domingo, 30 de septiembre de 2018

ECKHART: El Nacimiento del Verbo en el alma (III)



MEISTER ECKHART

El Nacimiento del Verbo 
en el Alma

(III)

Reza Sha Kazemi


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eckhart sanatanadharmatradicional



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Tercera entrega de la traducción inédita hasta la fecha en castellano del capítulo dedicado a Meister Eckhart del libro de Reza Sha Kazemi titulado "Paths to tracendence according to Shankara, Ibn Arabi y Meister Eckhart". Publicado en la editorial World Wisdom, Inc, 2006.




(Traducción al castellano de Roberto Mallón Fedriani)


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2.    Concentración Unitiva, Raptus, y Nacimiento

El primer principio importante a establecer al describir el Nacimiento, es la absoluta necesidad de la gracia divina, sin la cual el alma no puede conseguir nada en su búsqueda de la trascendencia de sí misma. Siguiendo con el debate anterior sobre el desapego, podría decirse que la vacuidad pura que efectúa el desapego espiritual es la receptividad interior al influjo de la gracia; Dios está continuamente buscando a la criatura, la cual, por su parte, no es receptiva a Dios debido a su preocupación por -y por tanto “plenitud de”- sí misma y del mundo:
“Dios siempre se está esforzando por estar constantemente con un hombre y llevarle hacia el interior, siempre que aquel esté dispuesto a seguirle... Dios siempre está listo, pero nosotros no estamos dispuestos. Dios está cerca de nosotros, pero nosotros estamos lejos de Él. Dios está dentro, nosotros estamos afuera. Dios está en casa, nosotros estamos fuera.” (II:169).
El reconocimiento por parte de la criatura de su incapacidad inherente, efectúa una apertura decisiva hacia la gracia, y esta apertura también se identifica con el despertar de los espacios más elevados del intelecto. Por tanto, el aspecto creado del intelecto debe hacerse consciente de sus limitaciones ineludibles, y entonces buscar fervientemente la gracia de Dios; pues es solo por virtud de esta gracia como puede actualizarse el aspecto “más elevado” o “increado” del intelecto. Así pues, cualquier cosa que se “alcance” por medio de este intelecto pertenece más a la obra de la gracia de Dios que a los esfuerzos de la criatura: “Cuando un hombre está muerto en la imperfección, surge en el intelecto más elevado la comprensión, y clama a Dios por Su gracia. Entonces Dios le da una luz divina a fin de que llegue a conocerse a sí mismo. Allí dentro conoce a Dios.” (I:267).
         Esta consciencia de la necesidad de la gracia no implica una actitud fatalista o quietista respecto al propio estado actual de imperfección; al contrario, el reconocimiento de esta imperfección está fuertemente ligado a la acción resolutiva: va de la mano con una lucha incesante contra los propios errores, un “odio hacia la propia alma” en la medida en que el alma continua siendo imperfecta: “Quienquiera que ame su alma en la pureza, que es la naturaleza simple del alma, la odia y es su adversario dentro de este traje; la odia y está angustiado de que ella esté tan lejos de la pura luz que es ella en sí misma.” (I:171).
Uno debe esforzarse continuamente por trascenderse a si mismo -superando sus propias faltas- no ya prefigurando y anticipando la victoria efectiva sobre uno mismo actualizada por la gracia, sino también abriéndose a sí mismo a esa gracia. De este modo, al hablar de las “funciones” del ángel en cuanto a la preparación del alma para el Nacimiento, Eckhart añade que uno debe esforzarse por parecerse cada más al ángel en el desempeño de su triple función: la purificación, la iluminación y la perfección del alma (I:212). En otro lugar este proceso se compara con el incremento del parecido a Dios: “En la medida en que todas las faltas del alma se van abandonando, en esa medida Dios la hace parecida a Él mismo.” (I:219).
