domingo, 9 de septiembre de 2018

ECKHART El Nacimiento del Verbo en el alma (II)





MEISTER ECKHART

El Nacimiento del Verbo 
en el Alma

(II)

Reza Sha Kazemi


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eckhart sanatanadharmatradicional







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Segunda entrega de la traducción inédita hasta la fecha en castellano del capítulo dedicado a Meister Eckhart del libro de Reza Sha Kazemi titulado "Paths to tracendence according to Shankara, Ibn Arabi y Meister Eckhart". Publicado en la editorial World Wisdom, Inc, 2006.




(Traducción al castellano de Roberto Mallón Fedriani)


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Segunda Parte
El Ascenso Espiritual


Esta segunda parte consta de dos secciones. La primera trata sobre el ascenso espiritual en términos de trascendencia de la virtud tal y como se entiende convencionalmente, prestando especial atención a los valores espirituales clave, inherentes al desapego. En la segunda parte se aborda directamente la experiencia del “Nacimiento”, centrándonos en los aspectos trascendentes e implicaciones de este estado espiritual, así como evaluando críticamente la naturaleza y la función del Intelecto respecto a las modalidades del “Nacimiento” y del “Descubrimiento”.

1.    Virtud y trascendencia

Así como en la Primera Parte vimos que la trascendencia de las concepciones limitativas de lo Divino presuponía la existencia de éstas como base para la realización de dicha trascendencia, así también, con respecto a la virtud, su trascendencia implica su perfecto cumplimiento. Para Eckhart el Verbo eterno solo es pronunciado en el alma perfecta:
“Pues lo que aquí digo es para que lo entienda el hombre bueno y perfeccionado que ha caminado por los caminos de Dios y aún continúa haciéndolo; no para el hombre natural, indisciplinado, pues éste está enteramente alejado, e ignora por completo este nacimiento.” (I.I)
Tal y como se indicó más arriba, en la Primera Parte, al describir el estado del hombre “perfeccionado” Eckhart enfatiza que la esencia de todas las virtudes las ha asimilado en tal medida que todas ellas emanan de él de forma natural; o también: se podría decir que fluyen de aquél de una manera “supra-natural” -teniendo en cuenta el aspecto indisciplinado del hombre “natural” mencionado en la última cita-.
         La dimensión de relatividad de la virtud humana solo cabe comprenderla desde el punto de vista de la realización trascendente; una realización que -hay que subrayarlo- es inaccesible excepto sobre la base de haber alcanzado con anterioridad la esencia de las virtudes.
         Hablando estrictamente, la virtud, junto con todos los aspectos de la relación del individuo con lo “otro” -incluyendo en esta categoría a Dios en tanto Creador y Señor- se trasciende plenamente solo desde la pura experiencia de Unión, la cual constituirá el tema central en la próxima sección.
         En este estadio, el grado de trascendencia que contemplamos pertenece a los concomitantes más profundos de una virtud que es clave, la del desapego. Desde la perspectiva de Eckhart el desapego de sí mismo es la condición ontológica esencial -y no meramente ética- para la recepción del Nacimiento. Esto queda claro por la gama de valores que, desde esta perspectiva, están asociados al desapego: renuncia, objetividad, interiorización, amor a Dios, asimilación a lo universal; los cuales constituyen modalidades por medio de las cuales se trascienden los actos exteriores de piedad y virtud, y por las que el alma se orienta hacia su beatitud más elevada.
         Se debe señalar que la trascendencia de las virtudes no solo presupone su realización, sino también su elevación a un grado de perfección incluso superior. Casi se podría decir que, si la virtud natural y existencial es el prerrequisito para la unión, la virtud sobrenatural y ontológica es su fruto. La trascendencia de las virtudes, lejos de implicar su suspensión, resulta en un flujo de plenitud incluso mayor; de hecho, este flujo constituye uno de los signos por los que se debe reconocer al hombre realizado:
 “Todas las virtudes deben estar contenidas en ti, y fluir de ti en su verdadero ser. Deberás transitar y trascender todas las virtudes, extrayendo la virtud únicamente de su fuente, en ese terreno donde es una con la naturaleza divina.” (I:28)
         Si beber directamente de la fuente de la virtud se corresponde en un sentido con la asimilación de un modo de la naturaleza divina que trasciende el flujo de la virtud, en otro sentido se puede decir que también fortalece la corriente de dicho flujo.
