viernes, 14 de febrero de 2020

VIENDO A DIOS EN TODAS PARTES (2)




Viendo a Dios en todas partes (2)

Perspectivas coránicas acerca de la Santidad de la Naturaleza Virgen


2ª parte

 Raíces espirituales de la crisis medioambiental



Microcosmos y Macrocosmos: Disolución Cósmica y Determinación Humana


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Reza Shah Kazemi


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sanatanadharmatradicional


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Traducción al español:
Roberto Mallón Fedriani
(2020)

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2.      Raíces espirituales de la crisis medioambiental


Vivir en armonía con el mundo natural presupone un sentido de la santidad del cosmos a la vez que de lo que hoy en día podría llamarse “ética medioambiental”. El fundamento de este tipo de discernimiento ético respecto al mundo natural es, por supuesto, la ética como tal. Nuestra capacidad para discernir entre la forma correcta e incorrecta de tratar el medioambiente es una aplicación de nuestra capacidad general de discernimiento intelectual y moral, de nuestra capacidad para discernir entre lo que está bien y lo que está mal, y en un plano más elevado, entre la verdad y el error. Lo que sorprende en la aproximación islámica a la raíz del discernimiento ético entre lo correcto y lo incorrecto, es la medida en la que está  vinculada de hecho a la relación de la humanidad con el mundo natural.

La historia de la expulsión de Adán del Jardín del Edén es la forma en la que el Corán introduce el problema del mal y del pecado en relación al estado humano. Ya de por sí, incluso superficialmente, la simple historia de la salida de Adán del Jardín es una forma de desgracia “orgánica” o “medioambiental”: el Jardín del Edén es el estado de inocencia primordial en el que el hombre y la mujer viven en total armonía con el entorno que Dios les ha otorgado. El Jardín representa pues no solo la naturaleza sino también la armonía innata entre la creación y el Creador; una armonía por medio de la cual el mundo natural  participa y es penetrado por su fuente sobrenatural. El Jardín es el hogar natural del ser humano, y también el destino último de la humanidad –esto está lleno de un significado ecológico evidente-.

Si se profundiza en la historia del pecado de la primera pareja, se refuerza aún más este tema de vivir en armonía con la naturaleza. La expulsión de Adán y Eva del Jardín es la dramatización de una tendencia fundamental en el hombre, una tendencia que ahora estamos viendo: la manifestación exterior extrema. Adán se aprovechó del regalo de la libertad e inteligencia que Dios le otorgó, no solo para desobedecer a Dios; esta desobediencia fue solo la forma que adoptó su transgresión. La esencia de la transgresión, su motivación primaria, fue el deseo de eternidad en el plano temporal, de absolutidad dentro de la relatividad. Esto queda claro en base a la forma en la que Satán, Iblis, tienta con éxito a la primera pareja para que desobedezcan a Dios, lo cual, una vez más está lleno de contenido “ecológico”, les dice: “¡Oh, Adán! Puedo mostrarte el árbol de la inmortalidad y del gobierno imperecedero.” (Ta-Ha, 20:120). Les dice que la única razón por la que Dios les prohíbe comer el fruto de este árbol es “… para que no lleguéis a ser ángeles o para que no viváis eternamente” (al-Araf, “Los lugares elevados”, 7:20). Así pues, la desobediencia adámica estaba enraizada en el orgullo, en el deseo de substraer para sí mismo la gloria de los ángeles y la eternidad de lo divino. Este orgullo era, estrictamente hablando, “satánico” en dos sentidos. Por un lado fue insinuado a la primera pareja por Satán; y por otro, fue este mismo vicio el que impidió a Satán postrarse ante Adán: “Yo soy mejor que él”, le dice a Dios, “Tú me hiciste a mí del fuego, y a él de la arcilla” (Sad, 38:76). Satán es la personificación del orgullo. Por consiguiente, cuando el Corán nos alerta ante Satán diciéndonos que tengamos cuidado de su enemistad, la esencia de esta lucha constante es la insinuación del orgullo y la arrogancia en nuestras almas. No es casual que se diga que el orgullo es el más mortal de los pecados mortales.

