RELIGIÓN Y TRASCENDENCIA
Reza Sha Kazemi
El presente artículo constituye el Epílogo del libro “Paths
to Trascendence according to Shankara, Meister Eckhart and Ibn Arabi” del que ya hemos presentado otros extractos en este mismo
lugar. Como es sabido, en esta muy recomendable obra de Reza Sha Kazemi se
lleva a cabo un excepcional estudio comparativo entre las vías de realización expuestas
por tres de los más grandes ‘espirituales’ de Oriente y Occidente: Eckhart, Ibn
Arabi y Shankara. Hemos considerado interesante incluir este capítulo final por
la claridad y profundidad con la que creemos quedan expuestas las diferencias entre el camino
de realización exotérico y el esotérico a la luz de las enseñanzas de estos
maestros de incuestionable cualificación. Así mismo, se exponen los riesgos que
conllevan las precipitaciones de carácter egóico; esos atajos espirituales ilusorios tan a la orden del día en los
tiempos actuales, por los que cualquier vía de realización parece estar “al alcance de la mano” de cualquiera.
[Traducción, inédita hasta ahora al castellano, por Roberto
Mallon Fedriani.]
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Anteriormente se ha dicho que la
consecución de la esencia trascendente de la religión es superar –que no evitar–
los límites de la religión formal. La realización de aquello que trasciende a
la religión solo puede conseguirse por medio de la religión misma, a través de
la identificación con lo que la religión “pretende” espiritual y
metafísicamente, más que manteniéndose al nivel de lo que establece formalmente
y presenta dogmáticamente. Trascender la religión es algo muy distinto que
subvertirla. Este mismo proceso -de superación, no de evitación- es de
aplicación mutatis mutandis a los otros dos “objetos” fundamentales que
son trascendidos por medio de la cumbre de la realización espiritual: la
individualidad como tal, y el Dios personal.
La individualidad no se puede
superar más que por medio de la gracia Divina. Por tanto, a menos que el
individuo esté plenamente conforme con los requerimientos de la gracia; o para
poner esta condición teológica en términos más metafísicos: a menos que esté en
conformidad con los imperativos ontológicos y existenciales de la situación
individual en la jerarquía del ser. Existencialmente, el alma humana individual
se debe caracterizar por la fe y por la virtud; ontológicamente, el alma ha de extinguirse
en el objeto último de la fe y en las raíces divinas de la virtud humana. Uno
no puede evitar, o ignorar, la dimensión individual del camino espiritual en la
búsqueda de un logro aparentemente supra-individual, pues si no se otorga a la
naturaleza individual su reconocimiento –sin alimentarla con la fe y con la
virtud que son la misma sangre que le da vida– entonces el canal de la gracia
se rompe, y no cabe concebir ni alcanzar ninguna clase de trascendencia: la
búsqueda de una realización “supra-individual” así no hace sino eliminar la
posibilidad de que esa “chispa” objetiva de la gracia entre en el alma, y de
este modo se llega únicamente a un afianzamiento ulterior del individuo dentro
de sus propios límites individuales. Lejos de ser receptiva al poder objetivo
de la gracia –que es lo que únicamente puede elevar la consciencia por encima
de los confines del ego empírico y conducirle hacia su fuente Infinita– lo que
hay al final del camino para el alma que carece de fe y de virtud, no es sino
una intensificación del egotismo: en vez de la infinitud de la pura consciencia,
lo que hay no es otra cosa que los caprichos de una pretenciosidad indefinida.