         Yendo ahora a las prácticas piadosas, Eckhart subraya que su intención es volver el hombre hacia el interior apartándolo de los objetos exteriores, de tal modo que el “hombre interior” esté preparado para la acción salvífica de Dios, y así Dios no tenga que “apartarlo de cosas ajenas y burdas”. Dichas prácticas aminoran el dolor resultante de ser apartado de los objetos exteriores, y por tanto constituyen en sí mismas el principio de la Gracia:
“Pues cuanto mayor es el deleite en las cosas exteriores, tanto mas difícil resulta abandonarlas; cuanto mayor es el amor, más agudo es el dolor.” (I:34)
Si las acciones piadosas se llevan a cabo por propio interés, entonces también se convierten en objetos de apego, y por consiguiente en obstáculos. En un Sermón basado en la historia de la expulsión de los mercaderes del Templo llevada a cabo por Cristo, Eckhart identifica simbólicamente como “mercaderes” a aquellos que, aun absteniéndose del pecado y buscando ser virtuosos, “hacen trabajos a la gloria de Dios -como ayunos, vigilias, oraciones, y demás-... pero los hacen con el fin de que nuestro Señor les dé  algo a cambio” (I:56).
         Dios no puede ser tratado como medio para conseguir algún fin concebido de forma individualista; ello seria amar a Dios como si se amara a una vaca, “por su leche y su queso, y para tu provecho propio” (I:127). La intención de todas las acciones e inclinaciones debe ser Dios Mismo, y ello tanto interior como exteriormente; no solo porque el verdadero amor a Dios excluye toda motivación egoísta, sino también por la razón metafísica de que cualquier cosa distinta de Dios es nada -tal y como hemos dicho anteriormente-:
“Recuerda: si buscas algo propio nunca encontrarás a Dios, pues no estás buscando solo a Dios, estás buscando algo con Dios, tratando a Dios como si fuera una vela con la que buscar algo, y que cuando encuentras lo que estabas buscando la arrojas... Cualquier cosa que busques con Dios es nada.” (I:248)
Cualquier ser que tenga la criatura es por completo un derivado, y por tanto, por sí misma es equiparable al no-ser, dependiendo para su ser de la presencia de Dios. Por consiguiente, esta presencia de Dios – Su Ser- no solo abarca todos los seres posibles, sino que los supera infinitamente. Tener algo sin Dios es no tener nada, mientras que tener solo a Dios significa tener una plenitud absoluta e infinita, a la que no cabe añadir nada. Eckhart esta aquí instando a sus oyentes a que establezcan solo a Dios como centro de sus aspiraciones, y no Su recompensa, por más paradisiaca que ésta pueda ser. La recompensa no es nada en la medida en que, por un lado, está adjunta al individuo, y por otra, se busca como algo aparte de Dios Mismo, usando de este modo a Dios como medio para alcanzar un fin menor. Este es el “pecado” por el que los “mercaderes” han de ser expulsados del Templo de la adoración verdadera.
         Hay que observar que las “palomas” también deben abandonar el Templo. El error de estos creyentes se define de forma más sutil, ya que de hecho ellos solo trabajan en beneficio de Dios, sin buscar ninguna recompensa para ellos mismos; pero aun así, ellos también deben abandonar el Templo:
“Él no condujo a estas personas fuera, ni las reprendió con dureza, sino que les dijo amablemente ‘Apartad esto de aquí’, como si dijese que no es incorrecto, sino un obstáculo hacia la verdad pura. Estas gentes son todas buenas personas, trabajan puramente en beneficio de Dios, no en el suyo propio, pero trabajan con apego, según el tiempo y la corriente, antes y después. Estas actividades les dificultan el logro de la verdad más elevada, el ser absolutamente libres y sin obstáculos, como Nuestro Señor Jesucristo es absolutamente libre y sin obstáculos.” (I:57-58)
         El punto importante a captar aquí es que lo que actúa como obstáculo hacia la verdad más elevada es el apego a la idea de propiedad individual de las obras, pues este apego constituye un reforzamiento de la particularidad, tanto subjetiva como objetivamente. Subjetivamente, porque intensifica la consciencia de un sí mismo individual que trabaja para lo Divino, pero que no obstante está separado de Ello. Y objetivamente, porque la obra en sí misma se concibe de modo separativo, ligada a un tiempo particular, y asumiendo que dará lugar en el futuro a una recompensa que se concibe proporcional. Incluso si uno no está actuando en pos de la recompensa, la propia acción puede aun así calificarse de “apegada” en la medida en que se ejecuta de acuerdo con una consciencia fija de esta cadena de causalidad temporal, y dentro del marco de una relación acto-recompensa. Una consciencia de este tipo constituye un obstáculo hacia la verdad más elevada; verdad ésta que, al estar situada en la eternidad, acaba con esas distinciones temporales, y excluye la alteridad -la distinción entre el actor y Dios-, ya que ambos son absolutamente Uno.