Adán optó por la eternidad divina en el plano de la transitoriedad humana, deseando la eternidad para sí mismo, en vez de aceptar agradecidamente su inmortalidad como un regalo de Dios. Es como si originalmente Adán fuese plenamente consciente de la belleza y de la santidad del Jardín, pero en determinado momento se hiciese consciente de que no podía ser eterno; de que algún día debería llegar al final porque solo Dios es eterno. Y es a través de esta grieta en la armadura de la piedad de Adán por donde Satán lanza su insinuación, tentándolo a salir de su felicidad paradisíaca: es como si le susurrara: “¿No quieres esto para durar eternamente? Yo te daré el secreto de la inmortalidad y la eternidad –aparte de Dios, y para ti mismo.” Podría decirse que este es el único “pecado” que Adán es capaz de cometer en el Jardín del Edén: el deseo de que el bien que le ha sido dado por Dios sea plena y exclusivamente “suyo”, apropiarse para siempre de la bondad del Jardín para gloria de su propio ego.

Esta explicación coránica de la Caída nos ayuda a ver la relevancia de esta interpretación de cara a nuestra situación presente; no hace falta buscar en el pasado algún pecado, un pecado particular, cometido por un ser humano en particular en la revolución industrial o científica que diera lugar a la espantosa crisis medioambiental que se despliega a nuestro alrededor hoy en día. Se puede ver una fuerza que gana ritmo en los últimos siglos, una tendencia general de creciente decadencia, un interés en el éxito mundano que excluye el Más Allá, un materialismo egoísta: pues es en eso en lo que se convierte el deseo innato de inmortalidad cuando está separado de Dios, y apegado a las cosas de este mundo: “Descubrirás que son los más ávidos de vivir, más incluso que los idólatras. Alguno de ellos desearía vivir mil años, pero no se libraría del castigo por mucho que viviese.” (al-Baqara, “La Vaca”, 2:96).

El castigo por esa avaricia con respecto a las cosas de este mundo se da incluso –o quizás especialmente- cuando esas “cosas” son cosas buenas. Este pecado se expresa de manera sucinta en el verso de la Sura al-Adiyat, “Los que Galopan”, (100:8): “En verdad, [el hombre] ama en exceso la riqueza.” (innahu li-hubbi’l-khyari la-shadid). El hombre desea las cosas buenas, pero su amor hacia ellas en el plano mundano –su amor hacia cosas como el confort material, la prosperidad  y el mantenimiento de esa prosperidad- llega a ser tan intenso que lo lleva lejos de la fuente del bien, del propósito de las cosas buenas.

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Esta shidda, esta intensidad, es una caricatura de la aspiración (himma, talab) que debemos tener hacia el Paraíso, y en pos de ese prerrequisito para entrar en el Paraíso que es la devoción. La forma de egotismo más elevada es desear la felicidad paradisiaca para uno mismo aquí y ahora, en el propio estado caído de decadencia y pecado. La intensidad de este deseo de lo “bueno” genera una nube de oscuridad que es causa de que se pierda de vista la diferencia de nivel entre este mundo y el Más Allá; entre el ego bruto como deseo insaciable, y el alma santificada como amor consumado.

Resulta también muy instructivo fijarse en las palabras de Iblis cuando declara sus intenciones respecto a la humanidad,  pues aquí vemos que uno de sus principales objetivos es hacer que los seres humanos vivan de una forma no natural, desgarrando la armonía entre el hombre y la naturaleza: “… y les extraviaré. Les haré concebir falsas esperanzas y les ordenaré que corten las orejas del ganado y que alteren la Creación de Dios” (al-Nisa, “Las Mujeres” 4:119).

Es interesante notar que el Corán utiliza  la palabra “dirigir” para referirse al alma en su peor momento, al-nafs al-ammara bi’s-su, “el alma que dirige el mal” (ver Sura Yusuy, “José”, 12:53). Es como si las órdenes de Iblis se convirtieran en las órdenes que emite el alma irredenta al intelecto, a la voluntad y al corazón, sobre los cuales se hace dominante. Se ve aquí la relación entre el principio orgulloso de la auto-glorificación egótica –Iblis- y la corrupción del orden natural, el abuso de la “creación de Dios”. La naturaleza esencial, primordial, del hombre –su fitra- está en completa armonía con Dios y con su Creación: “… la naturaleza esencial en la que Dios ha creado a los seres humanos; en la creación de Dios no hay cambios” (fitrat Allah, allati fatara’n-nas ‘alayha—la tabdila li-khalqi’Llah) (al-Rum, “Los Romanos”, 30:30).

