad misma se presentan desde el punto de vista iniciático que, como ya se ha dicho, es esencialmente un punto de vista de experiencia y de realidad. El primer punto a precisar es éste: ¿para quién se plantea el problema de la supervivencia respecto de la muerte? Aquí no puede importarnos alguna entidad abstracta concebida por la filosofía o por la teología, sino aquello que concretamente se es, es decir aquello que se puede denominar como la conciencia viviente. Esta es una conciencia individualizada que prácticamente recaba el sentido de sí de la correlación con la unidad de un determinado organismo psico-físico, además que con la experiencia sensorial en general. Ahora bien, afirmar sin más la supervivencia, o aun la inmortalidad, para una tal conciencia no es una cosa que se pueda hacer despreocupadamente. En efecto, se debe sobre todo tener en cuenta la medida en la cual las facultades de una tal conciencia, comprendidas las que sirven de base para su unidad organizada, se resienten de las contingencias corporales. Se ve luego que ya con el sueño, en razón del venir a menos de las percepciones sensoriales, también viene a menos la conciencia, o bien permanecen de ella tan sólo las formas reducidas, propias del soñar común. Por cierto, nosotros despertamos del sueño y la conciencia retorna; pero ello es así porque la unidad orgánica subsiste. Sin embargo no se deberían descuidar algunos datos de la patología. Hay algunas enfermedades que atacan gradualmente a la unidad orgánica, avanzando, pero también retrocediendo, de modo tal de hacer sentir de nuevo la vida con una mediana salud, y retomando luego su curso. Ha sido justamente resaltado que en casos de tal tipo se prueban sucesivamente las impresiones de quien nace a la vida y luego va hacia la muerte; al desarrollarse el mal, se tiene una especie de experiencia de la muerte, nos acercamos bastante a que, por medio de lo que en matemática se denomina pasaje al límite, se pueda sentir su sentido: sentido que es de un hundimiento, de una disolución. De hecho no sería legítimo esperarse otra cosa allí donde se trata de aquella conciencia que está amalgamada con la vitalidad animal. Entonces el problema debería plantearse de manera diferente: sería necesario ver en cuáles casos y bajo cuáles condiciones en el hombre sea actual de hecho alguna cosa diferente, superior a lo que se ha llamado la "conciencia viviente". Aquí la enseñanza iniciática se diferencia netamente de la gran mayoría de las concepciones religiosas (por lo menos de acuerdo a su acepción exotérica), porque no plantea el problema de la supervivencia y de la inmortalidad en manera abstracta y genérica -para el hombre en general- sino teniendo relación con varias posibilidades y condiciones. Mientras tanto, si no es a una conciencia organizada y centralizada que se tiene en vista, como aquella en la cual se piensa cuando se dice "yo", puede admitirse desde ya la supervivencia de algo a la crisis y al hundimiento de la muerte. Así como el organismo físico con la muerte no se disuelve en la nada, sino que da lugar primero a un cadáver, luego a productos de disociación del mismo que seguirán las normas de las diferentes leyes físico-químicas, debe pensarse lo mismo en forma aproximada respecto de la parte "psíquica" del hombre: sobrevive a la muerte, por un cierto tiempo, algo así como un "cadáver psíquico", una especie de facsímil de la personalidad del difunto, que, en ciertos casos puede dar lugar a manifestaciones diferentes. Son justamente estas manifestaciones o del cadáver psíquico, o bien de partes del mismo (en el caso de que su sucesiva disociación haya acontecido) que son ingenuamente asumidas como pruebas "experimentales" de la supervivencia del alma por parte de los espiritistas, cuando, con una mirada más aguda, ellas más bien demostrarían lo contrario. El carácter automático propio de esas fuerzas sobrevivientes y ya convertidas en impersonales no impide que a veces las mencionadas manifestaciones tengan una particular intensidad. Este es por ejemplo el caso cuando sentimientos, pasiones e inclinaciones profundas fueron despertadas a la vida y alimentadas hasta la muerte. Son tales fuerzas ahora las que llevan la imagen vaciada del muerto, tomando, por decirlo así, el lugar de su "Yo", como por lo demás, si bien en menor medida, en tales casos muchas veces había ya acontecido en vida. Son siempre acciones "elementales" que no tienen nada que ver con lo que puede llamarse personalidad espiritual del muerto (1)  . El uso de esta última expresión reclama sin embargo una clarificación, porque ella implica evidentemente alguna cosa más que no la que hemos denominado conciencia viviente. A nivel ontológico está claro que sin alguna relación con un principio trascendente no sólo el hombre, sino también cualquier ser de naturaleza no podría tener una existencia, ni siquiera una existencia ilusoria. Desde el punto de vista iniciático debe decirse que nos sentimos "Yo" justamente por el reflejo de un principio superior, y la condicionalidad ya indicada por la conciencia ordinaria viviente puede ser entendida como la que existe entre una imagen refleja y el medio en el cual tal imagen se forma. Entre la una y el otro hay en efecto una estrecha relación que define y, es más, organiza lo que en términos hindúes se podría llamar el "Yo de los elementos" o, mejor aún, el “Yo samsárico” (2) , mientras que la noción que corresponde en la terminología clásica es el alma, en cuanto contrapuesta al nous;  a la mente comprendida como un principio olímpico incorruptible.