De hecho no hay nada más
pretencioso para el individuo que creer que, por el hecho de concebir algo que
trasciende la Divinidad personal, puede evitar a Dios en su búsqueda de la
trascendencia. Los tres místicos que se han estudiado aquí coinciden en
subrayar que la gracia de Dios es el medio indispensable para alcanzar la
trascendencia. Incluso si en el plano discursivo pueda haber aquí una
contradicción –una gracia que emana
desde el Dios personal y que da lugar a la realización de la Esencia que
trasciende ese Dios personal– la aparente contradicción desaparece tan pronto
como uno comprende el siguiente principio esencial: el Dios personal no es otra
cosa que la Esencia Divina afirmándose, o determinándose, a Sí misma en el nivel del Ser; es la Realidad Una
y Única expresándose a Sí misma como Divinidad personal –cualquiera que sea el
medio dialéctico para indicar la relatividad de este plano del Ser frente al
Absoluto supra-ontológico–. Así pues, y en relación con esto, la “gracia de
Dios” no es sino esa atracción ontológica ejercida por la Esencia trascendente
sobre la consciencia más interior del individuo; el medio por el que el Dios
que está en el interior es llamado a realizar el Dios que está por encima; el
proceso por el que la inmanencia reintegra la trascendencia.
Así pues, cada uno de los tres
“objetos” fundamentales trascendidos –religión, individualidad, y Dios personal–
han de ser atendidos debidamente y en el nivel apropiado, antes de ser
superados: cuando se observa la religión, cuando el alma está gobernada por la virtud
espiritual, y cuando hay una fe y una sumisión completa a Dios –concebido como
el “Otro” infinito–, solo entonces, y de acuerdo con los medios específicos y
condiciones expuestos por la Tradición, es cuando uno se embarca de verdad en
el camino de la trascendencia.
Pero hay también un cuarto
elemento que ha de ser trascendido: la trascendencia misma. Esto es, el estado
unitivo en el que el individuo como tal es negado y no permanece ya más que la
Realidad no cualificada –este estado– también ha de ser superado; no en cuanto
a su contenido esencial, sino en tanto
que es un estado. La experiencia particular de la iluminación –si bien,
cuando es exaltada– da lugar a una manera permanente del ser: el contenido del
estado supra-individual, el “más allá del Ser”, es trascendido por el sabio
realizado dentro del marco de la experiencia diversificada. De hecho, la
realización –“hecha realidad”– va mucho más lejos del ámbito de las
experiencias particulares; no es una experiencia determinada la que define la
realización, sino que más bien es la realización la que determina la manera en
la que experiencia como tal es asimilada, confiriendo a la vida misma una
cualidad continuamente intuida y cuasi-milagrosa. La sed de experiencias y la
aspiración a la trascendencia son de
hecho polos separados; en concreto, en términos humanos, la aspiración hacia la
trascendencia implica, por encima de todo, un esfuerzo por abrirse uno mismo
hacia arriba, hacia el poder infinito de la gracia; y esto, por su parte,
requiere una toma de conciencia de que el individuo como tal es una “ilusión”
(Shankara), una “pura nada” (Eckhart), y que su única propiedad es la “pobreza”
(Ibn Arabi). El deseo de experiencias que acompaña al individuo, o incluso el
deseo individualmente concebido por trascender la individualidad, no es por otro
lado sino un deseo de enriquecimiento del individuo, no su supresión; es una
reafirmación de la reivindicación congénita del ego de su autonomía
existencial, y de este modo una violación del prerrequisito indispensable para
la operación de la gracia. Dicho de forma esquemática: sin la supresión del ego
no hay gracia, y sin la gracia no puede haber trascendencia.
Por consiguiente, se puede
afirmar que un individuo cuya vida está de acuerdo con los requerimientos básicos
de la gracia –fe en Dios, fidelidad a una religión revelada, búsqueda de una
vida virtuosa– está, ipso facto, siguiendo un camino que conduce a la
trascendencia, incluso si el concepto que tiene de la misma es simple, e
incluso si la aspiración dominante de un individuo así está limitada a la
Salvación en el Más Allá. En la medida en que una persona así sigue
sinceramente una religión –un camino exotérico–, hay receptividad a la gracia y
de este modo se realiza un grado de trascendencia; o al menos el proceso de
trascendencia ha comenzado efectivamente; uno se ha situado en el camino hacia
lo Trascendente. Por otro lado, una actitud displicente hacia la religión, una
marginalización pseudo-metafísica del Dios personal, un desdén hacia la
relatividad de la virtud humana, junto con un hambre de experiencias tangibles
–todo esto– se encuentra en la antípodas de la auténtica aspiración por lo
Trascendente, tal y como ha quedado aquí expuesto este principio.