Así pues, esta caída de la gracia indica el uso inapropiado del regalo de la libertad humana, de la responsabilidad humana, de esta responsabilidad que hace al hombre el khalifa o administrador de Dios en la tierra: “En verdad, ofrecimos el depósito a los cielos, a la Tierra y a las montañas, y rehusaron cargar con él y tuvieron miedo, pero el ser humano cargó con él. En verdad, él es injusto, ignorante” (al-Ahzab, “Los Partidos”, 33:72).

Fitra/khilafa/amana – estos son los principios que moldean la relación del hombre con Dios y con el medioambiente; el medioambiente que puede ser intuido espiritualmente como la manifestación formal de la cualidad divina expresada por el nombre al-Muhit. Actuar responsablemente hacia el mundo de la naturaleza –en el plano moral- es la expresión exterior de una armonización espiritual interior de la propia fitra con la realidad última, al-Fatir, “el Originador” de todas las cosas  -incluyendo la fitra del hombre-. Ambas palabras, Fatir y fitra, comparten la misma raíz, la cual denota la idea fundamental de “origen” y de “creación”. Es así como nuestra relación con el Creador/Originador determinará la cualidad de nuestra relación con la creación; la medida en la que seamos fieles a nuestra “naturaleza primordial” determinará la medida en la que estemos en armonía con la Naturaleza Virgen. Ser fiel a la propia fitra no puede conllevar sino ser fiel a al-Fatir, y esto, a su vez,  significa estar en armonía con la totalidad de la creación originada por al-Fatir. Estar unido con el origen divino, por encima y dentro de uno mismo, implica estar unido con todas las manifestaciones de lo divino en la creación, pues la creación esta englobada y penetrada por Dios.

Desde el punto de vista esotérico, la creación está constituida de hecho por los efectos (athar) de los Actos divinos (af’al), de los Nombres (asma’) y Cualidades (sifat) Divinas, los cuales son a su vez modos a través de los que se vincula la Esencia divina con la relatividad. De esta forma se puede ver que la totalidad de la creación comprende las emanaciones de la Esencia divina. Desde el punto de vista exotérico, la creación se ve gobernada por esos Nombres y Cualidades, lo cual acentúa un aspecto más cauteloso de separación que enfatiza más la característica de la trascendencia que la de la inmanencia divina. Sin embargo, incluso dentro de esta perspectiva exotérica no cabe negar la santidad del mundo natural, pues la totalidad de la creación permanece atada al Creador, aun cuando la brecha entre los dos niveles del ser es inconmensurable. Como se ha dicho anteriormente, todos los fenómenos de la Naturaleza Virgen son sagrados en cuanto son “signos” de Dios, y no pueden sino suscitar el mayor respeto y reverencia.

Sin embargo si la fitra está ensombrecida por el vicio y el egotismo, y se traiciona la confianza, entonces el resultado inevitable es la corrupción del mundo natural, tal y como se expresa en el verso con el que empezamos: “La corrupción se ha manifestado en la tierra y el mar por lo que los seres humanos han hecho, para que prueben algo de lo que han hecho y así, quizás, regresen al buen camino” (al-Rum, “Los Romanos”, 30:41). Se debe notar la relación que hay entre esta corrupción “aparente” en base a las obras del hombre, y el “castigo” de Dios: las criaturas humanas han de “saborear las consecuencias de sus acciones” debido a la operación del principio de justicia cósmica. Aquello que se describe de forma antropomórfica como el “castigo” de Dios, se puede ver también como operación impersonal e ineluctable del  principio de justicia cósmica. Esta correspondencia entre el principio de justicia y el “castigo” de Dios queda subrayado en la descripción que se da en el Corán de las diversas maneras en las que Dios “castiga” a las comunidades que son culpables de distintas formas de desviación: “Así pues, tomamos a cada uno de ellos por sus pecados. A algunos de ellos Nosotros les enviamos una tormenta huracanada de piedras, a otros les sorprendió el Grito, a otros hicimos que se los tragase la tierra, y a otros les ahogamos. Y no fue Dios quien les oprimió, ellos se oprimieron a sí mismos.” (al-Ankabut, “La Araña”, 29:40).

