domingo, 30 de septiembre de 2018

ECKHART: El Nacimiento del Verbo en el alma (III)



MEISTER ECKHART

El Nacimiento del Verbo 
en el Alma

(III)

Reza Sha Kazemi


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eckhart sanatanadharmatradicional



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Tercera entrega de la traducción inédita hasta la fecha en castellano del capítulo dedicado a Meister Eckhart del libro de Reza Sha Kazemi titulado "Paths to tracendence according to Shankara, Ibn Arabi y Meister Eckhart". Publicado en la editorial World Wisdom, Inc, 2006.




(Traducción al castellano de Roberto Mallón Fedriani)


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2.    Concentración Unitiva, Raptus, y Nacimiento

El primer principio importante a establecer al describir el Nacimiento, es la absoluta necesidad de la gracia divina, sin la cual el alma no puede conseguir nada en su búsqueda de la trascendencia de sí misma. Siguiendo con el debate anterior sobre el desapego, podría decirse que la vacuidad pura que efectúa el desapego espiritual es la receptividad interior al influjo de la gracia; Dios está continuamente buscando a la criatura, la cual, por su parte, no es receptiva a Dios debido a su preocupación por -y por tanto “plenitud de”- sí misma y del mundo:
“Dios siempre se está esforzando por estar constantemente con un hombre y llevarle hacia el interior, siempre que aquel esté dispuesto a seguirle... Dios siempre está listo, pero nosotros no estamos dispuestos. Dios está cerca de nosotros, pero nosotros estamos lejos de Él. Dios está dentro, nosotros estamos afuera. Dios está en casa, nosotros estamos fuera.” (II:169).
El reconocimiento por parte de la criatura de su incapacidad inherente, efectúa una apertura decisiva hacia la gracia, y esta apertura también se identifica con el despertar de los espacios más elevados del intelecto. Por tanto, el aspecto creado del intelecto debe hacerse consciente de sus limitaciones ineludibles, y entonces buscar fervientemente la gracia de Dios; pues es solo por virtud de esta gracia como puede actualizarse el aspecto “más elevado” o “increado” del intelecto. Así pues, cualquier cosa que se “alcance” por medio de este intelecto pertenece más a la obra de la gracia de Dios que a los esfuerzos de la criatura: “Cuando un hombre está muerto en la imperfección, surge en el intelecto más elevado la comprensión, y clama a Dios por Su gracia. Entonces Dios le da una luz divina a fin de que llegue a conocerse a sí mismo. Allí dentro conoce a Dios.” (I:267).
         Esta consciencia de la necesidad de la gracia no implica una actitud fatalista o quietista respecto al propio estado actual de imperfección; al contrario, el reconocimiento de esta imperfección está fuertemente ligado a la acción resolutiva: va de la mano con una lucha incesante contra los propios errores, un “odio hacia la propia alma” en la medida en que el alma continua siendo imperfecta: “Quienquiera que ame su alma en la pureza, que es la naturaleza simple del alma, la odia y es su adversario dentro de este traje; la odia y está angustiado de que ella esté tan lejos de la pura luz que es ella en sí misma.” (I:171).
Uno debe esforzarse continuamente por trascenderse a si mismo -superando sus propias faltas- no ya prefigurando y anticipando la victoria efectiva sobre uno mismo actualizada por la gracia, sino también abriéndose a sí mismo a esa gracia. De este modo, al hablar de las “funciones” del ángel en cuanto a la preparación del alma para el Nacimiento, Eckhart añade que uno debe esforzarse por parecerse cada más al ángel en el desempeño de su triple función: la purificación, la iluminación y la perfección del alma (I:212). En otro lugar este proceso se compara con el incremento del parecido a Dios: “En la medida en que todas las faltas del alma se van abandonando, en esa medida Dios la hace parecida a Él mismo.” (I:219).
 Debemos ahora abordar la cuestión del significado exacto de “falta”, y cuál es el “éxito” correspondiente. Para contestar a esto se debe apreciar el aspecto más significativo de la trama de relaciones que subsisten entre el Padre y el Hijo, el Hijo y la humanidad, y la humanidad y el ser humano individual. Yendo primero a la relación de paternidad Divina, Eckhart cita el principio escriturario: Ningún hombre conoce al Padre sino el Hijo (Mat. 11:27) y añade: “si conocieras a Dios, no solo serías como el Hijo, sino que serías el Hijo mismo.” (I:127). “Ser” de este modo el Hijo significa ser uno con el Verbo eternamente pronunciado por el Padre, en contraposición a ser Jesús como hombre que nació en un tiempo y en un lugar determinado. Distinguir entre el Nacimiento eterno y el nacimiento temporal deja clara la necesidad de realizar en el interior de uno mismo la realidad de este Nacimiento incesante, del que el nacimiento temporal no es sino una consecuencia. Aquí raica el punto crucial de las enseñanzas de Eckhart, quien lo expresa citando a San Agustín: “¿De qué me sirve que este nacimiento esté siempre ocurriendo, si no me ocurre a mi? Lo que importa es que debería ocurrir en mí.” (I:1)
         La asunción de la naturaleza humana por el Verbo es la clave para la realización del Nacimiento en el ser humano: “Dios adoptó la naturaleza humana y la unió con Su propia Persona. La naturaleza humana se hizo Dios, pues Él puso al desnudo la naturaleza humana, no la de ningún hombre. Por tanto, si quieres ser el mismo Cristo y Dios, sal de todo aquello que el Verbo eterno no asumió... entonces serás lo mismo que el Verbo eterno, como la naturaleza humana lo es para Él. Pues entre tu naturaleza humana y la Suya no hay ninguna diferencia: es una, ya que lo que hay en Cristo lo hay en ti.” (II:313-314).
         En otra palabras, una vez eliminados los accidentes de la individualidad, se revela la naturaleza humana universal: no tal o cual ser humano, sino la humanidad como tal, la cual, habiendo constituido el recipiente existencial de la Divinidad, es absorbida por su contenido divino: hacerse uno con la humanidad es pues un estadio en el camino de ascenso para hacerse uno con la Divinidad, describiendo de este modo el movimiento inverso por el que la Divinidad descendió para hacerse humanidad: “¿Porqué se hizo Dios hombre? Para que yo pudiera nacer como Dios mismo.” (I:138)
         Por consiguiente, el significado verdadero, o trascendente, de la humanidad es la Divinidad, lo cual es lo mismo que decir que el hombre solo es fiel a su naturaleza más profunda en la medida en se trasciende a sí mismo, lo cual hace -en primera instancia- purificándose a sí mismo de “todo aquello que el Verbo eterno no asumió.” Está claro que Eckhart esta aquí enfatizando la necesidad de divinización del ser humano, no de la humanización de lo Divino: lo inferior se debe extinguir a sí mismo ante lo superior, y solo entonces será reabsorbido por ello; no es una cuestión de hacer descender lo superior al propio nivel y de asimilarlo crudamente a la propia actualidad personal.
         Estas consideraciones quedan reforzadas con una analogía alquímica utilizada por Eckhart: “El alma se oscurece al ser vertida en el cuerpo, ... El alma no puede ser pura a menos que sea reducida a su pureza original, tal y como Dios la hizo, igual que el oro no puede hacerse a partir del cobre con dos o tres horneados: debe reducirse a su naturaleza primaria... El hierro se quede comparar con la plata, y el cobre con el oro: pero cuanto más los igualamos sin llevar a cabo sustracciones, tanto más falsos son. Pasa lo mismo con el alma.” (I:202-203).
         La esencia del alma está oscurecida y envuelta por el cuerpo: la “reducción” o “disolución” alquímica que se requiere no tiene como finalidad el cuerpo como materia, sino más bien el alma en tanto que ha asumido sobre ella la oscuridad de su recubrimiento: los rastros psíquicos de la materia y de la corporalidad, la pasión por lo perecedero, el apego al material transitorio que “es creado después de nada” (I:203). Cuanto más toma el alama su estado  actual, natural, caído -el cobre sin refinar- por la esencia de su ser y su consciencia, tanto más falsa se hace, tanto más susceptible al orgullo, lo cual aquí significa deificar a la criatura como tal, tomando la oscuridad por la luz. Se debe recordar aquí la idea del cobre que está más exaltado en el oro que por sí mismo: anteriormente se usó esta imagen respecto a la distinción entre el Ser y el Más Allá del Ser, pero es igualmente relevante su aplicación al alma y a Dios: el alma realiza una plenitud en Dios que está estrictamente excluida en el plano de su afirmación separativa como alma.
         Si esta reducción a la humanidad pura constituye el propósito y el límite de la capacidad del ser humano -cuyas modalidades veremos en breve- y lo convierte en uno con el Verbo, surge entonces la pregunta: ¿qué es eso que el Hijo “conoce” del Padre, y que ahora el individuo, reducido a “humanidad desnuda”, y por tanto al Verbo, también conoce? ¿En qué consiste este conocimiento? “¿Qué es lo que oye el Hijo de su Padre? El Padre solo puede dar el nacimiento, el Hijo solo puede nacer. Todo lo que el Padre tiene y es, la profundidad del ser divino y la naturaleza divina, Él la produce toda de una vez en Su único Hijo engendrado.” (I:138).