En otras palabras, hay tanto
continuidad como discontinuidad en la relación entre los dos caminos de la
trascendencia: el camino exotérico de la trascendencia conducente a la Salvación
en el Más Allá, y el camino esotérico cuyo propósito es la realización aquí y
ahora. Hay una cierta solidaridad entre los dos caminos en tanto que los dos están
basados completamente en la necesidad de la gracia, los dos están orientados
hacia el Princpio Divino –cualquiera que sea el nivel en el que ello se conciba–,
y ambos están gobernados por la aspiración hacia el fin y la felicidad última
del alma humana. Casi podría decirse que la Realización es la Salvación aquí
abajo, y la Salvación es la Realización en el Mas Allá. Decimos “casi” debido a
la necesidad de tener en cuenta los distintos niveles de Realización y de Salvación:
así como hay distintos grados de Realización mística y esotérica, así hay
distintos grados de Paraíso.
Dicho esto, también hay que
subrayar el elemento de discontinuidad entre los dos caminos. Hemos visto en
este estudio distintas formas en las que el camino de realización mística
implica la exclusión radical de ideas y prácticas de la religión convencional;
la referencia que hace Eckhart a los “asnos” que a pesar de ello obtendrán una
recompensa celestial expresa de la manera más llamativa la separación entre los
dos caminos. Pero el elemento de discontinuidad no solo cabe encontrarlo entre
un camino y el otro: la raíz de esta discontinuidad cabe incluso encontrarla
dentro del propio camino de la trascendencia. Se expresa en la
inconmensurabilidad entre el camino que conduce a la trascendencia y la cumbre
misma. Esto es otra forma de decir que así como entre lo finito y lo infinito,
o entre la forma y la esencia, no hay medida común, la cumbre de la
trascendencia –una con el Absoluto mismo– esta infinitamente más allá de
cualquier cosa que se encuentre a la largo del camino que conduce a esa cumbre. Este principio, lo
expresa Shankara así: “las dos causas activas del fruto de la Liberación –la
actividad mental preliminar y la cognición que sigue en su aspecto empírico– no
son de la misma naturaleza que el fruto”. La realización de la trascendencia no
tiene nada en común con sus causas aparentes, con su “semillas”, o con el
camino que lleva a ella; hay una disyuntiva radical en el umbral de esta cumbre,
el punto en el que lo relativo es destruido de golpe y asimilado por el
Absoluto. Este es el momento en el que, según palabras de Ibn Arabi, “Dios
eliminó de mí la dimensión contingente”; ese momento inefable en el que, por
usar la imagen evocativa y elocuente de Eckhart, “el sol arrastra la aurora
dentro de sí mismo y la aniquila”.
La diferencia entre la vía
religiosa o exotérica y la vía metafísica o esotérica implica de forma crítica
la distinción entre lo relativo y lo Absoluto. Además, esta distinción es de
aplicación dentro de cada dimensión. Hay un elemento de relatividad dentro del
Absoluto: la Divinidad personal; esto es lo que finalmente es sobrepasado. Y
hay un elemento de absolutidad dentro de lo relativo: el Sí Mismo inmanente;
esto es lo que ha de ser Realizado. Sobrepasar la Divinidad personal conlleva
la superación de la individualidad. Mientras que en la vía del exoterismo la
relación entre el individuo y el Dios personal es absoluta y exhaustiva, esta
misma relación adopta en el camino esotérico una cualidad más matizada: es
absoluta, pero únicamente dentro de la relatividad, y por consiguiente en tanto
que el individuo existe como tal. Pero este reino de relatividad es captado en
sí mismo como una ilusión a la luz del Absoluto. Los dos puntos de vista, paramarthika
y vyavaharika, no se excluyen tanto mutuamente sino que más bien uno
implica al otro. El individuo puede tener una “experiencia” de Dios, pero nunca
Lo puede “realizar”: en el reino de la relatividad el individuo permanece
siempre como individuo, y Dios permanece siempre como Dios. Por otro lado, el
individuo no puede “experimentar” lo Trascendente, pero sin embargo está
“realizado” dentro de sí mismo; en el reino de la trascendencia no hay ni
experiencia ni individualidad.