Cuando un espejo se rompe, ello no afecta al objeto que en él se refleja, sino que sólo desaparece su imagen refleja. En tales términos es necesario interpretar el fenómeno de la muerte cuando el mismo tenga un final solo negativo, como hace poco se dijo al hablar de la conciencia viviente. Lo que tiene naturaleza de Yo humano en tal caso no sobrevive. Más exactamente, interviene un verdadero y propio cambio de estado y, aparte del espectro y de los residuos psíquicos de los cuales se ha hablado, y que son como automatismos subsistentes por fuerza de inercia, aquello que es propiamente vida del Yo samsárico es reabsorbido en una cepa subpersonal, a la cual se pueden dar los caracteres de un "ente-raíz". Sobre este plano es nuevamente concebible una supervivencia sui generis, puesto que este ente no sólo ha dado vida a un determinado cuerpo, sino que puede darla también a otros, antes y después de ello; al disolverse de una determinada agregación psicofísica y del reflejo del Yo llevado por ésta, aquella fuerza persiste, se convierte sólo en latente, como la potencialidad de un fuego capaz de volverse a encender en una nueva combinación, la cual significa un nuevo individuo, una nueva existencia. Naturalmente no se trata aquí sólo de especie o de la cepa biológica, ni de las vidas producidas por una misma sangre a través de la generación sexual. Las existencias, que son diferentes manifestaciones de aquel ente, salvo excepciones rarísimas, pueden aparecer absolutamente despegadas y extrañas la una a la otra. Las une un nexo que huye a los sentidos físicos, un nexo invisible que no tiene una base material. Es forzoso limitarnos aquí a esta mención, necesaria para una orientación en su conjunto, porque el problema de las relaciones entre las diferentes herencias que el hombre resume nos conduciría demasiado lejos y, eventualmente, será tratado en otra ocasión.
De cualquier modo, en razón de las confusiones que pudiesen expresarse, es indispensable disipar el equívoco de la reencarnación, concepción que, contrariamente a lo que piensan muchos "espiritualistas" y teósofos de la actualidad, no corresponde para nada a una enseñanza esotérica, sino que cuando diferentes textos antiguos de Oriente y de Occidente parecieran referirse a ella, no se trata de otra cosa que de una forma simbólica y popular para exponer una doctrina con un significado muy diferente. En general es una contradicción en los términos suponer que un "Yo samsárico" --que para la inmensa mayoría vale como su "Yo", como el Yo tout court pueda reencarnarse; es una contradicción en los términos porque la relativa identidad de un tal Yo existe en función de un determinado organismo psicofísico, es decir de una determinada combinación que, una vez disuelta, no se volverá a presentar más como era antes. Aquello que continua en una serie de existencias, no es lo que es producido, sino la fuerza que produce, es decir el poder subpersonal del cual se ha hablado antes. En otros términos: si llamamos A,B,C, etc. a los diferentes "Yo"' que han respectivamente tomado forma en varias existencias de la serie, no es A quien se reencarna en B y de B en C, y así sucesivamente, sino que es más bien la fuerza que ha actuado en A, y en la cual A se vuelve a disolver, la que se manifiesta en B,C, etc. La continuidad se encuentra únicamente en la parte de esta fuerza que no es ni un Yo ni la conciencia viviente. Si en virtud de un prodigio, A -el Yo de una determinada existencia- pudiese ver ante sí a B, C, etc., es decir a los seres que serían sus "reencarnaciones", ellos se le aparecerían y deberían aparecérsele tan extraños como otros hombres o Yo diferentes de él en el espacio.
El plano en el cual la reencarnación puede ser verdadera es el plano samsárico (el mundo de las Aguas, el helénico "ciclo de la necesidad") y no tiene nada que ver con el de la personalidad espiritual. Por lo cual -sea dicho de pasada- hay un motivo fundado de sospecha en lo referente a toda doctrina que otorgue relieve a la idea de reencarnación, a no ser que la finalidad sea sólo la práctica de crear un encuadre para dar relieve a una dirección totalmente opuesta, a la dirección de la "liberación". Que existan experiencias especiales, las cuales pueden dar a la doctrina de la reencarnación una especie de prueba, ello no se lo rebate, se trata tan sólo de interpretarlas bien. Experiencias de tal tipo se han convertido hoy en día, y en especial en Occidente, sumamente raras por el hecho de que el Yo individual ha asumido una forma siempre más rígida se ha cerrado cada vez más en sí mismo. Sin embargo, es posible que por alguna improvisada rendija, o también por prácticas iniciáticas, la limitación sea removida y se tenga un cierto conocimiento de la raíz más profunda de la propia vida: surge entonces la conciencia samsárica, la cual puede también asumir la apariencia de un recuerdo; en el tronco profundo, subpersonal, existe efectivamente la memoria de otras existencias, de aquellas que en una serie discontinua de Yo surgieron como manifestaciones caducas de un mismo e inexhausto tronco. Ello posee pues el solo significado de una remoción momentánea de la conciencia individual y de un "descenso a los infiernos" sui generis. Y la cosa, de acuerdo a los casos, va a corresponder o a una regresión, o a una cierta y por lo menos virtual super-individualidad. En efecto, una vez removido el límite de la conciencia individual, en rigor la misma conciencia despierta vendría a menos como en el sueño y no se tendría más ninguna experiencia. Sólo por una especie de eco de estados más antiguos una semi-conciencia samsárica fue a atenuar en Oriente aquel sentimiento de la única vida del Yo en la tierra, que en Occidente es hoy el sentimiento normal y general. Pero si no debe tratarse de regresiones y casi de franjas o prolongaciones de una conciencia no del todo definida y estabilizada, la conciencia samsárica debe considerarse como una forma de la conciencia iniciática. Y cada uno puede acordarse de que en los textos budistas de los orígenes en donde se habla de la visión de las múltiples vidas, esta visión está justamente ligada, y de manera inequívoca, a estadios de la alta contemplación. Es una experiencia que presupone el desapego. 