         El contenido de este conocimiento es inseparable del Ser del Absoluto; la distinción ontológica entre el Hijo como Persona y la Divinidad en cuanto Esencia, no está operativa en esta dimensión supra-ontológica de identidad esencial -aquella identidad que permite que Eckhart afirme que las Personas no son sino una Divinidad pese a sus distinciones personales exteriores-. Así pues: “En el Verbo eterno, el oyente es el mismo que el que es oído.” (II:83).
         Así como el Hijo es el Padre en su dimensión unitiva, así, si el hombre individual ha llegado a nacer como el Hijo en virtud de su reducción efectiva a pura humanidad, entonces también él tampoco puede ser otro que el Uno. Decir “Nacimiento” es decir “Unión”: “Dios Padre da a luz al Hijo en el terreno y la esencia del alma, y de este modo se une a Sí Mismo a ella... y en esa unión real radica toda la beatitud del alma.” (I:5).
         La descripción que hace Eckhart sobre la naturaleza del Ser que es de este modo comunicado y consumado en la unión, se corresponde estrechamente, una vez más, con el ternario vedantino Sat-Chit-Aanada; pues se dice que éstos son tres aspectos del Verbo tal y como es pronunciado en el alma: “poder inconmensurable”, “sabiduría infinita”, y “dulzura infinita” (I:60-61).
         Eckhart recalca que en esta naturaleza integral, él posee todo lo que fue dado a Cristo; esta fue otra de las tesis por las que fue condenado en la Bula de 1329: “Todo lo que Dios Padre dio a su único Hijo en la naturaleza humana, Él me lo ha dado a mí: todo sin excepción, ni siquiera la unidad ni la santidad.” (I:XLVIII).
         En uno de sus Sermones plantea y responde la pregunta clave implícita en la condena de una idea así: Si tenemos todo lo que fue dado a Cristo, “¿porque entonces alabamos y ensalzamos a Cristo como nuestro Señor y nuestro Dios?” Y responde: “Eso es porque él era un mensajero de Dios hacia nosotros y nos ha traído nuestra bendición. La bendición que nos trajo era nuestra.” (I:116).
         En otros términos, Jesús -el hombre- “recordó” a la humanidad la bendición que hay dentro de ella, una bendición derivada de Dios, en primera instancia, en tanto que cada alma humana está hecha a imagen de Dios -es decir, en esencia cada alma nace como el Hijo, y por tanto con todas las bendiciones del Hijo-; una bendición que está solamente nublada, no abolida, por la Caída. Esta bendición solo es “nuestra” en la naturaleza humana esencializada, allí donde todos los aspectos de la criatura son trascendidos. Es como si Eckhart estuviese diciendo: el Principio que me trasciende me transmite un mensaje que me recuerda que está inmanente en mí; que es más verdaderamente “yo mismo” que este caparazón psicofísico que me envuelve.
         Yendo ahora a los medios mediante los cuales se ha de realizar esta inmanencia trascendente, Eckhart describe el aspecto increado del alma como algo más desconocido que conocido, “un lugar extraño y desértico”; de ahí que la supresión del ego sea condición sine qua non para esta realización: “Si pudieras borrarte a ti mismo por un instante, es más, incluso menos de un instante, poseerías todo lo que es esto en sí mismo. Pero mientras que te preocupe cualquier cosa, no conoces más Dios que lo que conoce mi boca del color o mi ojo del sabor.” (I:144).
         Ahora debemos centrarnos en el significado de esta anulación de uno mismo y en el principio ontológico del que se deriva su necesidad para la espiritualidad. Debemos recordar aquí la idea de que cualquier cosa especifica -incluso algo bueno en sí mismo- es un velo sobre el Bien universal, y es por tanto una forma de negación de ello. Cualquier cosa que “es” en sí misma, “no” es en relación a Dios: “en la medida en que el no se adhiere a ti, en esa medida eres imperfecto. Por consiguiente, si quieres ser perfecto debes deshacerte del no.” (I:117).
         De este modo, la perfección ontológica es la negación trascendente de la negación. Cualquier rastro de alteridad excluye esta perfección, pues la otredad es la afirmación de la negación. La Unión significa la total unidad con aquello que es, mientras que lo separativo conlleva una relación inevitable con la nada. Es esta una relación que aparta de lo Real en la medida en que nos mueve en la dirección de una nada que cabe considerar como una tendencia negativa cuyo estatus existencial deriva, no de su propia naturaleza, que es por definición inexistente, sino de su capacidad de negar lo Real.
         Es importante distinguir entre dos tipos de “nada” pertenecientes al alma. La primera es cuando el alma se afirma como tal, apartada de Dios, y que podemos denominar ‘nada negativa’, en tanto que niega la realidad única de Dios. La segunda es una nada precipitada metódicamente y que, por el contrario, es eminentemente positiva, pues se trata de una negación deliberada del aparente “algo” propio del alma, y por tanto una nada que es receptiva al “algo” Divino. Para alcanzar el “algo” de Dios -Su Realidad, que está por así decir en el otro lado del Vacío- el alma debe primeramente caer en su propia nada, lo que aquí implica la negación concreta y “ascendente” o “interiorizante” de su propio “algo” aparente; es entonces cuando Dios “con su ser increado, se ubica por debajo de esa su nada y sostiene al alma en el ‘algo’ de Él.” (I:59)
         Si el alma debe vaciarse de sí misma en términos de Ser, lo mismo es aplicable, mutatis mutandis, en términos de consciencia cognitiva: el alma solo puede llegar a conocer por medio de un no-conocer, de un despojamiento completo de todos los contenidos del pensamiento: “Debe haber una quietud y un silencio para que este Verbo se haga oír. No podemos servir mejor a este Verbo que en la quietud y el silencio: allí podemos oírlo y allí también lo entenderemos correctamente -en el no saber-. Se aparece y revela a aquel que nada sabe.” (I:20)[1]
         Lo que se está enfatizando es que aquello que es ignorancia desde la perspectiva humana noes si no el reverso de un modo de conocimiento absoluto desde la perspectiva divina; así como el oído no tiene conocimiento del sabor, así las modalidades humanas de conocimiento carecen de medios para asimilar las verdades divinas, habiendo allí una inconmensurabilidad insalvable como la que hay entre los procesos de cognición finitos y el contenido infinito de la realidad divina. Desde el punto de vista humano, “no saber” es la condición previa para el conocimiento del orden divino: “Entonces debemos hacernos conocedores con el conocimiento divino y nuestro no saber será ennoblecido y adornado con el conocimiento sobrenatural.” (I:21)
         Por tanto, “no saber” significa concretamente recolectar todos los poderes del alma interiorizándolos para la concentración unitiva; concentración no en ésta o en aquella imagen, sino en la Verdad misma, en las profundidades más interiores de la quietud silenciosa: “Debemos concentrar todos nuestros poderes en percibir y en conocer la verdad una, infinita, increada y eterna. Para ello, reúne todos tus poderes, reúne tus sentidos, tu mente entera y la memoria; dirígelos hacia la tierra donde está enterrado tu tesoro.” (I:19).
         El “no saber” se refiere por tanto a todos los modos de las potencias individuales del alma: en lo que al individuo se refiere, la concentración pura es una ignorancia que subsume dentro de sí misma de modo indiferenciado todos los aspectos del funcionamiento del alma, y que resulta en un “modo sin modo” de ignorancia; un vacío que solo es receptivo al influjo del Ser, la Verdad y la Beatitud divinas. Este es el “tesoro” que está enterrado profundamente bajo las capas superficiales de cognición que son otros tantos velos sobre la Verdad.
         Todas las imágenes, en tanto que se reciben del exterior, se deben excluir con firmeza. Incluso se llega a afirmar que la imagen de Cristo es un obstáculo para la realización más elevada. Citando a Juan, 16:7, “Pero yo os digo la verdad: Os es necesario que yo me vaya; porque si yo no me fuere, el Consolador [el Espíritu Santo] no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré.” Eckhart comenta: “Esto es como si hubiera dicho: ‘Os regocijáis demasiado en mi forma presente, y por tanto el gozo del Espíritu Santo no puede ser vuestro.’ Así pues, abandonad todas las imágenes y uníos con la esencia sin forma.” (III:128).[2]
         La postura de Eckhart se hace as inteligible cuando se comprende el concepto de “imagen”, junto con el correspondiente estado de liberación de todas las imágenes. En el Nacimiento se alcanzan todas las cosas en su realidad objetiva dentro de Dios, en contraste con sus formas exteriores como imágenes refractadas a través de prismas limitados y por tanto distorsionadoras de la consciencia de la criatura. Si cualquier imagen -sea noble o vil- está presente en la mente, Dios debe estar necesariamente ausente:
“La más pequeña de las imágenes criaturales que se dan en ti es tan grande como Dios. ¿Cómo es eso? Te priva de la totalidad de Dios. Tan pronto como la imagen entra, Dios debe irse con toda Su Divinidad... ¡Sal de ti en busca de Dios, y Dios saldrá de Sí Mismo para buscarte a ti! Cuando ambas cosas han salido, lo que queda es uno y simple. En este Uno el Padre guarda a Su Hijo en su seno más interior.” (I:118)
         Se observa aquí el reflejo cognitivo de un proceso ontológico en el dominio del método espiritual, en el reino de la realidad metafísica: la abstinencia de toda imagen es el aspecto negativo de la concentración unitiva, y esto refleja y prefigura esa negación de sí mismo que es el aspecto negativo de la realización unitiva: tan pronto como el sí mismo es anulado -apartado de sí mismo- la Divinidad inmanente es realizada en una unión que impide toda afirmación exclusiva tanto de sí mismo como de Dios: en esta unión solo permanece la Divinidad.