Desde un puno de vista
estrictamente metafísico no puede haber “experiencia” de lo Trascendente: desde
la perspectiva de aquello que es realizado, la condición esencial para la
“experiencia” es ilusoria, es decir, un sujeto que cabe ser distinguido de aquello
que es experimentado. El concepto y realidad de la experiencia presupone un
marco ontológico esencialmente dualista, pues la experiencia es el resultado
del encuentro entre un sujeto que experimenta y un objeto que es experimentado,
incluso si este objeto tiene un carácter interior. Experimentar “algo” es ser
contrastado con “ser” esa cosa. Entonces, decir experiencia es decir alteridad
irreductible. En el nivel trascendente, la alteridad –y por tanto la
experiencia– es ilusoria; la realización trascendente conlleva la completa
identidad con el Absoluto; y este Absoluto no experimenta ningún “otro”, pues
en verdad no existe ningún “otro”. Como el Absoluto no tiene ninguna
“experiencia” que quepa distinguirse de aquella inmutabilidad que es, entonces
esa identidad con el Absoluto no puede, en buena lógica espiritual, ser
descrita en los términos de una experiencia.
Es debido precisamente a la
supresión del individuo que se da en la realización más elevada por lo que no puede
haber una experiencia de esta realización, ya que la experiencia presupone al
individuo como base subjetiva. Una vez que queda establecido que en el ámbito
de lo trascendente no cabe el concepto de “experiencia individual”, entonces el
“problema” de la inefabilidad se resuelve fácilmente. En esencia, esta realización
es necesariamente incomunicable porque el carácter comunicativo se predica sobre
el lenguaje humano, el cual a su vez es una función del individuo, y el
individuo es suprimido en la realización de la trascendencia. El lenguaje no
puede expresar adecuadamente aquello que anula los fundamentos de su propia
operación.
Cabría objetar aquí que Shankara
hace precisamente esto cuando le dice a su propia mente: “tú eres ilusoria”.
Aquí él utiliza el lenguaje, mediado por su mente, para expresar una verdad que
hace ilusoria su propia mente. La respuesta a esta objeción es que él no está expresando
en esta frase la naturaleza de la realización plena, sino enunciando un
fenómeno concomitante con esta realización; uno que tiene que ver con la no-existencia
de aquello que parece existir, el no-sí mismo, la mente humana individual. Esto
lo hace adoptando el punto de vista del Sí mismo, lo cual es posible en tanto
que el intelecto realizado funciona como un reflejo positivo de la consciencia
del Sí Mismo, para ello toma un punto de vista provisional y que no por ello es
menos efectivo.
Cabe prever una segunda objeción:
si la realización es inefable, ¿qué significa entonces decir que consiste en
Ser-Consciencia-Beatitud? Decir que el contenido de esta realización se puede
designar como Ser-Consciencia-Beatitud no significa que estos tres elementos se
encuentren de forma distintiva, sino que su esencia común indiferenciable es
realizada de un modo infinito. Esta última cualificación es crucial: los modos
finitos de ser, de consciencia y de felicidad que se experimentan comúnmente en
el marco de la diversidad existencial son inconmensurables respecto a sus
arquetipos infinitos, arquetipos de los que aquellos son reflejos
incomparablemente distantes. Ofrecer este esta triple designación permite a la imaginación
tener alguna idea de la realización trascendente partiendo de la propia
experiencia en el mundo, pero este concepto aproximativo ha de ser entonces
negado dialécticamente por medio de neti, neti: la realización
del Sí Mismo –y por consiguiente de la esencia indiferenciada del Ser Absoluto,
Consciencia y Beatitud– trasciende infinitamente la experiencia que el sí mismo
limitado tiene de la existencia exterior, de la consciencia condicionada, y de
la felicidad finita.
