MEISTER ECKHART
El Nacimiento del Verbo
en el Alma
en el Alma
(III)
Reza Sha Kazemi
*
*
Tercera entrega de la traducción inédita hasta la fecha en castellano del capítulo dedicado a Meister Eckhart del libro de Reza Sha Kazemi titulado "Paths to tracendence according to Shankara, Ibn Arabi y Meister Eckhart". Publicado en la editorial World Wisdom, Inc, 2006.
(Traducción al castellano de Roberto Mallón Fedriani)
_______________
2.
Concentración Unitiva, Raptus, y Nacimiento
El primer principio importante a establecer
al describir el Nacimiento, es la absoluta necesidad de la gracia divina, sin
la cual el alma no puede conseguir nada en su búsqueda de la trascendencia de
sí misma. Siguiendo con el debate anterior sobre el desapego, podría decirse
que la vacuidad pura que efectúa el desapego espiritual es la receptividad
interior al influjo de la gracia; Dios está continuamente buscando a la
criatura, la cual, por su parte, no es receptiva a Dios debido a su
preocupación por -y por tanto “plenitud de”- sí misma y del mundo:
“Dios
siempre se está esforzando por estar constantemente con un hombre y llevarle
hacia el interior, siempre que aquel esté dispuesto a seguirle... Dios siempre
está listo, pero nosotros no estamos dispuestos. Dios está cerca de nosotros,
pero nosotros estamos lejos de Él. Dios está dentro, nosotros estamos afuera.
Dios está en casa, nosotros estamos fuera.” (II:169).
El reconocimiento
por parte de la criatura de su incapacidad inherente, efectúa una apertura
decisiva hacia la gracia, y esta apertura también se identifica con el
despertar de los espacios más elevados del intelecto. Por tanto, el aspecto
creado del intelecto debe hacerse consciente de sus limitaciones ineludibles, y
entonces buscar fervientemente la gracia de Dios; pues es solo por virtud de
esta gracia como puede actualizarse el aspecto “más elevado” o “increado” del
intelecto. Así pues, cualquier cosa que se “alcance” por medio de este
intelecto pertenece más a la obra de la gracia de Dios que a los esfuerzos de
la criatura: “Cuando un hombre está muerto en la imperfección, surge en el
intelecto más elevado la comprensión, y clama a Dios por Su gracia. Entonces Dios
le da una luz divina a fin de que llegue a conocerse a sí mismo. Allí dentro
conoce a Dios.” (I:267).
Esta
consciencia de la necesidad de la gracia no implica una actitud fatalista o
quietista respecto al propio estado actual de imperfección; al contrario, el
reconocimiento de esta imperfección está fuertemente ligado a la acción
resolutiva: va de la mano con una lucha incesante contra los propios errores,
un “odio hacia la propia alma” en la medida en que el alma continua siendo
imperfecta: “Quienquiera que ame su alma en la pureza, que es la naturaleza
simple del alma, la odia y es su adversario dentro de este traje; la odia y está
angustiado de que ella esté tan lejos de la pura luz que es ella en sí misma.”
(I:171).
Uno
debe esforzarse continuamente por trascenderse a si mismo -superando sus
propias faltas- no ya prefigurando y anticipando la victoria efectiva sobre uno
mismo actualizada por la gracia, sino también abriéndose a sí mismo a esa
gracia. De este modo, al hablar de las “funciones” del ángel en cuanto a la
preparación del alma para el Nacimiento, Eckhart añade que uno debe esforzarse
por parecerse cada más al ángel en el desempeño de su triple función: la
purificación, la iluminación y la perfección del alma (I:212). En otro lugar
este proceso se compara con el incremento del parecido a Dios: “En la medida en
que todas las faltas del alma se van abandonando, en esa medida Dios la hace
parecida a Él mismo.” (I:219).