         Es en este sentido de abandono y desapego de todas las impresiones sensoriales y constructos mentales en el que Eckhart interpreta el pasaje de las escrituras sobre el Jesús niño que lo pierden sus padres, y que solo lo vuelven a encontrar cuando retornan al punto del que habían partido: uno debe dejar atrás la “multitud” -de poderes, funciones, obras, e imágenes del alma- y volver al origen. (I:39)
         En otro Sermón, Eckhart se plantea a sí mismo la siguiente pregunta: ¿es siempre necesario estar tan “yermo y distanciado de todo lo interior y lo exterior”? ¿no puede uno rezar, escuchar los sermones, y demás, para ayudarse a si mismo? Y contesta: “No, puedes estar seguro de esto. Lo mejor para ti es la quietud absoluta tanto como sea posible. No puedes cambiar este estado por ningún otro sin sufrir daño por ello.” (I:43).
         Una vez más se observa un paralelismo claro entre los elementos operativos del método espiritual y la estructura de la realidad metafísica: así como la Divinidad se distinguió de la Trinidad por “no obrar”, así la esencia no actuante del alma debe ser desnudada de sus modos exteriores de funcionamiento: “El alma trabaja a través de sus poderes, no con su esencia.” (I:3).
         En la parte anterior de esta sección vimos como las virtudes debían primero ser asimiladas y luego trascendidas; ese aspecto del ascenso espiritual puede decirse que está relacionado principalmente con los poderes inferiores de la mente: el intelecto inferior, la cólera, el deseo, y los sentidos. En este estadio superior del ascenso, representado por el grado de la pura concentración o “quietud”, lo que se debe trascender son las modalidades de los poderes superiores del alma, en donde estos poderes superiores son: el intelecto superior, la memoria, y la voluntad. Todos los contenidos cognitivos derivados de la función del intelecto sobre la base de las imágenes almacenadas en la memoria, y mediante la operación de la voluntad de buscarse a sí mismo -todo ello- debe ser trascendido si lo que se quiere conseguir es el fundamento y la esencia del alma, el “centro silencioso” sin imágenes que por naturaleza no es receptivo a nada excepto a “la esencia divina sin mediación. Allí entra Dios en Su totalidad, no solo en parte.” (I:3)
         Eckhart no da muchos detalles de la experiencia unitiva, el raptus más elevado, gezucket, o “éxtasis”, como se denomina comúnmente, pero que sería mas apropiado llamar “enstasis” dado el hecho de que la beatitud que se experimenta viene derivada, como sostiene insistentemente Eckhart, de la dimensión ontológica más profunda interior, no exterior a un mismo. Esta certeza recalcitrante deriva, en gran parte al menos, del carácter inefable de la experiencia, y por tanto de su intrínseca incomunicabilidad. Pero en un importante Sermón, nos da una descripción extrínseca al hablar del raptus de San Pablo, a quien Eckhart atribuye claramente el más alto estatus en relación a la experiencia de la unión. Al exhortar una vez más a sus oyentes a abandonar todos los poderes, imágenes y obras a fin de que el Verbo hable en ellos, Eckhart dice:
“Si solo pudierais no ser conscientes de todas las cosas de forma repentina, entonces podríais llegar a un olvido de vuestro propio cuerpo, como hizo San Pablo cuando dijo: ‘si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe’ (2 Cor. 12.2) En este caso, el espíritu había absorbido tan enteramente los poderes, que había olvidado el cuerpo: la memoria ya no funcionaba, ni el entendimiento, ni los sentidos, ni los poderes que gobiernan el cuerpo, la calidez vital y el calor del cuerpo estaban suspendidos, de modo que el cuerpo no se debilitó durante los tres días durante los que ni comió ni bebió” (I:7)
Del mismo modo, recomienda al oyente “huir de los sentidos, volver sus poderes hacia el interior, y hundirse en un olvido de todas las cosas y de sí mismo.”
En otro Sermón señala la duración necesariamente limitada de este estado:
“Si el alma fuese siempre consciente del bien que es Dios, de forma inmediata y sin interrupción, nunca sería capaz de abandonarlo para influenciar el cuerpo... Como esto no es propicio para esta vida sino ajeno a ella, Dios con Su Misericordia lo vela cuando Él quiere, y lo revela cuando Él quiere.”
         La cantidad de tiempo que se permanece en este estado es entonces determinada por Dios, no por el individuo, el cual es totalmente pasivo a este respecto. Otra pregunta que se hace a sí mismo es la siguiente: ¿En el estado unitivo, pierde el alma por completo su identidad -en cuyo caso no habría nada a lo que pudiera regresar la consciencia “después” de la unión- o hay algo de la identidad del alma que permanece -en cuyo caso la unión no habría sido total-? Respecto a esta pregunta Eckhart insiste en el logro de la unicidad pura, en contraposición a la unidad:
“Cuando dos han de convertirse en uno, uno de ellos ha de perder su ser. Del mismo modo: si Dios y tu alma han de convertirse en uno, tu alma ha de perder su ser y su vida. Mientras permaneciera algo estarían de hecho unidos, pero para que se conviertan un uno, uno ha de perder su identidad y el otro ha de conservar la suya.” (I:52)
         ¿Cómo es que entonces el alma no muere en esta unión que conlleva la pérdida completa de “su ser y su vida”? En términos eckhartianos la respuesta a esto se puede extrapolar a partir de la respuesta que da a una cuestión similar sobre cómo puede el alma “soportar” la unión:
 “Por el hecho de que le dé [algo] dentro de Él, [lo] puede recibir y soportar en lo que es de Él y no de ella: porque lo de Él pertenece a ella. Cuando Él la ha sacado de lo de ella, lo de Él tiene que pertenecer a ella, y lo de ella es, en sentido propio, lo de Él. Así́ es capaz de mantenerse en la unión con Dios.” (I:184)
En el estado de unión el alma está completamente poseída por Dios, de tal manera que la resistencia del alma a este estado viene conferida por el ser de Dios, siendo reemplazada por la de ella. Así como el alma es incapaz de alcanzar aquello que trasciende su propia naturaleza creada, así es incapaz de soportar la unión en base a su capacidad creada. Dios es el agente activo en ambos casos, otorgando Su capacidad sobre el alma que ha extinguido fielmente su propia capacidad. Si no tuviese lugar esta transferencia de capacidades, entonces lógicamente se debería concluir que toda otredad criatural sería extinguida, no solo en el estado unitivo -que es el estado eternamente real- sino incluso en el dominio temporal de la multiplicidad ontológica al que de hecho retorna el alma.
Por consiguiente, se puede decir que la naturaleza creada del alma queda suspendida o negada mientras dura ese estado, mientras que su esencia increada se revela en su identidad auténtica; una con Dios, no solo unida a Dios. Es importante subrayar aquí que esta unión se plantea como un estado de duración limitada únicamente desde el punto de vista de la naturaleza creada que está excluida de la unión, mientras que desde el punto de vista del Absoluto, este “estado” es la realidad eterna, intrínsecamente inmutable, si bien extrínsecamente susceptible de una exclusión -u ocultamiento- aparente solo desde la “nada” representada por el orden de lo creado, ya que esta unión es en verdad el “nacimiento eterno que Dios Padre produjo y produce incesantemente en la eternidad” (I:1). Todo lo demás es temporal, siendo el orden de lo creado estrictamente “nada”.
Esta misma idea se insinúa en otro Sermón en el que Eckhart habla del alma unida. Se debe tener en mente la distinción entre “una” y “unida”: “Dios creó el alma de modo que pudiera llegar a estar unida con Él”. (II:263). Llegar a “estar unida” es muy distinto de llegar a “ser una”: no ha lugar al “devenir” en el estado puro de “unicidad”; cualquier cosa que esté en el reino del devenir está sujeta a un proceso -en este caso el proceso de unificación, un “llegar a estar unido”, mientras que el puro ser es la realidad inmutable de la unicidad. Por tanto, el alma debe llegar a unirse con Dios partiendo de su naturaleza creada; aquello que es despojado en el proceso de unificación es todo lo que el Verbo no asumió cuando asumió la naturaleza humana. Es decir, todo lo que separa al hombre de su prototipo perfecto, la imagen de Dios en la que fue creado. Este proceso de “unificación” es la condición esencial para esa “unión” con la que sin embargo no tiene medida común. Unificación significa eliminar la otredad por grados; unión es la trascendencia abrupta de toda otredad, la revelación de la nada de la otredad y de la sola realidad del Uno.
El aspecto creado del alma es por tanto susceptible de transformación tanto en lo que se refiere al ascenso espiritual -el proceso de unificación-, como en lo referido a la transformación, tras el logro de la unión, por medio del cual llega a ser perfectamente conforme con la imagen de Dios en la que fue creada; pero esta conformidad del alma exterior con Dios se debe distinguir de la identidad total entre la esencia del alma y la Divinidad. La conformidad se relaciona con el alma en tanto que está hecha a “imagen” de Dios, mientras que la identidad pertenece estrictamente a aquello de lo que el alma no es sino una imagen, la realidad divina misma.

