EL EGO Y LA BESTIA
(Primera parte)
Wolfgang Smith
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Capítulo extraído de "Cosmos & Trascendence: Breaking Through the Barrier of Scientistic Belief"
Sophia Perennins, 2008. Traducción al castellano: Roberto Mallon Fedriani.
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Entre Darwin y
Freud solo hay comparativamente un pequeño paso. Dado que la especie humana
derivaría de antepasados subhumanos, su mentalidad también habría evolucionado
a partir de una auto-consciencia rudimentaria: lo racional de lo no-racional,
la auto-consciencia de lo instintivo. Si tal fuera el caso, no puede ser sino
algo natural suponer que la psique bestial aún existe en nosotros, oculta
detrás –o debajo– de la mente consciente como un vestigio del estadio animal. Y
es así como como llegamos en esencia al id[1]
freudiano, al sustrato psíquico que Freud entiende ser “el núcleo de
nuestro ser”[2].
Es cierto que Freud ha
restringido este concepto vaciando el id de todas las facultades relativas a la
percepción del mundo exterior y de la respuesta a estímulos exteriores: el id freudiano,
como tal, no está en contacto con el ambiente externo. Solo conoce acerca de sus
propias necesidades somáticas, de “tensiones” que busca eliminar a través de
una descarga apropiada de energía. “Catexis[3] instintivas que
buscan la manera de descargarse”, dice Freud, “y que, desde nuestro punto de
vista, están todas allí, en el id.”[4] Parece entonces que
“el núcleo de nuestro ser” no estaría especialmente bien dotado, y que no
habría mucho que decir sobre ello. El mismo Freud deja esto perfectamente
claro:
Es la parte oscura, inaccesible
de nuestra personalidad… lo llamamos caos, un caldero lleno de excitaciones en
ebullición… carece de organización, no produce ninguna voluntad colectiva, sino
que únicamente busca la satisfacción de las necesidades instintivas sujetas al cumplimiento
del principio del placer.[5]
Considerando que no puede haber ninguna
vida animal sin algún tipo de selección, adaptación y control, está claro a
partir de aquí que incluso en los animales más inferiores el id necesita ser complementado
por otra formación psíquica que pueda actuar como intermediario entre él mismo
y el ambiente exterior. Según Freud, este segundo componente de nuestra constitución
psíquica deriva del primero. “Bajo la influencia del mundo real exterior que
nos rodea”, se nos dice, “una parte del id ha sufrido un desarrollo especial. A
partir de lo que originalmente era una capa cortical dotada de órganos para recibir los estímulos,
y con un aparato de protección contra una excesiva estimulación, ha surgido una
organización especial que en lo sucesivo actua como intermediario entre el id y
el mundo exterior. Esta región de nuestra vida mental ha sido llamada ego.”[6]
Para llevar a cabo esta función
intermediaria, el ego debe por supuesto comunicarse con el id. Para empezar, en
tanto en cuanto el ego no tiene energía propia, se ve obligado a obtener su poder
a partir del id; y habiendo conseguido esto de alguna forma (parece que a
menudo, con la ayuda de estratagemas taimadas), debe entonces acometer la guía
del organismo hacia el cumplimiento de sus funciones naturales, una tarea que
implica el ejercicio de determinados controles sobre las propensiones instintivas
del id. A este respecto, el ego puede compararse con un jinete controlando su
caballo. Pero, como señala Freud, la relación entre el ego y el id se
corresponde de hecho con una situación que está lejos de ser ideal, pues en
este caso resulta que el jinete está obligado eventualmente a guiar su montura
hacia un destino que no ha sido elegido por otro que el propio caballo. “El ego”,
sostiene Freud, “debe llevar adelante completamente las intenciones del id.”[7] Y también: “El
poder del id expresa el verdadero propósito de la vida individual del organismo.”[8] En una palabra,
el ego es poco más que una máscara, “una forma de fachada”[9]
detrás de la cual se encuentra el id.