Debemos ahora abordar la cuestión del
significado exacto de “falta”, y cuál es el “éxito” correspondiente. Para
contestar a esto se debe apreciar el aspecto más significativo de la trama de
relaciones que subsisten entre el Padre y el Hijo, el Hijo y la humanidad, y la
humanidad y el ser humano individual. Yendo primero a la relación de paternidad
Divina, Eckhart cita el principio escriturario: Ningún hombre conoce al Padre
sino el Hijo (Mat. 11:27) y añade: “si conocieras a Dios, no solo serías como
el Hijo, sino que serías el Hijo mismo.” (I:127). “Ser” de este modo el Hijo
significa ser uno con el Verbo eternamente pronunciado por el Padre, en
contraposición a ser Jesús como hombre que nació en un tiempo y en un lugar
determinado. Distinguir entre el Nacimiento eterno y el nacimiento temporal
deja clara la necesidad de realizar en el interior de uno mismo la realidad de
este Nacimiento incesante, del que el nacimiento temporal no es sino una
consecuencia. Aquí raica el punto crucial de las enseñanzas de Eckhart, quien
lo expresa citando a San Agustín: “¿De qué me sirve que este nacimiento esté
siempre ocurriendo, si no me ocurre a mi? Lo que importa es que debería ocurrir
en mí.” (I:1)
La
asunción de la naturaleza humana por el Verbo es la clave para la realización
del Nacimiento en el ser humano: “Dios adoptó la naturaleza humana y la unió
con Su propia Persona. La naturaleza humana se hizo Dios, pues Él puso al
desnudo la naturaleza humana, no la de ningún hombre. Por tanto, si quieres ser
el mismo Cristo y Dios, sal de todo aquello que el Verbo eterno no asumió...
entonces serás lo mismo que el Verbo eterno, como la naturaleza humana lo es
para Él. Pues entre tu naturaleza humana y la Suya no hay ninguna diferencia:
es una, ya que lo que hay en Cristo lo hay en ti.” (II:313-314).
En
otra palabras, una vez eliminados los accidentes de la individualidad, se
revela la naturaleza humana universal: no tal o cual ser humano, sino la
humanidad como tal, la cual, habiendo constituido el recipiente existencial de
la Divinidad, es absorbida por su contenido divino: hacerse uno con la
humanidad es pues un estadio en el camino de ascenso para hacerse uno con la
Divinidad, describiendo de este modo el movimiento inverso por el que la
Divinidad descendió para hacerse humanidad: “¿Porqué se hizo Dios hombre? Para
que yo pudiera nacer como Dios mismo.” (I:138)
Por
consiguiente, el significado verdadero, o trascendente, de la humanidad es la
Divinidad, lo cual es lo mismo que decir que el hombre solo es fiel a su
naturaleza más profunda en la medida en se trasciende a sí mismo, lo cual hace -en
primera instancia- purificándose a sí mismo de “todo aquello que el Verbo
eterno no asumió.” Está claro que
Eckhart esta aquí enfatizando la necesidad de divinización del ser humano, no de
la humanización de lo Divino: lo inferior se debe extinguir a sí mismo ante lo
superior, y solo entonces será reabsorbido por ello; no es una cuestión de
hacer descender lo superior al propio nivel y de asimilarlo crudamente a la
propia actualidad personal.
Estas
consideraciones quedan reforzadas con una analogía alquímica utilizada por
Eckhart: “El alma se oscurece al ser vertida en el cuerpo, ... El alma no puede
ser pura a menos que sea reducida a su pureza original, tal y como Dios la
hizo, igual que el oro no puede hacerse a partir del cobre con dos o tres
horneados: debe reducirse a su naturaleza primaria... El hierro se quede
comparar con la plata, y el cobre con el oro: pero cuanto más los igualamos sin
llevar a cabo sustracciones, tanto más falsos son. Pasa lo mismo con el alma.”
(I:202-203).
La
esencia del alma está oscurecida y envuelta por el cuerpo: la “reducción” o “disolución”
alquímica que se requiere no tiene como finalidad el cuerpo como materia, sino
más bien el alma en tanto que ha asumido sobre ella la oscuridad de su
recubrimiento: los rastros psíquicos de la materia y de la corporalidad, la
pasión por lo perecedero, el apego al material transitorio que “es creado
después de nada” (I:203). Cuanto más toma el alama su estado actual, natural, caído -el cobre sin refinar-
por la esencia de su ser y su consciencia, tanto más falsa se hace, tanto más
susceptible al orgullo, lo cual aquí significa deificar a la criatura como tal,
tomando la oscuridad por la luz. Se debe recordar aquí la idea del cobre que
está más exaltado en el oro que por sí mismo: anteriormente se usó esta imagen
respecto a la distinción entre el Ser y el Más Allá del Ser, pero es igualmente
relevante su aplicación al alma y a Dios: el alma realiza una plenitud en Dios
que está estrictamente excluida en el plano de su afirmación separativa como
alma.