Y por tal camino se ha llegado al núcleo central del problema iniciático de la supervivencia y a la doctrina de la naturaleza condicionada, sea de ella, sea de la inmortalidad. Se ha usado para el Yo la imagen de un reflejo ligado al medio en el cual el mismo se ha formado. Ahora se puede concebir un volver a elevarse del reflejo hasta el origen, cosa que implica justamente una separación, una revulsión, un desapego que corresponde él también a un cambio de estado o a una crisis profunda, puesto que se realiza allí como en la muerte en mayor o menor medida un venir a menos del apoyo habitual provisto por el cuerpo y por la vitalidad samsarica. Tal es la muerte iniciática, la cual puede muy bien llamarse como una muerte efectiva realizada a nivel experimental, después de lo cual a la persona en cuestión le ha sido transmitido un poder capaz de sostener su conciencia (3) . Quien ha pasado efectivamente a través de esta muerte ha dejado de ser hombre; él no se encuentra más vinculado por la forma individual, su Yo no es más un reflejo, sino en vez un ente. Él ha llevado justamente al acto la "personalidad espiritual". Arribados a tal punto puede venir a menos el apoyo del cuerpo y de la experiencia sensible sin que la conciencia se disuelva y se hunda. La condición positiva para la supervivencia resulta en estos términos realizada y es susceptible eventualmente de pruebas en contrario. En determinadas condiciones pueden ser provocados estadios en los cuales se puede decir: "Todo lo que me viene del mundo de los sentidos está ahora suspendido, y sin embargo siento mi conciencia clara, transparente, intangible". En cuanto al carácter concreto de la transformación iniciática, bastará recordar el dicho, que tanto escándalo despertó en la Grecia ya entonces "iluminista", de que un delincuente, si está iniciado en Eléusis no puede compararse su destino tras la muerte con el que le espera al hombre más virtuoso e ilustre, pongamos un Epaminondas.
En este punto vale la pena poner de relieve que la supervivencia consciente no se identifica sin más con la inmortalidad. Esto nos remite a la teoría de la jerarquía de los mundos y de los estados del ser, como también a las denominadas leyes cíclicas. Sobre todo esto por ahora sólo puede hacerse una mención. Inmortal, en sentido absoluto, es sólo lo incondicionado, el principio más allá de toda manifestación. Inmortalidad hay pues sólo como inmortalidad "olímpica" en sentido superior, procedente de un estado de unión con lo Incondicionado. El que ha ya realizado las condiciones para la supervivencia puede tender a este fin supremo. Pero no está dicho que lo logre. Puede buscarse, mientras se viva, la "liberación" completa que convierte en inmortales. Algunas posibilidades son dadas en el momento de la muerte. Otras en estadios póstumos, en los cuales el conocimiento y la conciencia del iniciado, a diferencia de las de los hombres comunes, subsisten (4)  . Es decisivo para la inmortalidad quemar toda tendencia que empujaría a asumir ésta o aquella "sede" suprahumana -si se quiere, "angélica" o "celeste"- puesto que todo esto, desde el punto de vista iniciático, pertenece siempre a la manifestación, a lo condicionado y no a lo incondicionado, y no posee carácter "eterno". Cuando la lucha por la inmortalidad se desarrollase en sede propiamente mágica, la tarea es la de ponerse a la cabeza de los entes con los cuales se entra en relación (personificaciones de determinados modos del ser), creándose, sobre su misma dirección, una intensidad mayor que la de ellos. Aquí el principio es que, una vez que se ha creado la relación, no dominar significa inmediatamente ser dominados, y además agregados a una determinada condición de existencia. Pero también en la vía mágica, en su ápice la fuerza se debe transfigurar en pura luz, para la "Gran Liberación". 
En su conjunto debe trazarse una línea bien neta de demarcación entre quienes sobreviven y los "inmortales" por un lado, y la gran masa de los hombres por la otra, de acuerdo a aquello que no sólo las escuelas iniciáticas, sino también casi todas las religiones antiguas, si bien por símbolos, siempre han reconocido. La idea de que cada uno posea un "alma inmortal", concebida por lo demás como un facsímil de la conciencia viviente y del Yo individual terreno, es una verdadera aberración ideológica, si bien su utilidad como opio para las masas quizás no pueda ser discutida. Capaz de sobrevivir e inmortal no es el "alma", sino la mente como nous, como elemento sobrenatural. Pero es inútil hablar de ella, decir que ella es indestructible y eterna, cuando entre la conciencia viviente en el reflejo samsárico y un principio semejante no exista contacto alguno, ni ninguna continuidad. El "alma" puede sobrevivir sólo cuando se agrega a la "mente", convirtiéndose en el alma que permanece y no cae, de la cual habla AGRIPA (cfr. pg. 127). Y ésta es la metabolé, el cambio de polaridad, de la cual la iniciación es el punto de partida. El alma, en vez de apoyarse en el ser natural, se apoya entonces en el ser sobrenatural y se integra a él. Por tal camino se constituye una forma nueva, la cual no es afectada por la muerte. Al disgregarse el cuerpo, en vez que el residuo espectral, en vez que la que fue llamada como la "segunda muerte", se libera esta forma, como un cuerpo de luz incorruptible. Ello corresponde a la energía que, por transformaciones congruentes, se manifestará luego sobre el plano del ser que corresponde al variado "conocimiento" y "dignidad" del iniciado. También a nivel particular, rehuirá de la muerte e irá a constituir una especie de sustrato de continuidad todo aquello perteneciente a la conciencia viviente que es integrado al alma que permanece y no cae, la cual, por lo demás, como dice AGRIPA, es también el principio agente de toda operación de alta magia.