         Sobre este importante concepto del apego a las obras en el tiempo se puede arrojar más luz comparando la posición de Eckhart sobre el valor de las austeridades con la de otros “maestros” más convencionales. Partiendo del mandato escriturario “Niégate a ti mismo y carga con tu cruz”, Eckhart comenta lo siguiente: “Los maestros dicen que el ayuno y otras penas es sufrimiento. Yo digo que esto es apartar el sufrimiento, pues a estas prácticas no les sigue otra cosa que el gozo.” (II:182). Mientras que los maestros ven las austeridades como modos de sufrimiento cuya finalidad es la adquisición de méritos, Eckhart afirma que la recompensa es la negación de uno mismo: la negación del sufrimiento ineludiblemente asociado al apego hacia el ego y sus pretensiones. Con Eckhart, se da un enfoque desinteresado y ontológico, y con los maestros, un enfoque interesado e individualista. Eckhart subraya tácitamente la causa ontológica objetiva del sufrimiento, y la identifica con la subsistencia de la individualidad egocéntrica, mientras que los maestros tradicionales subrayan la motivación religiosa e individualmente interesada, poniendo el acento en la penitencia y en el esfuerzo individual junto con su concomitante: la recompensa individual –todo lo cual presupone, y por ello refuerza, la subsistencia de la individualidad obstinada.
         Obrar con la consciencia fijada en la causalidad temporal, sea de la forma que sea, es afianzarse en las vicisitudes del orden de lo creado; y dentro de este orden, cualquier bien particular no es sino un velo transitorio de la naturaleza inmutable del Bien universal:
“¿Cómo puede haber abandonado todas las cosas por Dios aquel que aún considera y aprecia éste o aquél bien?... Éste o aquél bien no añade nada a la bondad, sino que cubre y oculta la bondad en nosotros.” (III:73).
El desapego de sí mismo y de todo bien particular -y por tanto limitativo- con el que este sí mismo tiende a identificarse, no es solamente una forma de ser objetivo con uno mismo, sino también una forma de receptividad hacia la substancia del bien universal. El “buen” hombre que dice “mi obra no es mi obra, mi vida no es mi vida”, es también capaz de proclamar que “de todas las obras que llevaron a cabo todos los santos, todos los ángeles, y también María Madre de Dios, de todas ellas, espero cosechar el gozo eterno, como si yo las hubiera realizado todas.” (I:94).
         La clave para explicar esta -podría decirse- “transferencia de méritos” forjada por el desapego, radica en una afirmación posterior, cerca del final de este Sermón: “Cuando tienes a Dios, tienes todas las cosas con Dios”. En otras palabras, cuando Eckhart no reivindica como “suyas” sus propias obras, sino que lo refiere todo -obras y voluntad- a Dios, se está entonces haciendo uno  no solo con Dios, sino con todos los santos y ángeles cuyas obras y cuya voluntad tampoco son atribuidas a ellos mismos, sino que se entregan por completo a Dios. Es de este modo como Eckhart cosecha “su” recompensa, ya que lo que es “suyo” y lo que es “de ellos” es igualmente de Dios, y “cuando tienes a Dios, tienes todas las cosas con Dios”. En la misma línea de pensamiento, dice en otro Sermón: “Quien solo busca a Dios, en verdad encuentra a Dios; pero no solo encuentra a Dios, ya que todo lo que Dios puede dar, eso mismo encuentra con Dios.” (I:94).
         Estas consideraciones esclarecen un significado clave de la objetividad espiritual o búsqueda de Dios solo y por Su propio bien. Es como si Eckhart estuviera diciendo: debes estar determinado y motivado por el objeto supremo y trascendente de la verdad divina, y no por el deseo de añadir esta verdad al sujeto inevitablemente defectuoso. Entonces este sujeto transmuta su naturaleza en la misma medida de su objetividad. Este principio surge claramente a partir de otro Sermón en el que Eckhart le dice a sus oyentes que si su amor de Dios se purificara del apego a sí mismo, poseerían las obras de los hombres virtuosos de una forma más pura que la que estos hombres mismos las poseen -incluso aquellas del mismísimo Papa-:
“Pues el Papa sufre bastantes tribulaciones por ser Papa. Pero tú tienes sus virtudes más puramente y con mayor desapego y paz, y son más tuyas que suyas, siempre que tu amor sea tan puro y desnudo en sí mismo que no desees ni quieras otra cosa que la bondad y a Dios” (I:104).