 Debemos ahora abordar la cuestión del significado exacto de “falta”, y cuál es el “éxito” correspondiente. Para contestar a esto se debe apreciar el aspecto más significativo de la trama de relaciones que subsisten entre el Padre y el Hijo, el Hijo y la humanidad, y la humanidad y el ser humano individual. Yendo primero a la relación de paternidad Divina, Eckhart cita el principio escriturario: Ningún hombre conoce al Padre sino el Hijo (Mat. 11:27) y añade: “si conocieras a Dios, no solo serías como el Hijo, sino que serías el Hijo mismo.” (I:127). “Ser” de este modo el Hijo significa ser uno con el Verbo eternamente pronunciado por el Padre, en contraposición a ser Jesús como hombre que nació en un tiempo y en un lugar determinado. Distinguir entre el Nacimiento eterno y el nacimiento temporal deja clara la necesidad de realizar en el interior de uno mismo la realidad de este Nacimiento incesante, del que el nacimiento temporal no es sino una consecuencia. Aquí raica el punto crucial de las enseñanzas de Eckhart, quien lo expresa citando a San Agustín: “¿De qué me sirve que este nacimiento esté siempre ocurriendo, si no me ocurre a mi? Lo que importa es que debería ocurrir en mí.” (I:1)
         La asunción de la naturaleza humana por el Verbo es la clave para la realización del Nacimiento en el ser humano: “Dios adoptó la naturaleza humana y la unió con Su propia Persona. La naturaleza humana se hizo Dios, pues Él puso al desnudo la naturaleza humana, no la de ningún hombre. Por tanto, si quieres ser el mismo Cristo y Dios, sal de todo aquello que el Verbo eterno no asumió... entonces serás lo mismo que el Verbo eterno, como la naturaleza humana lo es para Él. Pues entre tu naturaleza humana y la Suya no hay ninguna diferencia: es una, ya que lo que hay en Cristo lo hay en ti.” (II:313-314).
         En otra palabras, una vez eliminados los accidentes de la individualidad, se revela la naturaleza humana universal: no tal o cual ser humano, sino la humanidad como tal, la cual, habiendo constituido el recipiente existencial de la Divinidad, es absorbida por su contenido divino: hacerse uno con la humanidad es pues un estadio en el camino de ascenso para hacerse uno con la Divinidad, describiendo de este modo el movimiento inverso por el que la Divinidad descendió para hacerse humanidad: “¿Porqué se hizo Dios hombre? Para que yo pudiera nacer como Dios mismo.” (I:138)
         Por consiguiente, el significado verdadero, o trascendente, de la humanidad es la Divinidad, lo cual es lo mismo que decir que el hombre solo es fiel a su naturaleza más profunda en la medida en se trasciende a sí mismo, lo cual hace -en primera instancia- purificándose a sí mismo de “todo aquello que el Verbo eterno no asumió.” Está claro que Eckhart esta aquí enfatizando la necesidad de divinización del ser humano, no de la humanización de lo Divino: lo inferior se debe extinguir a sí mismo ante lo superior, y solo entonces será reabsorbido por ello; no es una cuestión de hacer descender lo superior al propio nivel y de asimilarlo crudamente a la propia actualidad personal.
         Estas consideraciones quedan reforzadas con una analogía alquímica utilizada por Eckhart: “El alma se oscurece al ser vertida en el cuerpo, ... El alma no puede ser pura a menos que sea reducida a su pureza original, tal y como Dios la hizo, igual que el oro no puede hacerse a partir del cobre con dos o tres horneados: debe reducirse a su naturaleza primaria... El hierro se quede comparar con la plata, y el cobre con el oro: pero cuanto más los igualamos sin llevar a cabo sustracciones, tanto más falsos son. Pasa lo mismo con el alma.” (I:202-203).
         La esencia del alma está oscurecida y envuelta por el cuerpo: la “reducción” o “disolución” alquímica que se requiere no tiene como finalidad el cuerpo como materia, sino más bien el alma en tanto que ha asumido sobre ella la oscuridad de su recubrimiento: los rastros psíquicos de la materia y de la corporalidad, la pasión por lo perecedero, el apego al material transitorio que “es creado después de nada” (I:203). Cuanto más toma el alama su estado  actual, natural, caído -el cobre sin refinar- por la esencia de su ser y su consciencia, tanto más falsa se hace, tanto más susceptible al orgullo, lo cual aquí significa deificar a la criatura como tal, tomando la oscuridad por la luz. Se debe recordar aquí la idea del cobre que está más exaltado en el oro que por sí mismo: anteriormente se usó esta imagen respecto a la distinción entre el Ser y el Más Allá del Ser, pero es igualmente relevante su aplicación al alma y a Dios: el alma realiza una plenitud en Dios que está estrictamente excluida en el plano de su afirmación separativa como alma.
