La Consumación de la Unidad
(Comentario al capítulo 106 del Evangelio de Tomás)
SEGUNDA PARTE
Roberto Pla Sales
*
1. El mundo creado
confluye en su
totalidad para llegar a ser uno en el Reino de Dios. Pero son
muchos los órdenes de
unidad que deberán
haberse conciliado en el tiempo
de la consumación. En el
día en que
los cielos y la
tierra entren en el trance
de pasar, la
materia -la tierra- se habrá
gastado como un
vestido, y lo psíquico -los
cielos- se habrán disipado
como humareda.
Pero tal suceso
significaría que el espíritu,
desnudo como el grano
fecundo, traspasado por
la muerte de la
paja, se
había reunido ya
en la unidad
del Espíritu, tal como
las muchas lenguas
de fuego son
un solo fuego
en la hoguera.
La vida entera
de Jesús, su
predicación y su
obra, fue una insistente llamada a la
unidad del fuego
de todos los hombres
entre sí y de
éstos con el
Hijo, y por consiguiente
con el Padre.
Este propósito está presente
en el evangelio con tal evidencia
que a muchos puede parecer innecesario
mencionarlo. Sin embargo,
hay que entender
que la unidad
que Jesús pedía
no se queda sólo
en la unidad de
ser solidarios -aunque ya
es mucho----, sino que profundiza en
ella hasta la
destrucción de los
agregados psíquicos y
materiales que limitan
y circunscriben el
Ser.
Jesús pedía la unidad perfecta, esa unidad que tiene
necesariamente que pasar por
la caída de
las paredes de los
cielos y la tierra que
mantienen cautivo al
espíritu e impiden que
éste sea un
solo Cuerpo pneumático
en el Señor.
Para llegar a
esa destrucción perfecta
de todos los muros,
la primera unidad
que hay que
conseguir, aquella que es
primicia de todas,
es la que
según la exégesis oculta venimos
en denominar, la
unidad del hombre consigo mismo,
y que el
logion explica cómo hacer del dos
uno[1].
2. Tiene varias direcciones el camino
para la unidad del
hombre consigo mismo,
pero la ruta
más segura consiste en
buscar lo que
engendró el dos
en el hombre. En
este orden, el
dos más ilustre
es el que
el Génesis apunta cuando
en su primer
capítulo creacional describe al
Hombre, a cada ser
humano, como una
conjunción en sí mismo
de macho y
hembra, y anuncia
que con ese designio fue
creado[2].
Según. este
relato, el Hombre,
creado a imagen, fue varón, y al decir
a imagen, quiere
decir entre otras
cosas que era solo espíritu, como su creador. Pero este hombre esencial, pneumático, fue luego vestido en los campos
psíquicos del paraíso,
dotado de forma,
a semejanza, y éste
fue el hombre
psicopneumático, un compuesto de espíritu (macho)
y alma (hembra).
Este fue el
primer dos del
hombre, y su
resolución final en ser uno sólo, es la obra más importante que le
corresponde realizar a cada
uno de los
hombres de esta larga
generación. Las Escrituras
se refieren de
muy distintas maneras a este
hacer del dos uno y el evangelio lo toma
como el eje de su
enseñanza.
El Espíritu, ya
lo sabemos, es
el esposo místico, idéntico en
cuanto esencia al Espíritu
de Dios con el
que se une; y el
alma, es la esposa, la conciencia, que
cuando, purificada, recibe
la unción del
Espíritu de Dios, aprende, por conocimiento, a derribar las paredes que
la enclaustran formalmente en
el mundo.
Tal destrucción es
lo que Jesús
califica como negación
de sí mismo,
completa, hasta llegar
al punto de morir,
aunque en su
sentido estricto es
negación de lo que el alma cree ser, hasta
que viene a ser sólo la esencia
de sí
misma, la Conciencia
pura, el espíritu.
A este proceso interior básico se le ha llamado con
vocabulario de místicos,
las bodas del
esposo y la
esposa, bodas de
las que habla
en muchas ocasiones
Jesús, aunque a veces
en parábola. Estas
bodas son la más
ilustre y elevada
forma de unidad
del hombre en
el mundo.