         En la misma medida en que se ama a Dios “puramente”, se es absorbido hacia arriba -fuera de las limitaciones de la subjetividad individual- en la naturaleza universal de la realidad objetiva -o subjetividad universal- que Dios es: el Objeto sobre el se fija ese amor. Entonces, este Objeto universal subsume al sujeto particular, de modo que el sujeto que seguidamente “posee” todos los actos virtuosos ya no puede ser “él mismo” por más tiempo, sino que ahora es el sujeto universalizado en virtud de (y en la medida de) su identificación efectiva con lo Universal. Esta subjetividad universal goza de la virtud de una forma más completa -siendo una con su fuente supra-manifiesta- que lo hace el sujeto particular -el Papa, por ejemplo-, en tanto que éste permanece afectado por las circunstancias de la manifestación exterior o “tribulaciones”.
         Eckhart está subrayando aquí la desproporción, por un lado, entre la recepción ilimitada que viene a través del desapego de sí mismo, y por otro, el mérito limitado que viene a través del apego a sí mismo y a las obras que fluyen del si mismo. Es a la luz de estas consideraciones como se puede comprender el siguiente principio de “la beatitud por medio de la pasividad”: “Pero nuestra beatitud no descansa en nuestra actividad, sino en ser pasivos para Dios. Pues, así como Dios es más excelente que las criaturas, así la obra de Dios es mejor que la mía.” (I:22).
La obra de Dios para el individuo -que es dada como regalo- tiene lugar en la eternidad, y está condicionada al desapego del individuo respecto a sí mismo y respecto a las ataduras de la condición temporal. Es este un aspecto clave del puro amor de Dios, el cual es de este modo concebido como una trascendencia en relación a la idea normal dualista de amor, y es más parecido a un modo de unión con Él: “En el amor que un hombre da no hay dualidad sino uno y unidad. En el amor yo soy Dios, más de lo que soy yo mismo.” (I:110).
Este amor totalmente desapegado transforma al amante en el Amado: lo particular es universalizado por su amor de -y la unión con- lo Universal. Vivir de este modo en Dios significa que es Dios el que vive en el hombre. Discutiremos más este tema en la Tercera Parte de este capitulo dedicado al “retorno existencial”, ya que la posibilidad de vivir plenamente de esta manera presupone la previa realización de la unión, el tema de la siguiente sección.
Por el momento, continuando el tema de las obras y el desapego, Eckhart contradice a los maestros de su tiempo en un Sermón, destacable por su audacia, sobre la cuestión de si las obras realizadas por un hombre que se encuentra en estado de pecado mortal se pierden eternamente, o si por el contrario dan sus frutos una vez que el hombre ha entrado en un estado de Gracia. Eckhart apoya esta segunda opción, contradiciendo la primera, sostenida por los maestros, pero lo hace desde un punto de vista completamente diferente: todas las obras sin excepción, junto con el tiempo en que ocurrieron, se “pierden por completo; las obras en tanto que obras, el tiempo en cuanto tiempo... Ninguna obra fue nunca buena, o santa, o bendita.” Una obra solo da lugar a la bondad o beatitud en tanto que se reconoce plenamente su naturaleza transitoria, y su “imagen” o rastro en la mente se deshace de inmediato:
“Si una obra es realizada por un buen hombre, éste se libera a sí mismo de aquella obra, y al hacerlo se parece más, y esta más cerca, de su origen de lo que lo estaba previamente... Por eso es por lo que se le llama santa y bendita a la obra.” (I:131)
         Se le puede llamar santa y bendito, pero esto “no es realmente cierto, pues la obra carece de ser... ya que perece en sí misma.” En realidad, lo que es bendito es el hombre que lleva a cabo la obra, ya que es dentro de su alma en donde la obra da su fruto, no como obra ni en base al tiempo en el que se ejecutó, sino como una “buena disposición que es eterna con el espíritu, así como el espíritu es eterno en sí mismo y es el espíritu mismo.” (I:131).
         En la medida en que el alma está liberada de las obras y del tiempo, en esa medida las obras y el tiempo son “benditos”, en tanto que contribuyen a la beatitud del alma, por encima de las obras y del tiempo. En contraste con esto, si las obras se aferran al alma, entonces actúan como obstrucciones que impiden que la luz del espíritu libre penetre en el alma. La ejecución de estas buenas obras es entonces un factor espiritual positivo cuando se hace con el fin de “dar salida” a las imágenes que de otro modo inhibirían la receptividad hacia la unión. Así pues, las buenas obras serán útiles al hombre en la medida en que creen “la disposición hacia la unión y la semejanza, no teniendo obras ni tiempo otra utilidad que la de posibilitar que el hombre se prepare a sí mismo.” (I:132-133).
