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martes, 3 de enero de 2017

SANNYASA (Renuncia)



EL IDEAL DE SANNYASA

Henri Lesaux (Abishiktananda)


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sanatanadharmatradicional



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Capítulo I de la obra -hoy prácticamente desaparecida- del monje benedictino y misionero en India  Henri Lesaux , titulada “The further Shore” (Delhi, ISPCK, 1975). Se trata de un texto hasta la fecha inédito en castellano que resume el concepto hindú de “renuncia” (sannyasa), y nos habla de su actualidad en los tiempos que corren.

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Ha sido el privilegio de la India, y su misma gloria, el hecho de haber llevado la búsqueda espiritual y filosófica sobre el Ser hasta la última profundidad. Al hacer esto, hacía tomar conciencia al hombre de su centro más profundo, más allá de lo que en otras culturas se llama "entendimiento", "alma", o incluso "espíritu". En este punto trascendente sus sabios descubrieron Dios, o mejor, el misterio divino, más allá de todas sus manifestaciones actuales o posibles, más allá de todo signo que pretenda representarlo, más allá de toda formulación, nombre, concepto o mito. Al mismo tiempo, descubrieron que su verdadero yo se encontraba igualmente más allá de todo lo que significa, bien sea el cuerpo o la mente, la percepción sensible o el pensamiento, o lo que llamamos normalmente conciencia.

Fue la percepción de esto lo que dio lugar en la India, por primera vez en la historia del mundo, el fenómeno del sannyasa. Los hombres escucharon la llamada a la renuncia total y a la vida ‘acósmica’; abandonaron el mundo y la sociedad humana con la intención de vivir en montañas y desiertos, o para peregrinar constantemente de un lugar a otro, en silencio y soledad, desposeídos de todo. Mucho antes de que los primeros monjes cristianos comenzaran a dejar la propia casa y a esconderse en los desiertos de Egipto y Siria, los seguidores del Buda habían extendido su manera de vivir todo lo largo del Lejano Oriente.

El sannyasa es una característica fundamental del acercamiento tradicional del mundo indio a las realidades divinas; algo sin lo que nunca podría ser comprendida rectamente la mentalidad religiosa de la India. En el mundo moderno, sin duda, la validez del sannyasa se ha convertido en materia de discusión. Hasta cierto punto, esto es debido a la indignidad de muchos de los que visten el hábito color naranja propio de los monjes. Pero aún mucho más se debe a la interpelación general que afecta a todas las religiones del mundo y que cuestiona esa rigidez que señorea por encima de tantas instituciones. El resultado será probablemente que los signos externos del sannyasa se adecuarán más al tiempo presente, pero su naturaleza esencial seguramente no cambiará. Quizás los sannyasi serán menos numerosos en los años venideros, pero todo nos lleva a esperar que nunca dejará de haber un flujo constante de creyentes que sientan la llamada a la vida de renuncia y de dedicación total y exclusiva a Dios.

El sannyasa - al igual que la vida monástica, cuando en un principio empezó a atraer a los cristianos- es la respuesta directa a lo que la espiritualidad hindú llama “deseo de salvación”. Este deseo es tan intenso que no deja lugar para ningún otro deseo, y es comparado con justeza a aquel hombre a quien se le ha encendido el vestido y que inmediatamente, sin pensarlo un momento, se lanza al agua más próxima. Los hombres se hallan de forma natural solicitados por las cosas exteriores, ya que el Creador hizo los sentidos abiertos hacia el exterior; por esto el hombre tiende naturalmente a mirar hacia fuera y no hacia dentro. Sólo el hombre sabio, ávido de inmortalidad, gira su mirada hacia el interior: allí descubre el Yo profundo (Cf. Kata Up. 4.1). Sabe que lo permanente no puede ser abarcado a través de ninguna cosa impermanente (Kata Up. 2. 10), ni lo Increado puede ser atendido por nada creado ni por ninguna acción (Mundaka Up. 1.2. 12). Yama (la Muerte) quiso tentar al joven Naciketas ofreciéndole todo tipo de placeres terrenales imaginables; pero él replicó sabiamente que cuando le llegara la vejez perdería la capacidad de disfrutar de los mismos, y finalmente la misma muerte se los arrebataría (Kata Up. 1.26ss.). Hasta las gratificaciones del otro mundo le atrajeron poco, porque también tendrán un final cuando los méritos que las hicieron merecer se agotasen. Una recompensa ha de ser del mismo orden que la acción que la mereció, y necesariamente está condicionada por ella; de ahí el valor meramente relativo de las oraciones y ofrendas a las manifestaciones de Dios (devas), incluidos todo tipo de sacrificios rituales; éstos pueden, como máximo, asegurar una vida confortable en la tierra, seguida por un descanso agradable en un cielo concreto (svarga). La Mundaka Up., por tanto, concluye: "Déjalo todo y ve a la espesura, practica austeridades y retiro y guarda tu alma en paz; acércate a un maestro (gurú) competente y aprende de él la verdad, el auténtico conocimiento de Brahman, que ni siquiera los Vedas pueden enseñarte". También Jesús infundió en el corazón de sus discípulos un último centro de interés que se oponía de manera similar a la humana complacencia: "¿De qué le aprovecha a un hombre ganar el mundo ...? "," He venido a traer fuego a la tierra ... "(Mc 8, 36; Lc 12, 49; cf. Pr 30, 16.). Sólo el reino de los cielos tiene en sí mismo un valor absoluto, y es necesario que toda otra cosa le sea sacrificada. El Evangelio es incompatible con los términos medios, y el hecho cristiano puede convertirse en una religión confortable sólo cuando se vuelve insípido. También para el hindú que posee la sabiduría interior, aquel reino del que puede decirse todavía algo no es el reino: igual que el Tao que puede ser pronunciado no es el Tao (Tao Te King I). De la Última Realidad nada podemos decir excepto que es (Katha Up. 6. 12). Según las Leyes de Manu y la tradición subsiguiente, la vida de sannyasa sólo se puede adoptada a una edad avanzada, cuando el hombre ha cumplido su deber para con los devas (personificaciones del poder divino) con oraciones y ofrendas rituales, hacia los antepasados procreando niños, y cuando tiene un hijo ya adulto que es también padre y puede ocupar su lugar en la realización de los deberes propios del “cabeza de familia” (grhashta). Sin embargo, puede suceder que la luz de la realización del Yo profundo comience a brillar tan fuertemente en el corazón de una persona que ésta no pueda resistirse por más tiempo; entonces, sea cual sea su edad, profesión o responsabilidades en la sociedad, no tiene otra alternativa que dejar su casa y convertirse en un peregrino solitario, lejos de la ciudad de los hombres (Jabala Up. 4.1); como explica Shankara en su comentario a la Brihadaranyaka Up. 1.4, este conocimiento pone punto final a toda actividad; ninguna acción (karma) es compatible con él. De pronto la llamada al sannyasa viene inspirada por viveka, la capacidad de discriminar entre lo transitorio y lo permanente, así como primera condición en todo aquel que aspira al conocimiento de Brahman. No hay nada de abstracto o de intelectual en esta discriminación, la cual está en la base de todo juicio espiritual y se convierte en el principio fundamental de la acción. ¿Donde se encuentra la fuente de esta Discriminación? Esto nos recuerda la frase de Pascal: "No me buscaríais si no me hubierais ya encontrado" (El Misterio de Jesús, en Pensées, párr. 552). Sin duda, para mucha gente, las palabras "discriminación" (viveka), "salvación" (moksha), "no dualidad ' (advaita), y sus equivalentes conceptuales o emocionales en otros contextos religiosos, suscitan encantadoras ideas que pueden inspirar profundas meditaciones o eruditas discusiones entre los iniciados. Pero hay otros que encuentran que sus vidas han sido marcadas por la experiencia de la verdad de estas palabras; queriéndolo o no, se ven arrebatados lejos de todo lo que hasta entonces habían preferido. Aunque su primera consciencia de la llamada pueda haber sido casi imperceptible, ocurre de modo similar al chorro de agua que el profeta Ezequiel vio brotar debajo del umbral del templo (4 7, I), que pronto se convirtió en un torrente, y luego en un río impetuoso imposible de atravesar que se llevaba por delante todo lo que encontraba y que llevaba la vida a toda la tierra.

