LA DEIFICACIÓN DEL INCONSCIENTE
Wolfgang Smith
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(...Continuación...)
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(volver a la Primera Parte)
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(...Continuación...)
Capítulo extraído de "Cosmos & Trascendence: Breaking Through the Barrier of Scientistic Belief"
Sophia Perennins, 2008. Traducción al castellano: Roberto Mallon Fedriani.
Jung parece dar a entender que las supuestas concordancias entre
sus propias conclusiones y las doctrinas Gnósticas pueden servir para validar
de alguna manera ambas teorías de un solo golpe. Es así como habla de la necesidad
de encontrar “evidencias de la prefiguración histórica de mis experiencias
interiores”, y añade que “si no hubiera tenido éxito encontrando esas
evidencias, nunca hubiera podido sustanciar mis ideas.”[1]
Pero no está claro que sus ideas hubiesen sido de hecho sustanciadas, con o sin
esas “prefiguraciones”. Si el caso hubiera sido que otros antes que él hubiesen
alcanzado conclusiones similares, ¿qué hubiera ello probado? ¿No es la verdad
algo más que una cuestión de repetición? Y si resulta que los Gnósticos están
de acuerdo con Jung, ¿qué ocurre con todas las demás escuelas históricas que no
lo hacen? Finalmente, ¿qué seguridad tenemos de que Jung no estuviese
influenciado en primer lugar por fuentes Gnósticas? Estudió a estos escritores asiduamente
antes de entrar en el desarrollo de sus propias teorías, e incluso si estos
exámenes tempranos del material Gnóstico le condujeron a un estado de “total
confusión”, el encuentro puede que, con todo, dejara su huella sobre su pensamiento.
En una palabra, cuando Jung proclama haber sustanciado su doctrina a través de
prefiguraciones históricas, ello resulta también posible para una mente
condicionada.
Se tratase de una influencia directa o de una corroboración, el
hecho es que los temas Gnósticos juegan un papel muy importante en la
psicología de Jung. Para empezar, Jung comparte la tendencia Gnóstica de ver
todas las cosas en términos de las así llamadas sizigias o “pares de opuestos” –como la luz y la oscuridad, macho y
hembra, bien y mal, por mencionar algunos–; como si la existencia cósmica no
fuera en si misma más que un equilibrio alterado, un proceso en el que “todo más debiera tener su menos”, y “toda suma debiera dar cero” –con que solamente tuviéramos el cuidado
de incluir todos los términos–. Conforme a este punto de vista, las sizigias se dice que surgen a partir de
un estado indiferenciado que los Gnósticos denominan Abismo (bythos), y que Jung por su parte entiende
que es el inconsciente colectivo. Esto no quiere decir que las dos concepciones
del estado indiferenciado sean idénticas: hay que recordar que los Gnósticos,
de acuerdo con la tendencia objetivista de la filosofía antigua, concebian bythos en términos objetivos –u
ontológicos–, mientras que el inconsciente colectivo lógicamente se había de
concebir desde una perspectiva psicológica. Aun así, los dos conceptos son completamente
análogos, y esencialmente juegan el mismo rol: es así como el bythos, por un lado, constituye la base
de la manifestación cósmica, mientras que el inconsciente colectivo representa
la base de la manifestación psicológica, así como de todo aquello que se puede
observar de forma introspectiva. Así pues, lo que los Gnósticos ven como una
manifestación de la existencia cósmica o “creación” en el sentido griego, se
corresponde en la doctrina de Jung con la emergencia de la consciencia. En ambos
casos la génesis en cuestión equivale a una diferenciación en pares de opuestos
de algo que es inherentemente incognoscible y que reside en el terreno más
profundo.