         Es precisamente porque Dios Mismo no es tocado por las obras, por lo que el hombre, para ser “como” Él, debe elevarse por encima de las obras  como obras: “Y cuanto más se libera un hombre de sí mismo y se prepara a sí mismo, tanto más se aproxima a Dios, el cual es libre en Sí Mismo; y en la medida en que un hombre se libera a sí mismo, en esa misma medida no pierde ni obras ni tiempo.” (I:133).
         El proceso de desapegarse a uno mismo de las obras, incluso cuando se llevan a cabo buenas obras, significa en términos concretos deshacerse o liberarse de las imágenes de estas obras, y de este modo aproximarse al estado de libertad del que goza Dios, el cual actúa, pero sin atarse de ningún modo a Su actividad. Por tanto, la riqueza del fruto interior de las obras depende de que sean llevadas a cabo con desapego y objetividad, sabiendo que derivan -y propiamente pertenecen- del espíritu, que es universal, y no del individuo. Solo entonces se puede decir que no se pierden ni las obras ni el tiempo: al contribuir a la actualización de la consciencia de Dios, su verdadero valor se consuma en la unión a la que conduce en último término esta consciencia -esa unión en la que cabe hallar toda beatitud, por encima del tiempo-. La raison d’etre de las buenas obras es pues la unión; son valorables en la medida en que se llevan a cabo y son desasidas inmediatamente.
Finalmente, en este tema de las obras, se debe señalar que, aunque la obra como tal perece, no obstante, en cuanto que “en su esencia se corresponde con el espíritu, nunca perece” (I:134). Esto significa que una buena obra es el reflejo exterior en el tiempo y en el espacio de esa bondad intrínseca, la esencia del espíritu de Dios; una bondad que fluye constantemente en la creación y en sí misma: el contenido esencial de la obra -que irradia bondad- es pues imperecedero, siendo una con el Espíritu que es imperecedero, mientras que el contenedor contingente de la obra, o la forma que vehicula esta esencia, es lo que perece. En la medida en que uno actua por los frutos de la obra en su propio nivel y sus propios términos, en el plano de lo contingente, en esa medida existe apego a lo perecedero, y esto a su vez disminuye la capacidad del alma para alcanzar la semejanza -y mucho menos la unión- con Dios. Por el contrario, cuando se lleva a cabo con un desapego perfecto, entonces el contenido esencial e imperecedero de la obra se activa y genera una disposición correspondiente del alma que atrae la Gracia y la Unión.
Eckhart llama “racional” a este tipo de obra. Se distingue también por su eficacia interior: en vez de dispersarse por causa de las obras exteriores, uno debe acercarse cada vez más al interior, hacia el terreno del propio ser: “Ocurre así con todas las criaturas racionales, cuanto más salen fuera de sí mismas con sus obras, tanto más van hacia su interior. No es este el caso con las cosas físicas: cuanto más obran, más salen de sí mismas.” (I:177-178).
Para que el individuo sea calificado como plenamente “racional”, debe distanciarse a sí mismo de ese elemento “físico” de su propia naturaleza que, al actuar, degenera “yendo fuera de sí mismo”. Se muestra aquí que obrar con apego implica que el alma fluya en la dirección de la obra a la que se está apegado, junto con su tiempo, siendo ambas cosas transitorias. Por el contrario, el elemento “racional” de la propia relación con las obras conduce a la comprensión de que la obra y su tiempo están destinados a la nada. De aquí  que uno no pueda sino obrar con desapego respecto a la obra, actualizando así un movimiento de interiorización sobre la misma base de un acto exterior: los actos exteriores solo se llevan a cabo con el fin de que nos conduzcan más profundamente dentro de nosotros mismos. De esta manera, la actividad desapegada se convierte no solo en una fuerza de interiorización, sino también en una exteriorización luminosa:
“Son libres aquellos que organizan sus obras guiados por la luz eterna... Aquel que trabaja en la luz se eleva directamente hacia Dios sin ningún medio: su luz es su actividad, y su actividad es su luz.” (I.82)
Aquel que está desapegado de este modo de toda exterioridad, sabiendo que las obras, como tales, no conducen a Dios, es capaz de elevarse a Dios in-mediatamente o “sin ningún medio”, es decir, libre de la idea de que alcanzar a Dios pueda ser el resultado de la ejecución de algún acto exterior. De este modo, los actos de un hombre así son llevados a cabo a la luz de la discriminación, de modo que cada acto es un acto de luz, la proyección exterior de una luminosidad interior.