NOTAS:
(1) Hay otro caso a ser considerado: aquel en el cual los residuos psíquicos Y los facsímiles sean animados y asumidos por fuerzas oscuras del más allá, y es sobre esta base que debe explicarse un número de fenómenos metapsíquicas mayor de lo que se crea. Hay en fin una posibilidad de la necromancia, en la cual el operador presta la vida y el "Yo" a una larva, extrayéndola momentáneamente del estado apagado que en las tradiciones clásicas correspondía al Hades.
(2) Un término sumamente expresivo usado por los Gnósticos para este mismo principio es “espíritu contrahecho”.
 (3) La "separación" hermética, que en los textos es dada muchas veces como sinónimo de "mortificación" y de "muerte", tiene justamente este significado. Se puede también recordar el pasaje en donde San Pablo (Hebreos, IV, 13), dice: "La palabra de Dios es una espada viviente que penetra hasta la división del alma y del espíritu y escinde la mente de los movimientos del corazón". Orígenes (De princ., 111, 3) habla de un alma de la carne -el "Yo samsárico"- opuesta al espíritu, agregando que ella está ligada a la "sangre del hombre". Véase la expresión iniciática: "convertir en fría a la sangre". 

 (4) Es lo que es considerado en términos sugestivos por el Bardo Todol, o Libro Tibetano de los Muertos, en parte también en el Libro Egipcio de los Muertos.