Jung esta muy preocupado por aplicar estos conceptos a la esfera
moral. Si todo ha de tener su lado sombrío, y si la misma existencia es el
resultado de la separación de opuestos, entonces lo que entendemos por mal no
puede ser menos esencial que el bien: al igual que las dos caras de una moneda,
o la cresta y el seno de una ola, el bien y el mal no son sino los aspectos
complementarios de una y la misma realidad. De aquí se sigue que el mandato
moral de “hacer el bien y evitar el mal” queda reducido a una imposibilidad,
pues desde el punto de vista total de las cosas las dos escalas están obligadas
a anularse. Además, nuestro esfuerzo por cumplir con el imperativo moral solo
puede servir para exacerbar el desequilibrio ya existente, y conducir
consecuentemente a una crisis, a un eventual punto de ruptura. De este modo esta
claro que aceptar el axioma Gnóstico es rechazar implícitamente la ética cristiana.
Por supuesto, históricamente es bien conocida la oposición entre
la postura Gnóstica y la cristiana. Debemos recordar que las especulaciones polifacéticas
y polimórficas subsumidas bajo el epígrafe Gnosticismo constituyen una de las más
famosas herejías ante las que el Cristianismo ha tenido que afirmarse. En cierto modo fue quizás la más extrema de
todas las herejías, las enseñanzas que se oponían más directamente a la verdad
central del Cristianismo. Por tanto, puede que Jung estuviese en lo cierto
cuando veía el Gnosticismo como “la contra-posición inconsciente” al
Cristianismo, y puede que también estuviese en lo cierto cuando nos dice que
“las corrientes espirituales de nuestro tiempo tengan de hecho una profunda
afinidad con el Gnosticismo”.[2]
Volviendo a la cuestión del bien y el mal, recordemos que, en
contraste con el principio gnóstico, el Cristianismo ve el mal como una privatio boni: una mera ausencia o
“privación” del bien, y siendo así, como algo que carece de esencia propia. Ahora
bien, parece que esta doctrina cristiana ha sido el origen de una fuente
especial de irritación para Jung, una verdadera espina para él. En todos los
casos la ataca cada vez que tiene oportunidad para ello, incluso a costa de
considerables digresiones, involucrándose en lo que son, bastante obviamente,
especulaciones metafísicas. “El argumento de la privatio boni “, nos dice en la conclusión de una de estas
discusiones, “permanece como una petitio
principii eufemística, no importa si
el mal se considera como un bien menor, o lo es como un efecto de la
finitud y limitación de las cosas creadas. La falsa conclusión sigue
forzosamente a la premisa ‘Deus = Summum
Bonus’, pues es impensable que el bien perfecto pueda haber creado jamás el
mal”.[3]
Por otro lado,
para Jung, así como para los Gnósticos, es una convicción establecida –una
especie de evangelio de la verdad– que Dios es el autor del mal. Este principio
está ya implícito en el concepto Gnóstico de la creación: la idea de que el
cosmos surge de una separación de los opuestos. Partiendo de este supuesto, se
sigue que el poder que es responsable de la manifestación del bien es así mismo
responsable de todo el mal existente en el mundo. “En última instancia”, nos
dice Jung, “es Dios el que ha creado el mundo y sus pecados, y quien por
consiguiente se hizo Cristo a fin de sufrir el destino de la humanidad”.[4]
En otras palabras, según la “teología” de Jung, Cristo expía no los pecados el
hombre, ¡sino los pecados de Su Padre!, y de hecho, Jung ve el Cristianismo
como una forma de drama que representa las “contradicciones trágicas” de Dios,
y también del universo que Él crea o proyecta de Sí Mismo.
Para Jung, el “mito de Cristo” –como toda fábula o símbolo que
tiene contenidos arquetípicos– es a la vez verdadero e importante: su queja es simplemente
el que no haya sido entendido correctamente. Para desentrañar el verdadero
significado del simbolismo cristiano, parece que tenemos que hacernos con las
claves Gnósticas. Solo entonces podremos comprender lo que significa todo ello
– ¡incluso hasta los más pequeños detalles de la liturgia sagrada!