         Si esta reducción a la humanidad pura constituye el propósito y el límite de la capacidad del ser humano -cuyas modalidades veremos en breve- y lo convierte en uno con el Verbo, surge entonces la pregunta: ¿qué es eso que el Hijo “conoce” del Padre, y que ahora el individuo, reducido a “humanidad desnuda”, y por tanto al Verbo, también conoce? ¿En qué consiste este conocimiento? “¿Qué es lo que oye el Hijo de su Padre? El Padre solo puede dar el nacimiento, el Hijo solo puede nacer. Todo lo que el Padre tiene y es, la profundidad del ser divino y la naturaleza divina, Él la produce toda de una vez en Su único Hijo engendrado.” (I:138).
         El contenido de este conocimiento es inseparable del Ser del Absoluto; la distinción ontológica entre el Hijo como Persona y la Divinidad en cuanto Esencia, no está operativa en esta dimensión supra-ontológica de identidad esencial -aquella identidad que permite que Eckhart afirme que las Personas no son sino una Divinidad pese a sus distinciones personales exteriores-. Así pues: “En el Verbo eterno, el oyente es el mismo que el que es oído.” (II:83).
         Así como el Hijo es el Padre en su dimensión unitiva, así, si el hombre individual ha llegado a nacer como el Hijo en virtud de su reducción efectiva a pura humanidad, entonces también él tampoco puede ser otro que el Uno. Decir “Nacimiento” es decir “Unión”: “Dios Padre da a luz al Hijo en el terreno y la esencia del alma, y de este modo se une a Sí Mismo a ella... y en esa unión real radica toda la beatitud del alma.” (I:5).
         La descripción que hace Eckhart sobre la naturaleza del Ser que es de este modo comunicado y consumado en la unión, se corresponde estrechamente, una vez más, con el ternario vedantino Sat-Chit-Aanada; pues se dice que éstos son tres aspectos del Verbo tal y como es pronunciado en el alma: “poder inconmensurable”, “sabiduría infinita”, y “dulzura infinita” (I:60-61).
         Eckhart recalca que en esta naturaleza integral, él posee todo lo que fue dado a Cristo; esta fue otra de las tesis por las que fue condenado en la Bula de 1329: “Todo lo que Dios Padre dio a su único Hijo en la naturaleza humana, Él me lo ha dado a mí: todo sin excepción, ni siquiera la unidad ni la santidad.” (I:XLVIII).
         En uno de sus Sermones plantea y responde la pregunta clave implícita en la condena de una idea así: Si tenemos todo lo que fue dado a Cristo, “¿porque entonces alabamos y ensalzamos a Cristo como nuestro Señor y nuestro Dios?” Y responde: “Eso es porque él era un mensajero de Dios hacia nosotros y nos ha traído nuestra bendición. La bendición que nos trajo era nuestra.” (I:116).
         En otros términos, Jesús -el hombre- “recordó” a la humanidad la bendición que hay dentro de ella, una bendición derivada de Dios, en primera instancia, en tanto que cada alma humana está hecha a imagen de Dios -es decir, en esencia cada alma nace como el Hijo, y por tanto con todas las bendiciones del Hijo-; una bendición que está solamente nublada, no abolida, por la Caída. Esta bendición solo es “nuestra” en la naturaleza humana esencializada, allí donde todos los aspectos de la criatura son trascendidos. Es como si Eckhart estuviese diciendo: el Principio que me trasciende me transmite un mensaje que me recuerda que está inmanente en mí; que es más verdaderamente “yo mismo” que este caparazón psicofísico que me envuelve.
         Yendo ahora a los medios mediante los cuales se ha de realizar esta inmanencia trascendente, Eckhart describe el aspecto increado del alma como algo más desconocido que conocido, “un lugar extraño y desértico”; de ahí que la supresión del ego sea condición sine qua non para esta realización: “Si pudieras borrarte a ti mismo por un instante, es más, incluso menos de un instante, poseerías todo lo que es esto en sí mismo. Pero mientras que te preocupe cualquier cosa, no conoces más Dios que lo que conoce mi boca del color o mi ojo del sabor.” (I:144).