En un principio, como es también el caso de los primeros monjes cristianos, adoptar sannyasi quería decir simplemente abandonar la casa y el pueblo propios e irse a la espesura o marchar por los caminos. Como máximo quería decir recibir el hábito característico de manos de otro monje o sadhu, como hizo San Benito - siempre suponiendo que se sienta la necesidad de un hábito especial o incluso cualquier tipo de vestido-. Así, también Jesús dijo a aquel que quería tomar parte en el Reino de Dios: "Ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres ... y luego sígueme" (Mc 10, 21). Fue sólo posteriormente cuando la vida del sannyasi fue organizada y regulada por normas específicas, de forma semejante a como pasó con los monjes cristianos. Pronto se fue elaborando una iniciación formal. Es interesante notar que ésta incluye un sacrificio en el que el aspirante abandona formalmente todos sus bienes y su lugar en la sociedad, y dirige a su hijo las palabras de "transmisión de bienes" que se pronuncian normalmente a la hora de la muerte: "Tu eres el conocimiento sagrado, tu eres el sacrificio, tu eres el mundo" (Br. Up. 1. 5. 17; sannyasa Up. 1). No obstante, esta ceremonia es estrictamente obligatoria sólo para aquellos que han recibido toda la serie de ritos "sacramentales" que marcan los sucesivos estados de vida y que constituyen la iniciación brahmánica; estos - al menos en teoría- no pueden ser liberados de sus obligaciones actuales hacia la religión, la familia y la sociedad más que por un nuevo rito. Por otra parte, no son pocos los que se eximen por completo de todo tipo de ritos. Ramdas, por ejemplo, empezó simplemente a vestir de color azafrán tras una inmersión simbólica en el río Kaveri, a su paso por Srirangam. Esto ocurre especialmente con los avadhutas, que ni siquiera pretenden poseer el nombre o el "status" de los sannyasi, pero que aceptan la radicalidad del ideal con más rigor que todos los demás. Sri Ramana Maharishi simplemente abandonó su hogar, de una vez por todas, y fue directamente hacia Arunachala. Antes que él, Sadasiva Brahmendra abandonó primeramente su casa el mismo día de su boda, y más tarde dejó la compañía de su gurú para peregrinar continuamente, siempre desnudo y silencioso, arriba y abajo por las orillas del Kaveri. El hábito color azafrán no pretende ser el distintivo de los sannyasi que los convierte en una clase especial en la sociedad, como desgraciadamente se cree a menudo. El sannyasa no debe ser considerado como un cuarto ashrama o estado de vida que sigue los tres pasos anteriores de estudiante, padre de familia, y vida retirada en el bosque: más bien es atyasrama, más allá (ATI-) de todo otro estado de vida. No pertenece a ninguna categoría y no puede ser considerado junto con ninguna otra forma de vida. Es verdaderamente trascendente, tal como Dios mismo lo trasciende todo y está apartado de todo, más allá de todo, y, no obstante, inmanente a todo sin ninguna dualidad. De aquí se deduce cuan impropio es plantear a un sannyasi cuestiones como: "¿Cuál es tu nombre? ¿De dónde vienes?" y otras similares -cosa que los hindúes cultivados evitan cuidadosamente-. Sea quien sea -y sólo Dios conoce los secretos del corazón del hombre- el monje (sadhu) se encuentra en medio de los hombres para ser simplemente el signo de la divina Presencia, un testimonio del misterio que sobrepasa todos los signos, una señal que recuerda a cada persona el misterio profundo de su propio yo verdadero; todo lo que deberíamos pedir del sadhu, de modo similar a lo que deberíamos pedir a Dios, es la gracia que se desprende de la Su presencia (darsana), de poderlo mirar con fe, y también, si es posible, alguna palabra  de ayuda y de ánimo en el camino que va "de lo irreal a lo Real" (Br. Up. 3.1.28).

La regla esencial del sannyasi es ser absolutamente libre de todo deseo. O mejor, de no tener sino un solo deseo: el deseo del único Dios. Esto, naturalmente, no tiene nada que ver con el hecho de desear que algún deva (ser celestial) le otorgue o le haga disfrutar un determinado favor, lo que no haría sino engrosar el propio egoísmo. Su deseo de Dios es el deseo del Único que sobrepasa toda forma, de la comunión con el Uno-sin-segundo, de una joya que está más allá de todo gozo sensible, y de una felicidad en la que ha desaparecido toda distinción entre "lo que disfruta" y "lo que es disfrutado". Con este único y transcendente deseo, el sannyasi puede ser llamado tanto ‘a-kama’, libre de todo deseo, como ‘apta-kama’, aquel cuyo deseo está ya satisfecho (cf. Br. Up. 4.4.6); porque este deseo sólo lo es del Yo profundo, y el Yo es eternamente presente en toda plenitud: "el corazón lleno a rebosar con la única experiencia del Yo" (Naradaparivrajaka Up.4.38).

En su trabajo espiritual, el sannyasi no deberá sin embargo esforzarse en ir eliminando uno tras otro todo el tropel de deseos que en cada momento brotan del corazón humano. Su no-deseo de las cosas perecederas proviene más bien de la segura posesión de Lo que permanece siempre vivo. Su corazón conoce tan bien la verdadera bienaventuranza -incluso, o mejor, en especial, cuando este conocimiento no deja ninguna impresión mental- que los placeres ordinarios ya no le atraen. Esto no quiere decir que desprecie las cosas de este mundo, tales como el matrimonio, la familia o la sociedad humana: todo esto tiene su valor, y el sannyasi lo aprecia quizá en mayor grado que los demás, simplemente porque penetra hasta la última profundidad de las cosas y en el misterio del que éstas son signos. Ha descubierto "la otra orilla", la Realidad de la que todo "en esta banda" es simplemente un signo, similar a las huellas que conducen hacia "el encuentro con este todo" (Brihadaranyaka Upanishad p. 1.4. 7). No puede por más tiempo "jugar su papel" en las cosas de este mundo: esto corresponde a aquellos que han sentido la llamada a realizar el "juego de Dios" (lila) en el universo. Es también muy consciente de los peligros que acechan aquellos que viven en el nivel de los signos. Los signos pueden muy bien servir como soportes en el camino del espíritu, al igual que unas huellas pueden servir para mostrar el camino correcto, pero estos signos e indicaciones son en sí mismos tan excelentes que demasiado a menudo el hombre se detiene en ellos y olvida la meta hacia la que camina: ¡la otra orilla!

Así pues, el sadhu no busca ningún gozo de los que ofrecen las cosas de este mundo, pero, aun así, no deja de tener algunas necesidades básicas. Mientras vive en este cuerpo, debe tener comida para mantener la vida y vestido para cubrirse y protegerse del frío y del calor. Sin embargo, a la hora de decidir lo que es conveniente y necesario, no debe guiarse tanto por las reglas dadas en las Escrituras como por su propio sentido interior de discriminación, viveka, que continuamente le habla con un suave murmullo: "Usa el mínimo posible de cosas, únicamente aquello sin lo que no puedas pasar... " En cuanto a la comida, la norma general del sannyasi es la de tomarla con la misma actitud con la que se toma una medicina, es decir no por su sabor, sino porque es esencial para mantener el cuerpo con vida. Naturalmente, debe tomar estrictamente comida vegetariana. Aún más, tal como dice el Mundaka Up., habrá de vivir únicamente de la comida que haya mendigado: esto, más que el vestido, es una característica esencial de la vida de renunciante en la India. Ya no tiene una casa con un fuego con el que poder cocer la comida; además ha de evitar la distracción de tener que preparar platos cocinados. Pero el motivo más importante es que depender completamente de los demás en la cualidad, cantidad y aun en la posibilidad de obtención del propio alimento es el mejor ejercicio posible de abandono total a la divina Providencia. La completa inseguridad y la falta de todo apoyo en este mundo pertenece a la verdadera esencia del sannyasi. Finalmente, el sannyasi no tiene ninguna acción, ningún karma, que haya todavía de cumplir. Se encuentra libre de todos los deberes de este mundo, hasta los que afectan al propio cuerpo. No puede ya trabajar para ganarse su medio de vida, porque toda su actividad va dirigida directamente hacia la visión interior.

La pobreza y la total libertad se manifiestan nuevamente en el vestido del sannyasi. Viste el cuerpo de modo similar a como hace con la comida, porque es imposible en la práctica hacerlo de otro modo. Los Upanishads afirman que el vestido será cada vez más exiguo en la medida que penetre más profundamente en la experiencia interior. Finalmente, el sadhu se contenta con cualquier tipo de paño recogido por el camino, el suficiente para hacerse una mínima calza (Kaup. Up.) - o aún mejor, con nada absolutamente. No le importa lo que la gente pueda decir: si va vestido de alguna manera no es para llamar la atención de los otros, y si va desnudo su desnudez exterior debe ser la expresión de un despojo interior de todo tipo de deseo - de otro modo podría ser una pura exhibición. Libre de toda ansiedad y de todo deseo, el sadhu hace camino a través del mundo como uno al que ya nada le pertenece. Nada, en ningún sentido, le afecta. Es parecido a un hombre ciego, sordo y mudo, como dicen los textos antiguos. La alabanza y el vituperio son para él la misma cosa, porque ya ha superado la esfera de los dvandvas, los pares de contrarios, como el calor y el frio, el dolor y la alegría, el beneficio y la desgracia. Ya no encuentra la oposición de los contrarios. Ya no juzga a nadie o se compara él mismo con nadie, ni se considera "por encima" o "por debajo" de nadie. En la visión del Yo Profundo, ha dejado a un lado todo sentido de diferenciación; ¿respecto de quien podría aún sentirse "otro"? Tampoco tiene ya un habitáculo en propiedad, es un "sin casa " (aniketanah). Puede estar, según le mueve el Espíritu, al pie de un árbol, en una cueva, en la orilla de un rio, o en alguna construcción abandonada, pero nunca en una casa propia. Por eso la gente no le pregunta "¿Dónde vives?", sino "¿Dónde estás? ¿Donde tienes tu asana (asiento, posición)?" Va de un lugar a otro, y come o duerme al mediodía o por la noche, en cualquier lugar donde haya ido a peregrinar. Los únicos lugares que le son vedados son aquellos en los que viviera antes de tomar el sannyasa, o allí donde sabe que viven sus parientes o antiguos amigos. Por lo demás, ya su libertad es completa; no tiene ninguna responsabilidad sobre nadie, ni nadie tiene la responsabilidad sobre él. Nada de esa tierra puede ya presentar algo propio porque no puede ya ni siquiera decir "yo", un nombre del conglomerado de carne y de pensamientos que constituye su "cuerpo". Está “libre del 'yo' y de lo 'mío'” (Bhagavad Gita 12.1 3). No obstante, las Escrituras le permiten detener su peregrinación durante los cuatro meses de lluvias. Aun así, su cueva o cabaña debe contener únicamente el mínimo indispensable para cubrir las necesidades esenciales.