         Esta manera de obrar con discriminación y desapego reúne al hombre con Dios de manera más efectiva que cualquier otra cosa “excepto la visión de Dios en Su naturaleza desnuda” (I:85). Esta excepción es extremadamente importante, pues este modo desapegado de actividad es un modo de unificación con Dios que se realiza dentro del marco necesariamente restrictivo de la existencia exterior, un marco que se trasciende interiormente por medio de la actitud correcta, pero que no es eliminado exteriormente. Este modo se relaciona con la forma de ser en el mundo a la vez que con Dios, con la manera en la que la exterioridad debe interiorizarse, y por consiguiente permanece dentro de un nivel relativo si se considera en relación a la experiencia de la unión incondicional. Esto se debe tener mente al leer lo siguiente: “Si un hombre piensa que obtendrá más de Dios a través de la meditación, de la devoción, del éxtasis..., que junto a la chimenea o en un establo, eso no es otra cosa que tomar a Dios, envolver una capa alrededor de Su cabeza y empujarLo debajo del banco.” (I:117).
         Lo que parece estar diciendo Eckhart aquí es que uno debe relacionarse con Dios conforme a Sus medidas, y no conforme a los esfuerzos de la criatura. No se debe establecer una relación formal o determinista entre los propios esfuerzos -como causa- y Su realidad -como efecto-, pues si se supone que Dios es el “logro” de un “camino” particular iniciado por la criatura, entonces Él, como efecto, dependería de la criatura, como causa, cuando en realidad la verdad es todo lo contrario. Es como si Eckhart estuviera diciendo: tu impones sobre Él tus propias medidas, bajándolo a tu nivel – “empujando Su cabeza bajo el banco”- y esto, después de haber velado Su nivel –“envolviendo una capa alrededor de Su cabeza”- asfixiándoLo con tus “formas” particulares, las cuales, de este modo se atribuyen a sí mismas el status que pertenece propiamente al objeto ostensible de devoción. Así pues, “empujar” a Dios bajo el banco cabe entenderse como la humana reducción de lo Divino al nivel de una cadena de causalidad convencional determinada horizontalmente: como consecuencia, dar a Dios lo que es debido es ser perpetua y “verticalmente” consciente de Él como Realidad omnipresente e inalienable hacia la que el hombre debe siempre gravitar.[1]  A la luz de estas consideraciones, la siguiente cita es mas inteligible:
“El amor me dificulta amar a Dios, pero el desapego obliga a Dios a amarme a mí. Ahora bien, es cosa mas noble el que yo fuerce a Dios hacia mí, que yo me fuerce a mí mismo hacia Dios... porque Dios es más capaz de adaptarse a mí, y puede unirse a mí mucho mas fácilmente de lo que yo pudiera unirme a Él.”
         Hay aspectos metafísicos adicionales del desapego que se pueden entender más fácilmente sobre la base de la realización trascendente que trataremos más adelante. Estos aspectos se examinarán al final de la primera parte del capítulo. Por ahora abordaremos los aspectos más volitivos.      
El aspecto volitivo de la renuncia está relacionado muy estrechamente con el desapego, y sobre esta cuestión Eckhart es característicamente contundente: “Ahora Nuestro Señor dice, ‘Y cualquiera que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna...’ (Mat. 19,29). Pero si lo dejas por conseguir cien veces más y la vida eterna, entonces no has dejado nada... Debes renunciar a tí mismo, a tí mismo por completo, y entonces habrás renunciado realmente”. (I:142).
         En otro Sermón, Eckhart se plantea a sí mismo retóricamente la siguiente pregunta: ¿cómo puede uno esforzarse por nada que no sea Dios? ¿cómo puede uno renunciar a todo deseo de recompensa? Y contesta resaltando que la recompensa es inevitable, pero esa pureza de devoción debe prevalecer sobre las implicaciones individuales del propio conocimiento de que esta recompensa es inevitable: “Puedes estar seguro de que Dios no fallará en darnos todo. ... Es mucho más necesario para Él el dar, que lo es para nosotros el recibir, pero no debemos buscarlo, pues cuanto menos lo deseamos o buscamos, tanto más da Dios. Es así como Dios pretende solamente que podamos ser el más rico y recibir lo más.” (II:6).