Si
esta reducción a la humanidad pura constituye el propósito y el límite de la
capacidad del ser humano -cuyas modalidades veremos en breve- y lo convierte en
uno con el Verbo, surge entonces la pregunta: ¿qué es eso que el Hijo “conoce”
del Padre, y que ahora el individuo, reducido a “humanidad desnuda”, y por
tanto al Verbo, también conoce? ¿En qué consiste este conocimiento? “¿Qué es lo
que oye el Hijo de su Padre? El Padre solo puede dar el nacimiento, el Hijo
solo puede nacer. Todo lo que el Padre tiene y es, la profundidad del ser
divino y la naturaleza divina, Él la produce toda de una vez en Su único Hijo
engendrado.” (I:138).
El
contenido de este conocimiento es inseparable del Ser del Absoluto; la distinción
ontológica entre el Hijo como Persona y la Divinidad en cuanto Esencia, no está
operativa en esta dimensión supra-ontológica de identidad esencial -aquella
identidad que permite que Eckhart afirme que las Personas no son sino una
Divinidad pese a sus distinciones personales exteriores-. Así pues: “En el
Verbo eterno, el oyente es el mismo que el que es oído.” (II:83).
Así
como el Hijo es el Padre en su
dimensión unitiva, así, si el hombre individual ha llegado a nacer como el Hijo
en virtud de su reducción efectiva a pura humanidad, entonces también él
tampoco puede ser otro que el Uno. Decir “Nacimiento” es decir “Unión”: “Dios
Padre da a luz al Hijo en el terreno y la esencia del alma, y de este modo se
une a Sí Mismo a ella... y en esa unión real radica toda la beatitud del alma.”
(I:5).
La
descripción que hace Eckhart sobre la naturaleza del Ser que es de este modo
comunicado y consumado en la unión, se corresponde estrechamente, una vez más,
con el ternario vedantino Sat-Chit-Aanada;
pues se dice que éstos son tres aspectos del Verbo tal y como es pronunciado en
el alma: “poder inconmensurable”, “sabiduría infinita”, y “dulzura infinita”
(I:60-61).
Eckhart
recalca que en esta naturaleza integral, él posee todo lo que fue dado a
Cristo; esta fue otra de las tesis por las que fue condenado en la Bula de
1329: “Todo lo que Dios Padre dio a su único Hijo en la naturaleza humana, Él
me lo ha dado a mí: todo sin excepción, ni siquiera la unidad ni la santidad.”
(I:XLVIII).
En
uno de sus Sermones plantea y responde la pregunta clave implícita en la
condena de una idea así: Si tenemos todo lo que fue dado a Cristo, “¿porque
entonces alabamos y ensalzamos a Cristo como nuestro Señor y nuestro Dios?” Y
responde: “Eso es porque él era un mensajero de Dios hacia nosotros y nos ha traído
nuestra bendición. La bendición que nos trajo era nuestra.” (I:116).
En
otros términos, Jesús -el hombre- “recordó” a la humanidad la bendición que hay
dentro de ella, una bendición derivada de Dios, en primera instancia, en tanto
que cada alma humana está hecha a imagen de Dios -es decir, en esencia cada
alma nace como el Hijo, y por tanto con todas las bendiciones del Hijo-; una
bendición que está solamente nublada, no abolida, por la Caída. Esta bendición
solo es “nuestra” en la naturaleza humana esencializada,
allí donde todos los aspectos de la criatura son trascendidos. Es como si
Eckhart estuviese diciendo: el Principio que me trasciende me transmite un
mensaje que me recuerda que está inmanente en mí; que es más verdaderamente “yo
mismo” que este caparazón psicofísico que me envuelve.
Yendo
ahora a los medios mediante los cuales se ha de realizar esta inmanencia
trascendente, Eckhart describe el aspecto increado del alma como algo más
desconocido que conocido, “un lugar extraño y desértico”; de ahí que la
supresión del ego sea condición sine qua
non para esta realización: “Si pudieras borrarte a ti mismo por un
instante, es más, incluso menos de un instante, poseerías todo lo que es esto
en sí mismo. Pero mientras que te preocupe cualquier cosa, no conoces más Dios
que lo que conoce mi boca del color o mi ojo del sabor.” (I:144).