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CONCIENCIA EN LA ULTRATUMBA


CONCIENCIA INICIÁTICA 

EN LA ULTRATUMBA 


“Ea” (Julius Evola)



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bardo thodol


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Artículo extraído de "La Magia como Ciencia del Espíritu" (Grupo de Ur).

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El texto Bardo Todol, que es conocido con el nombre de "Libro Tibetano de los Muertos", es ya famoso en diferentes ambientes nuestros, sea por una traducción inglesa de W. Y. Wentz. y del lama Kazi Dawa-Samdup editada por la Universidad de Oxford en 1925, sea por una traducción italiana más reciente del orientalista Giuseppe Tucci (ed. Bocea, Milán, 1949). En las anteriores ediciones de estos volúmenes a este texto le había sido dedicada una monografía, que sin embargo hemos reputado oportuno suprimir puesto que su contenido ha sido retomado casi íntegramente en un apéndice del libro de J. Evola, “El yoga de la potencia”. Aquí valdrá la pena poner en luz algunos puntos fundamentales y característicos de aquel texto a fin de completar lo que ya ha sido dicho sobre estas páginas acerca del post-mortem.

1) En primer lugar el texto tibetano pone de relieve que, después de la muerte, no se desarrolla un acontecimiento fatal, sino que son posibles, de parte del espíritu de quien físicamente ha muerto, acciones que pueden ser decisivas para su posterior destino. Esta concepción no se halla sino raramente explícita en otras tradiciones, en especial si son de carácter religioso. Hacen una excepción al respecto quizás la tradición del antiguo Egipto, que conoció ella también un Libro de los Muertos, y en parte la del orfismo griego y de la misteriosofía gnóstica y gnóstico-kabalista.

2) El segundo punto a resaltar es que esta posibilidad de actuar en la ultratumba no le sería ofrecida a todos. El texto tibetano se refiere a quien en la vida haya ya seguido la Vía y que, si es que no alcanzó una iniciación completa, por lo menos haya adquirido un cierto grado de "conocimiento". Una gran importancia es atribuida a la actitud asumida en el momento de la muerte (si es que el tipo de muerte consiente una suficiente lucidez); en los ambientes en los que ha sido compuesto el texto en cuestión, las enseñanzas del mismo, referidas a las experiencias a esperarse en el post-mortem, su verdadera naturaleza, su sentido y la actitud a tomar frente a las mismas son recordadas al que muere por un Maestro o por un Lama.