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Antes de continuar examinando
algunos de los demás conceptos de la doctrina freudiana, es conveniente detenerse
y reflexionar por un momento sobre lo que se ha dicho hasta ahora respecto al ego
y al id. Para empezar, observemos que las enseñanzas freudianas –bastante
sorprendentemente– tienen algo en común con la antropología cristiana. De hecho,
están de acuerdo en una profunda verdad que normalmente pasamos por alto, y que
es crucial para cualquier comprensión profunda del hombre. Podría decirse de la
siguiente manera: el hombre en su estado egocéntrico ha olvidado quién es. En
este estado no se conoce correctamente a sí mismo. Se identifica con el ego, y
al hacerlo falla en reconocer que el ego como tal es meramente un fenómeno –un
efecto, o quizás una imagen, de lo que somos–. ¿Y cuál es esa verdadera
naturaleza; el verdadero “núcleo de nuestro ser”? Es aquí, en la respuesta a
esta cuestión básica, donde divergen el Cristianismo y Freud. Para el cristiano,
el núcleo de nuestro ser se localiza en el alma, o en la parte más elevada del
alma, que es en sí una imagen –no de algo contingente o temporal, sino de Dios
Mismo–. Ésta es la razón por la que Clemente de Alejandría y otros muchos
santos podían afirmar: “Si un hombre se conoce a sí mismo, conocerá a Dios.” Ahora
bien, la respuesta de Freud a la perenne pregunta “¿Quién soy yo?” es bastante
diferente: para él, como hemos visto, la búsqueda conduce, no a una imago Dei
sino a un “caldero hirviente de excitaciones”, o a un caos de “catexis instintivas
que buscan la manera de ser descargadas.”
Esto no quiere decir que cosas
tales como las “excitaciones en ebullición” o las “catexis instintivas” no
existan. Ciertamente, se ha de admitir, tanto desde un punto de vista
tradicional como freudiano, que nuestra constitución psíquica es compleja y
admite distintos niveles. Sin embargo, la diferencia esencial entre la
psicología tradicional y la freudiana radica en el hecho de que la primera
prevé un orden jerárquico que conlleva no solo una parte “inferior” –hecha de
capas subconscientes–, sino una parte “superior” constituida por lo que se
podrían llamar “grados espirituales”. De seguro que en nuestro estado presente
estos niveles superiores de consciencia están también obscurecidos, tanto como
el id freudiano, y lo que para nosotros es el inconsciente, está hecho de los
elementos más disparatados: comprende las verdaderas antípodas del espectro
psíquico. Entonces, el ego, con su banda de conciencia estrecha y cambiante, ocupa
un lugar intermedio: está situado en algún lugar “entre el Cielo y el Infierno”,
o entre aquello que responde respectivamente en nosotros a estas dos denominaciones.
De aquí que, simbólicamente hablando, en principio sea posible tanto ascender
como descender desde el plano del ego. Además, “ascender” es acercarse al
verdadero núcleo de nuestro ser: es alcanzar un grado más elevado de auto-conocimiento.
Del mismo modo, también es por un “descenso” –una desviación de la naturaleza
arquetípica y una cierta caída en el olvido– como hemos llegado al nivel
familiar de nuestra existencia psíquica –el ego, al que normalmente tomamos
como nuestro propio sí mismo–. Es más, este movimiento descendente no ha alcanzado
aún su límite extremo: todavía hay un “abajo” en el que es posible deslizarse.
Habiendo sido creado “reflexivo y sabio a imagen de Dios”, como dice Gregorio
de Sinaí, el hombre no obstante tiene la opción de hacerse “bestial,
insensible, y casi demente”.