Ahora
debemos centrarnos en el significado de esta anulación de uno mismo y en el principio
ontológico del que se deriva su necesidad para la espiritualidad. Debemos recordar
aquí la idea de que cualquier cosa especifica -incluso algo bueno en sí mismo-
es un velo sobre el Bien universal, y es por tanto una forma de negación de
ello. Cualquier cosa que “es” en sí misma, “no” es en relación a Dios: “en la
medida en que el no se adhiere a ti,
en esa medida eres imperfecto. Por consiguiente, si quieres ser perfecto debes
deshacerte del no.” (I:117).
De
este modo, la perfección ontológica es la negación trascendente de la negación.
Cualquier rastro de alteridad excluye esta perfección, pues la otredad es la afirmación
de la negación. La Unión significa la total unidad con aquello que es, mientras que lo separativo conlleva
una relación inevitable con la nada. Es esta una relación que aparta de lo Real
en la medida en que nos mueve en la dirección de una nada que cabe considerar como
una tendencia negativa cuyo estatus existencial deriva, no de su propia
naturaleza, que es por definición inexistente, sino de su capacidad de negar lo
Real.
Es
importante distinguir entre dos tipos de “nada” pertenecientes al alma. La
primera es cuando el alma se afirma como tal, apartada de Dios, y que podemos
denominar ‘nada negativa’, en tanto que niega la realidad única de Dios. La
segunda es una nada precipitada metódicamente y que, por el contrario, es eminentemente
positiva, pues se trata de una negación deliberada del aparente “algo” propio
del alma, y por tanto una nada que es receptiva al “algo” Divino. Para alcanzar
el “algo” de Dios -Su Realidad, que está por así decir en el otro lado del Vacío-
el alma debe primeramente caer en su propia nada, lo que aquí implica la
negación concreta y “ascendente” o “interiorizante” de su propio “algo”
aparente; es entonces cuando Dios “con su ser increado, se ubica por debajo de
esa su nada y sostiene al alma en el ‘algo’ de Él.” (I:59)
Si
el alma debe vaciarse de sí misma en términos de Ser, lo mismo es aplicable, mutatis mutandis, en términos de
consciencia cognitiva: el alma solo puede llegar a conocer por medio de un
no-conocer, de un despojamiento completo de todos los contenidos del
pensamiento: “Debe haber una quietud y un silencio para que este Verbo se haga oír.
No podemos servir mejor a este Verbo que en la quietud y el silencio: allí
podemos oírlo y allí también lo entenderemos correctamente -en el no saber-. Se
aparece y revela a aquel que nada sabe.” (I:20)[1]
Lo
que se está enfatizando es que aquello que es ignorancia desde la perspectiva
humana noes si no el reverso de un modo de conocimiento absoluto desde la
perspectiva divina; así como el oído no tiene conocimiento del sabor, así las
modalidades humanas de conocimiento carecen de medios para asimilar las
verdades divinas, habiendo allí una inconmensurabilidad insalvable como la que
hay entre los procesos de cognición finitos y el contenido infinito de la realidad
divina. Desde el punto de vista humano, “no saber” es la condición previa para
el conocimiento del orden divino: “Entonces debemos hacernos conocedores con el
conocimiento divino y nuestro no saber será ennoblecido y adornado con el
conocimiento sobrenatural.” (I:21)
Por
tanto, “no saber” significa concretamente recolectar todos los poderes del alma
interiorizándolos para la concentración unitiva; concentración no en ésta o en
aquella imagen, sino en la Verdad misma, en las profundidades más interiores de
la quietud silenciosa: “Debemos concentrar todos nuestros poderes en percibir y
en conocer la verdad una, infinita, increada y eterna. Para ello, reúne todos
tus poderes, reúne tus sentidos, tu mente entera y la memoria; dirígelos hacia
la tierra donde está enterrado tu tesoro.” (I:19).
El
“no saber” se refiere por tanto a todos los modos de las potencias individuales
del alma: en lo que al individuo se refiere, la concentración pura es una
ignorancia que subsume dentro de sí misma de modo indiferenciado todos los
aspectos del funcionamiento del alma, y que resulta en un “modo sin modo” de
ignorancia; un vacío que solo es receptivo al influjo del Ser, la Verdad y la
Beatitud divinas. Este es el “tesoro” que está enterrado profundamente bajo las
capas superficiales de cognición que son otros tantos velos sobre la Verdad.
