La Consumación de la Unidad
(Comentario
al capítulo 106 del Evangelio de Tomás)
PRIMERA PARTE
Roberto Pla Sales
*
Extracto de “El hombre, templo de dios vivo: comentarios
al evangelio según Tomás”, Editorial Sirio, 2000
Jesús ha
dicho: cuando hagáis del
dos uno, os volveréis
hijo del hombre,
y cuando
digáis: montaña muévete, ella
se moverá.
INTRODUCCIÓN
La
exégesis manifiesta de
la Escritura enseña,
según lo entiende,
que desde los
dos días genesíacos
en que Dios creó
los cielos y
la tierra, existen
dos principios opuestos,
irreductibles, que si
bien no son
coeternos en su
origen, puesto que
éste, el principio
originario, fue monista, sí
permanecen en oposición
durante su desarrollo,
y persistirán así
aún después del
final del mundo,
como dualidad irreductible
y eterna.
Todo
esto supone un
monismo en el
origen y un dualismo
estricto a partir
del acto de
la creación. Este dualismo convierte
el universo en el
campo de
batalla de dos principios,
el del bien
y el del
mal, y su
enfrentamiento invade la
eternidad pos-escatológica
e incluso se asienta
en ella de manera definitiva
después del juicio final.
Por
su parte, la
exégesis oculta no
encuentra dualidad ni en
el origen ni
en el final
de la creación,
pues ambos extremos son a
manera de los polos
de un círculo que
se abre durante
el camino pero
luego se cierra
en la unidad.
Sólo
durante el tránsito
por los cielos
y la tierra creados se
presenta una dualidad
aparente, si se entiende por aparente
una dualidad que
viene de la
coexistencia en tensión de dos elementos supuestamente opuestos: un
principio divino, preexistente
y eterno, y
un pseudo-principio creado, y por
ende destructible, limitado y finito.
Lo que a nosotros nos corresponde explicar en
este esbozo de exégesis oculta de un aspecto del mundo según el evangelio, es
lo que se refiere a los dos elementos que parecen coexistir en oposición.
Puesto que ni antes del principio, ni al final de lo creado hay dualidad,
resulta necesario admitir que la especie de dualidad que conocemos, es
engendrada en el seno de la creación, y también, que antes o al tiempo de la
consumación escatológica, tal dualidad se habrá resuelto otra vez en unidad.
Se impone, por consiguiente, esclarecer la
consistencia y destino último que tienen, según el evangelio, los tres órdenes
de dualidad en que a efectos de estudio, podemos dividir la creación: a) La
dualidad cosmológica, significada bajo
la denominación general
de Dios y el mundo; b) La dualidad que puede ser
denominada antropológica, pues
se refiere a
la sima separativa
que queda abierta entre Dios y el hombre; c) La dualidad
gnoseológica, que puede
ser definida como
la dualidad que establece
la conciencia consigo
misma.
Vemos,
también, que el
evangelio, cuando es
estudiado según la
exégesis oculta, proporciona
explicación para todas las
formas de unidad
que han de
sobrevenir, pues la consumación
de todas las
cosas es precisamente eso: que todas las formas de
dualidad son temporales, engendradas por
la creación, y se resolverán en
la unidad antes o al
tiempo del fin.
Esto es lo que debemos estudiar en el presente
Comentario. De hecho, la unidad es una realidad preexistente e indestructible,
y si lo que vemos son los pares de opuestos, se debe a que no hemos alcanzado
la Plenitud de la conciencia, pues en tal caso comprobaríamos que la dualidad
que contemplamos se consuma por sí misma en la unidad.
Estas formas de unidad que sobrevienen, o por
decirlo a la manera del logion, este hacerse el dos uno en el ámbito en
que se mueve la Buena Nueva, constituye la esencia de la enseñanza de Jesús, y
se puede resumir en tres consumaciones de unidad, las cuales confluyen a su vez
en la unidad de Dios.
La unidad de Dios queda afirmada en el Antiguo
y en el Nuevo Testamento y se confirma con la siguiente sentencia: Él
es único y
no hay otro
fuera de Él[1]. Pero esta unidad de Dios debe
ser determinada en tres esferas diferentes:
a)
La unidad del
mundo en el
Reino de Dios.
b)
La unidad de
todos los hombres
entre sí, y de
todos con el
Padre.
e)
La unidad del hombre consigo
mismo en el Ser
único y universal.