Difícilmente cabria concebir una
mejor descripción del id freudiano. Es más, cabría suponer que para los hombres
con discernimiento espiritual no sería sorprendente la existencia en nosotros
de un “reino infernal” así. Por tanto, la principal contribución de Freud
radica en el hecho de haber elevado este elemento particular de nuestra constitución
psíquica al estatus de primer principio: lo ha convertido en “el núcleo de
nuestro ser”. Aquello que en los esquemas tradicionales se presenta como el
sector más inferior de la existencia psíquica –una mera sombra de esa luz supra-psíquica
que reside en nosotros como una imagen de Dios– se convierte a los ojos de
Freud en nuestra auténtica alma. Un análisis más profundo de la doctrina
freudiana muestra que es una inversión de la verdad cristiana.
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Pero sigamos adelante. Tras
formular sus ideas acerca del ego y del id, el propio Freud llegó a darse
cuenta de que algo había quedado fuera de la cuenta. Después de todo, la vida
del hombre no está preocupada exclusivamente por las necesidades biológicas y
las exigencias de supervivencia. Tiene también un propósito más elevado que
encuentra su expresión especialmente en las esferas del arte y de la religión, así
como en incontables acciones y reacciones de nuestra vida diaria. Por tanto,
debería haber algo en nuestro aparato psíquico que se correspondiese con los aspectos
ideales de la cultura humana; una estructura que engendre y de soporte a los distintos
modos de idealismo. Ahora bien, en primer lugar, es obvio que el id no puede
hacer tal cosa per se. Además, el ego, habiendo emergido del id bajo la
influencia de las percepciones exteriores –como hemos señalado anteriormente– está
ocupado principalmente con la tarea de “representar el mundo eterno al id”[10] ; una función
que es necesaria para la supervivencia del organismo. Así pues, por su génesis y
su raison d’etre, el ego es un realista: está más preocupado son las realidades
externas que con las normas o los ideales. “Para decirlo de una forma popular”,
observa Freud, “podemos decir que el ego representa a la razón y al sentido
común, mientras que el id representa la pasión indómita”.[11]
Y aunque se aviene quizás más a “las cosas más finas de la vida” que el abiertamente
bestial id, el ego como tal no puede ser ni un moralista ni un artista, ni
siquiera un ciudadano formal de una sociedad civilizada. Por consiguiente, para
explicar el –así llamado– aspecto más elevado de la vida humana, se requiere
una estructura psíquica nueva, una estructura que por el mismo hecho de sus propensiones
ideales debe estar separada de alguna manera del ego. Y a esto es a lo que
Freud se refiere con el “super-yo”, denominado así porque actúa como observador
y juez del ego, y porque prescribe las normas que se supone debe seguir este último,
así como el ideal que está llamado a emular. Es por esta razón por lo que algunas
veces se le llama “ego ideal”.
Hasta ahora la doctrina parece suficientemente
prometedora. Sin embargo, para
comprender hacia donde está yendo Freud debemos seguirle cuando intenta
describir y explicar la génesis de esta nueva entidad psíquica. Y esto nos
lleva hasta el célebre complejo de Edipo: la extraordinaria teoría que afirma
que durante determinado estadio de la vida del niño varón, éste experimenta un
deseo de asesinar a su padre y tener relaciones sexuales con su madre; mientras
que la niña, por el contrario, se vuelve en contra de su madre y desea tener un
hijo de su padre. Para complicar aún más las cosas, según Freud todo ser humano
es intrínsecamente bisexual a lo largo de su vida, de modo que incluso en la
infancia las tendencias homosexuales entran en escena. Conforme a esto, resulta
que el niño está de hecho preocupado por un complejo de Edipo “doble” o
“completo”, hecho de cuatro deseos perversos. En el curso “normal” de los
acontecimientos –y después de muchas angustias, frustraciones, y experiencias
traumáticas– el complejo de Edipo es finalmente “disuelto” en el momento en el
que “las cuatro tendencias por las que está constituido se agrupan de tal forma
que producen una identificación con el padre y una identificación con la
madre.”[12] Esta
metamorfosis se supone que tiene lugar alrededor de los cinco años, y se piensa
que da lugar a la tercera estructura básica de nuestra constitución psíquica:
El resultado general de la fase
sexual dominada por el complejo de Edipo puede por tanto entenderse como la
formación de un precipitado en el ego consistente en estas dos identificaciones,
de modo que quedan unidas entre sí de alguna manera. Esta modificación del ego conserva
su posición especial; confronta los demás contenidos del ego como “ego ideal” o
“super-yo”.[13]
El “super-yo” representa entonces
un tipo de internalización de la imagen bipolar parental. Como “heredero del
complejo de Edipo”, es una expresión de lo que Freud califica como “las
vicisitudes libidinales más importantes del id” [14]
y que son justamente los impulsos que, como hemos visto, se expresan a sí mismos
en la fase edípica como tendencias hacia el incesto y el parricidio. Estas
“vicisitudes libidinales del id” encontrarán –probablemente– canales más
aceptables de auto-expresión dentro de la estructura del super-yo que han
ayudado a producir. “Estableciendo este ideal de ego”, continua Freud, “el ego domina
el complejo de Edipo y a la vez se coloca bajo el sometimiento del id.”