Ante las condiciones de la sociedad actual y del cambio de mentalidad de la gente, muchos sannyasi han optado por abandonar la mendicidad y la vida de peregrinaje continuo. Sin embargo, el ideal permanece y permanecerá a pesar de todas las adaptaciones que puedan pedir los tiempos y las circunstancias; y todo sannyasi debería ciertamente haber vivido la experiencia de la vida errante durante un tiempo razonable. De todas maneras, paralelamente a los sannyasi oficiales y "cognoscibles" todavía existen en la India -en grutas, cuevas o por los caminos- un número indefinido de ascetas sin "status", que aparecen ante el ojo indiferente u hostil del peatón casual como mendicantes comunes. Y con todo, es través de éstos que el ideal de los antiguos ascetas es preservado y transmitido más firmemente. No se sienten afectados por la evolución de los tiempos, y van y vienen a su agrado, libres de toda preocupación, cubiertos con un trozo dc ropa vieja o quizás con nada absolutamente. Duermen en cualquier lugar, comen todo tipo de alimento que les llega, frutos silvestres o raíces de la jungla, o también grano ablandado en agua, y están perfectamente contentos si tienen que hacer camino más de un día sin poder tomar nada más que agua. En todo caso, aquellos que se sienten obligados a adaptar su manera de vivir a las condiciones modernas, viviendo en monasterios (maths) o comunidades (ashrams) y dependiendo de los donativos y ofrendas de sus discípulos, no tienen un deber menor de preservar un espíritu de pobreza y un desprendimiento similar en todo lo que se relaciona con la comida, el vestido y el habitáculo. Aceptar más de lo estrictamente necesario sería una negación del ideal que profesan. En sus “Cartas al Ashram”, Gandhi dijo que una falta así es simplemente un hurto. El sannyasi ha renunciado a la sociedad de los hombres para vivir en el silencio y la soledad. Si se mueve entre los hombres, no ha de entregarse a conversaciones banales o estar ansioso por escuchar las últimas noticias. De hecho, ¿qué interés pueden tener para él las noticias del mundo, o de qué manera le pueden ayudar en su peregrinar interior? Pero esta falta de interés por las personalidades y acontecimientos del mundo no quiere decir en absoluto que sea un egoísta centrado en sí mismo. Es justamente lo contrario: el yo del monje debe haberse dilatado hasta los límites del universo hasta participar de la verdadera infinitud del Yo profundo. Efectivamente, sus asuntos personales le preocupan tan poco como los asuntos de los demás -y ésta es precisamente la prueba real de la autenticidad de su desapego con respecto al mundo y a los otros hombres-. Se ha sentido llamado en otra dirección. Hay gentes que se sienten obligadas a ocuparse de los asuntos del mundo; otros a encontrar soluciones concretas a las necesidades de los hombres y de la sociedad. El sannyasi vive en la misma ‘Fuente’, y no es cosa suya ocuparse de las balsas y las conducciones que hay después. Su trabajo, si podemos decirlo así, consiste en asegurar que el agua fluya plena y continuamente de la Fuente misma. Si el sannyasi abre la boca, debe ser normalmente para hablar del Misterio interior y el camino para descubrirlo, escondido como está en las profundidades del corazón. Evita decididamente toda discusión puramente intelectual; ya no tiene nada que ver con las conferencias y seminarios de los eruditos, o incluso con las reuniones los sabios. Pero nunca rechazará ayudar al auténtico y humilde buscador de la verdad, el que verdaderamente está sediento del conocimiento de Dios, y le mostrará el camino que conduce hacia la cueva del corazón. Y aún en este caso, no se apoyará demasiado en la transmisión oral "o de la boca al oído": más allá de sus palabras, y en un nivel más profundo, habrá el contacto directo, de corazón a corazón, en el Espíritu; el silencio transmitirá su comprensión del Misterio con más fuerza que ninguna palabra. ¿Hasta qué punto un sannyasi debería utilizar libros? ¿Los ha utilizar para mantenerse en contacto con los sabios del pasado o del presente? La mayoría de los monjes de más prestigio, por su santidad, conservan pocos libros -si es que conservan alguno-. Una biblioteca, aunque sea pequeña, difícilmente es amiga de la vida errante, que continúa siendo el ideal último del monje hindú. Aparte de ello - como decía un viejo sadhu de Arunachala- "¿De qué sirve poder leer y escribir? Tenemos el libro viviente del corazón, que está siempre abierto; ¿no nos basta eso?" Muchos sannyasi se escandalizan si se encuentran con una biblioteca, aunque sea pequeña, en la cabaña de uno que se presenta como monje. "Con todo eso, ¿como esperas llegar nunca a la visión interior?", preguntaba uno de ellos.

Sea como sea, hay que decir que un saddhu nunca debería leer nada por pura curiosidad. Todas sus lecturas habrán de contribuir al menos indirectamente a alcanzar la meta -la realización del Yo profundo-. Encontramos en las Escrituras que hasta las mismas Escrituras (la sruti) han de ser dejadas de lado cuando la llama de la verdad ya brilla en el interior, al igual que la pequeña vela que se tira cuando la luz ya se ha encendido; porque, en último término, su única función es la de conducir hacia esta luz. El santo filósofo Shankara está en la misma línea cuando dice (en su comentario a la Br. Up. 1.4.10) que las enseñanzas de las Escrituras devienen inútiles una vez que se conoce la verdad - ¡y cómo no aplicar esto mucho más a la otra literatura! Aunque, sin embargo, un sadhu puede leer en ciertos momentos con vistas a ayudar a los demás. Ramana Maharishi sería un ejemplo: después de años de silencio y  soledad hizo esto para poder ayudar a un sadhu vecino que se había estado esforzando en vano por comprender un catecismo vedántico elemental. Así pues, se puede esperar de un sadhu que ayude a los otros en la comprensión del sentido profundo de las Escrituras; esta es una de las razones por las que se le asignan cuatro meses año para que permanezca en un sitio determinado. De todas maneras, la explicación que de no ha de consistir en una exégesis erudita sino más bien en el flujo que sobresale de la propia contemplación silenciosa del texto sagrado. Y esto se debería dar mucho más con todo lo que se pueda escribir. No le corresponde a él ser un profesor o un autor; su llamada es de un orden diferente –lo cual puede resultar, sin embargo, difícil de comprender y aceptar en ciertos momentos tanto para el propio sujeto como para aquellos que  querrían sacarlos de la soledad cuando desean su ayuda. La verdadera función del sannyasi consiste en permanecer inalterable en nombre de la humanidad en el lugar secreto del corazón, escondido y desconocido; si es que el Señor mismo, por sus propios medios, no hace que los otros le conozcan, como le sucedió a Antonio cuando fue conducido hasta descubrir a Pablo el Ermitaño. Así, si más tarde le llega el momento de compartir lo que vive con otros, lo que dará será únicamente el agua pura que nace directamente de la Fuente, sin ningún tipo de mezcla; o mejor aún, ayudará a sus hermanos a que sean ellos mismos quienes apacigüen su espíritu en la verdadera Fuente, la que brota en la propia cueva (guha) del corazón.