PRIMERA PARTE
Capítulo
primero
LA UNIDAD
ANTES DEL MUNDO Y
DESPUES DE LA
CONSUMACIÓN
1. Lo
que Dios creó
en el principio, según
el epígrafe sumario del
relato de la
creación, fueron los
cielos y la tierra.
A éstos es a
los que
llamamos el mundo.
En
su sentido objetivo,
los cielos son
el firmamento, las aguas,
y la tierra
es el suelo seco; pero
entendidos en lo subjetivo
los cielos y
la tierra son
dos grandes reinos: el
psíquico, que en
el hombre llamamos
el alma, y el
de la materia,
el hílico, que
en el hombre denominamos el cuerpo.
Estos
dos reinos conforman
en su conjunto
objetivo-subjetivo la totalidad del mundo creado, más para su existencia dependen, aunque
ellos mismos lo
ignoran en casi todos
los casos, de
un reino primero,
invisible, espiritual, no creado.
Este reino primero
es el de
la luz, la Palabra,
el Hijo, y
suele nombrarse como
el Reino de Dios.
En
su calidad de
ser los dos
reinos creados, los cielos
y la tierra
carecen de eternidad,
y por eso
están destinados a la
consumación con la totalidad
del aparato de orden
objetivo o subjetivo. Eso significa
que los dos reinos
terminarán algún día
o, como dice
Jesús con el empleo
de un verbo que
señala la temporalidad
propia de estos dos reinos:
El cielo y
la tierra pasarán[2]
Acerca
de esta realidad
de que los
cielos y la tierra están
llamados a pasar,
a desaparecer, hay
abundancia de testimonios en
las Escrituras de
ambos testamentos, aunque tal
vez el más
bello y definitorio de éstos
sea la previsión de
Isaías:
Los
cielos como humareda
se disiparán,
la
tierra como un
vestido se gastará
y
sus moradores como
el mosquito morirán[3]
En
efecto, sean atmósfera,
agua, o alma,
la destrucción natural
que a los
cielos corresponde es
la disipación; y sea materia
o cuerpo, lo que le toca a la
tierra será sufrir el
desgaste incesante y
contumaz del tiempo.
En cuanto al morador
de cielos y
tierra, el hombre
psico-físico, su único
final decretado es,
como se sabe,
la muerte.
2.
Frente a la
consumación de lo
creado está la eternidad de
lo ingénito. Así
fue dicho: La Palabra del Señor
permanece eternamente[4]. En esa afirmación coincide el Libro de
Daniel desde el Antiguo Testamento: El Dios vivo subsiste por siempre; su
reino no será destruido y su imperio durará hasta el fin[5] (Se refiere, sin duda, al fin de lo creado, pues de igual manera que
lo que no ha nacido no puede morir, así lo no creado no conocerá el fin).
Todo
esto significa que
cuando los remos
de los cielos y
de la tierra
hayan desaparecido, el espíritu
de los moradores brillará
en su unidad
con el Dios
vivo en su imperio
único y eterno.
En
consecuencia, la exégesis
oculta del evangelio no encuentra dualidad
ni en el principio, ni en el final
de la creación, por
cuanto la eternidad
pos-escatológica, una eternidad
atemporal, cons1stua en ser la
unidad recuperada en el reino
de Dios.
Cuando
llegue tal ocasión,
todos los granos
de semilla que fueron
sembrados en el
comienzo de los tiempos,
habrán producido ya
su fruto de
transformación. Esto es
lo que decía
Pablo: No todos moriremos, mas todos
seremos transformados[6].
Con esto explicaba el
apóstol que la
transformación, el reconocerse
como grano y dejar
aventada la paja,
es la obra
asignada. A esto agregaba
que algunos pueden
alcanzar la bienaventuranza de
ser transformados antes
de morir.
La transformación, ese resucitar de entre los
muertos por renacimiento interior, que consiste, ya se sabe, en
reconocerse como grano,
le quita el aguijón a la muer te, pues
la muerte de
la paja, que
es lo que
siempre muere, la paja,
deja de ser
muerte para la
conciencia resucitada, llegada a la Vida eterna. La Vida eterna fue
reservada desde el
principio a todos
los granos, porque ellos, los
granos, tuvieron siempre
a la Vida
eterna en propiedad.