         La renuncia a sí mismo incluye la renuncia a todo deseo de recompensa relativa para uno mismo, y esta renuncia total potencia la receptividad hacia la recompensa absoluta. Debe haber una intención pura únicamente hacia Dios, sin que esté manchada por ningún anhelo de la recompensa individual: solo cuando el alma y todos sus deseos se ofrecen hacia arriba como sacrificio en aras de la realidad trascendente de Dios, puede entonces Dios verter Sus riquezas infinitas como recompensa para el alma.
         Es como si Eckhart estuviera diciendo: debes saber que serás recompensado, pero no permitas que esa recompensa se presente como la motivación por la entrega de sí mismo: la única motivación de la entrega de sí mismo a Dios debe ser la glorificación del Objeto absoluto, no el ornamento del sujeto relativo.
         Volviendo a la idea de que el alma recibirá centuplicado todo aquello a lo que ha renunciado, así como la vida eterna, está claramente fundamentada sobre el principio ya citado de la unidad espiritual -en contraposición a la numérica o material- que comprende en sí misma la realidad universal de la multiplicidad. En el contexto de las citas anteriores, este principio se puede aplicable del siguiente modo: sacrifica la multiplicidad fenoménica en el altar del Uno que todo excluye, y entonces recupera la multiplicidad principial en el seno del Uno que todo incluye. En el orden fenoménico la multiplicidad divide la unidad, pero en el orden principial la unidad une la multiplicidad. Es así como vemos a Eckhart en otro Sermón decir: “La unidad une toda multiplicidad, pero la multiplicidad no une la unidad.” (II:168).
         Este concepto de inclusividad de la unidad conduce a la parte final de esta discusión: la manera correcta de orar. Se debe tener en mente que en la orden de Eckhart -los Dominicos- se ponía el mayor énfasis en la oración contemplativa, siendo costumbre el llevarla a cabo varias horas al día. Lo que está en cuestión ahora está más cerca de la naturaleza de la oración “interesada” -hacer peticiones personales- más que la contemplación desinteresada, que tal y como veremos en la siguiente sección, tiene el mayor valor.
         El principio importante que hay que captar como base para comprender la actitud extremadamente no-convencional de Eckhart hacia la oración es, una vez más, que mientras que la multiplicidad material oculta la unidad espiritual, la unidad espiritual contiene la esencia de todas las cosas materiales posibles en modo eterno, perfecto, e infinito. Decir “espiritual” es decir “universal”. Cuanto más espiritual es una cosa tanto más inclusiva, y por tanto universal, se hace: “Todas las cosas espirituales están elevadas por encima de lo material: cuanto más se elevan, más se expanden y abarcan las cosas materiales.” (I:10).
         De modo similar: “En el reino celestial todo está en todo, y todo es uno, y todo nuestro.... Lo que uno tiene allí, otro lo tiene, no como del otro o en el otro, sino en sí mismo, de modo que la gracia que está en uno está por completo en el otro como su propia gracia. Es así como el espíritu está en el espíritu.” (I:65).
         Lo espiritual no solo es más universal que lo material, sino que como se ha visto en la primera sección, es infinitamente más real, siendo el orden material o creado -como tal- reductible a la “nada”. Con estas cuestiones en mente se está mejor equipado para apreciar las siguientes afirmaciones que parecen igualar la oración con la idolatría y la iniquidad:
“Cuando rezo por algo mi oración va por nada; cuando rezo por nada rezo como debiera. Cuando estoy unido con Eso en cuyo interior existen todas las cosas -sean pasadas, presentes o futuras- todas están igualmente cerca y son igualmente una; todas están en Dios y todas en mí. Entonces no hay necesidad de pensar en Henry o en Conrad. Si uno reza por algo que no sea solo Dios, se puede decir que es idolatría o iniquidad ... Si rezo por alguien, mi oración es débil. Cuando no rezo por nadie, entonces estoy orando más verdaderamente, pues en Dios no hay ni Henry ni Conrad.” (I:52)
Como todas las cosas están en Dios, cuando uno solo reza por Él, resulta imposible excluir ninguna cosa en particular de esa oración; pero cuando se reza por alguna cosa en particular, todas las demás están forzosamente excluidas de dicha oración. Por tanto, la mejor manera de rezar por todas las cosas es integrarlas conscientemente en su fuente única y universal, allí donde todos los existentes “pasados, presentes y futuros” son iguales entre sí e igualmente uno. En cambio, rezar por esto o por aquello es afirmar la particularidad material por encima de la universalidad espiritual; de este modo se mantiene la limitación a costa de lo infinito, y se opta por la exclusividad y la imperfección en vez de por la inclusividad y la perfección; todas esta reducciones son aquí asimiladas de forma exagerada al estatus de idolatría e iniquidad. Pero, como se ha dicho antes, esto no es más que una ecuación aparente, pues se puede argumentar que Eckhart no pretendía que esto se aplicara de forma incondicional.