Jung sostiene que gran parte de la culpa de esta incomprensión recae
en la teología, la cual ha inculcado a los fieles determinadas interpretaciones
e ideas erróneas tales como la ignominia de la privatio boni y el postulado relacionado conforme a cual “Deus=Summum Bonum”. Estas concepciones falsas
y eufemísticas, dice, nos han cegado de hecho a la verdad evidente de que Dios
es ambivalente, de que Él también tiene un lado oscuro, y de que solo Él es
responsable de los sufrimientos del mundo. Así pues, lo que la teología llama Satán
o Anticristo, es en realidad justamente “la otra cara de Dios”.
Jung
cree que ha llegado el tiempo en el que esta verdad, olvidada y condenada al
ostracismo, se deba sacar de nuevo a la luz. El Cristianismo, tal y como normalmente
se entiende, es un credo demasiado literal como para ser creíble en la era
actual. Con el advenimiento de la ciencia y los “milagros” de la tecnología, el
hombre se ha hecho menos ingenuo, menos crédulo. No obstante, aún necesita un
mito viviente, y lo que es más, tienen necesidad del “mensaje cristiano”, al
cual Jung otorga “una importancia
central para el hombre occidental”.[5]
Solo que este mensaje “necesita verse bajo una nueva luz, conforme a los
cambios traídos por el espíritu contemporáneo”.[6]
Pero parece que esta “nueva luz” es en realidad bastante antigua;
es de hecho Gnóstica. Ello es demostrable, ya que si es cierto que “las corrientes
espirituales de nuestro tiempo tienen una profunda afinidad con el
Gnosticismo”, entonces ajustar el Cristianismo al espíritu contemporáneo es
ajustarlo ipso facto a las ideas
gnósticas. Para Jung esto significa sobre todo reconocer la “cara oscura” de
Dios, y con ello, en efecto, deificar a Satán. Tal y como ha señalado Philip
Sherrard, “Jung consideró tarea suya la de redimir al Diablo.”[7]
El empuje de las especulaciones teológicas de Jung, parece que fue el de
instalar a Satán como la Cuarta Hipóstasis dentro un Cuaternario Divino.
Pero entonces ¿cómo tiene acceso Jung –un psicólogo empirista
declarado– a la turba teológica por primera vez? En otras palabras, ¿cómo puede
la observación psicológica iluminarnos sobre las realidades trascendentales,
incluso si aquella adquiriese proporciones visionarias? La respuesta de Jung es
que lo que llamamos verdad filosófica, religiosa, o metafísica es, no obstante,
un objeto de pensamiento, y como tal un fenómeno psíquico. Enuncia esta
posición muchas veces; por ejemplo, en su “Comentario Psicológico” sobre El
Libro Tibetano de los Muertos: “Es la psique”, nos dice aquí, “la que por medio
del poder creativo divino inherente a ella, lleva a cabo la afirmación
metafísica; plantea la distinción entre entidades metafísicas. No es solo la
condición de toda realidad metafísica, sino que es esa realidad”.[8]
Sin embargo, parece que Jung no está del todo satisfecho con esta
conclusión radical. “No quiero decir que esto implique que solo exista la
psique”, dice en otro lugar. “Es simplemente que en lo que se refiere a la
percepción y a la cognición, no podemos ver más allá de la psique… Toda
comprensión y todo lo que es comprendido es en sí mismo psíquico, y en ese
sentido estamos encerrados sin esperanzas en un mundo exclusivamente psíquico”.[9]
Pero aunque Jung se ha retirado ahora del pansiquismo de sus afirmaciones
anteriores admitiendo la existencia de una realidad no-psíquica o trans-psíquica,
sin embargo continua atrapado en la contradicción fundamental de un
bifurcacionismo implícito. Es decir, por un lado afirma que estamos “encerrados
sin esperanza en un mundo exclusivamente psíquico”, mientras que por otro
obviamente cree en la existencia de un universo físico, y parece aceptar lo que
la ciencia tiene que decir acerca de ello. Es más, en ocasiones llega tan lejos
como para afirmar que
Los ‘estratos’ profundos
de la psique llegan a extinguirse en la materialidad del cuerpo, esto es, en
sustancias químicas. El carbono del cuerpo es simplemente carbono. Por tanto
‘en última instancia’ la psique es simplemente ‘mundo’.[10]
Pero esta tampoco parece ser la última palabra. En otro lugar, por
ejemplo, cuando castiga “la tendencia irresistible de reducirlo todo a términos
físicos”, parece estar de nuevo rechazando la posición materialista:
Hoy en día la psique no
se construye a sí misma un cuerpo, sino que por el contrario es la materia la
que produce una psique por medio de la acción química. Esta inversión de perspectivas
seria ridícula si no fuese uno de los rasgas destacados del espíritu de la era.