Es
esta transformación, el
reconocimiento del grano que
uno es en esencia, y no la paja
que viste al grano y
con la cual
nos identificamos habitualmente, lo que
pone fin
a la dualidad
transitoria, errónea, pues todo
es uno en la
unidad del germen sembrado por
el Padre.
La
presencia del germen
divino, la única
Vida eterna implantada en el mundo,
es lo que sirve de sello de la unidad;
lo que confirma
que todo ha
de ser un
solo reino, el
de Dios, cuando
el mundo haya
pasado.
En
verdad, el mundo
ya ha pasado
para todo aquél que
desde el principio
hasta hoy ya ha
sido transformado en grano.
Cuando todos los
granos se hayan
revelado, habrán quedado consumadas
esa disipación de lo psíquico
y ese desgaste
de las vestiduras;
que profetizó Isaías.
Disipación
es negación de
ser, esa negación
que Jesús explicaba como
negación de sí
mismo; una negación que viene por sí misma cuando la
verdad sobre la naturaleza,
evanescente, de lo
psíquico, ha sido
descubierta. Es lo
mismo que las
olas del mar,
que cuando cesan no
van a ninguna
parte ni están
en su lugar,
sino que se reabsorben
en el mar y
se disipan como
si nunca hubieran sido.
En
cuanto a las vestiduras
desgastadas, es el tiempo el
que las lleva
a envejecer y luego
las quema y
vienen a ser como
humareda. Más tarde
el tiempo las
olvida y nada queda
de ellas tras
de sí. Como
si nunca hubieran sido.
Todo
esto significa que
cuando los reinos
de los cielos y de
la tierra hayan
pasado, el todo
habrá recuperado la unidad en
el Reino de
Dios[7] .
3. Si la exégesis manifiesta del evangelio
afirma un dualismo estricto para
la eternidad pos-escatológica, es por su
interpretación peculiar del
sentido de la
hermosa imagen mateana de la paja
y el grano con la
que Juan
el Bautista abre su
predicación. De esto
hemos tenido ocasión de hablar en otros Comentarios.
Por
efectos del bautismo
de fuego, de
ese fuego que Jesús
dijo que él
había venido para
arrojarlo sobre la tierra[8] y cuya
obra consiste en
derramar sabiduría sobre el
corazón del hombre,
puede Cristo aventar
las mieses trilladas -y ésa
es la acción
del bieldo-- para separar del
grano la paja
y limpiar así
su era[9]
Como
bien sabemos, la
paja es en
cada hombre la envoltura
superficial del grano, y éste, el
grano, es el Ser esencial, el espíritu,
la Palabra preexistente
y eterna sembrada en
todo hombre.
Que la paja
significa aquí todos
los contenidos mortales propios
del mundo y de
los cuales el Hombre se reviste;
y que el
grano es figura del
germen eterno del Reino
de Dios, es
cosa tan evidente
que por sí
sola parece refutar la
idea manifiesta de
que el bieldo
activado por Cristo
tiene por fin
que la paja
-los hombres malos- llegue a los
hornos de un infierno eterno y extra-mundano,
y que los
granos de trigo
limpio -los hombres buenos- sean
allegados en el
granero de Dios.
En
un sentido paralelo
debe discurrir la
exégesis al explicar la
parábola de la
cizaña. En ésta,
la buena semilla es
el Hijo del
hombre -en cuanto éste
es en el hombre el germen
que hace posible su regeneración o
nacimiento de arriba-,
y la
cizaña es la
grama que en el
campo del mundo
crece alrededor del
germen interior y esencial
del hombre con
peligro de que
ahogue su crecimiento y su
fruto.
Pero
cuando en la
parábola se dice
que los ángeles -el espíritu individual,
la partícula de
luz, de cada hombre- arrojarán en el
horno de fuego
todos los escándalos y
obradores de iniquidad,
la exégesis manifiesta
lee malos donde dice cizaña.
Con esto, incurre en contradicción
con lo que
poco después explica
el evangelista como
conclusión, pues dice
que todo esto es como
el dueño de una casa
(el Hijo del
hombre, la Palabra sembrada),
que tiene
en sus arcas
lo nuevo (la buena
semilla) y lo viejo (la
cizaña), tan estéril
como la paja de
la parábola del
sembrador[10].
Capítulo
segundo
LA NO
DUALIDAD EN EL REINO
1. El
motivo principal de
este Comentario es
explicar que según la
enseñanza testamentaria
no hay dualidad
en el origen de la Creación, ni podrá
haberla después del final,
porque la Creación entera
deberá haber recuperado
la unidad antes
o al tiempo
de llegar a ese
final o consumación.