Así como la atribución de
cualidades –como la de Ser– al Absoluto es algo provisional y requiere
dialécticamente de una negación a fin de designar menos adecuadamente al
Absoluto indesignable, así el concepto de “experiencia del Absoluto” es
provisional, y tiene algún significado exclusivamente como posición ventajosa para
el individuo. La noción tiene también valor discursivo en cuanto que la
“experiencia” puede contrastarse complementariamente con “concepto” o con
“doctrina”; pero ello también requiere de una negación espiritual que emerge
como la sombra de la realización en cuestión; esto es, “aquel que está
liberado” conoce que esa experiencia de la Liberación es ilusoria como
experiencia, y ello, por un lado, por la inmutabilidad del Sí Mismo, y por otro,
por la irrealidad del agente empírico o no-sí mismo que sufre modificaciones y
de ahí la “experiencia”.
A un nivel más alto, el individuo
liberado también sabe que como el Absoluto es infinito, y como no hay límite posible
para el infinito, no puede haber tampoco ningún “punto” concebible en el que la
trascendencia pueda ser exhaustiva y finalmente alcanzada: el “camino” que
conduce a la trascendencia en cierto sentido nunca llega a su fin. Habiendo
alcanzado la cima, esa cumbre se convierte en el centro de una totalidad que
late sin cesar con infinita vida. De este modo, se puede decir que el camino
tiene un comienzo, pero no tiene fin; siendo inverso a la naturaleza de Maya,
que no tiene comienzo pero tiene un final.
El individuo no puede tener
ninguna experiencia del Absoluto, pero esto no obsta que la consciencia en el
individuo realice su identidad trascendente como el Absoluto. No hay medida
común entre el individuo como tal y el Sí Mismo, de modo que cuando los místicos
afirman que no son otra cosa que el Sí Mismo, ello no puede referirse a su
individualidad, a menos que se reduzca el Absoluto a la “superposición
ilusoria” (Shankara), la “nada” (Eckhart), o la “pobreza” (Ibn Arabi), de la
criatura relativa como tal. Saber que uno “es” el Sí Mismo es el corolario de
conocer el Sí Mismo: una vez que “se conoce” el Sí Mismo, ninguna otra realidad se puede distinguir de ello,
excepto deforma ilusoria. Esa conciencia individual que “conoce” el Sí Mismo
solo puede por tanto “ser” aquello que es “conocido”; esta identidad
trascendente es realizada –hecha “real”, esto es: plenamente efectiva en
oposición a conceptual, actual en oposición a virtual, concreta en oposición a
abstracta– en primer lugar, en el momento de la Liberación y en un grado
supra-individual. Este conocimiento realizado es posteriormente permanente,
llegando a ser transcrito apropiadamente dentro de la relatividad por la
consciencia del individuo ahora liberado de la ilusión de la separatividad.
Esta trasposición cognitiva y
“retorno” a la existencia diversificada –lo que anteriormente hemos llamado
“trascendencia de la trascendencia”, o lo que los Sufis llaman subsistencia
después de la aniquilación (baqa’ después de fana’) – modifica exteriormente,
pero no altera esencialmente la consciencia alcanzado en el estado unitivo. Dicho
de otro modo, uno regresa al principio de identidad esencial dando lugar a la
continuidad, y a la diferencia formal dando lugar a la discontinuidad. La consciencia
del Absoluto subsiste incluso en el marco de esos modos relativos de consciencia
con los que no tienen medida común. Es aquí donde yace una de las grandes
paradojas de la realización mística: cómo el conocimiento del Absoluto, o
Conocimiento absoluto, persiste incluso en el contexto de la individualidad.