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[1] Cf. El dictum de Shankara: el Sí Mismo es conocido solamente por aquel que no lo conoce en absoluto.
[2] Esto recuerda al acto mental final que llevo a cabo Ramakrishna antes de alcanzar el nirvikalpa samadhi. Siendo incapaz de ir más allá de a visión de la Madre Kali al intentar concentrarse en el Sí Mismo, dice: “Con firme determinación me senté otra vez a meditar, y tan pronto como apareció de nuevo ante mi mente la forma sagrada de la Madre divina, contemplé el conocimiento como una espada, y la corté mentalmente en dos con esa espada del conocimiento. Entonces no quedó ninguna función mental, y trascendí rápidamente el reino de los nombres y las formas, fundiéndome en samadhi.” (Sri Ramakrishna: The Great Master, Swami Saradananda, trad. Swami Jagadananda, Sri Ramakrishna Math, Madras, 1952, p. 484).


domingo, 9 de septiembre de 2018

ECKHART El Nacimiento del Verbo en el alma (II)





MEISTER ECKHART

El Nacimiento del Verbo 
en el Alma

(II)

Reza Sha Kazemi


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eckhart sanatanadharmatradicional







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Segunda entrega de la traducción inédita hasta la fecha en castellano del capítulo dedicado a Meister Eckhart del libro de Reza Sha Kazemi titulado "Paths to tracendence according to Shankara, Ibn Arabi y Meister Eckhart". Publicado en la editorial World Wisdom, Inc, 2006.




(Traducción al castellano de Roberto Mallón Fedriani)


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Segunda Parte
El Ascenso Espiritual


Esta segunda parte consta de dos secciones. La primera trata sobre el ascenso espiritual en términos de trascendencia de la virtud tal y como se entiende convencionalmente, prestando especial atención a los valores espirituales clave, inherentes al desapego. En la segunda parte se aborda directamente la experiencia del “Nacimiento”, centrándonos en los aspectos trascendentes e implicaciones de este estado espiritual, así como evaluando críticamente la naturaleza y la función del Intelecto respecto a las modalidades del “Nacimiento” y del “Descubrimiento”.