¿Cómo rezará el sannyasi? Mirándolo desde el ideal, el sannyasi ha ido más allá de toda posibilidad de oración formal. Su último sacrificio ritual fue ofrecido cuando puso fin a su vida como miembro de la sociedad humana. Esa misma noche, pronunció ya por última vez el sagrado Gayatri, la famosa oración del Rig-Veda obligatoria para los brahmanes. Es un muerto para el mundo: primero, para el mundo de aquí abajo, donde viven los hombres; pero también para aquel otro mundo que los hombres llaman el cielo de los dioses (devas). La sociedad ya no tiene ningún derecho sobre él; y análogamente, tampoco los devas pueden ya reclamar sus oraciones o sacrificios (cf. Br. Up. 1.4.1 0). En efecto, ¿qué es lo que él tiene para poder ofrecer? Se ha despojado de toda posesión y nada le queda que pueda llamar "mío". Si de hecho ya no queda ningún "yo" que sea sujeto de derechos y deberes, ¿"quién" ofrecerá la plegaria y a  "quién" se dirigirá? Tal como Sadasiva Brahmendra expresa tan bellamente: "¿A dónde iré para poder dirigirme Dios? ¿En qué rincón del corazón puedo situarme por adorarle y rezarle? En cualquier lugar privilegiado donde me pongo, allí me lo encuentro también a Él. En cada "yo" que intento pronunciar, ya está su "Yo" todo resplandeciente, y en su brillo se ha disuelto mi "yo". Los devas son únicamente el signo de Brahman, su manifestación al nivel de los sentidos y del intelecto humano. Cuando un hombre ha realizado el misterio de Brahman -y esta realización de sí mismo es lo que se espera que el sannyasi haga presente en el mundo-, entonces, ¿en qué podría consistir su oración sino en un puro silencio en el interior de su experiencia de plenitud, y en el OM, que es el único que brota de aquel profundo silencio con vistas a aspirar nuevamente hacia el interior? Esto no quiere decir que el sannyasi tenga que pasar todo su tiempo en meditación, en contemplación extática (samadhi), como es afirmado tan a menudo erróneamente. Tal como Ramana Maharshi remarcaba, la más alta forma de samadhi es el Sahaja samadhi, aquel que es completamente natural (literalmente, "innato"). En éste, no se en la persona da ninguna restricción de la conciencia normal corporal y mental, como ocurre en el éxtasis (nirvikalpa samadhi), que de por sí mismo implica un dualismo; más bien se continúa plenamente consciente de sí mismo y de todo lo que rodea, pero en el interior de la indivisible conciencia del Yo profundo. Así pues, la oración del sannyasi, no menos que su vida, no consiste en hacer, sino en ser. "Meditación", "recogimiento", "concentración", son términos que sugieren más una actividad para poder aplicarlos con exactitud a la naturaleza de esta oración y comunión interior con el Único, al que no se le puede ya dar ningún nombre.
La anterior descripción de la vida del sannyasi puede parecer demasiado idealizada para ser posible, aunque esté totalmente basada en los textos de las Escrituras. No obstante, es una exposición fiel de lo que aun hoy se puede observar, si se tiene la ocasión de disfrutar de la presencia, no de "Mahatmas" famosos, sino de aquellos hombres humildes que han renunciado al mundo, sea como monjes errantes sea como ermitaños, y que generalmente permanecen escondidos por completo de la gente. De hecho, según lo que la tradición nos muestra, hay dos formas de sannyasa, o mejor, de llamada al sannyasa: el vidvat sannyasa y el vividisa sannyasa. El primero (vidvat-sannyasa) le sobreviene a la persona de por sí, y tanto si quiere como si no, se encuentra cogida por un fuerte impulso interior. La luz ha brillado en su interior con tanta claridad que se ha hecho ciego a todas las cosas de este mundo, como sucedió en Pablo en el camino de Damasco. De nuestro tiempo, el caso más conocido en la India es el de Ramana Maharshi, aunque su experiencia no es en absoluto única. El hecho de si un hombre de estos debería recibir la iniciación formal al sannyasa o no importa poco. Ya se ha convertido en un avadhuta, uno que ha renunciado a todo, según la primitiva tradición que existía antes de que ninguna norma posterior fuera pensada. Este es aquel sannyasa original al que ni siquiera se le da este nombre, y que fue descrito en el Brihadaranyaka Up.: "Cuando un hombre ha llegado a conocerLe (el gran y eterno Yo profundo - Atman), se convierte en un hombre de silencio (muni). Deseando sólo a Él como propio lugar de estancia (loka), los monjes errantes comienzan su peregrinación. Los hombres de antaño lo sabían bien, y por eso no tenían ningún deseo de descendencia. “¿Qué haríamos con la descendencia, si poseemos el Atman como morada? Pasando por encima del deseo de tener hijos, del deseo de las riquezas, del deseo de un hogar, marchan errantes y viven de la limosna "(44.4.22). La otra clase de sannyasa (vividisa-sannyasa) es la que uno hombre adopta con el fin de adquirir la sabiduría y la liberación total. Constituye un signo claro de la magnificencia de la sociedad india el hecho de que su tradición aliente al hombre a dedicar el último tiempo de su vida a buscar exclusivamente el Yo interior, renunciando a toda otra cosa como si ya hubiera muerto. El sannyasa, cuando es vivido genuinamente con todas las sus implicaciones, es ciertamente el camino más directo para el hombre de convertirse en un conocedor de la Realidad y de alcanzar la liberación. De todos modos, está claro que nadie puede adoptar el sannyasa sin haber contemplado la luz en su propio interior y sin haber escuchado la llamada en su interior; porque el que se entrega a ello sin una total sinceridad puede no sentir nada del misterio en la lectura de las Escrituras o de las vidas de los santos, o incluso ante la presencia gozosa de los grandes hombres de espíritu. Con todo, la luz es todavía demasiado débil para guiar la vida o para causar en él aquel "vuelco" del corazón (metanoia, conversión, en su sentido etimológico), que caracteriza el primer tipo de sannyasa. Por consiguiente, para ayudarle en esta situación, tendrá todas las normas dadas por la tradición, las más importantes de las cuales ya han sido indicadas. Pero un día, cuando descubre que las meras observancias religiosas nunca le conseguirán el verdadero conocimiento de Brahman, se va en busca de un gurú que posea la sabiduría, el único que -al menos en teoría- guiará sus pasos en la vida monástica y que finalmente le impartirá la iniciación. Pero en nuestros días, de hecho, el gurú que da la iniciación raramente es, por de desgracia, el hombre liberado del que habla el Brahmavidya-Up.: aquel que entrega el conocimiento que salva, de corazón a corazón, y que no se contenta simplemente con hablar o con indicar de lejos el camino. Ciertamente, el gurú es normalmente indispensable para todo aquel que quiere hacer un progreso efectivo en la vía espiritual. La Mundaka-Up. (1. 2.12-13) y la Katha-Up. (2.8) afirman esto sin ningún otro matiz. El gurú es un hombre que no sólo ha oído hablar o ha leído sobre el camino que lleva a la salvación (moksha), sino que él mismo ha alcanzado la meta, y puede por tanto guiar a los demás a partir de la propia experiencia. A través suyo resplandece sin ningún obstáculo “la luz diáfana del Hombre arquetípico (Purusha) que habita en lo profundo del corazón” (cf. Katha-Up.4.13). El discípulo debe entregarse a este gurú con una completa sraddha (fe); ese total abandono que incluye a la vez la fe y la obediencia, en el sentido más pleno de estas palabras. Para el discípulo, el gurú es la manifestación de Dios mismo, y su “devoción” hacia el gurú es la última fase -más allá de todo culto externo y de todo icono (murr)- en su peregrinaje hacia Brahman, que es completamente trascendente en su no manifestación. El gurú impartirá a este discípulo el conocimiento supremo; primero de viva voz, y finalmente todo en silencio, de corazón a corazón. Él le guiará paso a paso en el control de los sentidos y de la mente. Nutrirá en él el renunciamiento y la discriminación. En ciertos momentos será con él verdadero cimiento duro, sin permitirle ni respiro ni tregua: pero mitigará su firmeza con la dulzura de corazón, y así la irá conduciendo por el camino del verdadero conocimiento, lo único que dará fruto a sus austeridades (Mundaka Up. 3.2.4.). Por encima de todo, el gurú le ayudará, poco a poco, a descubrir el secreto de la verdadera oración. Naturalmente, no le revelará al comienzo las alturas de la experiencia de la no dualidad. Si el discípulo no está aún preparado, esto podría convertirse en peligroso, como lo sería el mejor medicamento tomado fuera de tiempo. En tanto que el hombre posee un fuerte sentido de ego individual, Dios es para él necesariamente “otro”. La no dualidad (advaita) podría ser únicamente un concepto intelectual y no una experiencia actual, y podría conllevar el efecto desastroso de reforzar la propia vanidad y llevarlo a un monstruoso desarrollo del ego. EI gurú comienza enseñando al discípulo a silenciar la mente, abstrayéndose de los objetos de los sentidos y de la imaginación, fijando la atención en un punto determinado y repitiendo constantemente el nombre de Dios. Cuando finalmente el discípulo está ya suficientemente liberado de deseos y de interés por sí mismo, y ha llegado a conocer la joya del silencio interior, sólo entonces el gurú, firmemente establecido en Brahman (Brahmanistha),

le enseñará el supremo conocimiento de Brahman 
en su misma esencia 
donde el hombre llega al conocimiento de la Verdad, 
al eterno Purusha (Mundaka- Up. 1.2.13)

y le llevará "inmaculado", a atravesar el portal del Sol, aquel lugar donde, más allá de la muerte, habita este Purusha, el Uno inmortal (Mundaka-Up. 1. 2.11).