Todas
las imágenes, en tanto que se reciben del exterior, se deben excluir con
firmeza. Incluso se llega a afirmar que la imagen de Cristo es un obstáculo
para la realización más elevada. Citando a Juan, 16:7, “Pero yo os digo la
verdad: Os es necesario que yo me vaya; porque si yo no me fuere, el Consolador
[el Espíritu Santo] no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré.” Eckhart
comenta: “Esto es como si hubiera dicho: ‘Os regocijáis demasiado en mi forma
presente, y por tanto el gozo del Espíritu Santo no puede ser vuestro.’ Así pues,
abandonad todas las imágenes y uníos con la esencia sin forma.” (III:128).[2]
La
postura de Eckhart se hace as inteligible cuando se comprende el concepto de
“imagen”, junto con el correspondiente estado de liberación de todas las
imágenes. En el Nacimiento se alcanzan todas las cosas en su realidad objetiva
dentro de Dios, en contraste con sus formas exteriores como imágenes
refractadas a través de prismas limitados y por tanto distorsionadoras de la
consciencia de la criatura. Si cualquier imagen -sea noble o vil- está presente
en la mente, Dios debe estar necesariamente ausente:
“La
más pequeña de las imágenes criaturales que se dan en ti es tan grande como
Dios. ¿Cómo es eso? Te priva de la totalidad de Dios. Tan pronto como la imagen
entra, Dios debe irse con toda Su Divinidad... ¡Sal de ti en busca de Dios, y
Dios saldrá de Sí Mismo para buscarte a ti! Cuando ambas cosas han salido, lo
que queda es uno y simple. En este Uno el Padre guarda a Su Hijo en su seno más
interior.” (I:118)
Se observa aquí el reflejo
cognitivo de un proceso ontológico en el dominio del método espiritual, en el
reino de la realidad metafísica: la abstinencia de toda imagen es el aspecto
negativo de la concentración unitiva, y esto refleja y prefigura esa negación
de sí mismo que es el aspecto negativo de la realización unitiva: tan pronto
como el sí mismo es anulado -apartado de sí mismo- la Divinidad inmanente es
realizada en una unión que impide toda afirmación exclusiva tanto de sí mismo
como de Dios: en esta unión solo permanece la Divinidad.
Es
en este sentido de abandono y desapego de todas las impresiones sensoriales y
constructos mentales en el que Eckhart interpreta el pasaje de las escrituras
sobre el Jesús niño que lo pierden sus padres, y que solo lo vuelven a
encontrar cuando retornan al punto del que habían partido: uno debe dejar atrás
la “multitud” -de poderes, funciones, obras, e imágenes del alma- y volver al
origen. (I:39)
En
otro Sermón, Eckhart se plantea a sí mismo la siguiente pregunta: ¿es siempre
necesario estar tan “yermo y distanciado de todo lo interior y lo exterior”?
¿no puede uno rezar, escuchar los sermones, y demás, para ayudarse a si mismo?
Y contesta: “No, puedes estar seguro de esto. Lo mejor para ti es la quietud
absoluta tanto como sea posible. No puedes cambiar este estado por ningún otro
sin sufrir daño por ello.” (I:43).
Una
vez más se observa un paralelismo claro entre los elementos operativos del
método espiritual y la estructura de la realidad metafísica: así como la
Divinidad se distinguió de la Trinidad por “no obrar”, así la esencia no
actuante del alma debe ser desnudada de sus modos exteriores de funcionamiento:
“El alma trabaja a través de sus poderes, no con su esencia.” (I:3).