1.    Virtud y trascendencia

Así como en la Primera Parte vimos que la trascendencia de las concepciones limitativas de lo Divino presuponía la existencia de éstas como base para la realización de dicha trascendencia, así también, con respecto a la virtud, su trascendencia implica su perfecto cumplimiento. Para Eckhart el Verbo eterno solo es pronunciado en el alma perfecta:
“Pues lo que aquí digo es para que lo entienda el hombre bueno y perfeccionado que ha caminado por los caminos de Dios y aún continúa haciéndolo; no para el hombre natural, indisciplinado, pues éste está enteramente alejado, e ignora por completo este nacimiento.” (I.I)
Tal y como se indicó más arriba, en la Primera Parte, al describir el estado del hombre “perfeccionado” Eckhart enfatiza que la esencia de todas las virtudes las ha asimilado en tal medida que todas ellas emanan de él de forma natural; o también: se podría decir que fluyen de aquél de una manera “supra-natural” -teniendo en cuenta el aspecto indisciplinado del hombre “natural” mencionado en la última cita-.
         La dimensión de relatividad de la virtud humana solo cabe comprenderla desde el punto de vista de la realización trascendente; una realización que -hay que subrayarlo- es inaccesible excepto sobre la base de haber alcanzado con anterioridad la esencia de las virtudes.
         Hablando estrictamente, la virtud, junto con todos los aspectos de la relación del individuo con lo “otro” -incluyendo en esta categoría a Dios en tanto Creador y Señor- se trasciende plenamente solo desde la pura experiencia de Unión, la cual constituirá el tema central en la próxima sección.
         En este estadio, el grado de trascendencia que contemplamos pertenece a los concomitantes más profundos de una virtud que es clave, la del desapego. Desde la perspectiva de Eckhart el desapego de sí mismo es la condición ontológica esencial -y no meramente ética- para la recepción del Nacimiento. Esto queda claro por la gama de valores que, desde esta perspectiva, están asociados al desapego: renuncia, objetividad, interiorización, amor a Dios, asimilación a lo universal; los cuales constituyen modalidades por medio de las cuales se trascienden los actos exteriores de piedad y virtud, y por las que el alma se orienta hacia su beatitud más elevada.
         Se debe señalar que la trascendencia de las virtudes no solo presupone su realización, sino también su elevación a un grado de perfección incluso superior. Casi se podría decir que, si la virtud natural y existencial es el prerrequisito para la unión, la virtud sobrenatural y ontológica es su fruto. La trascendencia de las virtudes, lejos de implicar su suspensión, resulta en un flujo de plenitud incluso mayor; de hecho, este flujo constituye uno de los signos por los que se debe reconocer al hombre realizado:
 “Todas las virtudes deben estar contenidas en ti, y fluir de ti en su verdadero ser. Deberás transitar y trascender todas las virtudes, extrayendo la virtud únicamente de su fuente, en ese terreno donde es una con la naturaleza divina.” (I:28)
         Si beber directamente de la fuente de la virtud se corresponde en un sentido con la asimilación de un modo de la naturaleza divina que trasciende el flujo de la virtud, en otro sentido se puede decir que también fortalece la corriente de dicho flujo.
         Yendo ahora a las prácticas piadosas, Eckhart subraya que su intención es volver el hombre hacia el interior apartándolo de los objetos exteriores, de tal modo que el “hombre interior” esté preparado para la acción salvífica de Dios, y así Dios no tenga que “apartarlo de cosas ajenas y burdas”. Dichas prácticas aminoran el dolor resultante de ser apartado de los objetos exteriores, y por tanto constituyen en sí mismas el principio de la Gracia:
“Pues cuanto mayor es el deleite en las cosas exteriores, tanto mas difícil resulta abandonarlas; cuanto mayor es el amor, más agudo es el dolor.” (I:34)
Si las acciones piadosas se llevan a cabo por propio interés, entonces también se convierten en objetos de apego, y por consiguiente en obstáculos. En un Sermón basado en la historia de la expulsión de los mercaderes del Templo llevada a cabo por Cristo, Eckhart identifica simbólicamente como “mercaderes” a aquellos que, aun absteniéndose del pecado y buscando ser virtuosos, “hacen trabajos a la gloria de Dios -como ayunos, vigilias, oraciones, y demás-... pero los hacen con el fin de que nuestro Señor les dé  algo a cambio” (I:56).
         Dios no puede ser tratado como medio para conseguir algún fin concebido de forma individualista; ello seria amar a Dios como si se amara a una vaca, “por su leche y su queso, y para tu provecho propio” (I:127). La intención de todas las acciones e inclinaciones debe ser Dios Mismo, y ello tanto interior como exteriormente; no solo porque el verdadero amor a Dios excluye toda motivación egoísta, sino también por la razón metafísica de que cualquier cosa distinta de Dios es nada -tal y como hemos dicho anteriormente-:
“Recuerda: si buscas algo propio nunca encontrarás a Dios, pues no estás buscando solo a Dios, estás buscando algo con Dios, tratando a Dios como si fuera una vela con la que buscar algo, y que cuando encuentras lo que estabas buscando la arrojas... Cualquier cosa que busques con Dios es nada.” (I:248)
Cualquier ser que tenga la criatura es por completo un derivado, y por tanto, por sí misma es equiparable al no-ser, dependiendo para su ser de la presencia de Dios. Por consiguiente, esta presencia de Dios – Su Ser- no solo abarca todos los seres posibles, sino que los supera infinitamente. Tener algo sin Dios es no tener nada, mientras que tener solo a Dios significa tener una plenitud absoluta e infinita, a la que no cabe añadir nada. Eckhart esta aquí instando a sus oyentes a que establezcan solo a Dios como centro de sus aspiraciones, y no Su recompensa, por más paradisiaca que ésta pueda ser. La recompensa no es nada en la medida en que, por un lado, está adjunta al individuo, y por otra, se busca como algo aparte de Dios Mismo, usando de este modo a Dios como medio para alcanzar un fin menor. Este es el “pecado” por el que los “mercaderes” han de ser expulsados del Templo de la adoración verdadera.
         Hay que observar que las “palomas” también deben abandonar el Templo. El error de estos creyentes se define de forma más sutil, ya que de hecho ellos solo trabajan en beneficio de Dios, sin buscar ninguna recompensa para ellos mismos; pero aun así, ellos también deben abandonar el Templo:
“Él no condujo a estas personas fuera, ni las reprendió con dureza, sino que les dijo amablemente ‘Apartad esto de aquí’, como si dijese que no es incorrecto, sino un obstáculo hacia la verdad pura. Estas gentes son todas buenas personas, trabajan puramente en beneficio de Dios, no en el suyo propio, pero trabajan con apego, según el tiempo y la corriente, antes y después. Estas actividades les dificultan el logro de la verdad más elevada, el ser absolutamente libres y sin obstáculos, como Nuestro Señor Jesucristo es absolutamente libre y sin obstáculos.” (I:57-58)
         El punto importante a captar aquí es que lo que actúa como obstáculo hacia la verdad más elevada es el apego a la idea de propiedad individual de las obras, pues este apego constituye un reforzamiento de la particularidad, tanto subjetiva como objetivamente. Subjetivamente, porque intensifica la consciencia de un sí mismo individual que trabaja para lo Divino, pero que no obstante está separado de Ello. Y objetivamente, porque la obra en sí misma se concibe de modo separativo, ligada a un tiempo particular, y asumiendo que dará lugar en el futuro a una recompensa que se concibe proporcional. Incluso si uno no está actuando en pos de la recompensa, la propia acción puede aun así calificarse de “apegada” en la medida en que se ejecuta de acuerdo con una consciencia fija de esta cadena de causalidad temporal, y dentro del marco de una relación acto-recompensa. Una consciencia de este tipo constituye un obstáculo hacia la verdad más elevada; verdad ésta que, al estar situada en la eternidad, acaba con esas distinciones temporales, y excluye la alteridad -la distinción entre el actor y Dios-, ya que ambos son absolutamente Uno.