         Ahora debemos centrarnos en el significado de esta anulación de uno mismo y en el principio ontológico del que se deriva su necesidad para la espiritualidad. Debemos recordar aquí la idea de que cualquier cosa especifica -incluso algo bueno en sí mismo- es un velo sobre el Bien universal, y es por tanto una forma de negación de ello. Cualquier cosa que “es” en sí misma, “no” es en relación a Dios: “en la medida en que el no se adhiere a ti, en esa medida eres imperfecto. Por consiguiente, si quieres ser perfecto debes deshacerte del no.” (I:117).
         De este modo, la perfección ontológica es la negación trascendente de la negación. Cualquier rastro de alteridad excluye esta perfección, pues la otredad es la afirmación de la negación. La Unión significa la total unidad con aquello que es, mientras que lo separativo conlleva una relación inevitable con la nada. Es esta una relación que aparta de lo Real en la medida en que nos mueve en la dirección de una nada que cabe considerar como una tendencia negativa cuyo estatus existencial deriva, no de su propia naturaleza, que es por definición inexistente, sino de su capacidad de negar lo Real.
         Es importante distinguir entre dos tipos de “nada” pertenecientes al alma. La primera es cuando el alma se afirma como tal, apartada de Dios, y que podemos denominar ‘nada negativa’, en tanto que niega la realidad única de Dios. La segunda es una nada precipitada metódicamente y que, por el contrario, es eminentemente positiva, pues se trata de una negación deliberada del aparente “algo” propio del alma, y por tanto una nada que es receptiva al “algo” Divino. Para alcanzar el “algo” de Dios -Su Realidad, que está por así decir en el otro lado del Vacío- el alma debe primeramente caer en su propia nada, lo que aquí implica la negación concreta y “ascendente” o “interiorizante” de su propio “algo” aparente; es entonces cuando Dios “con su ser increado, se ubica por debajo de esa su nada y sostiene al alma en el ‘algo’ de Él.” (I:59)
         Si el alma debe vaciarse de sí misma en términos de Ser, lo mismo es aplicable, mutatis mutandis, en términos de consciencia cognitiva: el alma solo puede llegar a conocer por medio de un no-conocer, de un despojamiento completo de todos los contenidos del pensamiento: “Debe haber una quietud y un silencio para que este Verbo se haga oír. No podemos servir mejor a este Verbo que en la quietud y el silencio: allí podemos oírlo y allí también lo entenderemos correctamente -en el no saber-. Se aparece y revela a aquel que nada sabe.” (I:20)[1]
         Lo que se está enfatizando es que aquello que es ignorancia desde la perspectiva humana noes si no el reverso de un modo de conocimiento absoluto desde la perspectiva divina; así como el oído no tiene conocimiento del sabor, así las modalidades humanas de conocimiento carecen de medios para asimilar las verdades divinas, habiendo allí una inconmensurabilidad insalvable como la que hay entre los procesos de cognición finitos y el contenido infinito de la realidad divina. Desde el punto de vista humano, “no saber” es la condición previa para el conocimiento del orden divino: “Entonces debemos hacernos conocedores con el conocimiento divino y nuestro no saber será ennoblecido y adornado con el conocimiento sobrenatural.” (I:21)
         Por tanto, “no saber” significa concretamente recolectar todos los poderes del alma interiorizándolos para la concentración unitiva; concentración no en ésta o en aquella imagen, sino en la Verdad misma, en las profundidades más interiores de la quietud silenciosa: “Debemos concentrar todos nuestros poderes en percibir y en conocer la verdad una, infinita, increada y eterna. Para ello, reúne todos tus poderes, reúne tus sentidos, tu mente entera y la memoria; dirígelos hacia la tierra donde está enterrado tu tesoro.” (I:19).