Es la forma popular de pensar, y por tanto es decente, razonable, científica y
normal. Se debe pensar en la mente como un epifenómeno de la materia… Admitir
la sustancialidad del alma o de la psique resulta repugnante al espíritu de la
era, pues hacerlo sería una herejía.[11]
Pero volvamos a la idea de “estar atrapados sin esperanzas en un mundo
exclusivamente psíquico”. Resulta que para Jung esta idea contradictoria va de
la mano con otra idea. Así, inmediatamente después de decirnos que “la psique
no puede saltar más allá de sí misma”, continúa diciendo que “no puede
establecer ninguna verdad absoluta, pues su propia polaridad determina la
relatividad de sus afirmaciones.”[12]
Pero esta es también una afirmación antinómica. ¡Obviamente! Pues está
claro que la afirmación en cuestión se ha planteado como una verdad absoluta:
si es verdadera, se anula a sí misma. “Su absurdo inicial” –como señala
Frithjof Schuon en relación a afirmaciones de este tipo– “radica en la petición
implícita de ser la única en escapar, como por arte de magia, de una
relatividad que se declara como única posible”[13]
Aparentemente a Jung no le molesta contradecirse a sí mismo en
cada esquina. Quizás, una vez que uno se ha tragado la idea de que Dios Mismo
es la personificación de la contradicción, una conducta así pueda parecer
positivamente virtuosa.
Uno se siente inclinado a estar de acuerdo con Philip Sherrard y
otros que sugieren que el objetivo principal de Jung era el destronamiento del
Cristianismo y su reemplazo por una nueva marca de religión. Todos los signos
apuntan en esa dirección, e incluso los aspectos más bizarros y contradictorios
de las enseñanzas de Jung caen rápidamente cuando se contemplan a la luz de
esta hipótesis.
Para empezar, está claro porqué Jung habría elegido vestir su
mensaje con atuendos científicos. Tal y como él mismo dice al comentar las
ambiciones didácticas de Sigmund Freud: “Hoy en día la voz de alguien que clame
en el desierto debe necesariamente adoptar un tono científico si se quiere alcanzar
el oído de la multitud.” Por otro lado, no es sorprendente que el “tono
científico” de los primeros escritos de Jung fuese particularmente llamativo,
ya que se produjeron durante un periodo en el joven psiquiatra trabajaba para
establecerse como pensador reputado. Pero, por otro lado, cuando llegamos a sus
producciones literarias posteriores, percibimos una mentalidad abierta y crecientemente
mística. “No obstante, esperó”, observa Philip Sherrard, “hasta estar más allá
del alcance de los criticos escépticos antes de publicar el secreto de su vida:
esta carga de profecía con la que había cargado desde los tiempos del sueño más
temprano que recordaba”.[14]
Otro ingrediente fundamental del pensamiento de Jung, tal y como
hemos visto, es el credo antinómico del relativismo dogmático. Esto también constituye
un “tono” al que las multitudes están receptivas hoy en día. ¿Pero cuál es el
papel preciso que juega en la economía de la catequesis jungiana? Philip
Sherrard se hace la siguiente pregunta: “¿Porqué, está de hecho dictando un
dogma? –un dogma ciertamente diseñado para minar las bases tradicionales del
dogma religioso, pero en definitiva nada menos que un dogma?” Y la respuesta,
según observa Sherrard, está bastante clara:
Es más, es precisamente esto: quería debilitar las bases
tradicionales del dogma religioso, así como todo pensamiento teológico de tipo