         Sobre este importante concepto del apego a las obras en el tiempo se puede arrojar más luz comparando la posición de Eckhart sobre el valor de las austeridades con la de otros “maestros” más convencionales. Partiendo del mandato escriturario “Niégate a ti mismo y carga con tu cruz”, Eckhart comenta lo siguiente: “Los maestros dicen que el ayuno y otras penas es sufrimiento. Yo digo que esto es apartar el sufrimiento, pues a estas prácticas no les sigue otra cosa que el gozo.” (II:182). Mientras que los maestros ven las austeridades como modos de sufrimiento cuya finalidad es la adquisición de méritos, Eckhart afirma que la recompensa es la negación de uno mismo: la negación del sufrimiento ineludiblemente asociado al apego hacia el ego y sus pretensiones. Con Eckhart, se da un enfoque desinteresado y ontológico, y con los maestros, un enfoque interesado e individualista. Eckhart subraya tácitamente la causa ontológica objetiva del sufrimiento, y la identifica con la subsistencia de la individualidad egocéntrica, mientras que los maestros tradicionales subrayan la motivación religiosa e individualmente interesada, poniendo el acento en la penitencia y en el esfuerzo individual junto con su concomitante: la recompensa individual –todo lo cual presupone, y por ello refuerza, la subsistencia de la individualidad obstinada.
         Obrar con la consciencia fijada en la causalidad temporal, sea de la forma que sea, es afianzarse en las vicisitudes del orden de lo creado; y dentro de este orden, cualquier bien particular no es sino un velo transitorio de la naturaleza inmutable del Bien universal:
“¿Cómo puede haber abandonado todas las cosas por Dios aquel que aún considera y aprecia éste o aquél bien?... Éste o aquél bien no añade nada a la bondad, sino que cubre y oculta la bondad en nosotros.” (III:73).
El desapego de sí mismo y de todo bien particular -y por tanto limitativo- con el que este sí mismo tiende a identificarse, no es solamente una forma de ser objetivo con uno mismo, sino también una forma de receptividad hacia la substancia del bien universal. El “buen” hombre que dice “mi obra no es mi obra, mi vida no es mi vida”, es también capaz de proclamar que “de todas las obras que llevaron a cabo todos los santos, todos los ángeles, y también María Madre de Dios, de todas ellas, espero cosechar el gozo eterno, como si yo las hubiera realizado todas.” (I:94).
         La clave para explicar esta -podría decirse- “transferencia de méritos” forjada por el desapego, radica en una afirmación posterior, cerca del final de este Sermón: “Cuando tienes a Dios, tienes todas las cosas con Dios”. En otras palabras, cuando Eckhart no reivindica como “suyas” sus propias obras, sino que lo refiere todo -obras y voluntad- a Dios, se está entonces haciendo uno  no solo con Dios, sino con todos los santos y ángeles cuyas obras y cuya voluntad tampoco son atribuidas a ellos mismos, sino que se entregan por completo a Dios. Es de este modo como Eckhart cosecha “su” recompensa, ya que lo que es “suyo” y lo que es “de ellos” es igualmente de Dios, y “cuando tienes a Dios, tienes todas las cosas con Dios”. En la misma línea de pensamiento, dice en otro Sermón: “Quien solo busca a Dios, en verdad encuentra a Dios; pero no solo encuentra a Dios, ya que todo lo que Dios puede dar, eso mismo encuentra con Dios.” (I:94).
         Estas consideraciones esclarecen un significado clave de la objetividad espiritual o búsqueda de Dios solo y por Su propio bien. Es como si Eckhart estuviera diciendo: debes estar determinado y motivado por el objeto supremo y trascendente de la verdad divina, y no por el deseo de añadir esta verdad al sujeto inevitablemente defectuoso. Entonces este sujeto transmuta su naturaleza en la misma medida de su objetividad. Este principio surge claramente a partir de otro Sermón en el que Eckhart le dice a sus oyentes que si su amor de Dios se purificara del apego a sí mismo, poseerían las obras de los hombres virtuosos de una forma más pura que la que estos hombres mismos las poseen -incluso aquellas del mismísimo Papa-:
“Pues el Papa sufre bastantes tribulaciones por ser Papa. Pero tú tienes sus virtudes más puramente y con mayor desapego y paz, y son más tuyas que suyas, siempre que tu amor sea tan puro y desnudo en sí mismo que no desees ni quieras otra cosa que la bondad y a Dios” (I:104).
         En la misma medida en que se ama a Dios “puramente”, se es absorbido hacia arriba -fuera de las limitaciones de la subjetividad individual- en la naturaleza universal de la realidad objetiva -o subjetividad universal- que Dios es: el Objeto sobre el se fija ese amor. Entonces, este Objeto universal subsume al sujeto particular, de modo que el sujeto que seguidamente “posee” todos los actos virtuosos ya no puede ser “él mismo” por más tiempo, sino que ahora es el sujeto universalizado en virtud de (y en la medida de) su identificación efectiva con lo Universal. Esta subjetividad universal goza de la virtud de una forma más completa -siendo una con su fuente supra-manifiesta- que lo hace el sujeto particular -el Papa, por ejemplo-, en tanto que éste permanece afectado por las circunstancias de la manifestación exterior o “tribulaciones”.
         Eckhart está subrayando aquí la desproporción, por un lado, entre la recepción ilimitada que viene a través del desapego de sí mismo, y por otro, el mérito limitado que viene a través del apego a sí mismo y a las obras que fluyen del si mismo. Es a la luz de estas consideraciones como se puede comprender el siguiente principio de “la beatitud por medio de la pasividad”: “Pero nuestra beatitud no descansa en nuestra actividad, sino en ser pasivos para Dios. Pues, así como Dios es más excelente que las criaturas, así la obra de Dios es mejor que la mía.” (I:22).
La obra de Dios para el individuo -que es dada como regalo- tiene lugar en la eternidad, y está condicionada al desapego del individuo respecto a sí mismo y respecto a las ataduras de la condición temporal. Es este un aspecto clave del puro amor de Dios, el cual es de este modo concebido como una trascendencia en relación a la idea normal dualista de amor, y es más parecido a un modo de unión con Él: “En el amor que un hombre da no hay dualidad sino uno y unidad. En el amor yo soy Dios, más de lo que soy yo mismo.” (I:110).
Este amor totalmente desapegado transforma al amante en el Amado: lo particular es universalizado por su amor de -y la unión con- lo Universal. Vivir de este modo en Dios significa que es Dios el que vive en el hombre. Discutiremos más este tema en la Tercera Parte de este capitulo dedicado al “retorno existencial”, ya que la posibilidad de vivir plenamente de esta manera presupone la previa realización de la unión, el tema de la siguiente sección.
Por el momento, continuando el tema de las obras y el desapego, Eckhart contradice a los maestros de su tiempo en un Sermón, destacable por su audacia, sobre la cuestión de si las obras realizadas por un hombre que se encuentra en estado de pecado mortal se pierden eternamente, o si por el contrario dan sus frutos una vez que el hombre ha entrado en un estado de Gracia. Eckhart apoya esta segunda opción, contradiciendo la primera, sostenida por los maestros, pero lo hace desde un punto de vista completamente diferente: todas las obras sin excepción, junto con el tiempo en que ocurrieron, se “pierden por completo; las obras en tanto que obras, el tiempo en cuanto tiempo... Ninguna obra fue nunca buena, o santa, o bendita.” Una obra solo da lugar a la bondad o beatitud en tanto que se reconoce plenamente su naturaleza transitoria, y su “imagen” o rastro en la mente se deshace de inmediato:
“Si una obra es realizada por un buen hombre, éste se libera a sí mismo de aquella obra, y al hacerlo se parece más, y esta más cerca, de su origen de lo que lo estaba previamente... Por eso es por lo que se le llama santa y bendita a la obra.” (I:131)
         Se le puede llamar santa y bendito, pero esto “no es realmente cierto, pues la obra carece de ser... ya que perece en sí misma.” En realidad, lo que es bendito es el hombre que lleva a cabo la obra, ya que es dentro de su alma en donde la obra da su fruto, no como obra ni en base al tiempo en el que se ejecutó, sino como una “buena disposición que es eterna con el espíritu, así como el espíritu es eterno en sí mismo y es el espíritu mismo.” (I:131).
         En la medida en que el alma está liberada de las obras y del tiempo, en esa medida las obras y el tiempo son “benditos”, en tanto que contribuyen a la beatitud del alma, por encima de las obras y del tiempo. En contraste con esto, si las obras se aferran al alma, entonces actúan como obstrucciones que impiden que la luz del espíritu libre penetre en el alma. La ejecución de estas buenas obras es entonces un factor espiritual positivo cuando se hace con el fin de “dar salida” a las imágenes que de otro modo inhibirían la receptividad hacia la unión. Así pues, las buenas obras serán útiles al hombre en la medida en que creen “la disposición hacia la unión y la semejanza, no teniendo obras ni tiempo otra utilidad que la de posibilitar que el hombre se prepare a sí mismo.” (I:132-133).
         Es precisamente porque Dios Mismo no es tocado por las obras, por lo que el hombre, para ser “como” Él, debe elevarse por encima de las obras  como obras: “Y cuanto más se libera un hombre de sí mismo y se prepara a sí mismo, tanto más se aproxima a Dios, el cual es libre en Sí Mismo; y en la medida en que un hombre se libera a sí mismo, en esa misma medida no pierde ni obras ni tiempo.” (I:133).