El sannyasi es esencialmente "acósmico", como lo eran también los primeros monjes cristianos. En tanto que esto no se comprende claramente, es imposible reconocerle su tarea esencial y la completa libertad (y no incumbencia respecto al mundo) que disfruta. En el momento en que siente que tiene algún deber u obligación hacia alguien, tanto si se lo ha buscado él como si se lo han impuesto a los demás, se ha apartado del verdadero ideal del sannyasa, y ya no cumple la función esencial para la que fue separado de la sociedad: ser un testimonio del único Absoluto. Esto nunca será suficiente remarcado en nuestros días, en que los sannyasi hindúes se encuentran bajo la continua presión (al igual que los monjes cristianos occidentales) a hacer una cosa u otra, mientras que, de hecho, la sola cosa que se les debería pedir es que fuesen, en el sentido más profundo de la palabra.

El monje no está obligado con respecto a la sociedad a ninguna cosa que pueda ser vista o medida. No es un sacerdote que tiene el deber de orar y de presentar ofrendas a favor de la humanidad. No es un maestro, ni siquiera de las mismas Escrituras, como ya se ha dicho. Menos aún es un trabajador social, porque él ya no tiene parte en la vida política o económica de la sociedad. Es un muerto para la sociedad, como lo es el hombre cuyo cuerpo es llevado hacia el lugar de cremación a orillas del río. La gloria más grande de la India es que, durante milenios su sociedad ha aceptado esto, y siempre ha estado a punto para proveer a todas las necesidades del sannyasi sin pedirle nada tangible a cambio, sino únicamente que sea; que sea lo que es. Los sannyasi son la ofrenda que el pueblo hace a Dios, el sacrificio ritual más preciado; son el verdadero sacrificio humano, víctimas consumidas en el fuego sagrado de tapas (austeridades: literalmente: ardor), su propia oblación interior.

Actualmente, este "acosmismo" no sólo es puesto en cuestión, sino que incluso es condenado. La llamada que la sociedad hace al individuo tiende a ser aún más imperiosa de lo que lo era en tiempos del primitivo tribalismo, cuando la existencia personal casi no se podía distinguir de la conciencia del grupo; y esto lo encontramos en todas partes, hasta en la esfera de la religión de las iglesias. El sannyasi es la expresión externa de la suprema libertad humana en su ser profundo; su existencia y su testimonio son vitalmente necesarios para la sociedad humana, sea secular o religiosa. En un mundo que restringe cada vez más su interés en aquello que no cumple (o parece cumplir) una función, es cada vez mayor la necesidad de aquellos que están dedicados exclusivamente a una actividad que no tiene ningún objetivo posterior, que no tiene ninguna “razón”, que existe sólo en y para sí misma, y no está ligada ni al pasado ni al futuro.

No obstante, una vez dicho todo esto, no hay duda de que el sannyasa hindú se adaptará a las circunstancias presentes, precisamente con vistas a poder seguir llevando a cabo su objetivo esencial. Algunas de sus formas se han convertido arcaicas y desaparecerán. Las excentricidades serán menos manifiestas -aunque ¿quién puede juzgar lo que es “excentricidad”? -. La gran cantidad de aquellos que son mendigos más que auténticos sadhus desaparecerá, porque la sociedad se negará en el futuro a mantenerlos. Pero los verdaderos sannyasi continuarán aportando su testimonio, tanto si están en un lugar comunitario como si peregrinan, tanto si permanecen en soledad como si se quedan en comunidades monásticas, tanto si llevan hábito o no, sea cual sea el nombre o apariencia exterior que hayan decidido adoptar. Y la sociedad no dejará de cuidarlos. La crisis presente separará efectivamente la paja del buen grano, y sólo quedarán aquellos cuya profesión externa es un signo de su total renuncia interior. Este pequeño “resto” será sin duda menos considerable y numeroso que el de sus predecesores, pero sobrevivirá y continuará recordando a la lndia y al mundo que ¡sólo Dios es! Su presencia actuará como el fermento más poderoso en favor de la transformación y del progreso espiritual de la humanidad.

No podemos, sin embargo, pasar por alto el hecho de que un número creciente de sannyasi y de organizaciones de sannyasi están implicadas en trabajos sociales, en la enseñanza o en otras formas de servicio. Esto puede parecer ciertamente contrario a la tradición de las escrituras tal como era hasta el presente, y en muchos casos es debido probablemente a la pérdida del sentido verdadero de su vocación, lo que conlleva la incapacidad de ser totalmente fiel a su ideal -como ocurre igualmente con los monjes cristianos de Occidente-. No obstante, muchos signos nos hacen ver que se trata de un auténtico paso adelante, en el que se manifiesta el antiguo espíritu con nuevas líneas. Sería ciertamente muy lamentable que la mayoría de los monjes hindúes participaran en estas actividades; pero también sería cerrarse al Espíritu no aceptar una respuesta de este tipo a las necesidades de la sociedad actual. Una razón importante que explicara este hecho podría ser el que en nuestros días, contrariamente a lo que era habitual en el pasado, muchos de los que sienten la llamada al sannyasa son jóvenes, y la vida "acósmica" de silencio, soledad y falta de acción sobrepasa las posibilidades de los más jóvenes, o mejor, puede ser que en este momento sea contraproducente para su progreso espiritual. En este caso, puede ser un paso sabio dirigir sus energías por el camino del servicio al prójimo en espera del renunciamiento y total desapego del que nos habla la Bhagavad Gita con tanta fuerza.

El que conoce la Realidad, después de todo, está por encima y más allá de toda oposición entre contrarios (dvandas), y ya no tiene ninguna importancia para él el estar sentado en un trono real o caminar por los caminos como un mendigo. El rey Janaka es considerado un modelo de la vida espiritual exactamente igual que los hombres espirituales de las orillas del Ganges. Un jñani (el que ha realizado el Yo profundo) que siente la llamada a vivir en el mundo entre los hombres, puede ser para ellos el mejor ejemplo del modo de vida que tienen que seguir para llegar a la liberación y al conocimiento de Brahman; porque la liberación y el conocimiento en sí mimos no tienen nada que ver con ningún estado de vida en particular. Mostrarán con la propia vida cómo cumplir las tareas habituales con una plena conciencia unida a un total desapego; y enseñarán al mismo tiempo cómo mantenerse con atención inamovible en la Presencia en medio de las ocupaciones y trabajos de cada día.

La vida de un jñani, vivida entre los hombres y sus actividades ordinarias es, de hecho, una llama a un nivel aún más profundo de renunciamiento que la vida tradicional de silencio y solitud. La elección de esta forma de vida nunca debe ser una concesión a la debilidad. Cualquiera que sea el lugar donde esté el sannyasi, si su vida sólo es una fachada, será ciertamente motivo de escándalo para los demás, y ganará para sí mismo uno de los peores infiernos posibles, como nos dice el Naradaparivrajaka Up. A partir de aquí vemos la sabiduría de la tradición primitiva cuando afirmaba que nadie debería aceptar la responsabilidad de ser maestro de otros, ni aun cuando fuera presionado a hacerlo, a menos de haber vivido antes, como mínimo doce años en soledad y silencio atendiendo únicamente la Presencia interior. Si no, ¿qué tendría para dar a los demás? El Espíritu sopla donde quiere. Llama desde dentro y llama desde fuera. ¡Ojalá que sus escogidos no dejen nunca de escuchar esta llamada! En el desierto como en la jungla, exactamente como en el mundo, el peligro es siempre fijar la atención en uno mismo. Para el hombre sabio, aquel que ha descubierto el verdadero Yo, no hay ya puesto en el bosque o en la ciudad, vestido o desnudez, acción o inacción: vive la libertad del Espíritu, y el Espíritu actúa como quiere, a través suyo, en este mundo, utilizando igualmente tanto el silencio como la palabra, tanto la soledad como la presencia en la sociedad. Habiendo rebasado el “propio” yo, la “propia” vida, el “propio” ser y el “propio” hacer, encuentra la felicidad y la paz solo en el único Yo real, en el Yo Supremo (paramatman). Este es el verdadero ideal del sannyasi.



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jueves, 8 de diciembre de 2016

TRINIDAD Y ADVAITA



Sobre la Trinidad y el Vedanta Advaita:

"El Padre y el Hijo"

Henri Lesaux (Abishiktananda)

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Extracto del Capítulo titulado “En el corazón de la Trinidad” contenido en el libro “Saccidananda: una aproximación cristiana a la experiencia advaita”, Edicions du Centurion, Paris, Delhi, 1990. (Traducción inédita al castellano: Roberto Mallón Fedriani)

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Si la experiencia cristiana de la Trinidad abre al hombre nuevas perspectivas de significado respecto a la intuición de Sat-Chit-Ananda, es igualmente cierto que los términos Sat, Chit y Ananda por su parte ayudan mucho al cristiano en su propia meditación sobre ese misterio central de su fe. Ningún lenguaje teológico único será nunca capaz de expresar todo lo que el Evangelio nos ha revelado respecto a Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Cabe por tanto esperar que así como el judaísmo y el helenismo hicieron su contribución, así la divina preparación de India servirá por su parte para llevar a los creyentes a contemplar el misterio con una nueva profundidad. En particular, la intuición sobre Sat-Chit-Ananda será una ayuda para penetrar en el misterio del Espíritu, el cual, de acuerdo con el evangelio de San Juan tiene que ver principalmente con la presencia de Dios ante los hombres en sus corazones. Y si cualquiera llega al Evangelio con la experiencia personal del Vedanta, se puede decir con seguridad que las palabras evangélicas provocarán profundos ecos a partir de la intuición que ya había tenido anteriormente con Sat-Chit-Ananda. Esta experiencia previa causará maravillosas resonancias en su actual fe en la Santísima Trinidad. Esto es así porque todas las cosas son el trabajo del Espíritu Uno, quien se ha estado preparando para el despertar y la resurrección de este hombre desde que hace mucho tiempo se reveló primero al corazón de los rishis como Presencia Infinita.
No se trata aquí de una cuestión de teorización teológica o de comparaciones académicas entre los términos de la revelación Cristiana y aquellos con los que India ha expresado su propia experiencia mística única. Se trata más bien de una cuestión de despertar, una consciencia que está más allá y muy lejos del alcance del intelecto, una experiencia que brota y surge en las rincones más profundos del alma.