Los aspectos señalados con anterioridad respecto a la relatividad de las concepciones particulares y los actos piadosos pueden extrapolarse para interpretar la afirmación anterior del siguiente modo: aquellos que se esfuerzan por la trascendencia en el camino del compromiso absoluto por lo Divino en su unicidad increada, deben saber que cualquier oración que no sea la dirigida a todo en el Uno, es equivalente a rezar por una privación respecto a la totalidad del Uno; y decir privación es decir “mal”. Incluso si se trata de un bien relativo en sí mismo, no obstante, es un mal cuando se considera en relación con el Bien absoluto. En este sentido la siguiente tesis -que fue condenada por “errónea o teñida de herejía” en la Bula de 1329- cabe entenderse más profundamente:
“Quienquiera que rece por esto o por aquello, reza por algo malo y perversamente, pues está orando por la negación del bien y la negación de Dios; reza a Dios para negarse a Dios a sí mismo.” (I:XLVII).
Las implicaciones que tiene este principio sobre el método serán aclaradas en la discusión contenida en la siguiente sección, en donde se verá que cualquier tipo de imagen se considera un obstáculo para esa vacuidad y quietud requerida para el Nacimiento. En relación con esa vacuidad, la oración personal es relativa, y por tanto un tipo de “mal”: la vacuidad es a la unión lo que la oración es a la dualidad; es decir, en sí misma la oración puede no solo ser buena, sino incluso necesaria en su plano adecuado, pero este plano ontológico pertenece en sí a la separatividad, y es la separatividad lo que es “malo” en comparación con ese Bien infinito que es el Uno, y que trasciende el plano en el que la distinción entre el bien y el mal tiene algún significado. Pero entonces, ¿cuál es la oración que lleva a cabo el corazón desapegado?
“Mi respuesta es que el desapego y la pureza no pueden orar, pues quienquiera que rece quiere que Dios le conceda algo, o bien quiere que Dios aparte algo de él. Pero un corazón desapegado no desea nada en absoluto, ni tiene nada de lo que quiera deshacerse. Por consiguiente, está libre de toda oración, o su oración no consiste en otra cosa que en ser uniforme con Dios.” (III:126)
Está claro que Eckhart está aquí describiendo el estado de corazón de aquel que ha alcanzado el desapego completo: una persona así no puede orar con ese punto central de su consciencia que es consciente de la nada del orden creado y de la realidad única de Dios. Se puede aducir aquí que Eckhart no está diciendo que para desapegarse no se deba rezar, sino que más bien está subrayando que un fruto de la realización del desapego espiritual es la satisfacción absoluta, la cual excluye toda necesidad al nivel más interior de la consciencia, el del “corazón”, precisamente.
Si el corazón está desapegado, y por tanto vacío de todo deseo, el surgimiento de un deseo en el corazón significaría que éste no está de hecho vacío, de modo que sería una contradicción en los términos decir que el corazón desapegado desea esto o aquello. Si ha de haber algún tipo de petición debe ser por la unión con Dios y la resignación a Su voluntad:
“Un hombre nunca debe rezar por ninguna cosa transitoria: pero si hubiese de rezar por algo, deberá hacerlo solo por el cumplimiento de la voluntad de Dios, por nada más; y entonces lo conseguirá todo.” (II:76)
         Esta sección ha destacado el aspecto trascendente de la virtud clave del desapego en los estadios preliminares del “ascenso ontológico”. Hasta aquí la discusión ha asumido el marco del ser diversificado, pero la tendencia de la dialéctica empleada por Eckhart se ha dirigido sistemáticamente hacia arriba y mas allá de este marco, teniendo a la vista el nivel supra-ontológico hacia el que debe ascender la consciencia. Por tanto, el valor principal del desapego y sus virtudes concomitantes se deriva de la medida en que potencia la receptividad hacia el Nacimiento del Verbo en el alma, o la unión con la Divinidad que implica este Nacimiento. En la siguiente sección se abordará directamente esta realización.






[1] Uno recuerda aquí el principio de Shankara según el cual lo inferior puede ser tratado como si fuera lo superior, pero lo superior nunca debe tratarse como si fuese lo inferior.



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