         El proceso de desapegarse a uno mismo de las obras, incluso cuando se llevan a cabo buenas obras, significa en términos concretos deshacerse o liberarse de las imágenes de estas obras, y de este modo aproximarse al estado de libertad del que goza Dios, el cual actúa, pero sin atarse de ningún modo a Su actividad. Por tanto, la riqueza del fruto interior de las obras depende de que sean llevadas a cabo con desapego y objetividad, sabiendo que derivan -y propiamente pertenecen- del espíritu, que es universal, y no del individuo. Solo entonces se puede decir que no se pierden ni las obras ni el tiempo: al contribuir a la actualización de la consciencia de Dios, su verdadero valor se consuma en la unión a la que conduce en último término esta consciencia -esa unión en la que cabe hallar toda beatitud, por encima del tiempo-. La raison d’etre de las buenas obras es pues la unión; son valorables en la medida en que se llevan a cabo y son desasidas inmediatamente.
Finalmente, en este tema de las obras, se debe señalar que, aunque la obra como tal perece, no obstante, en cuanto que “en su esencia se corresponde con el espíritu, nunca perece” (I:134). Esto significa que una buena obra es el reflejo exterior en el tiempo y en el espacio de esa bondad intrínseca, la esencia del espíritu de Dios; una bondad que fluye constantemente en la creación y en sí misma: el contenido esencial de la obra -que irradia bondad- es pues imperecedero, siendo una con el Espíritu que es imperecedero, mientras que el contenedor contingente de la obra, o la forma que vehicula esta esencia, es lo que perece. En la medida en que uno actua por los frutos de la obra en su propio nivel y sus propios términos, en el plano de lo contingente, en esa medida existe apego a lo perecedero, y esto a su vez disminuye la capacidad del alma para alcanzar la semejanza -y mucho menos la unión- con Dios. Por el contrario, cuando se lleva a cabo con un desapego perfecto, entonces el contenido esencial e imperecedero de la obra se activa y genera una disposición correspondiente del alma que atrae la Gracia y la Unión.
Eckhart llama “racional” a este tipo de obra. Se distingue también por su eficacia interior: en vez de dispersarse por causa de las obras exteriores, uno debe acercarse cada vez más al interior, hacia el terreno del propio ser: “Ocurre así con todas las criaturas racionales, cuanto más salen fuera de sí mismas con sus obras, tanto más van hacia su interior. No es este el caso con las cosas físicas: cuanto más obran, más salen de sí mismas.” (I:177-178).
Para que el individuo sea calificado como plenamente “racional”, debe distanciarse a sí mismo de ese elemento “físico” de su propia naturaleza que, al actuar, degenera “yendo fuera de sí mismo”. Se muestra aquí que obrar con apego implica que el alma fluya en la dirección de la obra a la que se está apegado, junto con su tiempo, siendo ambas cosas transitorias. Por el contrario, el elemento “racional” de la propia relación con las obras conduce a la comprensión de que la obra y su tiempo están destinados a la nada. De aquí  que uno no pueda sino obrar con desapego respecto a la obra, actualizando así un movimiento de interiorización sobre la misma base de un acto exterior: los actos exteriores solo se llevan a cabo con el fin de que nos conduzcan más profundamente dentro de nosotros mismos. De esta manera, la actividad desapegada se convierte no solo en una fuerza de interiorización, sino también en una exteriorización luminosa:
“Son libres aquellos que organizan sus obras guiados por la luz eterna... Aquel que trabaja en la luz se eleva directamente hacia Dios sin ningún medio: su luz es su actividad, y su actividad es su luz.” (I.82)
Aquel que está desapegado de este modo de toda exterioridad, sabiendo que las obras, como tales, no conducen a Dios, es capaz de elevarse a Dios in-mediatamente o “sin ningún medio”, es decir, libre de la idea de que alcanzar a Dios pueda ser el resultado de la ejecución de algún acto exterior. De este modo, los actos de un hombre así son llevados a cabo a la luz de la discriminación, de modo que cada acto es un acto de luz, la proyección exterior de una luminosidad interior.
         Esta manera de obrar con discriminación y desapego reúne al hombre con Dios de manera más efectiva que cualquier otra cosa “excepto la visión de Dios en Su naturaleza desnuda” (I:85). Esta excepción es extremadamente importante, pues este modo desapegado de actividad es un modo de unificación con Dios que se realiza dentro del marco necesariamente restrictivo de la existencia exterior, un marco que se trasciende interiormente por medio de la actitud correcta, pero que no es eliminado exteriormente. Este modo se relaciona con la forma de ser en el mundo a la vez que con Dios, con la manera en la que la exterioridad debe interiorizarse, y por consiguiente permanece dentro de un nivel relativo si se considera en relación a la experiencia de la unión incondicional. Esto se debe tener mente al leer lo siguiente: “Si un hombre piensa que obtendrá más de Dios a través de la meditación, de la devoción, del éxtasis..., que junto a la chimenea o en un establo, eso no es otra cosa que tomar a Dios, envolver una capa alrededor de Su cabeza y empujarLo debajo del banco.” (I:117).
         Lo que parece estar diciendo Eckhart aquí es que uno debe relacionarse con Dios conforme a Sus medidas, y no conforme a los esfuerzos de la criatura. No se debe establecer una relación formal o determinista entre los propios esfuerzos -como causa- y Su realidad -como efecto-, pues si se supone que Dios es el “logro” de un “camino” particular iniciado por la criatura, entonces Él, como efecto, dependería de la criatura, como causa, cuando en realidad la verdad es todo lo contrario. Es como si Eckhart estuviera diciendo: tu impones sobre Él tus propias medidas, bajándolo a tu nivel – “empujando Su cabeza bajo el banco”- y esto, después de haber velado Su nivel –“envolviendo una capa alrededor de Su cabeza”- asfixiándoLo con tus “formas” particulares, las cuales, de este modo se atribuyen a sí mismas el status que pertenece propiamente al objeto ostensible de devoción. Así pues, “empujar” a Dios bajo el banco cabe entenderse como la humana reducción de lo Divino al nivel de una cadena de causalidad convencional determinada horizontalmente: como consecuencia, dar a Dios lo que es debido es ser perpetua y “verticalmente” consciente de Él como Realidad omnipresente e inalienable hacia la que el hombre debe siempre gravitar.[1]  A la luz de estas consideraciones, la siguiente cita es mas inteligible:
“El amor me dificulta amar a Dios, pero el desapego obliga a Dios a amarme a mí. Ahora bien, es cosa mas noble el que yo fuerce a Dios hacia mí, que yo me fuerce a mí mismo hacia Dios... porque Dios es más capaz de adaptarse a mí, y puede unirse a mí mucho mas fácilmente de lo que yo pudiera unirme a Él.”
         Hay aspectos metafísicos adicionales del desapego que se pueden entender más fácilmente sobre la base de la realización trascendente que trataremos más adelante. Estos aspectos se examinarán al final de la primera parte del capítulo. Por ahora abordaremos los aspectos más volitivos.      
El aspecto volitivo de la renuncia está relacionado muy estrechamente con el desapego, y sobre esta cuestión Eckhart es característicamente contundente: “Ahora Nuestro Señor dice, ‘Y cualquiera que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna...’ (Mat. 19,29). Pero si lo dejas por conseguir cien veces más y la vida eterna, entonces no has dejado nada... Debes renunciar a tí mismo, a tí mismo por completo, y entonces habrás renunciado realmente”. (I:142).
         En otro Sermón, Eckhart se plantea a sí mismo retóricamente la siguiente pregunta: ¿cómo puede uno esforzarse por nada que no sea Dios? ¿cómo puede uno renunciar a todo deseo de recompensa? Y contesta resaltando que la recompensa es inevitable, pero esa pureza de devoción debe prevalecer sobre las implicaciones individuales del propio conocimiento de que esta recompensa es inevitable: “Puedes estar seguro de que Dios no fallará en darnos todo. ... Es mucho más necesario para Él el dar, que lo es para nosotros el recibir, pero no debemos buscarlo, pues cuanto menos lo deseamos o buscamos, tanto más da Dios. Es así como Dios pretende solamente que podamos ser el más rico y recibir lo más.” (II:6).
         La renuncia a sí mismo incluye la renuncia a todo deseo de recompensa relativa para uno mismo, y esta renuncia total potencia la receptividad hacia la recompensa absoluta. Debe haber una intención pura únicamente hacia Dios, sin que esté manchada por ningún anhelo de la recompensa individual: solo cuando el alma y todos sus deseos se ofrecen hacia arriba como sacrificio en aras de la realidad trascendente de Dios, puede entonces Dios verter Sus riquezas infinitas como recompensa para el alma.