Al final de este tortuoso camino
descubrimos que, a pesar de su frecuente apariencia mojigata, el super-yo no es
sino otra proyección del id. Al igual que todo lo demás dentro de la psique
humana, no es más que una fachada de la bestia que hay en nosotros, el “oscuro id”
que constituye “el núcleo de nuestro ser”.
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Naturalmente, surge la cuestión
sobre cómo ha sido Freud capaz de determinar la veracidad de estas alarmantes
conclusiones. Por ejemplo, ¿cómo se va a verificar que el super-yo –el vehículo
de todo pensamiento ideal– surge de la disolución del complejo de Edipo? ¿O
cómo podemos estar seguros de que realmente se da en primer lugar un complejo
de Edipo? Freud tiene mucho que decir acerca de las fantasías sexuales de los
niños, pero ¿cómo sabe él estas cosas? ¿cómo averiguó que cuando una niña
pequeña tiene el primer atisbo del órgano masculino se ve inmediatamente
aquejada de la “ansiedad de castración”, se siente “con una gran desventaja”, y
“cae víctima de la envidia del falo; todo lo cual le deja señales indelebles en
su desarrollo y en la formación del carácter…”[15]
¿Es esto un hecho, un dato a partir del cual se puedan extraer conclusiones
científicas válidas? ¿O se trata solamente de una suposición, una conjetura que
en sí requiere anclarse en hechos observables?
De hecho, sería difícil afirmar
que cosas tales como la denominada “ansiedad de castración” y la “envidia del
falo” sean científicamente observables en el niño. El mismo Freud señala en
relación a esto que “uno tiene la oportunidad de ver niñas pequeñas y no se
percata de nada parecido a esto.”[16] No obstante, continúa
asegurándonos que “se puede llegar a ver suficiente en los niños si uno sabe
cómo mirar.” ¿Pero qué significa esto? ¿En qué consiste esta forma superior de
mirar? ¿No se trata más bien de captar selectivamente distintas facetas del
comportamiento infantil y de interpretarlas conforme a ciertas ideas
preconcebidas? Uno recuerda aquella frase célebre de Freud sobre el cuidado de
los niños: “al caer dormido completamente satisfecho sobre el pecho materno, muestra
un aspecto de bienestar consumado que retornará de nuevo más tarde en la vida
tras experimentar el orgasmo sexual”. No obstante, parece que Freud no da mucho
crédito a las posibilidades resultantes de la “observación entrenada”. Es así
como nos pide que consideremos “lo poco de sus deseos sexuales que puede traer
un niño a la expresión preconsciente, o ni si quiera comunicar”; y continua
señalando que “de acuerdo con esto, no hacemos sino el bien si estudiamos los
residuos y consecuencias de este mundo emocional retrospectivamente en personas
en las que estos procesos de desarrollo han alcanzado un grado de expansión
especialmente evidente, incluso excesivo.”[17]
Pero decir esto es, en primer lugar, asumir que existen las fantasías infantiles en
cuestión, y en segundo lugar, que continúan creciendo y desarrollándose hasta
la vida adulta, en donde de hecho pueden alcanzar “un grado de expansión especialmente
evidente e incluso excesivo.” ¿Acaso no es esto un ejemplo clásico de petición
de principio? Uno no puede sino estar de acuerdo con Andrew Salter cuando se refiere
a todo este tren de pensamiento freudiano como un “crescendo progresivo de