tradicional… Mientras que la gran estructura de la doctrina y el dogma
cristianos estuviesen ahí y fuesen considerados sagrados e inviolables, sus
propias ideas poco podrían progresar. Pero si Jung pudiese mostrar que esta
estructura compartía todas las necesarias limitaciones del pensamiento humano
tal y como él las concebía, e hiciese ver que era en esencia subjetiva,
relativa, y psíquica, entonces su autoridad sería puesta en entredicho.[15]
Se podría añadir que el dogma del relativismo tiene también un
importante papel que jugar en relación a la ciencia misma, ya que sirve de
manera bastante obvia para neutralizar las acusaciones de materialismo y racionalismo
con las que se ha asociado desde el principio la ciencia, y que se interponen
en el camino hacia la nueva religión no menos que el cristianismo. Esto último
requiere no solo que el Dios Cristiano, junto con todas la categorías
metafísicas tradicionales, sino incluso el universo físico mismo sea tragado en
última instancia por el Inconsciente, el cual ha sido destinado a representar
el papel de la Divinidad panteísta en la “teología” de Jung. Así pues, cuando
Jung nos confía en sus memorias póstumas –en forma de interpretación de sus
sueños proféticos– que “nuestra existencia inconsciente es la real, y nuestro
mundo consciente es una forma de ilusión, una realidad aparente construida con
un propósito específico, como un sueño que parece real mientras estamos en él”[16],
estamos llegando claramente al fondo de su enseñanzas: equivale a una
psicologización de la postura Vedántica que reduce espuriamente el concepto de Brahman al inconsciente colectivo.
Pero volvamos a la dialéctica de Jung. Después de haber derrocado
de un golpe las afirmaciones absolutistas de la metafísica tradicional y de la
ciencia moderna, Jung continua predicando su propia doctrina, no como dogma metafísico,
ni siquiera como una teoría científica bien fundamentada, sino en términos
ostentosamente tentativos. “Parece innecesario añadir”, nos dice, “que sostengo
que la verdad de mis propios puntos de vista es igualmente relativa, y que
también me considero a mí mismo como el exponente de determinada
predisposición”[17]. Jung
confiesa repetidamente que no tiene ninguna verdad absoluta que proclamar, y no
presume de invadir el territorio teológico o metafísico. “En otras palabras”,
dice Sherrard, “su sistema de pensamiento podría afirmar su validez no porque
fuese metafísico, sino precisamente porque no es metafísico”.[18]
Pero, una vez que esa petición de validez fue más o menos
aceptada, Jung estaba, de forma bastante obvia, deseoso de despachar estas
sutilezas epistemológicas e ir directamente al grano. En sus polémicas contra
la privatio boni, por ejemplo, parece
olvidar todo lo concerniente a su relativismo: cuando llega a la creencia cristiana
de que Dios constituye el Summun Bonum,
ve en ello no una verdad relativa o una “cierta predisposición”, sino
sencillamente una “conclusión falsa”. Tampoco detectamos el mas mínimo trazo de
relativismo cuando Jung expone sus conclusiones más bien místicas; cuando, por
ejemplo, afirma respecto a la psique: “No solo es la condición de toda realidad
metafísica, es esa realidad.” Obviamente aquí no hay nada que suavice la
ofensiva dogmática de su pronunciamiento. Estas aserciones se hacen desde lo
alto, y aparentemente son recibidas como tales por los fieles. Uno percibe que
la enseñanza de Jung alcanza su verdadero fin en forma de cuasi-misticismo
psicológico.