         Es como si Eckhart estuviera diciendo: debes saber que serás recompensado, pero no permitas que esa recompensa se presente como la motivación por la entrega de sí mismo: la única motivación de la entrega de sí mismo a Dios debe ser la glorificación del Objeto absoluto, no el ornamento del sujeto relativo.
         Volviendo a la idea de que el alma recibirá centuplicado todo aquello a lo que ha renunciado, así como la vida eterna, está claramente fundamentada sobre el principio ya citado de la unidad espiritual -en contraposición a la numérica o material- que comprende en sí misma la realidad universal de la multiplicidad. En el contexto de las citas anteriores, este principio se puede aplicable del siguiente modo: sacrifica la multiplicidad fenoménica en el altar del Uno que todo excluye, y entonces recupera la multiplicidad principial en el seno del Uno que todo incluye. En el orden fenoménico la multiplicidad divide la unidad, pero en el orden principial la unidad une la multiplicidad. Es así como vemos a Eckhart en otro Sermón decir: “La unidad une toda multiplicidad, pero la multiplicidad no une la unidad.” (II:168).
         Este concepto de inclusividad de la unidad conduce a la parte final de esta discusión: la manera correcta de orar. Se debe tener en mente que en la orden de Eckhart -los Dominicos- se ponía el mayor énfasis en la oración contemplativa, siendo costumbre el llevarla a cabo varias horas al día. Lo que está en cuestión ahora está más cerca de la naturaleza de la oración “interesada” -hacer peticiones personales- más que la contemplación desinteresada, que tal y como veremos en la siguiente sección, tiene el mayor valor.
         El principio importante que hay que captar como base para comprender la actitud extremadamente no-convencional de Eckhart hacia la oración es, una vez más, que mientras que la multiplicidad material oculta la unidad espiritual, la unidad espiritual contiene la esencia de todas las cosas materiales posibles en modo eterno, perfecto, e infinito. Decir “espiritual” es decir “universal”. Cuanto más espiritual es una cosa tanto más inclusiva, y por tanto universal, se hace: “Todas las cosas espirituales están elevadas por encima de lo material: cuanto más se elevan, más se expanden y abarcan las cosas materiales.” (I:10).
         De modo similar: “En el reino celestial todo está en todo, y todo es uno, y todo nuestro.... Lo que uno tiene allí, otro lo tiene, no como del otro o en el otro, sino en sí mismo, de modo que la gracia que está en uno está por completo en el otro como su propia gracia. Es así como el espíritu está en el espíritu.” (I:65).
         Lo espiritual no solo es más universal que lo material, sino que como se ha visto en la primera sección, es infinitamente más real, siendo el orden material o creado -como tal- reductible a la “nada”. Con estas cuestiones en mente se está mejor equipado para apreciar las siguientes afirmaciones que parecen igualar la oración con la idolatría y la iniquidad:
“Cuando rezo por algo mi oración va por nada; cuando rezo por nada rezo como debiera. Cuando estoy unido con Eso en cuyo interior existen todas las cosas -sean pasadas, presentes o futuras- todas están igualmente cerca y son igualmente una; todas están en Dios y todas en mí. Entonces no hay necesidad de pensar en Henry o en Conrad. Si uno reza por algo que no sea solo Dios, se puede decir que es idolatría o iniquidad ... Si rezo por alguien, mi oración es débil. Cuando no rezo por nadie, entonces estoy orando más verdaderamente, pues en Dios no hay ni Henry ni Conrad.” (I:52)
Como todas las cosas están en Dios, cuando uno solo reza por Él, resulta imposible excluir ninguna cosa en particular de esa oración; pero cuando se reza por alguna cosa en particular, todas las demás están forzosamente excluidas de dicha oración. Por tanto, la mejor manera de rezar por todas las cosas es integrarlas conscientemente en su fuente única y universal, allí donde todos los existentes “pasados, presentes y futuros” son iguales entre sí e igualmente uno. En cambio, rezar por esto o por aquello es afirmar la particularidad material por encima de la universalidad espiritual; de este modo se mantiene la limitación a costa de lo infinito, y se opta por la exclusividad y la imperfección en vez de por la inclusividad y la perfección; todas esta reducciones son aquí asimiladas de forma exagerada al estatus de idolatría e iniquidad. Pero, como se ha dicho antes, esto no es más que una ecuación aparente, pues se puede argumentar que Eckhart no pretendía que esto se aplicara de forma incondicional.
Los aspectos señalados con anterioridad respecto a la relatividad de las concepciones particulares y los actos piadosos pueden extrapolarse para interpretar la afirmación anterior del siguiente modo: aquellos que se esfuerzan por la trascendencia en el camino del compromiso absoluto por lo Divino en su unicidad increada, deben saber que cualquier oración que no sea la dirigida a todo en el Uno, es equivalente a rezar por una privación respecto a la totalidad del Uno; y decir privación es decir “mal”. Incluso si se trata de un bien relativo en sí mismo, no obstante, es un mal cuando se considera en relación con el Bien absoluto. En este sentido la siguiente tesis -que fue condenada por “errónea o teñida de herejía” en la Bula de 1329- cabe entenderse más profundamente:
“Quienquiera que rece por esto o por aquello, reza por algo malo y perversamente, pues está orando por la negación del bien y la negación de Dios; reza a Dios para negarse a Dios a sí mismo.” (I:XLVII).
Las implicaciones que tiene este principio sobre el método serán aclaradas en la discusión contenida en la siguiente sección, en donde se verá que cualquier tipo de imagen se considera un obstáculo para esa vacuidad y quietud requerida para el Nacimiento. En relación con esa vacuidad, la oración personal es relativa, y por tanto un tipo de “mal”: la vacuidad es a la unión lo que la oración es a la dualidad; es decir, en sí misma la oración puede no solo ser buena, sino incluso necesaria en su plano adecuado, pero este plano ontológico pertenece en sí a la separatividad, y es la separatividad lo que es “malo” en comparación con ese Bien infinito que es el Uno, y que trasciende el plano en el que la distinción entre el bien y el mal tiene algún significado. Pero entonces, ¿cuál es la oración que lleva a cabo el corazón desapegado?
“Mi respuesta es que el desapego y la pureza no pueden orar, pues quienquiera que rece quiere que Dios le conceda algo, o bien quiere que Dios aparte algo de él. Pero un corazón desapegado no desea nada en absoluto, ni tiene nada de lo que quiera deshacerse. Por consiguiente, está libre de toda oración, o su oración no consiste en otra cosa que en ser uniforme con Dios.” (III:126)
Está claro que Eckhart está aquí describiendo el estado de corazón de aquel que ha alcanzado el desapego completo: una persona así no puede orar con ese punto central de su consciencia que es consciente de la nada del orden creado y de la realidad única de Dios. Se puede aducir aquí que Eckhart no está diciendo que para desapegarse no se deba rezar, sino que más bien está subrayando que un fruto de la realización del desapego espiritual es la satisfacción absoluta, la cual excluye toda necesidad al nivel más interior de la consciencia, el del “corazón”, precisamente.
Si el corazón está desapegado, y por tanto vacío de todo deseo, el surgimiento de un deseo en el corazón significaría que éste no está de hecho vacío, de modo que sería una contradicción en los términos decir que el corazón desapegado desea esto o aquello. Si ha de haber algún tipo de petición debe ser por la unión con Dios y la resignación a Su voluntad:
“Un hombre nunca debe rezar por ninguna cosa transitoria: pero si hubiese de rezar por algo, deberá hacerlo solo por el cumplimiento de la voluntad de Dios, por nada más; y entonces lo conseguirá todo.” (II:76)
         Esta sección ha destacado el aspecto trascendente de la virtud clave del desapego en los estadios preliminares del “ascenso ontológico”. Hasta aquí la discusión ha asumido el marco del ser diversificado, pero la tendencia de la dialéctica empleada por Eckhart se ha dirigido sistemáticamente hacia arriba y mas allá de este marco, teniendo a la vista el nivel supra-ontológico hacia el que debe ascender la consciencia. Por tanto, el valor principal del desapego y sus virtudes concomitantes se deriva de la medida en que potencia la receptividad hacia el Nacimiento del Verbo en el alma, o la unión con la Divinidad que implica este Nacimiento. En la siguiente sección se abordará directamente esta realización.






[1] Uno recuerda aquí el principio de Shankara según el cual lo inferior puede ser tratado como si fuera lo superior, pero lo superior nunca debe tratarse como si fuese lo inferior.



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