3) Las cualidades fundamentales requeridas para actuar en el más allá -disciplinas adecuadas para los vivos que deben haber sido desarrollado- son la capacidad de concentrar y fijar la mente, sobre todo la imaginación, la intrepidez, la capacidad de gobernar la angustia, el terror, el deseo o la aversión, de "congelar" toda reacción instintiva desde lo profundo. Sin ello, dice el texto, todas las "devociones" practicadas estando vivos son inútiles. El recogimiento yoga de la mente en un punto sin dimensiones (ekagrya) es presupuesto también para mantener la continuidad de la conciencia a través de los cambios de estado que se verifican enseguida tras el venir a menos del cuerpo físico.

4) El trasfondo del texto es la doctrina esotérica de la Identidad Suprema, de acuerdo a la formulación propia del Mahayana y Vajrayana. De acuerdo a esta doctrina, el hombre en su esencia o dimensión más profunda hace una misma cosa con el Principio, y en las estructuras de su ser, también con las diferentes potencias divinas. Pero él no tiene conciencia ele ello. Y ésta, la conocida teoría de la ignorancia metafísica, de la Avidya, que por sí sola determina la existencia finita y contingente, enreda en un mundo de ilusión y en un juego de acciones y reacciones, y da lugar a condicionamientos fatales. Como "conocimiento" se entiende el de tal identidad, corno algo vivido o presentido.

5) En la experiencia de ultratumba acontece, por decirlo así, la ruptura del velo de la ilusión. Si subsiste, el principio consciente se encuentra en la tarea de experimentar lo que el mismo es y siempre ha sido metafísicamente; directamente, en forma ele visiones de seres, de dioses, y de mundos ultra-terrenales. Por esto, el grado del "conocimiento", es decir la capacidad de remover la ilusión de toda dualidad, constituye lo esencial en todas las pruebas de la ultratumba.

6) En el texto, el orden de las experiencias es en cierto modo el inverso del considerado por otras enseñanza para un destino común en la ultratumba. Tal como ha sido referido, estos últimos consideran dos muertes. La una es la del organismo físico, la otra, que acontece después de un cierto período, es la del elemento psíquico y sutil, herencia de la individualidad humana, con el cual el alma del muerto ha quedado vinculada y que finalmente se disuelve también. En este punto se presentaría la gran alternativa: un oscurecimiento, o bien la liberación del desnudo núcleo espiritual y su transfiguración en la Luz, cuando durante la vida este principio haya sido ya en parte despertado y consolidado, y cuando, en general, haya sido éste el que oficiara de centro en la existencia del sujeto. De no ser así, de acuerdo al texto tibetano, después de un breve período de desfallecimiento (de cerca de tres días y medio) y del "pasaje a través de los elementos" ("Tierra que se disuelve en Agua, Agua que se disuelve en Fuego, Fuego que se disuelve en Aire", como experiencias interiores), se presenta enseguida la prueba suprema, la experiencia del Ser en estado puro, deslumbrante, arrollador, rabiosamente aterrorizador, con el "sonido de mil truenos". Si el alma tiene la capacidad de identificarse con ello, casi lanzándose más allá de sí, ardiendo en sí todo lo que es "otro" e "ignorancia", en un instante habría obtenido la Gran Liberación. Si en vez de ello, por miedo, por la acción de las raíces que la "ignorancia" ha puesto en el curso de la existencia finita, no es capaz de ello, la posibilidad más alta ofrecida por la vía de la ultratumba es perdida.

7) El texto habla de experiencias ulteriores que se ofrecen entonces a quien ha fracasado. En éstas es la misma realidad suprema, metafísicamente idéntica al Sí, la que aparece, pero sin embargo no más en estado puro y sin forma, sino bajo la especie de figuras divinas. Puede tratase de "proyecciones" dramatizadas como visiones de las divinidades que se han adorado en vida (diferentes pues, de acuerdo a los cultos, pero metafísicamente equivalentes). Aquí nuevamente es decisiva la capacidad de "identificación", la cual evidentemente depende de la intensidad y de la profundidad de un precedente culto no simplemente devoto. Si la apariencia de entidad en sí presentada por estas proyecciones trascendentales se impone al alma, la prueba fracasa. Si en vez de ello llega la identificación, le es asegurada al alma una cierta condición de supervivencia "divina", como sustituto de la Gran Liberación. Primero se verían divinidades gloriosas, poderosas, radiantes, y benévolas, pero si la nueva prueba fracasa, las mismas se transformarían caleidoscópicamente en divinidades terroríficas, airadas, destructivas, en las cuales casi se encarna el mismo miedo del alma, lo cual convierte evidentemente en aun más difícil la identificación, salvo que en la vida se haya practicado el culto de divinidades de tal tipo y se lleve consigo la imagen.