La experiencia de Sat-Chit-Ananda lleva al alma, más allá de todo simple conocimiento intelectual hacia su mismo centro, a la fuente de su ser. Solo allí es capaz de escuchar la Palabra que se revela en el interior de la unidad indivisa y no-dual (advaita) de Sat-Chit-Ananda, el misterio de las Tres Personas Divinas: en Sat, el Padre, el Principio absoluto y Fuente de todo ser; en Chit, el Hijo, el Verbo divino, el Conocimiento de Sí Mismo del Padre; en Ananda, el Espíritu de amor, Plenitud y Felicidad sin fin.

Entonces, en Sat el cristiano adorará especialmente el misterio de la Primera Persona, el Padre. De hecho el Padre es en Sí Mismo ‘principio No Originado’, la Fuente inmanifiesta de la que procede su auto-manifestación. Pero si se contempla solamente el Padre entonces la adoración debe permanecer por siempre en silencio, pues en sí mismo el Padre es Aquel que ‘nunca ha sido hablado’, que es esencialmente inmanifiesto, no conocido. Él es el Abismo del Silencio. Solo el Verbo (la Palabra) lo hace conocido, y es sólo en este Verbo, su Hijo, donde él está presente a Sí Mismo.

Es de Sat, el Simple-Ser, san-matra en términos vedánticos, de donde procede Chit. Chit es la presencia ante Sí Mismo, la consciencia de Sí Mismo, la apertura hacia Sí Mismo, de Sat. San Juan dice del Verbo que era “en el principio”. De Sat, el Padre, no se puede concebir ni decir nada a fin de situarlo en ningún lugar, sea en el tiempo o en la eternidad. El Padre es origen, fuente; absolutamente. El manantial no es la corriente de agua que fluye de él, y sin embargo el manantial solo se conoce por medio de la corriente que de él fluye. ¿Entonces qué es el manantial en sí mismo, la pura fuente? ¿Qué es el Ser –Sat- en Sí mismo? ¿Qué es el Padre?

Chit es el despertar a Sí Mismo del Ser, es la venida a la manifestación en Sí Mismo. No es meramente un aspecto o un modo de Brahman, el Absoluto. En términos cristianos es una verdadera procesión, un verdadero nacimiento, primero en la eternidad y ulteriormente en el tiempo. El Hijo es la Palabra (Verbo) consubstancial a través de quien el Padre se expresa a Sí Mismo en Sí Mismo. Y es en ese Verbo por medio del cual el Padre se expresa a sí mismo, en su propia autoconsciencia y presencia ante Sí Mismo en el Hijo, donde ‘todo lo que es ha llegado a ser’.

En el corazón de todo ser pensante, de toda consciencia que despierta a sí misma, la Presencia eterna brilla y se hace conocer –la Luz que ilumina toda consciencia que despierta en el mundo (Juan 1:9).
Los videntes de los tiempos antiguos tuvieron una intuición de esta pura auto-consciencia que está en la misma fuente de su ser y a su vez es el horizonte más elevado de su pensamiento; una intuición de aquello que sin duda escapa al alcance de los devas, esto es, al intelecto y la voluntad humana (Kena Up 3). Aquello que ellos reconocieron oscuramente (cp. 1 Cor. 13:12), lo descubre la fe cristiana en la mirada eterna del Hijo. Siendo en su sí mismo más interior la imagen de Dios, se reconoce a sí mismo en el reflejo perfecto de la gloria del Padre que el Hijo es.

No hay sino una Presencia –eso dicen los videntes, aquellos que han contemplado la Verdad. Es la presencia del Sí Mismo ante sí mismo; la que es idéntica allí donde se manifieste.

Para la fe cristiana no hay sino un Hijo, divina y eternamente engendrado. Jesús es el único Hijo del Padre, así como –en un nivel que es un signo del primero- él es también el único Hijo de Maria. En la contemplación de su Hijo, el Padre ve todas las cosas; amándole, ama todas las cosas. En el deleite que tiene en su Hijo, el Padre se deleita en todas las cosas., encontrándolas “buenas, muy buenas” (Génesis 1:10, 31). De modo similar todo “vidente” de Dios contempla al Padre únicamente a través de los ojos del Hijo; todo el que ama a Dios lo ama en el amor del Hijo; todo adorador glorifica al Padre a través de las alabanzas de su Hijo. Todo lo que no pasa por el Hijo, no es en realidad, sino que pertenece a la esfera de la ‘no-realidad’, a-sat, la esfera del caos sin significado.

En el mundo de los hombres hay incontables rostros que reflejan al Hijo. No obstante todos son uno, así como el Hijo es. Chit es esencialmente no dual, advaita. Esto puede resultar  desconcertante para nuestras mentes, pero no tenemos derecho a vaciar de significado las palabras de Cristo: cualquier cosa que uno haga –o deje de hacer- con cualquiera de los hermanos de Jesús, se hace –o se deja de hacer- a Jesús mismo (Mat. 25-35).  El apóstol Pablo, después de una experiencia que rasgó su corazón y transformó su vida, se convirtió en un testigo excepcionalmente cualificado y en un predicador incansable de esta verdad. En la eternidad está solamente el Hijo que el Padre contempla y con quien él está completamente satisfecho. Cada uno de los elegidos es la manifestación por medio de la gracia del eterno despertar del Padre a sí mismo en el Hijo.

Para el cristiano a quien el Espíritu le ha conducido a la verdadera consciencia de sí mismo, el Hijo es todo en todo (Col 3:11). La mirada del Padre descansa en la del Hijo en todas partes, y así mismo la del Hijo descansa en la del Padre; en todas partes hay solamente la manifestación de Dios a Sí mismo y en Sí mismo, en la bendita Trinidad de las Personas. De este modo, ningún hombre puede ser un extraño para otro. Así como el Padre despierta a Sí Mismo en mí, y en mí contempla a su único Hijo, así lo hace en todos mis hermanos, por más humildes o insignificantes que puedan parecer. No hay ningún hombre con el que no esté en comunión con la circumincesión misteriosa (circumincessio: movimiento de uno hacia el otro) y en la circuminsesión (circuminssesio: mutua ‘inhabitación’) que es característica de la vida una no dividida de la Santísima Trinidad.

El Ser solo llega a sí mismo en su autoconsciencia –Sat- a través de Chit; el Padre a través del Hijo. La consciencia de Sí Mismo solo se alcanza en el Ser mismo, Chit en Sat, el Hijo en el Padre. Solo el Padre conoce al Hijo, además de aquellos que vienen al Hijo atraídos por el Padre (Juan 6:44); ni nadie conoce al Padre excepto el Hijo y aquellos a quien él elige revelarse (Mat. 11:27). Pero es precisamente a fin de revelar al Padre (Juan 1:18) que el Hijo ha venido al mundo y ha morado entre nosotros (Juan 1:14), viviendo como un hombre entre los hombres, pleno de gracia y de verdad.

En la tierra de Israel la Palabra de Yahveh fue escuchada por los profetas, quienes la comunicaron fielmente a sus gentes. Por su parte, los académicos y sabios de Israel meditaron acerca del secreto de la sabiduría divina que ordena el Universo. De este modo fue como Dios preparó a sus pueblo elegido para la revelación suprema del Hijo que mora eternamente ‘en el seno de su Padre’; Aquel que es la Palabra a través de la cual Él creo el mundo, y la Sabiduría por medio de la cual lo dirige.

India fue preparada por el Espíritu de una manera incluso más interior, de modo que en la plenitud de los tiempos pudiese oír la misma Palabra. Él la condujo dentro de la profundidad del misterio del Ser, dentro de esa consciencia de sí mismo en la que el Ser despierta a sí mismo hasta el punto que todo pensamiento es aniquilado. Pero ese es el mismo lugar donde Aquel que mora en el seno del Padre -que es la presencia del Padre ante Sí Mismo y su propia Consciencia de Sí Mismo- la está esperando para que venga a reunirse con él.

El Silencio del Ser se expresa en la Palabra. Sin la Palabra ese Silencio permanecería por siempre sin romperse. ¿Pero cómo podría el Ser haberse mantenido eternamente inmanifiesto a Sí Mismo?
Solo en la gloria que el Hijo le rinde al Padre podemos afirmar que el Padre es.   