Una posible respuesta a este problema ha sido extrapolada en este estudio a partir
del concepto de abhasa de Shankara: es la existencia de un reflejo de la
consciencia del Sí Mismo en el intelecto
del sí mismo finito lo que puede mantener el punto de vista de su fuente, y de
este modo permitir una visión de todas las cosas desde la perspectiva absoluta
o paramarthika –esa perspectiva que Eckhart atribuye al “intelecto
increado” y el “hombre más interior”, y que fue indicada por Ibn Arabi en
términos de “consciencia desvelada”–.
Pero hablar de este conocimiento
persistiendo en el contexto de la individualidad también entraña la
reemergencia de la perspectiva de vyavaharika
/ “hombre exterior” / “conciencia velada”. A pesar del hecho de que la perspectiva
absoluta tiene precedencia dentro de la consciencia del sabio realizado, la
coexistencia de las dos perspectivas –una coexistencia de la que no se puede
escapar mientras subsiste el sí mismo individual– conlleva la paradoja de que
el Sí Mismo es "conocido" mientras que simultáneamente es
“incognoscible”: el individuo como tal no puede abarcar cognitivamente el
propio principio –a pura Consciencia– de la cognición misma.
Tal y como insistido
repetidamente, el individuo nunca puede “llegar a ser” el Sí Mismo o el
Absoluto: solo el Sí Mismo inmanente en el individuo puede venir a realizar su
identidad trascendente. Este punto crucial –junto con la cualificación
necesaria: el Absoluto que trasciende el Dios personal solo puede realizarse como
resultado de la gracia del Dios personal– no puede nunca ser subrayado
demasiado. Es debido a la inconmensurabilidad entre el individuo relativo y el
Sí Mismo Absoluto por lo que, fuera del estado unitivo en el que el ser ya la consciencia
están absolutamente indiferenciados, el individuo no puede conocer el Sí Mismo
Absoluto –precisamente porque allí no puede “ser”–.
Sin embargo lo que sí posee el
individuo, sobre la base misma de su realización, es el reflejo exacto de la
consciencia del Sí Mismo, y esto le transmite una consciencia de la beatitud transcendente
y de la realidad incondicional del Absoluto, así como la convicción de que en
su esencia él no es otra cosa que esta Realidad Una, la única realidad ultima.
Este conocimiento se deriva del aspecto positivo contenido en el reflejo de la
consciencia, mientras que el aspecto negativo –aquel que corresponde a la inversión
característica de reflejo– resulta en el hecho de que la consciencia en cuestión
no es identidad total. La identidad total implica un absoluto “conocimiento metafísico
sin obstrucción”, y esto se realiza solamente “cuando el cuerpo cae”, como dice
Shankara. La adopción por parte del individuo de la posición ventajosa absoluta
es entonces una prefiguración de la identidad final, una degustación, podría
decirse, y no su consumación final; pero esta identidad es a pesar de todo
conocida como la única realidad verdadera, a pesar la subsistencia aparente del
sí mismo y del mundo como cosas distintas del Absoluto. El sabio realizado ya
no es engañado nunca más por ala apariencia de la “otredad”: el Absoluto se
capta no solo a través del velo objetivo del mundo, sino también a través del velo
subjetivo del ego.
Finalmente, esta visión del sabio
realizado, lejos de disminuir el instinto devocional, de hecho lo profundiza:
conocer el Absoluto es dedicarse uno mismo a ello de forma absoluta. La
devoción hacia todo aquello que le sobrepasa a uno en la jerarquía del Ser, en
vez de ser subvertida por la realización del Absoluto, es por el contrario un
corolario ineludible de la realización más elevada. De hecho, la devoción de
estos sabios se puede decir que es más “real” que la de los devotos ordinarios,
en tanto que su devoción está impregnada de “realización”, no solo del
Absoluto, sino de su propia nada ante el Absoluto; de aquí que tengan una
consciencia ontológica y no solo conceptual de su propia y total dependencia
del Absoluto respecto de su propio ser.
El fin y el retorno último de
los gnósticos…. es que lo Real es idéntico a ellos, mientras que ellos no
existen.
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