En
lo que respecta
a la dualidad
durante el periodo o
transcurso del mundo
que la opinión
ingenua natural y la
exégesis manifiesta dan
por efectiva, la
exégesis oculta sólo encuentra
una dualidad si
se entiende ésta como
utensilio de trabajo.
Dada su condición
transitoria, la dualidad
sólo puede ser
admitida como las
múltiples formas de
presentarse la no
dualidad cuando la acción del conocimiento no ha culminado
aún su obra de desvanecer en la
conciencia la percepción
de los elementos
no eternos, no
como agregados a la
unidad eterna, que es lo que
son, sino como
individuos con Vida propia.
Sin duda, el
relato de la
creación afirma la
coexistencia de tres
reinos, dos creados
y propios del mundo, los cielos y la tierra que han de pasar, y uno no creado,
preexistente, que fue
expresado por la
locución Haya luz. De este
Reino, el primero,
denominado en los evangelios la Palabra,
no se puede
decir que es del
mundo, aunque ciertamente,
está en el
mundo. Por eso pudo
decir Jesús: Mi Reino
no es de
este mundo[11].
De
ahí también que
el descubrimiento de la
Palabra es la obra
que le toca
realizar a la
generación humana, pues por
eso dijo Jesús:
Bienaventurados los
que escuchan la
Palabra de Dios
y la guardan[12].
En
lo subjetivo, los reinos
de los cielos
y la tierra deben
ser interpretados como
el mundo psicofísico
que el hombre conoce
en su sí mismo. Sin
embargo, el Reino de
la luz (Palabra,
Sabiduría) -el Espíritu- es el desconocido que la conciencia natural, psicofísica, debe
descubrir y guardar
hasta que fructifique en la
transformación de esa
conciencia.
En
esto de la
transformación de la conciencia
se da un hecho
que no es
difícil experimentar y
reconocer porque es común:
cuando el conocimiento aparece, la ignorancia se
disipa, como humareda, tal como en
cuanto al alma
y sus contenidos lo
apunta Isaías. El
conocimiento ocupa el sitio de la ignorancia al tiempo que ésta enmudece.
¿A
dónde va entonces
la ignorancia? O
bien, ¿por qué tendría
que ser la
ignorancia una entidad
objetiva, existente, con independencia del
no conocer, es
decir, del ignorante? Es posible
que esta transformación sea explicada
por muchos como
una consecuencia de la
dualidad conocimiento-ignorancia, pero
de cierto, ambos principios
no son coexistentes
y jamás hay
tensión entre ellos,
ni puede haberla,
porque no se conocen, ni
se encuentran. Es la
conciencia -la conciencia sola la que
pasa del ignorar al conocer
y con eso se
transforma.
Esto
se explica muy
bien en el
relato creacional del Génesis,
pues cuando Dios
hubo dicho: Haya luz
-y esta luz, la
Palabra, hay que
entenderla en su
sentido completo de ser la Sabiduría,
el Hijo de Dios-, entonces, la luz
brilló en las
tinieblas[13]. Esto
significa que las tinieblas, al
igual que el
abismo, el espacio,
incondicionado y abstracto
sobre el cual
se emplazan los
cielos y la tierra creados,
son como nada
para el entendimiento
de los hombres[14]
Por
eso se puede
decir que las tinieblas y su
correlato subjetivo, la ignorancia, sólo son explicables como
negación, es decir,
como ausencia de
luz-conocimiento. Y es de la
presencia de esa
luz conocimiento, denominada tinieblas
ignorancia, de lo que dice
el Génesis que
fue el primer Día,
el del primer
Reino, no creado,
formado por la luz
(día) y las
tinieblas (noche)[15].
Las
tinieblas genesíacas no existen como
principio; en verdad, no
existen, y la
denominada dualidad luz tinieblas (o
Sabiduría-ignorancia), sólo
aparece como dualidad ante
quien la contempla
con una mirada
ingenua, limitada, que
olvida la unidad
al no tener
en cuenta que lo
único que hay
en el Reino
de Dios es
la Luz Sabiduría.