         El “no saber” se refiere por tanto a todos los modos de las potencias individuales del alma: en lo que al individuo se refiere, la concentración pura es una ignorancia que subsume dentro de sí misma de modo indiferenciado todos los aspectos del funcionamiento del alma, y que resulta en un “modo sin modo” de ignorancia; un vacío que solo es receptivo al influjo del Ser, la Verdad y la Beatitud divinas. Este es el “tesoro” que está enterrado profundamente bajo las capas superficiales de cognición que son otros tantos velos sobre la Verdad.
         Todas las imágenes, en tanto que se reciben del exterior, se deben excluir con firmeza. Incluso se llega a afirmar que la imagen de Cristo es un obstáculo para la realización más elevada. Citando a Juan, 16:7, “Pero yo os digo la verdad: Os es necesario que yo me vaya; porque si yo no me fuere, el Consolador [el Espíritu Santo] no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré.” Eckhart comenta: “Esto es como si hubiera dicho: ‘Os regocijáis demasiado en mi forma presente, y por tanto el gozo del Espíritu Santo no puede ser vuestro.’ Así pues, abandonad todas las imágenes y uníos con la esencia sin forma.” (III:128).[2]
         La postura de Eckhart se hace as inteligible cuando se comprende el concepto de “imagen”, junto con el correspondiente estado de liberación de todas las imágenes. En el Nacimiento se alcanzan todas las cosas en su realidad objetiva dentro de Dios, en contraste con sus formas exteriores como imágenes refractadas a través de prismas limitados y por tanto distorsionadoras de la consciencia de la criatura. Si cualquier imagen -sea noble o vil- está presente en la mente, Dios debe estar necesariamente ausente:
“La más pequeña de las imágenes criaturales que se dan en ti es tan grande como Dios. ¿Cómo es eso? Te priva de la totalidad de Dios. Tan pronto como la imagen entra, Dios debe irse con toda Su Divinidad... ¡Sal de ti en busca de Dios, y Dios saldrá de Sí Mismo para buscarte a ti! Cuando ambas cosas han salido, lo que queda es uno y simple. En este Uno el Padre guarda a Su Hijo en su seno más interior.” (I:118)
         Se observa aquí el reflejo cognitivo de un proceso ontológico en el dominio del método espiritual, en el reino de la realidad metafísica: la abstinencia de toda imagen es el aspecto negativo de la concentración unitiva, y esto refleja y prefigura esa negación de sí mismo que es el aspecto negativo de la realización unitiva: tan pronto como el sí mismo es anulado -apartado de sí mismo- la Divinidad inmanente es realizada en una unión que impide toda afirmación exclusiva tanto de sí mismo como de Dios: en esta unión solo permanece la Divinidad.
         Es en este sentido de abandono y desapego de todas las impresiones sensoriales y constructos mentales en el que Eckhart interpreta el pasaje de las escrituras sobre el Jesús niño que lo pierden sus padres, y que solo lo vuelven a encontrar cuando retornan al punto del que habían partido: uno debe dejar atrás la “multitud” -de poderes, funciones, obras, e imágenes del alma- y volver al origen. (I:39)
         En otro Sermón, Eckhart se plantea a sí mismo la siguiente pregunta: ¿es siempre necesario estar tan “yermo y distanciado de todo lo interior y lo exterior”? ¿no puede uno rezar, escuchar los sermones, y demás, para ayudarse a si mismo? Y contesta: “No, puedes estar seguro de esto. Lo mejor para ti es la quietud absoluta tanto como sea posible. No puedes cambiar este estado por ningún otro sin sufrir daño por ello.” (I:43).
         Una vez más se observa un paralelismo claro entre los elementos operativos del método espiritual y la estructura de la realidad metafísica: así como la Divinidad se distinguió de la Trinidad por “no obrar”, así la esencia no actuante del alma debe ser desnudada de sus modos exteriores de funcionamiento: “El alma trabaja a través de sus poderes, no con su esencia.” (I:3).