8) El texto usa la imagen de una pelota elástica lanzada con fuerza al suelo, que tiene rebotes cada vez menos altos, para caracterizar la sucesión de estas experiencias en su curso descendente. Si han fracasado las alternativas y las pruebas antes mencionadas, ello quiere decir que en el alma predominan tendencias y complejos que se oponen a su des-condicionamiento completo. En el texto se habla de subsiguientes fantasmagorías a ser explicadas con la acción de tales tendencias, con consecuencias fatales. Pero ello exhorta aun a no abandonarse, a sacudirse, a recordar las enseñanzas recibidas, a no ceder a la ilusión y a frenar la imaginación y el ánimo, puesto que todo esto que se llegará a experimentar secuencialmente se reduce siempre a "proyecciones" privadas de realidad propia. La fantasmagoría de las formas y de los paisajes, de los démones que persiguen y todo lo demás no es sino un juego de la imaginación convertida en mágicamente libre. La incapacidad de frenar las correspondientes reacciones impetuosas de parte del alma aterrorizada o estática, el movimiento de buscar refugio, de abrirse a situaciones voluptuosas, etc., conducen exactamente al alma ignorante hacia una determinada sede o "nacimiento" en un mundo condicionado, en una sucesión descendente. Así el texto exhorta al alma a "recordarse" también aquí, a superar la ilusión, a darse cuenta de que tiene que contar sólo consigo misma y con lo que ha determinado en sí misma, que ella misma será la artífice de su destino.

9) También en estos estados que representan una caída y la pérdida de las posibilidades más altas ofrecidas por la ultratumba, son consideradas, casi diríamos in extremis, acciones para evitar lo peor: en base a un retomarse a sí mismo y al uso de conjuros (fórmulas para "cerrar la matriz de un determinado nacimiento"), o bien en base al hecho de que si se es transportado en un movimiento que ya no se puede detener más, queda aun posible sin embargo guiar en parte tal movimiento. Aun así, también en esas circunstancias, en el campo de estas últimas posibilidades, el frenar la mente, el no ceder a las emociones irresistibles de atracción o de repulsión, las cuales ponen en juego al alma, son indicados como el factor decisivo.

10) Si nuevamente se viene a menos, ello quiere decir que en el alma prevalece la "brama", la sed de vida, de encarnación terrestre. Un último resto de libertad es contemplado para evitar determinados nacimientos. En cada caso, el epílogo se vincula a una situación casi freudiana: en razón de un ciego, turbio apetito, el alma aun desencarnada vería la copia, unida en un amplexo, que deberá generarla. Si la anterior existencia había sido de hombre, ella brama a quien será su madre, si en cambio lo había sido de mujer, a quien será su padre. Ella hace propio el goce de los dos en el orgasmo; con lo cual es atraída en la matriz . Entonces la consciencia es partida, las "aguas" se encierran sobre el caído, el cual " renaciendo muere" hasta que en el nuevo término, con las posibilidades dadas por las nuevas causas que creará, será reconducido ante las mismas pruebas.

Nuestro texto concuerda en parte con la enseñanza hinduista acerca de las dos vías del post-mortem, la vía divina de quien "no vuelve más", y la denominada "vía de los padres" (con el volver a pulular de una determinada estirpe). Una claridad y lógica no común caracterizan al "Libro tibetano de los Muertos". El mismo deja aparecer el carácter de espantapájaros y de opiáceo presentado por las representaciones comunes religiosas y populares acerca de la ultratumba, con juicios divinos y demás, desmitologizando también el sentido que pueden tener las ideas de paraísos, purgatorios e infiernos.

Es de destacar el especial relieve dado a las cualidades a adquirir estando vivos con adecuadas disciplinas y con el control del propio ánimo, por su utilidad no sólo en esta existencia y proceder a lo largo de la Vía, sino también en la ultratumba en la lucha por el propio destino.

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