Aquí se menciona toda una serie de desastres medioambientales: cataclismos del aire (huracanes); de la tierra (terremotos); y del agua (inundaciones); el “Grito” puede significar un incendio: el rugir de llamas que arden sin control. Se ve aquí que el castigo de Dios no es sino la consecuencia natural o cósmica de los pecados que precedieron y que provocaron los cataclismos, de ahí la concluyente afirmación: “No fue Dios quien les oprimió, sino que ellos se oprimieron a sí mismos”. El hombre solo puede culparse a sí mismo de todo lo que le sucede, no a Dios: por consiguiente, el “castigo” de Dios es otra forma de referirse a la inexorable repercusión que tienen los actos pecaminosos sobre el hombre.

Este es el drama que se despliega a medida que los seres humanos van en contra de la fitra dada por Dios, ejerciendo su libertad de una manera negativa al elegir la mundanalidad y el egotismo por encima de la piedad y la devoción, centrando todas sus aspiraciones en lo perecedero, olvidando sus obligaciones hacia lo Eterno. Esto adopta la forma de una manipulación y una explotación de la naturaleza, en vez de la reverencia a ella. Esta reverencia es inseparable de una visión contemplativa de la Realidad divina, y ha caracterizado de hecho la mentalidad musulmana (no solo de artistas y artesanos, también de filósofos y científicos) en las sociedades tradicionales islámicas. Esto es un legado maravilloso que Seyyed Hossein Nasr tan bien ha descrito en sus muchos libros, artículos, y conferencias. Su trabajo nos recuerda, entre otras cosas, que la mayoría de los científicos del mundo islámico estaban también inclinados al misticismo; eran individuos que no podían salirse del marco del Tawhid y llegar a ver la creación como algo totalmente separado de lo sagrado. Para ellos habría sido anatema ver la naturaleza como un mero campo experimental para los humanos; no habrían desacralizado el mundo natural, vaciando el cosmos de su misterio divino para empezar a manipularlo simplemente por el beneficio humano, por los beneficios comerciales, o por cualquier otro propósito material. Por esto es por lo que la crisis ecológica nunca podría haber ocurrido en un mundo configurado por una concepción coránica del universo.




3.      Microcosmos y Macrocosmos: Disolución Cósmica y Determinación Humana

Si se leen las suras del Corán que tratan sobre el Fin de los Tiempos, el Día del Juicio, y la Resurrección, resulta difícil evitar alguna referencia microcósmica, esto es, una referencia al “pequeño mundo” que abarca el hombre. Tal y como se dice en la tradición intelectual islámica: “El hombre es un pequeño mundo; el mundo es un hombre grande” (al-insan ‘alam saghir; al-‘alam insan kabir). No se puede eludir la responsabilidad directa, inmediata y personal estando frente a la disolución -real o aparente- del cosmos, y esto devuelve al individuo, por más inhóspito que parezca ser el medioambiente, un sentido de responsabilidad inalienable, personal, directo, y de hecho, investido de poder. Hay muchos versos extraordinarios que nos ayudan a ir desde una aparentemente irremediable disolución cósmica (que pudiera inducir un sentido de impotencia por nuestra parte), hacia una percepción de la siempre presente posibilidad de restauración por parte del hombre, y de este modo imbuirle una restitución del sentido de la responsabilidad personal.

Muchos versos del sagrado Corán nos ayudan a efectuar esta transformación de la consciencia. He oído que en América hay psiquiatras y terapeutas que han de especializarse en el abordaje de traumas generados por la crisis medioambiental, un nuevo tipo de enfermedad psíquica. La gente es cada día más consciente de la naturaleza devastadora de la crisis que estamos afrontando, pero está inmovilizada por causa de un sentimiento de impotencia: se pregunta, “¿Qué puedo hacer yo por la Tierra?” El Corán contesta a esta pregunta por adelantado, ayudando a todos y cada uno de nosotros a percibir la relación sutil pero inalienable que existe entre la responsabilidad humana y la armonía cósmica, y ello, a pesar de la enormidad de las consecuencias negativas de las acciones cometidas por las generaciones anteriores a nosotros.