         En la parte anterior de esta sección vimos como las virtudes debían primero ser asimiladas y luego trascendidas; ese aspecto del ascenso espiritual puede decirse que está relacionado principalmente con los poderes inferiores de la mente: el intelecto inferior, la cólera, el deseo, y los sentidos. En este estadio superior del ascenso, representado por el grado de la pura concentración o “quietud”, lo que se debe trascender son las modalidades de los poderes superiores del alma, en donde estos poderes superiores son: el intelecto superior, la memoria, y la voluntad. Todos los contenidos cognitivos derivados de la función del intelecto sobre la base de las imágenes almacenadas en la memoria, y mediante la operación de la voluntad de buscarse a sí mismo -todo ello- debe ser trascendido si lo que se quiere conseguir es el fundamento y la esencia del alma, el “centro silencioso” sin imágenes que por naturaleza no es receptivo a nada excepto a “la esencia divina sin mediación. Allí entra Dios en Su totalidad, no solo en parte.” (I:3)
         Eckhart no da muchos detalles de la experiencia unitiva, el raptus más elevado, gezucket, o “éxtasis”, como se denomina comúnmente, pero que sería mas apropiado llamar “enstasis” dado el hecho de que la beatitud que se experimenta viene derivada, como sostiene insistentemente Eckhart, de la dimensión ontológica más profunda interior, no exterior a un mismo. Esta certeza recalcitrante deriva, en gran parte al menos, del carácter inefable de la experiencia, y por tanto de su intrínseca incomunicabilidad. Pero en un importante Sermón, nos da una descripción extrínseca al hablar del raptus de San Pablo, a quien Eckhart atribuye claramente el más alto estatus en relación a la experiencia de la unión. Al exhortar una vez más a sus oyentes a abandonar todos los poderes, imágenes y obras a fin de que el Verbo hable en ellos, Eckhart dice:
“Si solo pudierais no ser conscientes de todas las cosas de forma repentina, entonces podríais llegar a un olvido de vuestro propio cuerpo, como hizo San Pablo cuando dijo: ‘si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe’ (2 Cor. 12.2) En este caso, el espíritu había absorbido tan enteramente los poderes, que había olvidado el cuerpo: la memoria ya no funcionaba, ni el entendimiento, ni los sentidos, ni los poderes que gobiernan el cuerpo, la calidez vital y el calor del cuerpo estaban suspendidos, de modo que el cuerpo no se debilitó durante los tres días durante los que ni comió ni bebió” (I:7)
Del mismo modo, recomienda al oyente “huir de los sentidos, volver sus poderes hacia el interior, y hundirse en un olvido de todas las cosas y de sí mismo.”
En otro Sermón señala la duración necesariamente limitada de este estado:
“Si el alma fuese siempre consciente del bien que es Dios, de forma inmediata y sin interrupción, nunca sería capaz de abandonarlo para influenciar el cuerpo... Como esto no es propicio para esta vida sino ajeno a ella, Dios con Su Misericordia lo vela cuando Él quiere, y lo revela cuando Él quiere.”
         La cantidad de tiempo que se permanece en este estado es entonces determinada por Dios, no por el individuo, el cual es totalmente pasivo a este respecto. Otra pregunta que se hace a sí mismo es la siguiente: ¿En el estado unitivo, pierde el alma por completo su identidad -en cuyo caso no habría nada a lo que pudiera regresar la consciencia “después” de la unión- o hay algo de la identidad del alma que permanece -en cuyo caso la unión no habría sido total-? Respecto a esta pregunta Eckhart insiste en el logro de la unicidad pura, en contraposición a la unidad:
“Cuando dos han de convertirse en uno, uno de ellos ha de perder su ser. Del mismo modo: si Dios y tu alma han de convertirse en uno, tu alma ha de perder su ser y su vida. Mientras permaneciera algo estarían de hecho unidos, pero para que se conviertan un uno, uno ha de perder su identidad y el otro ha de conservar la suya.” (I:52)
         ¿Cómo es que entonces el alma no muere en esta unión que conlleva la pérdida completa de “su ser y su vida”? En términos eckhartianos la respuesta a esto se puede extrapolar a partir de la respuesta que da a una cuestión similar sobre cómo puede el alma “soportar” la unión:
 “Por el hecho de que le dé [algo] dentro de Él, [lo] puede recibir y soportar en lo que es de Él y no de ella: porque lo de Él pertenece a ella. Cuando Él la ha sacado de lo de ella, lo de Él tiene que pertenecer a ella, y lo de ella es, en sentido propio, lo de Él. Así́ es capaz de mantenerse en la unión con Dios.” (I:184)
En el estado de unión el alma está completamente poseída por Dios, de tal manera que la resistencia del alma a este estado viene conferida por el ser de Dios, siendo reemplazada por la de ella. Así como el alma es incapaz de alcanzar aquello que trasciende su propia naturaleza creada, así es incapaz de soportar la unión en base a su capacidad creada. Dios es el agente activo en ambos casos, otorgando Su capacidad sobre el alma que ha extinguido fielmente su propia capacidad. Si no tuviese lugar esta transferencia de capacidades, entonces lógicamente se debería concluir que toda otredad criatural sería extinguida, no solo en el estado unitivo -que es el estado eternamente real- sino incluso en el dominio temporal de la multiplicidad ontológica al que de hecho retorna el alma.