3. Otro dos,
ilustre también porque
arranca de los días
del jardín del
Edén, es el dos del
alma consigo misma. Al hombre
le toca convertirlo en uno, y no sin sufrimiento, durante
su estancia en el mundo,
para alcanzar el Día tercero,
el de su
salida o resurrección,
tal como se dice
que salió Jonás
del cetáceo.
En ese capítulo
segundo del Génesis
se cuenta en enigma, nada
fácil, muy críptico,
que para desvanecer
el sueño profundo de
la conciencia de
Adán -se refiere al Adán
psico-pneumático, aún no
vestido de piel- tomó Dios hueso de sus huesos y carne de su carne, y
con ello hizo que una
parte de esa
conciencia que sólo
se manifiesta como varón,
fuera mujer[3]. Con
la posesión de
esta adquirida doble sexualidad
de orden psíquico,
tuvo desde entonces Adán,
la conciencia que
luego tenemos todo ser
humano y que, según
se dice, era la
ayuda adecuada para poner nombres, es decir, para reconocer, pues quedó
facultado para ello,
a todo lo
viviente sin excepción[4].
En algunos textos
cristianos primitivos, llamados ahora gnósticos,
esta mujer, sacada de un
hueso del alma sólo
varón, fue descrita
como la reflexión
luminosa; con ello se
explica que lo
que pretendía indicar
el redactor sagrado era
que la contraparte
femenina de toda
conciencia es la
luz indirecta del
conocimiento que le llega al alma
despierta. Sin duda, esa
vuelta sobre sí
misma, la reflexión, para
la que todos
comprobamos que, en efecto,
aparece dotada nuestra
conciencia, es lo que distingue
al hombre de
las otras especies
animales, lo que la
acredita y distingue
como racional.
Mas la capacidad
reflexiva convierte a
la conciencia en
un dos en que
se divide su
seno unitario; un
dos que se mira a sí mismo y por el que descubre su desnudez de conocimiento en la
soledad de ser
ese dos separado, aislado de las otras
conciencias de la totalidad del
mundo.
Tal es el drama y también la gloria del alma; lo que la
condena a la soledad, y lo que la mueve a recuperar el uno perdido. Para
el alma se abre la posibilidad de conocer
el bien y el mal,
pues la reflexión
proporciona la ciencia, para
hacerse uno en
Dios. Esto es
lo que afirma el Dios del
paraíso: Ha venido a ser como uno de nosotros[5].
Esa misma puerta
abierta de poder
y libertad, lleva al
alma, aislada, a crear
con la sombra
que con su propia luz
reflexiva mira en sí misma,
el yo, una
parodia del Dios verdadero
que la reflexión
desconoce, un Deus inversus que
durante la vida
del hombre ejerce
su duro sortilegio mundano.
Esta es la
serpiente antigua, la
que trajo la
maldición de la sentencia y a la
que Jesús denomina Satán, el Adversario
de Dios, pues en sus funciones de ser el yo psicológico, el núcleo
aparente del alma,
para la cual
se disfraza de ángel
de luz[6], resulta
ser el enemigo
más fuerte del verdadero
nombre de Dios.
Este nombre, el de
Dios, es, como
es sabido, el
Yo real y
absoluto, de naturaleza no
psíquica sino espíritu
y verdad, tal
como se anuncia en
su revelación: Yo soy el
que soy.
Uno de los
sobrenombres de la serpiente
antigua es el de Príncipe de
este mundo[7]
y al
denominarlo así confirma Jesús
que es un
principio, el del mal,
el de la ignorancia del bien,
pero que su
pervivencia no alcanza al
antes de la
creación, ni sobrepasa
el tiempo que
ocupe la consumación
del mundo.
En efecto, cuando
en el cuarto
evangelio anuncia Jesús la
proximidad de la
glorificación del Padre,
lo que notifica es
que el Príncipe
de este mundo
será echado fuera.[8] Eso
quiere decir que
será reconocido, descubierto por todos,
y que el simple
hecho de que sea
reconocido, es bastante
para disiparlo como
humareda.