Jung está cerca de decir casi tanto como esto en su autobiografía,
un trabajo que, más que ningún otro, nos proporciona una visión vívida en la
naturaleza y el propósito de su doctrina. Para empezar, dibuja los antecedentes
intelectuales y religiosos de este hombre enigmático, un legado que el propio
Jung considera de una importancia fundamental en la formación del trabajo de su
vida. Es así como no resulta de ningún modo irrelevante recordar que ocho de
los tíos de Jung eran pastores protestantes. Su padre también fue un pastor,
pero perdió parcialmente su fe y sufrió de ataques de demencia que le
condujeron al aislamiento en un asilo. Además, está claro que el tema religioso
fue desde el principio el problema central que preocupaba al futuro psiquiatra
durante sus años de formación, y de hecho Jung hace referencia a materias
religiosas incesantemente cuando rememora sus experiencias infantiles. Una de
ellas fue un sueño –¿o fue una visión? – en la que contemplaba a Dios “sentado
en Su trono dorado, elevado por encima del mundo”, de donde inmediatamente “un
excremento enorme” caía sobre una catedral, destrozando el techo y partiendo
los muros por la mitad. Unos ochenta años después, Jung era aún capaz de recordar
vívidamente el impacto de esta revelación temprana, la “felicidad inexpresable”
que sintió al despertar, y la convicción juvenil de “haber experimentado una
iluminación”[19]. Algún
tiempo después, se nos cuenta, el joven vidente interpretó esta “iluminación”
como significando que “Dios Mismo había renegado de la teología y de la Iglesia
fundada sobre ella.”[20] Este fue su primer mandato profético, dice
Jung, la primera vez –y de ningún modo la última– que Dios le habló. Habiendo
sido favorecido e iluminado de este modo –como él sinceramente creía– el
muchacho era aparentemente capaz de resolver para su propia satisfacción las
perplejidades religiosas que había testimoniado en su padre. Esto lo hizo
desarrollando una posición contraria al cristianismo, un trabajo que iba a ser
la gran pasión de su vida. “De este modo Jung encontró su camino de salida del
punto muerto que había destruido a su padre”, tal y como señala Rieff, “en un
simbolismo integrativo personal, una meta-religión, revelada originalmente únicamente
a él mismo, y que entonces él tradujo –sin dar a conocer su origen divino– en
una psicoterapia…”[21]
Pero, debido a sus tendencias al sincretismo y a los préstamos
Orientales, parece que esta meta-religión conserva una cierta afinidad con el
Cristianismo: el producto final del pensamiento de Jung aún conserva su punto
de partida Cristiano, solo que el reflejo resulta ser invertido: “Ha generado
una parodia del cristianismo”, escribe Rieff, “deteniéndose súbitamente en su
propia ‘cristificación’”.[22]
Pero no por mucho tiempo; pues como señala astutamente Rieff: “Con el fin de
evitar el martirio, Jung retrasó el anuncio de su plena membresía en la
confraternidad de profetas hasta su muerte, preparando una publicación póstuma
de su autobiografía, la cual es a la vez su testamento religioso y su ciencia,
escrita en forma de confesión personal.”[23]
En último análisis lo que Jung tiene que ofrecer es una religión
para los ateos y un misticismo para aquellos que solo se quieren a sí mismos.