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sábado, 12 de noviembre de 2016

ADVAITA (NO DUALIDAD) Y RELIGIONES




Advaita y religiones


Abhishiktananda
(Henri Le Saux)


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Extracto del capítulo titulado “El dilema del Advaita” contenido en el libro “Saccidananda”, escrito por el monje benedictino y profundo conocedor del Vedanta Advaita, Henri Le Saux. Traducción inédita en castellano por R. Mallon Fedriani.


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Los cristianos en la India se ven confrontados con una experiencia espiritual y religiosa que proclama ser la más elevada, no menos que la suya propia. En nombre de esa experiencia los sabios hindúes, así como los místicos, discuten entre sí con el fin de afirmar el estatus esencialmente relativo de todo aquello que es accesible a los sentidos o a la razón humana. Partiendo de este juicio incluyen sin excepción no solamente las verdades que los hombres pueden llegar a descubrir a través del intelecto, sino también todas aquellas que proclaman haber recibido directamente de Dios a través de la Revelación divina. Creencias, ritos, instituciones religiosas de todo tipo, todo ello cae dentro de esta devaluación general. 

El jñani hindú por supuesto no niega todo valor a la fe y a las instituciones cristianas. Las considera útiles y de hecho beneficiosas para las gentes pertenecientes a un determinado contexto cultural, y ello en tanto que su experiencia espiritual está aún confinada dentro de la esfera del tiempo y de la multiplicidad. Esto es cierto no solamente para el Cristianismo sino para todas las religiones, y no menos para el Hinduismo. Mientras que el hombre diferencia entre el “yo”, el mundo, y Dios, los dogmas y los ritos no sólo son legítimos para él, sino necesarios. Nadie tiene ningún derecho a evadirse de las obligaciones de su propio dharma mientras no haya alcanzado la “experiencia final”; no basta que haya leído en las escrituras u oído de su gurú que la verdad última es advaita o no dualidad. La libertad inherente al estado de liberación o moksha sólo se logra por medio de la experiencia.

Desde el punto de vista vedántico ni la adoración ni las Escrituras hindúes, ni tampoco los sacramentos y dogmas cristianos, tienen un valor fundamental o supremo. Son todas como la ‘balsa’ de la que hablaba frecuentemente Buda. Uno hace uso de ella para cruzar un río, y en caso de emergencia si no hay ninguna disponible, uno puede incluso construirla por sí mismo; pero una vez que se ha llegado a la otra orilla a nadie se le ocurriría llevársela consigo. Dicho de otro modo, son como la cerilla encendida de la que se habla en los Upanishad: uno la utiliza para encender la lámpara pero una vez que la lámpara está encendida se deshace de ella sin pensarlo dos veces. El hombre tiene la capacidad de tener verdadera consciencia del sí mismo. No está hecho para permanecer siempre en el nivel rudimentario de consciencia al que lo arroja la percepción sensorial dirigida -como debe ser- hacia el exterior, y donde intenta mantenerle sostenido. Con toda seguridad el recién nacido necesita al principio la leche, pero la leche no va a constituir su alimento para siempre. Al principio necesita el pecho de su madre, pero el estado final del hombre no es permanecer junto al pecho de su madre. Tampoco puede la mariposa permanecer indefinidamente en el estadio de crisálida. Lo mismo es aplicable a los estadios sucesivos a través de los cuales pasa el hombre en su desarrollo mental y espiritual, desde el pensamiento práctico del hombre primitivo al pensamiento reflexivo del filósofo, y finalmente a la pura consciencia del  ‘Veedor’.

Los estadios preliminares no son mera ilusión, tal y como a veces se afirma de una manera excesivamente simplificada. La verdad que contienen tiene su valor, pero un valor que está limitado al nivel en el que se experimenta. Esta verdad no se pierde cuando la ‘experiencia suprema’ toma posesión del Espíritu. La teoría de Euclides no dejó de ser cierta en su propio nivel cuando los matemáticos descubrieron que se trataba solamente de un caso particular de la ciencia de la geometría. Para el jñani el mundo es real, al igual que lo es para el ajñani, tal y como ya sea dicho.  Sólo el jñani  tiene acceso a un nivel superior de realidad que es insospechado para el ajñani. Desde este nivel trascendente él es capaz de juzgarlo todo y de discernir el grado de verdad en todo aquello que se manifiesta como tal, algo similar a lo que dice San Pablo acerca del hombre espiritual (1 Cor 2:15). El hombre que ha alcanzado la esfera de consciencia del Sí Mismo en verdad no pretenderá afirmar que la percepción ordinaria es irreal en el sentido absoluto del término. Él sabe demasiado bien que no debe permitirse realizar ningún juicio categórico sobre la realidad del mundo, sobre su existencia particular, o sobre la variedad múltiple de las cosas. Por ejemplo, no dirá que el “yo”, el mundo, y Dios son sencillamente uno, ni reducirá el Ser a una mónada filosófica, tal y como con frecuencia se le pide que haga o a veces se le descalifica por hacerlo. Esto superaría los límites de su visión, y además constituiría una interpretación conceptual -además de dualista- de aquello que trasciende toda conceptualización. Todo lo que puede permitirse a sí mismo murmurar es ese “no hay dos”, advaita, pues el ser no se puede dividir...

Precisamente esto, es decir su negativa a la definición conceptual y su referencia constante a la experiencia transcendente, lo que hace que el vedantín sea tan inflexible en su negativa a llevar a cabo todo intento de absolutización de cualquier concepto o experiencia de la consciencia fenoménica. Exactamente igual que en el caso de la fe cristiana, la experiencia Advaita tiene lugar a un nivel que no permite comparaciones. Ambas siguen la misma línea. Sin negar el valor de la razón humana a su propio nivel, ambas niegan todo juicio acerca de ello. No obstante, no hay aquí ni siquiera dos revelaciones cuyos contenidos sean comparables fenomenológicamente, como es el caso entre Cristianismo y el  Islam. La experiencia del Vedanta, como la del Budismo y el Taoísmo originales, sólo puede entenderse en sus propios términos. El desafío que presenta la experiencia espiritual oriental a la cristiandad, así como a toda forma de religión y filosofía, tiene un carácter definitivo. Éstas son empujadas hacia arriba hasta la última ‘línea de defensa’, compelidas a encarar un último dilema que consiste en permanecer para siempre en el nivel de lo que es múltiple y relativo, o consentir que se disuelva su identidad en la experiencia sobrecogedora del Absoluto.

De hecho no hay ninguna lógica que pueda minar la posición básica del Vedanta. Se puede discutir sobre los sistemas filosóficos que se desarrollaron sobre la base de la experiencia Advaita. Se puede intentar demostrar que en la Advaita no tiene respuesta a los problemas del mundo o de la vida moral, pero todo esto yerra su objetivo, o más bien resbala sobre la superficie diamantina del Advaita sin dejar la menor huella.  A todos los problemas a los que se le encara al jñani, a toda metafísica a la que se le confronta, él responde haciendo la sencilla pregunta: “¿admites o no admites el hecho del Ser?”  “Si ya hay Ser, ¿entonces quién o qué podría calificarlo?”  Éste era el tema que hace mucho tiempo planteaba el famoso poema de Parménides en los amaneceres de la filosofía griega poco después de que los rishis en las orillas del Ganges  y los Indus hubieran también oído ellos mismos en las profundidades de su espíritu de la upanishad del Ser y Brahman.  La razón puede discutir, pero la experiencia conoce.

El simple monoteísmo, tal y como fue revelado a Abraham, no puede responder fácilmente el desafío vedántico. Esto también es cierto acerca del monoteísmo que se encuentra en el Corán, y también en la forma mosaica.  A los ojos del vedantín la proclamación de la trascendencia de Dios que hacen los judíos o los musulmanes queda invalidada por el mismo hecho de que se atrevan a formularla. Postrarse ante Dios es sin duda algo muy noble, pero en el mismo acto de postración ¿acaso no está el creyente afirmándose a sí mismo frente a Dios? ¿Acaso no está midiendo a Dios con su propia escala humana en el momento en el que proclama que Dios está más allá de toda medida? Quizás todo esto sea una manera de hablar que no tenga mayor valor, en cuyo caso no hay nada más que decir; de ser así, entonces el Advaita permanece como la Verdad definitiva. Si en vez de eso hay una ‘postración’ real, entonces esa postración en sí misma destruye la llamada a la trascendencia, ya que presupone al menos alguna medida común entre aquel que adora y aquel que es adorado.