Al filo del
relato evangélico, lo que
va a ocurrir es que
en el curso
de la Cena
pascual denunciará Jesús la traición
de Judas, el
cual como se
ha dicho, fue
tomado según la hermenéutica
oculta del evangelio,
como figura de
Satanás, el cual entró en él, en
Judas. Cuando Judas salió
luego del cenáculo,
para hacer pronto lo que iba
a hacer, sabemos
que con este
suceso se había llegado al
acto último de
la gran tribulación, ese
acto con el que
culmina el primer
tramo de la Pasión y en
el que cumple Jesús
la victoria mayor,
pues dice:
Ahora ha sido
glorificado el Hijo
del hombre
y Dios ha
sido glorificado en él.[9]
4. Lo que
intenta explicar todo
esto es que
cuando la conciencia denuncia
como falsario a
ese yo psicológico
que hasta entonces
era tomado como
el padre verdadero,
lo que hace
con ello es
derribar al Adversario de Dios en
su reducto y,
en consecuencia, por
ese mismo acto, glorificar
al Dios verdadero
y único; el
Ser que sólo puede
ser reconocido mediante la
realización directa interior,
en espíritu y
en verdad, de
lo que se
indica por la locución
vetero-testamentaria: Yo
soy el que
soy.
Ahora se comprende que
en la consumación final
de los cielos y la
tierra, el príncipe
del mundo será
echado fuera, a las tinieblas
exteriores que son la
nada, y disipado y gastado
como el mundo.
En lo individual,
la consumación de
cada hombre tiene
como punto de
partida el acto superior
de denunciar y condenar
al adversario ante su propia conciencia, porque ese acto es en sí mismo la
Glorificación de Dios
y el comienzo
de la propia
libertad.
El apóstol intenta
explicar esto mismo
en términos que denotan
que tal denuncia
y condena formaban
parte de su idea
acerca del significado
de la obra de
consumación:
Luego será -dice-
el fin
cuando (Cristo preexistente, ya
manifestado) entregue a
Dios Padre el
Reino después de haber
destruido todo Principado,
Dominación y Potestad'[10],
es decir, cuando
todos los poderes
que se oponen a
la consumación en el
Reino de Dios
hayan sido echados fuera.
Capítulo segundo
LAS FORMAS
DE UNIDAD SEGUN
EL EVANGELIO
1. Las otras formas de unidad que deberán producirse, según
el evangelio, antes o al tiempo de que los cielos y la tierra pasen, son más
fáciles de entender, aunque no menos difíciles de cumplir, pues su realización
directa es dependiente de las dos formas de unidad que acaban de ser
explicadas.
Es bien sabido
que el propósito
principal de Jesús, y por ello el del evangelio, fue: reunir
en uno a los hijos de Dios que
estaban dispersos[11]. Conviene
entender que los hijos de Dios a
los que el texto joánico se refiere
son las partículas de
luz, la gota
de espíritu de
cada hombre que es
su verdadero Ser
esencial -la esencia del
alma y que en
cada uno de
nosotros permanece separado
por la acción de
signo egocéntrico de las
paredes del alma. Derribar ese
cautiverio, por esencialización
del alma, es la
primera forma de
unidad.
Luego, una vez
recuperados en sí
mismos como luz, la
reunión de los
que se hicieron
hijos de Dios
es la consumación natural
de los dispersos
rayos de luz,
pues como está dicho:
En tu luz
vemos la luz[12]
.
Con un mismo sentido
de unidad en
espíritu debió referirse Jesús
a la simbólica
Jerusalén celestial cuando salió
de él aquel
grito que era
un lamento real
y no un apóstrofe, como
se ha supuesto
por muchos: ¡Cuántas veces he
querido reunir a tus hijos,
como una gallina a
sus pollos bajo las alas, y
no habéis querido¡[13]
2. No hay duda
de que según la enseñanza
de Jesús, la reunión, el
ser uno de
todos los hijos
de Dios, es correlativa de la
unión de éstos en un solo
Espíritu, en el Hijo del
hombre; y esa
unión, a su
vez, es también
la unión con el
Padre, por cuanto
el Padre y
el Hijo del hombre
son uno[14].