Por un lado ensalza lo que él denomina actitud religiosa como “elemento en la
vida psíquica cuya importancia difícilmente cabe sobrevalorar”, mientras que al
mismo tiempo afirma que “los psicólogos de hoy en día tienen que darse cuenta
de una vez por todas que ya no estamos
tratando con cuestiones de dogma y credo.”[24]
En otras palabras, no importa si el contenido de la creencia religiosa es
verdadero o falso: lo que cuenta es una actitud religiosa subjetiva, y
presumiblemente el sentido de bienestar que supuestamente engendra. Parecería
que Jung hubiera descubierto el secreto para cultivar actitudes religiosas a
voluntad; lo que en días de antaño se adquiriría a costa de obligaciones dogmáticas
y morales, ahora se puede conseguir por otros medios. Aun así, el nuevo
producto no es como el antiguo; es un Ersatz
(sucedáneo), o como dice Rieff, “una religión para una suerte de diletantes
espirituales que coleccionan símbolos y significados igual que otros coleccionan
cuadros.”[25]
Siendo así las cosas, Jung ha saqueado las religiones y las
doctrinas secretas del mundo para abastecerse a sí mismo con un impresionante
panteón de términos divinos. Pero hay algo que invariablemente se pierde en el
proceso. Con su manipulación, los símbolos arcaicos pierden de inmediato su
significado trascendental y adquieren un sentido truncado: el Dios viviente de
Abraham deja de ser el Creador del universo y se convierte en una simple imagen
del padre, un mero signo que representa un arquetipo que en sí mismo no es más
que el contenido particular del inconsciente colectivo. Uno se pregunta si esta
metamorfosis pudiera afectar a la eficacia salvadora del símbolo religioso. Sea
como fuere, lo que Jung está transmitiendo a su sofisticada clientela son
mundos alejados de una orientación religiosa.
Los arquetipos jungianos son, como hemos visto, propensiones
psíquicas. A diferencia de los arquetipos del platonismo o del cristianismo,
pertenecen al orden temporal, y han llegado a su estado actual por medio de
algún proceso histórico o evolutivo. Ahora bien, si como sostiene el
cristianismo, el cosmos es esencialmente una teofanía, entonces los arquetipos
jungianos deben también en cierta forma reflejar las “ideas” eternas que se
dice residen en el Logos o Sabiduría de Dios. Solo que no debemos olvidar que
la naturaleza o cualidad de este reflejo depende del factor de la pureza
mental: es ahí donde radica el problema. Nadie sino los “puros de corazón”
verán a Dios. Pero hay pocas razones para suponer que el inconsciente en su
estado actual –sea privado o colectivo– esté conforme a niveles excepcionalmente
altos de pureza. De hecho, puede que esté en peor forma que nuestra mente consciente.
Tampoco hay la más mínima razón para creer que el inconsciente colectivo sea nada
mejor o más espiritual que la humanidad per
se, sea que consideremos esta colectividad en la situación presente o en
algún estado anterior de desarrollo. De este modo, si uno asume las proclamas
que hace el evolucionismo sobre el progreso, se sigue que el inconsciente
colectivo se correspondería con un estadio anterior, y consecuentemente
inferior, del que se le pide al individuo de hoy en día que supere. Por otro
lado, si la religión está en lo cierto al afirmar la caída del hombre, entonces
parece lógico que el inconsciente colectivo de una humanidad degradada deba
compartir esta degradación. En cualquier caso, el inconsciente colectivo no es
ciertamente una norma universal o una fuente infalible de gracia salvadora,
como Jung parece suponer. Y hasta donde sabemos, ninguna tradición espiritual
sobre la tierra nunca ha reclamado tanto. Más bien lo contrario: hemos sido
advertidos severamente de cuidarnos de estas turbias y ambivalentes
profundidades, y de las fuerzas psíquicas o entidades ocultas que puedan
residir en ese reino infernal. Si hay tal cosa como una espiritualidad que se
legitima “desgarrando el infierno”, debe verse con temor y temblor, y no sin la
protección de la gracia sacramental.