La religión del Antiguo Testamento está fundamentada enteramente sobre la idea de una Alianza entre Dios y el hombre. Sin duda esta es una de las expresiones más elevadas posibles de la relación del hombre con Dios. No obstante ¿quién eres tú, como hombre, para erigirte a tí mismo como ‘compañero de Dios’, para pedirle explicaciones como hizo Job, o incluso para desafiarlo por tu pecado? ¿Quién eres ‘tu’ para erigirte a ti mismo de este modo? Una vez que se ha encontrado el Absoluto, no hay terreno firme sobre el cual el hombre puede intentar mantener su equilibrio. Una vez que se está en contacto con el Ser, todo aquello que se atreve a proclamar que posee que tiene una parte en el Ser cae en la nada, o más bien, desaparece en el Ser  Mismo. Cuando el Sí Mismo brilla plenamente, el “yo” que se ha atrevido a acercarse no puede reconocerse a sí mismo por más tiempo, o preservar su propia identidad en medio de esa Luz cegadora. ¿Quién queda para ser en presencia del Ser Mismo? La demanda del Ser es absoluta. Nunca puede haber más que un valor relativo en todo lo que el hombre intenta decir o pensar acerca de Dios. Todo el desarrollo posterior de la religión de la Alianza -doctrinas, leyes y adoración- lo encuentra de una manera simple el advaitín en las palabras reveladas originalmente a Moisés es en el monte Horeb: “Yo Soy el que Soy”.

Sin duda el judaísmo continuará existiendo, igualmente el islam.  En verdad nadie pensaría en negar la influencia benéfica ejercida por estas fes monoteístas en el despertar religioso de la humanidad. Estemos o no de acuerdo en que en la religión mosaica fue revelada directamente por Dios, los ecos que suscitó en los corazones de los sabios según meditaban sobre la Alianza, el fuego que ha encendido en los corazones de los profetas, y el coraje y la fidelidad con la que inspiró a los creyentes incluso en las circunstancias más adversas, son todos ellos pruebas claras de su valor para el espíritu humano. Sin duda la religión de la Alianza se corresponde con intuiciones y revelaciones que están en la profundidad de la psique humana y proporcionan la oportunidad de su expresión. La actitud religiosa de los judíos desafía sutilmente la mente humana con el problema de la existencia personal del hombre a la vez que la personalidad de Dios; así mismo plantea el problema de la necesidad oculta profundamente en el hombre de entrar en comunicación con Dios y de tener al menos algún tipo de relación mutua con Él. (De forma análoga la “angustia” característica de el “ser para la muerte” que es tan destacada en la filosofía contemporáneo, encara al hombre de una forma no menos inexorable con la cuestión de la autonomía de su conciencia en el contexto de su contingencia). Siendo justos el vedantín no tiene más derecho a evadir dichos problemas cuando por su parte conceptualiza su experiencia del sí mismo y lo expresa en términos filosóficos, que lo tiene el cristiano para evadir el desafío del Advaita cuando intenta expresar en una “teología” la experiencia de los apóstoles del misterio de Cristo; y menos aún la experiencia del propio Jesús. Pero el advaitín objetará una vez más diciendo que estos problemas, al igual que todos los demás problemas, pertenecen únicamente al ámbito de la razón, de la “ciencia”. Es el individuo el que los plantea y piensa acerca de ellos, pero esto es así precisamente porque aún no se ha reconocido a sí mismo en su propia Verdad última. ¿Quién queda para hacer surgir estos problemas el día en el que se ha descubierto finalmente a sí mismo más allá de las ataduras y limitaciones de su existencia, más allá de la sucesión de momentos que transitan continuamente, y más allá de su conexión aparente con el mundo de su percepción igualmente transitorio? Los problemas que se encuentran en un sueño desaparecen automáticamente cuando uno se despierta. Las filosofías, al igual que las teologías, no tienen otro propósito que el de dirigir al hombre hacia el conocimiento que lo salvará.   Ellas no pueden entrar en la habitación más interior; en el “castillo interior”; al igual que Moisés, ellas tienen prohibido entrar en la “tierra prometida”. Sólo pueden otearla y admirarla desde el distante Monte Nebo, desde el punto ventajoso de su conocimiento discursivo o incluso desde las palabras con las que Dios ha consagrado su mensaje, pero requiriendo todas ellas la elucidación en el Espíritu. Su sola función es la de despertar al hombre, de hacerle realizar su propia naturaleza, y de liberarle poco a poco de su sí mismo de ensueño que proyecta su propio mundo de ensueño. Desafortunadamente el hombre se agarra a su mundo de ensueño con demasiada frecuencia por su propio interés; ¡incluso espera de él una salvación de ensueño! Las doctrinas, las leyes, y los rituales sólo tienen el valor de ser indicadores que señalan el camino hacia lo que está más allá de ellas.  Un día, en la profundidad de su espíritu, el hombre no podrá evitar escuchar el sonido del “Yo Soy”  que pronuncia “El-Que-Es”. Entonces contemplará el brillo de la Luz cuya única fuente es ella misma, es Él mismo, es el Sí Mismo único... ¿Qué lugar habrá entonces para las ideas, las obligaciones o los actos de adoración de cualquier tipo? ¿En qué se habrá  convertido entonces -pregunta el advaitín-, el filósofo y el teólogo, el académico y el sacerdote, el profeta y el maestro de la ley?



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jueves, 27 de octubre de 2016

DESAFÍO CRISTIANISMO-ADVAITA




EL DESAFÍO QUE PRESENTAN ENTRE SÍ CRISTIANISMO Y ADVAITA  


Swami Abishiktanada
 (Henri Lesaux)


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Extracto del libro de Swami Abishiktanada (Henri Le Saux)  titulado “Saccidananda: A Christian Approach to Advaitic Experience” (63-65). Delhi: ISPK, 1977. Traducción inédita al castellano: Roberto Mallon Fedriani.


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Para el Hombre que tiene la experiencia directa de lo Real nada permanece excepto la Luz desnuda y no compuesta del Ser mismo. Un día alguien preguntó a Ramana Maharishi por qué Cristo enseñó a sus discípulos que debían darle el nombre de ‘Padre’ a Dios. Él contestó: “¿Por qué no se le debería dar un nombre a Dios mientras Dios permanece como otro?” Una vez que el hombre ha realizado la Verdad, ¿qué sitio queda para algo como un ‘yo’, o un ´´Tu´, o un ´Él? ¿Quién queda ni siquiera para susurrar: “¡Oh Señor solo Tú eres; yo soy nada.” En la luz cegadora de esta experiencia no hay lugar concebible para ningún tipo de diferenciación; no hay nada sino a-dvaita, “no-dos”.

El cristiano es sin duda también consciente de que Dios está en él –no meramente de que venga a él (Juan 14:23; Apoc. 3:20) –, y de que cada centro de su alma es el lugar donde mora Dios. Él también sabe que Dios está en todas las cosas, y con el fin de encontrar a Dios busca sumirse profundamente en sí mismo y dentro de todas las cosas en busca de su  secreto final y el del suyo propio. Cuanto más hace esto más descubre la verdad de la presencia de Dios, cada vez más luminosa, más elemental. Entonces busca en las profundidades de su corazón un lugar en donde –por decirlo así– pudiera mantenerse y contemplar Su Presencia, el sanctum interior desde donde su propia individualidad incomunicable mana del Ser mismo y viene a la existencia. Él busca esa fuente interior desde donde brotan su vida y existencia personal a fin de manifestarse en el plano exterior del cuerpo y del intelecto. Él busca ese punto excelso de su consciencia, esa “cúspide” del alma en donde más realmente que en ningún otro lugar puede encontrarse a sí mismo en presencia de Dios, cara a cara con su Padre, allí donde él puede ser un Yo diciéndole ‘Tu’ a su Dios. Incluso si debe ser consumido en el abrazo divino al que anhela el Espíritu que está en él (Canto de Salomón 1:2), quiere al menos percibirse a sí mismo en el momento de arrojarse a este fuego, y ser capaz de decirle a Dios, “Yo me entrego a Ti”.

Pero ¡Ay!, cuando trata de mantener su posición en los últimos recovecos de sí mismo, ¡encuentra que Dios está ya allí! Entonces busca en vano volver sobre sus pasos para poder retirarse en sí mismo e intentar salvar al menos algo de su propia existencia personal separada: al igual que Moisés y Elías quiere esconderse en alguna grieta de la roca desde donde poder contemplar a Dios. Sin embargo, incluso las “cavernas” más recónditas e inaccesibles de su corazón aparecen ya ocupadas, y la oscuridad en la que él hubiera esperado salvar su existencia personal de la aniquilación en el Ser está ya en llamas con la gloria de Dios. Aun así, él lucha desesperadamente por proferir un “yo”, un “tu”; pero ahora ningún sonido se deja escuchar, pues ¿de dónde podría provenir? E incluso si por cualquier medio este “yo” se pudiera llegar a pronunciar, se sumergiría inmediatamente en el único Yo Soy que llena la eternidad… el trueno de Sinaí, la inmensidad de las aguas de las que hablan los Salmos. Le ocurre como al marinero náufrago que, sacudido de ola en ola, vaga en alta mar luchando en vano contra la corriente que lo gobierna y lo arrastra. Todo ha terminado en él, pronto no habrá ningún “yo” para ser consciente de ninguna experiencia, menos aún para ser consciente de que todas las experiencias posibles ya han terminado. No queda nadie para decir “Yo he pasado más allá, me he perdido a mí mismo.” No queda nada aparte de ese Consciencia misma, pura y sin mezcla: Esto (tat)… eso (sat)… OM – “OM tat sat”, como se dice en la Gita (17:23). Pues el hombre no puede ver a Dios y vivir. (Deut. 5:26).


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