razonamientos incorrectos.”[18]
Para empeorar aún más las cosas
desde el punto de vista epistemológico, resulta que somos incapaces de llegar a
nuestro fin a través del estudio de adultos normales, pues es especialmente en
el adulto anormal, en el paciente neurótico, en donde se pueden observar
definitivamente estos fenómenos esquivos. “La patología”, dice Freud, “siempre
nos ha prestado el servicio de hacernos discernibles, por medio del aislamiento
y la exageración, estados que permanecerían ocultos en un estado normal.” Pero
por supuesto, esta es otra hipótesis, otro supuesto que ha de admitirse a fin
de sostener el argumento freudiano. Al igual que en caso de la homosexualidad y
los apetitos incestuosos de los infantes, se ha de suponer que estos “estados”
permanecen ocultos en los individuos normales. Pero incluso admitiendo esta
hipótesis adicional, nuestras dificultades están lejos de haber sido superadas.
De hecho, hay que decir que acaban de empezar, pues al intentar extraer
conclusiones científicas del galimatías de testimonios que se pueden obtener de
los pacientes neuróticos, uno se ve forzado más que nunca a seleccionar e
interpretar, en resumen, a hipotetizar; pues no se debe suponer que, incluso
bajo un análisis experto, el paciente pueda simplemente recordar cosas tales
como la supuesta fase edípica de desarrollo. “Recordarán”, nos dice Freud en
relación con esto, “un episodio interesante en la historia de la investigación
analítica que me causó muchas horas de angustia. En el periodo en el que el
interés principal estaba dirigido a descubrir los traumas sexuales infantiles,
casi todos mis pacientes femeninos me dijeron que habían sido seducidas por su
padre. Esto me llevó a darme cuenta al final de que estas afirmaciones no eran
ciertas… Solo después fui capaz de reconocer en esta fantasía de ser seducida
por el padre, la expresión del típico complejo de Edipo en las mujeres.”[19]
Merece la pena señalar que estas fantasías
incestuosas se suscitaban “durante el periodo en el que el interés principal
[esto es, el interés principal de Freud] se dirigía al descubrimiento los
traumas sexuales infantiles.” Uno no puede sino preguntarse hasta qué punto
estas imaginaciones perversas podrían haber sido sugeridas en el curso del
análisis, especialmente si uno considera esos asuntos como “transferencias” y
otros procesos más o menos ocultos asociados con el psicoanálisis. Pero esto es
algo que abordaremos después cuando entremos en proceso psicoanalítico como
tal. Por el momento solo queremos subrayar lo que hemos dicho anteriormente; a
saber: incluso después de que uno ha admitido todos los supuestos necesarios
que permiten considerar las fantasías de los pacientes neuróticos como un
terreno de prueba legitimo para la elaboración de teorías acerca de la
sexualidad infantil, apenas se ha dado un solo paso hacia la confirmación de la
teoría del Edipo. Por consiguiente, no hay duda de que esta doctrina ha sido rechazada
por la mayoría de las escuelas contemporáneas de psicología, y que, incluso
entre los más reconocidos seguidores de Sigmund Freud, existe una tendencia
pronunciada a hacer nuevas lecturas y extraer nuevos significados de la vieja
fórmula con el fin de llegar a algo que sea más aceptable.