Por consiguiente, se puede decir que la naturaleza creada del alma queda suspendida o negada mientras dura ese estado, mientras que su esencia increada se revela en su identidad auténtica; una con Dios, no solo unida a Dios. Es importante subrayar aquí que esta unión se plantea como un estado de duración limitada únicamente desde el punto de vista de la naturaleza creada que está excluida de la unión, mientras que desde el punto de vista del Absoluto, este “estado” es la realidad eterna, intrínsecamente inmutable, si bien extrínsecamente susceptible de una exclusión -u ocultamiento- aparente solo desde la “nada” representada por el orden de lo creado, ya que esta unión es en verdad el “nacimiento eterno que Dios Padre produjo y produce incesantemente en la eternidad” (I:1). Todo lo demás es temporal, siendo el orden de lo creado estrictamente “nada”.
Esta misma idea se insinúa en otro Sermón en el que Eckhart habla del alma unida. Se debe tener en mente la distinción entre “una” y “unida”: “Dios creó el alma de modo que pudiera llegar a estar unida con Él”. (II:263). Llegar a “estar unida” es muy distinto de llegar a “ser una”: no ha lugar al “devenir” en el estado puro de “unicidad”; cualquier cosa que esté en el reino del devenir está sujeta a un proceso -en este caso el proceso de unificación, un “llegar a estar unido”, mientras que el puro ser es la realidad inmutable de la unicidad. Por tanto, el alma debe llegar a unirse con Dios partiendo de su naturaleza creada; aquello que es despojado en el proceso de unificación es todo lo que el Verbo no asumió cuando asumió la naturaleza humana. Es decir, todo lo que separa al hombre de su prototipo perfecto, la imagen de Dios en la que fue creado. Este proceso de “unificación” es la condición esencial para esa “unión” con la que sin embargo no tiene medida común. Unificación significa eliminar la otredad por grados; unión es la trascendencia abrupta de toda otredad, la revelación de la nada de la otredad y de la sola realidad del Uno.
El aspecto creado del alma es por tanto susceptible de transformación tanto en lo que se refiere al ascenso espiritual -el proceso de unificación-, como en lo referido a la transformación, tras el logro de la unión, por medio del cual llega a ser perfectamente conforme con la imagen de Dios en la que fue creada; pero esta conformidad del alma exterior con Dios se debe distinguir de la identidad total entre la esencia del alma y la Divinidad. La conformidad se relaciona con el alma en tanto que está hecha a “imagen” de Dios, mientras que la identidad pertenece estrictamente a aquello de lo que el alma no es sino una imagen, la realidad divina misma.

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[1] Cf. El dictum de Shankara: el Sí Mismo es conocido solamente por aquel que no lo conoce en absoluto.
[2] Esto recuerda al acto mental final que llevo a cabo Ramakrishna antes de alcanzar el nirvikalpa samadhi. Siendo incapaz de ir más allá de a visión de la Madre Kali al intentar concentrarse en el Sí Mismo, dice: “Con firme determinación me senté otra vez a meditar, y tan pronto como apareció de nuevo ante mi mente la forma sagrada de la Madre divina, contemplé el conocimiento como una espada, y la corté mentalmente en dos con esa espada del conocimiento. Entonces no quedó ninguna función mental, y trascendí rápidamente el reino de los nombres y las formas, fundiéndome en samadhi.” (Sri Ramakrishna: The Great Master, Swami Saradananda, trad. Swami Jagadananda, Sri Ramakrishna Math, Madras, 1952, p. 484).