Volviendo a los
arquetipos jungianos, no es razonable sostener que estas formas psíquicas o
propensiones sean inmutables, como Jung las llega plantear. No se debe llevar
demasiado la analogía con los fósiles: la mente, a diferencia de la piedra, es
un elemento inherentemente proteico. Por consiguiente, solo cabe esperar que el
inconsciente colectivo y sus así llamados arquetipos deban ser cambiantes
continuamente. Lejos de ser perfectamente homogéneos en el tiempo y en el
aspecto de su distribución étnica, el inconsciente colectivo está obligado a
responder de alguna forma a las exigencias históricas, y consecuentemente debe
estar sujeto a variaciones locales. Como sugiere Titus Burckhart, muy posiblemente
puede sufrir un cierto deterioro dentro de grupos étnicos o culturales
importantes, traídos por una apostasía colectiva de las normas religiosas y
morales establecidas. Citaremos lo que tiene que decir Burckhart sobre esta
importante cuestión:
En toda comunidad que ha
llegado a ser infiel a su forma tradicional, al marco sagrado de su vida, se
produce una decadencia o una especie de momificación de los símbolos recibidos,
y este proceso se reflejará en la vida psíquica de cada individuo que
pertenezca a esa colectividad y sea partícipe de esa infidelidad. A toda verdad
corresponde una huella formal, y cada forma espiritual proyecta una sombra psíquica;
cuando ya no quedan más que estas sombras, revisten de hecho un carácter de
fantasmas ancestrales que se mueven en el subconsciente. El más pernicioso de
los errores psicológicos es reducir la simbología tradicional a estos
fantasmas.[26]
Es Jung, por
supuesto, quien ha reducido dogmáticamente el significado del simbolismo a esos
“fantasmas”, como si no hubiese para el hombre religioso otra cosa que
contemplar que los arquetipos jungianos. Esto equivale a una deificación del inconsciente
colectivo, y así mismo del hombre, de quien deriva este inconsciente y a quien
pertenece. En la cuasi-teología psicológica de Jung, la memoria borrosa de nuestra
raza ha asumido el puesto de la Divinidad, y el evolutivo “sí mismo” colectivo
–sea lo que fuere– se ha convertido en el Dios personal.
Lo que hace
especialmente seductor el culto jungiano a la auto-adoración –y que quizás sea
más peligroso para la religión que ningún otro sistema ideológico hoy en dia en
boga– es su atuendo pan-religioso y cientifista, que desarma a casi todo el
mundo, y que ha llevado incluso a un erudito dominico a decir, con un tono
exuberante, del psiquiatra suizo que es “un sacerdote sin ropajes”. En
cualquier caso, la influencia de Jung sobre el cristianismo esta definitivamente
en alza. Y como cabría esperar, es precisamente entre los intelectuales
religiosos y los buscadores espirituales donde esta influencia es más
pronunciada. ¡Por fin tenemos aquí un anti-credo que de hecho puede “engañar
incluso a los elegidos”! Es más, cuando se trata de eclesiásticos cuyo carácter
es menos místico, la mezcla jungiana entre religión y psicoterapia se ve con
frecuencia como el medio por excelencia por el que se pueden producir
“acomodaciones sofisticadas con las comunidades negativas de la terapéutica”. Y
eso es algo que se mueve rápidamente desde la fase de planificación a los niveles
de implantación: está ocurriendo ya. Podría decirse que en las iglesias de todo
el mundo Jung ha logrado ser admitido en el santuario.
*
(volver a la Primera Parte)
[1] Ibid., p200
[2] CW, vol. 7, p77; y vol. 10, p83. Ver también mi
articulo 'Gnosticism Today', first published in The Homiletic and Pastoral
Review, y republicado en Teilhardism and the New Religion (Rockport, IL: TAN
Books, 1988), pp 233-245.
[4] MDR, p126
[5] MDR, p216
[6] Ibid.
[11] MM, pp 175-76
[14] The Triumph of the Therapeutic (New York:
Harper & Row, 1968), p110.
[15] Studies in Comparative Religion 3 (1968),
p35
[16] MDR, p324.
[17] MM, P57·
[18] Studies in Comparative Religion 3 (1969),
p36.
[19] MDR, p.40.
[20] Ibid., P93·
[21] The Triumph of the Therapeutic, p113.
[22] Ibid., p139.
[24] MM, p67.