La contundencia de los argumentos
de Freud ha sido cuestionada desde el principio por científicos y filósofos,
incluyendo los muchos que simpatizaban con esta doctrina. Ludwig Wittgenstein,
por ejemplo, a la vez que comentaba de forma aprobatoria lo que él llamaba “el
encanto” de la teoría freudiana, insistía no obstante en que estas enseñanzas carecían
de status científico. Todo ello es bastante interesante, dice de hecho, pero ¿cómo
se puede comprobar que sea verdadero? Y Robert Sears, de Harvard, en un informe
concienzudo encargado por el Consejo de Investigación de Ciencias Sociales, resumió
estas dudas en los siguientes términos:
Los experimentos y observaciones
examinados en este informe dan testimonio de que son escasos los investigadores
que se sientan libres de aceptar que las aserciones de Freud sean creíbles. La
razón radica en el mismo factor que hace del psicoanálisis mala ciencia: su
método. El psicoanálisis se basa en técnicas que no admiten la repetición de la
observación, carecen de validez auto-evidente, y están teñidas hasta un grado
desconocido con las sugestiones del propio observador. Estas dificultades puede
que no interfieran seriamente con la terapia, pero cuando se utiliza el método
para descubrir hechos psicológicos que son requeridos para tener validez objetiva,
sencillamente falla.[20]
Freud, por su parte, estaba
preparado para defenderse insistiendo en que “las enseñanzas del psicoanálisis
están basadas en un número incalculable de observaciones y experiencias, y
nadie que no haya repetido esas observaciones sobre sí mismo o sobre otros está
en situación de llegar a realizar un juicio independiente de ellas.”[21] Por supuesto, ‘repetir
observaciones sobre uno mismo’ significa ser psicoanalizado, y lo que Freud nos
está diciendo claramente es que solo los psicoanalizados o los psicoanalistas
están capacitados para juzgar la verdad de su doctrina. No hace falta decir que
esta afirmación capital no fue bien con sus críticos, y si antes tenían dudas
acerca de la validez científica de las afirmaciones freudianas, ahora quedaba
claro que, a pesar de cualquier cosa que se dijera –a favor o en contra– de la
doctrina psicoanalítica, lo cierto es que no se trataba de una teoría
científica.
No obstante, parece que a esta valoración
final solo han llegado unos pocos pensadores. Dentro de círculos más amplios, y
especialmente entre los artistas bohemios, los actores, y los literatos, la distinción
sutil entre ciencia y ficción se ha pasado en general por alto. “El resultado
neto”, dice un psicólogo contemporáneo, “fue una campaña de relaciones públicas
que no podría haberse llevado a cabo ni con un millón de dólares. Una vez que
el psicoanálisis se puso de moda entre los escritores, solo quedaba un pequeño
paso para que sus lectores más impresionables se sentaran angustiados e impacientes
en las salas de espera de los psicoanalistas.”[22]
[1] N.T.
Este id se suele traducir en la
literatura psicoanalítica como “Ello”.
[2] An Outline of Psychoanalysis, citado en adelante
como AOP (New York: Norton, 1949), p108..
[3]
N.T. Catexis: “carga energética”; a veces llamada también “carga o investidura
libidinal”.
[4] New Introductory Lectures on
Psychoanalysis; citado en adelante como NILP (New York: Norton, 1965), P74·
[5] Ibid., pp 73-74.
[6] AOP, p15.
[7] NILP, P77.
[8] AOP, p19.
[9] Civilization and its Discontents (New
York: Norton, 1962), pp 12-13.
[10] NILP, p75.
[11] Ibid., p76.
[12] The Ego and the Id (New York: Norton, 196), p24.
[13] Ibid.
[14] Ibid., p26.
[15] NILP, 125.
[16] Ibid., p121.
[17] Ibid.
[18] The Case Against Psychoanalysis (New
York: Citadel Press, 1963), p18.
[19] NILP, p120.
[20] Survey of Objective Studies of
Psychoanalytic Concepts, Social Science Research Council, Bulletin 51, New York
1943, p133.
[21] AOP,P9
[22] The Case Against Psychoanalysis,
op.cit., p11.