En
la parte anterior de esta sección vimos como las virtudes debían primero ser
asimiladas y luego trascendidas; ese aspecto del ascenso espiritual puede
decirse que está relacionado principalmente con los poderes inferiores de la
mente: el intelecto inferior, la cólera, el deseo, y los sentidos. En este
estadio superior del ascenso, representado por el grado de la pura
concentración o “quietud”, lo que se debe trascender son las modalidades de los
poderes superiores del alma, en donde estos poderes superiores son: el
intelecto superior, la memoria, y la voluntad. Todos los contenidos cognitivos
derivados de la función del intelecto sobre la base de las imágenes almacenadas
en la memoria, y mediante la operación de la voluntad de buscarse a sí mismo
-todo ello- debe ser trascendido si lo que se quiere conseguir es el fundamento
y la esencia del alma, el “centro silencioso” sin imágenes que por naturaleza
no es receptivo a nada excepto a “la esencia divina sin mediación. Allí entra
Dios en Su totalidad, no solo en parte.” (I:3)
Eckhart
no da muchos detalles de la experiencia unitiva, el raptus más elevado, gezucket,
o “éxtasis”, como se denomina comúnmente, pero que sería mas apropiado llamar
“enstasis” dado el hecho de que la beatitud que se experimenta viene derivada,
como sostiene insistentemente Eckhart, de la dimensión ontológica más profunda interior, no exterior a un mismo. Esta
certeza recalcitrante deriva, en gran parte al menos, del carácter inefable de
la experiencia, y por tanto de su intrínseca incomunicabilidad. Pero en un
importante Sermón, nos da una descripción extrínseca al hablar del raptus de San Pablo, a quien Eckhart
atribuye claramente el más alto estatus en relación a la experiencia de la
unión. Al exhortar una vez más a sus oyentes a abandonar todos los poderes,
imágenes y obras a fin de que el Verbo hable en ellos, Eckhart dice:
“Si
solo pudierais no ser conscientes de todas las cosas de forma repentina,
entonces podríais llegar a un olvido de vuestro propio cuerpo, como hizo San
Pablo cuando dijo: ‘si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe’ (2
Cor. 12.2) En este caso, el espíritu había absorbido tan enteramente los
poderes, que había olvidado el cuerpo: la memoria ya no funcionaba, ni el
entendimiento, ni los sentidos, ni los poderes que gobiernan el cuerpo, la
calidez vital y el calor del cuerpo estaban suspendidos, de modo que el cuerpo
no se debilitó durante los tres días durante los que ni comió ni bebió” (I:7)
Del
mismo modo, recomienda al oyente “huir de los sentidos, volver sus poderes
hacia el interior, y hundirse en un olvido de todas las cosas y de sí mismo.”
En
otro Sermón señala la duración necesariamente limitada de este estado:
“Si
el alma fuese siempre consciente del bien que es Dios, de forma inmediata y sin
interrupción, nunca sería capaz de abandonarlo para influenciar el cuerpo...
Como esto no es propicio para esta vida sino ajeno a ella, Dios con Su
Misericordia lo vela cuando Él quiere, y lo revela cuando Él quiere.”
La
cantidad de tiempo que se permanece en este estado es entonces determinada por
Dios, no por el individuo, el cual es totalmente pasivo a este respecto. Otra
pregunta que se hace a sí mismo es la siguiente: ¿En el estado unitivo, pierde
el alma por completo su identidad -en cuyo caso no habría nada a lo que pudiera
regresar la consciencia “después” de la unión- o hay algo de la identidad del
alma que permanece -en cuyo caso la unión no habría sido total-? Respecto a
esta pregunta Eckhart insiste en el logro de la unicidad pura, en
contraposición a la unidad:
“Cuando
dos han de convertirse en uno, uno de ellos ha de perder su ser. Del mismo
modo: si Dios y tu alma han de convertirse en uno, tu alma ha de perder su ser
y su vida. Mientras permaneciera algo estarían de hecho unidos, pero para que
se conviertan un uno, uno ha de perder su identidad y el otro ha de conservar
la suya.” (I:52)
¿Cómo
es que entonces el alma no muere en esta unión que conlleva la pérdida completa
de “su ser y su vida”? En términos eckhartianos la respuesta a esto se puede extrapolar
a partir de la respuesta que da a una cuestión similar sobre cómo puede el alma
“soportar” la unión:
“Por el hecho de que le dé [algo] dentro de Él,
[lo] puede recibir y soportar en lo que es de Él y no de ella: porque lo de Él
pertenece a ella. Cuando Él la ha sacado de lo de ella, lo de Él tiene que
pertenecer a ella, y lo de ella es, en sentido propio, lo de Él. Así́ es capaz
de mantenerse en la unión con Dios.” (I:184)
En
el estado de unión el alma está completamente poseída por Dios, de tal manera
que la resistencia del alma a este estado viene conferida por el ser de Dios, siendo
reemplazada por la de ella. Así como el alma es incapaz de alcanzar aquello que
trasciende su propia naturaleza creada, así es incapaz de soportar la unión en
base a su capacidad creada. Dios es el agente activo en ambos casos, otorgando
Su capacidad sobre el alma que ha extinguido fielmente su propia capacidad. Si
no tuviese lugar esta transferencia de capacidades, entonces lógicamente se
debería concluir que toda otredad criatural sería extinguida, no solo en el
estado unitivo -que es el estado eternamente real- sino incluso en el dominio
temporal de la multiplicidad ontológica al que de hecho retorna el alma.