Para explicar el
sentido verdadero de
esta unión de triple
signo que sólo
tiene cumplimiento en la unión perfecta, emplea
Jesús varias locuciones
distintas:
a) Para confirmar
la unión entre
el Hijo y el
Padre:
1. Yo estoy en
el Padre y el Padre está en mí.[15]
Cuando se comprende
que la luz del
espíritu es una sola
con la luz
del Hijo del
hombre, el cual
dijo de sí mismo: Yo soy la luz del mundo,
es posible entender
por entero que entre Dios,
uno con el Hijo, y el Ser o
esencia del hombre, no
hay más dualidad
o distancia separativa que aquella
diferencia que imponemos
con nuestra propia
ignorancia de la
unidad.
b) Para explicar
el doble sentido
en que puede realizarse la
unión de los
hombres con el
Padre, emplea Jesús dos
formas convergentes y
complementarias: El Padre como
hogar del espíritu
del hombre (unión
objetiva), y el
espíritu del hombre
como morada del
Padre (unión sujetiva): 1. En la casa de mi Padre hay muchas
mansiones[17] 2. Si alguno me
ama guardará mi Palabra, y
mi Padre le
amará, y vendremos
a él y
haremos morada en él[18].
El vínculo de esta
unión es la presencia
del Espíritu (cosa que comienza siempre
como una intuición de esa presencia).
Cuando se contempla
con amor esa simple
mirada de Dios,
llega al fin el
Espíritu y toma
posesión de su heredad.
c) Para dar fe de los
tres signos de la unidad perfecta: 1. Para que todos sean uno. Como
tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros [19] 2. Les he
dado la Gloria
que tú me
diste, para que
sean uno como nosotros
somos uno, yo en
ellos y tú en mí,
para que sean perfectamente uno[20].
La Gloria que Jesús da
a los que le aman es el manto de
luz en que
se envuelve el
Padre. En esa
luz de la Gloria,
que es Espíritu;
allí, en esa
Gloria, es posible
la unión perfecta[21].
Para confirmar esta enseñanza y mostrar
cuál es la consumación, el lugar
último de ella,
Jesús, una vez resucitado de
entre nosotros los
muertos, culmina la unión
perfecta, y por
eso pide que
se diga a
todos sus hermanos:
Subo a mi Padre
y vuestro Padre,
3. La locución
subir al Padre,
sirve para expresar con
una imagen un
tanto mítica pero
certeramente descrita, el
hecho de que
la conciencia regenerada
en el Espíritu, una
vez desbordadas las
barreras o límites
psíquicos que podían
impedirlo, se hace
uno, es decir,
se explaya hasta el
infinito y alcanza la
unidad perfecta con el Padre. Como en el vaso de perfume que se rompe
y con su olor en
libertad inunda la
casa entera, así
es el alma que
por negación de
sí misma, por
disipación propia, desecha su
centro y abre sus
puertas al Espíritu. Como
es viento, sopla donde
quiere en el
espacio sin fin.
La subida al
Padre fue consumada
por Jesucristo como primicia,
pero está abierta
para todos los que formamos esta
larga generación. Tal
realidad venturosa es la
que entendió Pablo
y por eso habló de la gloria que
se ha de manifestar en nosotros. Y puesto que la mani festación de
la gloria es la revelación
del espíritu del hombre
en cuanto hijo
de Dios, explicó
esto como la ansiosa espera
de la creacwn
que desea vivamente
la revelación de los
hijos de Dios[23].
Con la subida
al Padre se cierra
sobre sí mismo,
en círculo, el ciclo
de revelación asignado
a todos y
cada uno de los
hombres, y que
consiste en hacerse
hijo de Dios en
espíritu, y alcanzar
así la unidad
perfecta con y en
el Padre.
Esta revelación será
en sí misma
la señal de
que es llegada la
hora de que
los cielos y la
tierra terminen; los cielos, por disipación, pues humareda son, y la tierra por
desgaste, pues vestido
es. Para la exégesis
oculta, que ve la
no-dualidad estricta en
el Reino de
Dios una vez
que la creación (los
cielos y la
tierra) hayan pasado,
quedan pocas cosas que
explicar, aunque hay
algunas, y no de
poca importancia, como
se verá.