Incluso, cuando hablamos ahora de ausencia de
la luz-sabiduría, empleamos una forma abreviada e incorrecta de expresión,
puesto que no es que la luz-sabiduría, preexistente, está presente unas veces
y otras se ausenta, pues esa luz-sabiduría es una ya en el principio y jamás
la vencieron las tinieblas, sino que nuestra conciencia no siempre la recibe.
Entre el recibir y el no recibir la
luz-sabiduría está el pasar de nuestra conciencia; es ella, como miembro
psicofísico del reino de los cielos y la tierra, la que pasa, y no la
luz-sabiduría, pues ésta es eterna y sólo una.
La
hierba, se seca, la flor se marchita,
mas la
palabra de nuestro Dios
permanece
para síempre[16]
2. Respecto
a la dualidad vida-muerte y a su
aparente correlato dual
de vida eterna-vida
mortal, ya se
habló de ello en otro
Comentario[17], pero tal
vez convenga hacer ahora
un breve resumen
para confirmar que
en verdad no hay
según el evangelio
dos órdenes de
Vida, sino una sola
Vida en la
unidad del Reino
de Dios.
Cuando el evangelio se refiere a la Vida (eterna) en
oposición a la
vida (mortal), hace
una transposición por la
cual habla, en
el primer caso,
de la Vida en sí
misma, y en el
otro menciona lo
viviente.
La Vida
es una propiedad del Ser en sí mismo (como el
calor es propiedad
del fuego), pues
entra en su
naturaleza ser Vida
como propiedad inagotable
suya. De ahí que
cuando se dice
que el espíritu tiene
la Vida, no es
que tiene la
Vida como un
agregado a su
existencia de espíritu, sino
que en su
naturaleza entra ser
la Vida.
Por
el contrario, cuando
decimos de algo
que muere, no es que veamos con
ello morir la Vida, pues la Vida al ser Vida no puede ser muerte, sino
que la Vida cedida temporalmente en-
usufructo, se apartó
de aquello que por usar
la Vida parecía
vivir.
En
cuanto a lo
viviente que parece
morir, hay que entender
bien que nunca
vivió, pues nunca
fue otra cosa que
apariencia de Vida;
y si nunca
fue (o estuvo)
vivo, tampoco puede decirse
que murió alguna
vez, pues la única
verdad es que fue
tenido como vivo
cuando la Vida lo convirtió
en viviente, y
luego fue contado
como muerto cuando la
Vida que lo
convertía en viviente
se apartó de él.
Cuando
llegue la consumación
del mundo, permanecerá
la Vida donde
siempre estuvo, en
el Reino de Dios;
y la paja
que pareció ser
Vida, será reconocida como paja,
lo que siempre
fue, y se
disipará como humareda.
[7] En
el Antiguo Testamento se denomina los cielos al segundo Reino, para explicar
que hay dos clases de aguas, las de abajo y las de encima del firmamento. En su
aplicación subjetiva esa clasificación
responde
al alma racional (ruah) y al alma instintiva (nefes). La denominación mateana
de Reino de los cielos, como Reino de la morada de Dios, crea algún motivo de
confusión. El Reino de Dios es el primer Reino, no creado, cuya expresión es la
luz, la Palabra, el Hijo, y aún podría decirse que el Reino del Padre,
inefable, Es, puesto que es el Ser (El-que-es).
[12] Cf. Lc 11,
28. Por la guardan, hay que
entender que la custodian en sí mismos
como la buena semilla
para obtener su fruto de consumación.
[13] Cf. Jn 1,
5. La luz que
el Génesis menciona
antes de empezar la creación (Gn
1, 3), es la que
el cuarto evangelio
dice que estaba en la
Palabra, la cual
era la Vida y
la luz de
los hombres. A
esta luz se
refiere Jesús cuando dice: Yo soy
la luz del mundo (Jn 8,
12). Tal luz,
la Gloria o Sabiduría de
Dios, nada tiene
que ver con la luz del sol
o de la luna,
pues esas dos luminarias aún
no habían sido
creadas.
[14] Por eso
en 2M 7,
28 se habla
de la creación
ex
nihilo: pues el mundo, a
partir de la
nada lo hizo
Dios.
[15] En Gn
1, 5 se
habla de Día
en el mismo
sentido subjetivo,
espiritual que se
empleará después: Tú
eres, Yahvéh, mi lámpara,
mi Dios, que alumbra
mis tinieblas (2
S 22, 29),
o también: (Está aquí) quien
hace aurora las tinieblas (Am 4,
13).