Por
consiguiente, se puede decir que la naturaleza creada del alma queda suspendida
o negada mientras dura ese estado, mientras que su esencia increada se revela
en su identidad auténtica; una con Dios, no solo unida a Dios. Es importante
subrayar aquí que esta unión se plantea como un estado de duración limitada
únicamente desde el punto de vista de la naturaleza creada que está excluida de
la unión, mientras que desde el punto de vista del Absoluto, este “estado” es
la realidad eterna, intrínsecamente inmutable, si bien extrínsecamente
susceptible de una exclusión -u ocultamiento- aparente solo desde la “nada”
representada por el orden de lo creado, ya que esta unión es en verdad el
“nacimiento eterno que Dios Padre produjo y produce incesantemente en la eternidad”
(I:1). Todo lo demás es temporal, siendo el orden de lo creado estrictamente “nada”.
Esta
misma idea se insinúa en otro Sermón en el que Eckhart habla del alma unida. Se
debe tener en mente la distinción entre “una” y “unida”: “Dios creó el alma de
modo que pudiera llegar a estar unida con Él”. (II:263). Llegar a “estar unida”
es muy distinto de llegar a “ser una”: no ha lugar al “devenir” en el estado
puro de “unicidad”; cualquier cosa que esté en el reino del devenir está sujeta
a un proceso -en este caso el proceso de unificación, un “llegar a estar
unido”, mientras que el puro ser es la realidad inmutable de la unicidad. Por
tanto, el alma debe llegar a unirse con Dios partiendo de su naturaleza creada;
aquello que es despojado en el proceso de unificación es todo lo que el Verbo
no asumió cuando asumió la naturaleza humana. Es decir, todo lo que separa al
hombre de su prototipo perfecto, la imagen de Dios en la que fue creado. Este
proceso de “unificación” es la condición esencial para esa “unión” con la que
sin embargo no tiene medida común. Unificación significa eliminar la otredad
por grados; unión es la trascendencia abrupta de toda otredad, la revelación de
la nada de la otredad y de la sola realidad del Uno.
El aspecto
creado del alma es por tanto susceptible de transformación tanto en lo que se
refiere al ascenso espiritual -el proceso de unificación-, como en lo referido
a la transformación, tras el logro de la unión, por medio del cual llega a ser
perfectamente conforme con la imagen de Dios en la que fue creada; pero esta
conformidad del alma exterior con Dios se debe distinguir de la identidad total
entre la esencia del alma y la Divinidad. La conformidad se relaciona con el
alma en tanto que está hecha a “imagen” de Dios, mientras que la identidad
pertenece estrictamente a aquello de lo que el alma no es sino una imagen, la
realidad divina misma.
[1] Cf. El dictum de
Shankara: el Sí Mismo es conocido solamente por aquel que no lo conoce en
absoluto.
[2] Esto recuerda al
acto mental final que llevo a cabo Ramakrishna antes de alcanzar el nirvikalpa samadhi. Siendo incapaz de ir más allá de a visión de la Madre Kali
al intentar concentrarse en el Sí Mismo, dice: “Con firme determinación me senté
otra vez a meditar, y tan pronto como apareció de nuevo ante mi mente la forma
sagrada de la Madre divina, contemplé el conocimiento como una espada, y la
corté mentalmente en dos con esa espada del conocimiento. Entonces no quedó
ninguna función mental, y trascendí rápidamente el reino de los nombres y las
formas, fundiéndome en samadhi.” (Sri
Ramakrishna: The Great Master, Swami Saradananda, trad. Swami Jagadananda,
Sri Ramakrishna Math, Madras, 1952, p. 484).