Pero no es el mismo
caso para la
exégesis manifiesta. De
acuerdo con su
doctrina de que
la paja de la
parábola mateana apuntada
por Juan el
Bautista, no es tamo
para ser dispersado
por el viento,
sino individuos de esta
generación humana que
incurrieron en la ira inminente del
Señor[24],
la exégesis manifiesta
prevé para después de
la disolución del
mundo creado, es
decir, en el no-mundo
pos-escatológico, un lugar
o lugares o
esta dos a propósito para infligir
el fuego de purificación (purgatorio) o
el fuego eterno
de condenación, según
el caso, a los
difuntos, después del
Juicio.
A consecuencia de
esta doctrina, la
exégesis manifiesta postula
un dualismo estricto
para la eternidad,
un dualismo que perpetúa
la existencia separada
del bien y el
mal, una existencia
dual eterna, que
sobrevivirá más allá de
los cielos y
la tierra cuando
éstos hayan pasado.
Para investigar acerca
de los fundamentos
de esta doctrina de
orden manifiesto, viene
la tercera parte
de este Comentario.
[1]
Son muchos
los logia donde
la unidad es
predicada en esta dirección. Algunos
de ellos son
los logia: 4,
11, 22, 23, 30, 48,
61, 75.
[2] Cf. Gn
1, 27.
[3] Cf. Gn
2, 21-23. La particularidad en cuanto
a los símbolos
de sexualidad psicopneumática
usados en las Escrituras para describir sus transformaciones, es la
de ser varón cuando mira al mundo, a la materia, y en cambio,
la de ser mujer, esposa,
cuando busca al
esposo sagrado, el espíritu.
Esto conforma los
dos modos o noches místicas del
alma, activa cuando se
afirma, y pasiva
cuando se
niega a sí
misma y se
entrega. El último acto
de esta entrega,
que culmina en
la humildad completa,
es la que convierte al alma
pura en madre virginal
del Cristo absoluto
y preexistente. Para el evangelio
de Tomás, este misterio, que consiste en pasar de ser mujer, esposa que adora
al espíritu, a madre del. Hijo de Dios recién nacido en ella es el relato de la
transmutación de la conciencia, la cual, la conciencia, deja de ser mujer para
convertirse en varón. Pero esta última transformación tendremos ocasión de
estudiarla, pues es el fin de la obra reservada al hombre.
[4] Cf. Gn 2, 18-20.
[5] Cf. Gn 3.
22.
[6] Cf. 2Cor
11, 14.
[7] Cf. Jn 12,
31; 14, 30; 18, 11.
[8] Cf. Jn 12, 31.
[9] Cf. Jn 13,
31
[10] Cf. I Cor
15. 24.
[11] Cf. Jn
11, 52.
[12] Cf. Sal 36, 10.
[13] Cf. MI 23, 37.
[14] Cf. Jn 10,
30.
[15] Cf. Jn 14,
2.
[16] Cf. Jn 10,
30.
[17] Cf. Jn 14, 2.
[18] Cf. Jn 14,
23.
[19] Cf. Jn 17,
21.
[20] Cf. Jn 17,
22-23a.
[21] La Gloria
es una sola
luz indivisible. Eso
lo aprendió Pedro cuando
en el suceso
de la transfiguración quiso
hacer tiendas separadas para la Gloria de
Jesús, Moisés y Elías,
sin saber lo que decía (Le 9,
33).
[22] Cf. Jn 20,
17.
[23] Cf. Rm
8, 18-19. La
exégesis manifiesta interpreta
aquí la libertad futura de la materia. Pero lo que se revela
con la Gloria es el
Hijo de Dios (sólo
espíritu); y si
la creación --el
alma revestida espera ansiosa es
porque quiere ser
aventada para alcanzar
la unidad en
la desnudez del espíritu.
En cuanto a la materia,
no es mala,
sino sólo corruptible, pues tal
es su naturaleza, y no es para el Padre
sino para ser desgastada por el
tiempo.
[24] Desde los
tiempos veterotestamentarios, la
ira de Dios
es la llegada de
su fuego santo,
para preparar con su unción
la revelación del Cristo preexistente en
cada hombre. Esto, en
general, es denominado la. era mesiánica, pero
es individual y
sólo mesiánica para el
que revela a Cristo
en sí
mismo. (Ver: Nm 11, 1).