Cuando miramos alrededor y vemos lo que está ocurriendo, hay muchos musulmanes que afirman que estamos en la “Undécima Hora”, tal y como dijo Martin Lings en su famoso y así titulado libro. Pero lo que siempre se debe subrayar, antes de caer en una evaluación negativa, es que cuando al mismo Profeta le preguntaron cuándo llegaría la Hora (le preguntó el ángel Gabriel apareciéndose en forma humana), el Profeta respondió: “El que pregunta sabe tan poco sobre esto como el que es preguntado”. En otras palabras, nadie sabe cuándo llegará la Hora. Sin embargo, cuando le preguntaron al Profeta sobre los signos (ashrat), sí que dijo que entre ellos estarían que la chica esclava de Dios daría a luz a su señora, y que los pastores desnudos del desierto competirían entre sí en la construcción de grandes edificios; y entonces el ángel Gabriel dijo: “Has dicho la verdad”.

Lo que podemos entender a partir de esto es, en primer lugar, que los signos están por supuesto alrededor de nosotros. Uno ve con dolorosa claridad lo que ha ocurrido en nuestros tiempos en la península arábiga en cuanto a que las gentes que en un tiempo fueron “beduinos”, de pronto compiten entre ellos de la forma descrita. Pero ni el Corán ni los hadices dan justificación a los musulmanes para la desesperación o el abatimiento; porque cuanto más se ven los signos del inminente fin de este mundo, tanto más se urge a hacer todo lo posible dentro de la esfera de la propia competencia, dentro del propio “mundo”. Esto está basado en el principio del hombre como microcosmos, un “pequeño mundo”; la totalidad del mundo está afectada de alguna manera por el individuo, pues el individuo es una recapitulación del mundo, un reflejo del mundo; y en última instancia, el reflejo no cabe separarlo de aquello que refleja. Hay miríadas de interacciones sutiles, a distintos niveles del ser, entre el alma individual y todos los fenómenos del universo.

Esta perspectiva devuelve al individuo un sentido de la responsabilidad inalienable, personal, por más sombrío que pueda parecer el mundo exterior, el macrocosmos. La crisis medioambiental puede que presagie el final de esta etapa de la historia. Los signos que vemos alrededor cabe bien entenderlos como prefiguraciones del Día del Juicio, pero no cabe equipararlos simplemente “al fin”. La visión que aquí surge es la de la esperanza, así como la del realismo. Pudiera ser perfectamente que estuviésemos de hecho atrapados en un proceso de disolución, pero no somos impotentes: siempre hay algo que podemos y debemos hacer ante el rostro de esta crisis. El Corán nunca nos deja extraviarnos en la desesperanza o la desesperación. Es como si Dios nos dijera en el Corán: cuanto más claramente veas lo “signos” del Fin del Mundo, tanto más resueltamente debes centrar tu atención en lo que individualmente debes hacer en tu mundo, dentro y fuera, pues los “signos” están ahí para traerte de vuelta a Dios, no para hacer que te revuelques en un sentimiento de desesperación impotente. El propósito que está detrás de la lectura de estos signos es precisamente “que ellos puedan retornar” a Dios, tal y como se dice en 30:41.

Podemos poner aquí algunos ejemplos, entre otros muchos, de pasajes del Corán que dejan perfectamente clara la relación entre la disolución cósmica y la responsabilidad humana.
Sura al-Zilzal, “El Terremoto”, 99:1-8

“Cuando la Tierra tiemble con su temblor y la Tierra expulse su carga y diga el ser humano: «¿Qué le sucede?» Ese día, relatará sus crónicas conforme a lo que Dios la inspire. Ese día, regresarán los seres humanos en grupos con estados diferentes, para que les sean mostradas sus acciones. Así pues, quien haga el peso de un átomo de bien, lo verá y quien haga el peso de un átomo de mal, lo verá.”

Somos llevados desde una visión terrorífica del terremoto final que azotará todo el mundo, hasta la mancha más pequeña en nuestras acciones. La “Madre Tierra” hablará en un lenguaje que todos entenderemos; el espíritu o ángel guardián de nuestro plantea revelará todo lo que a ella le ha pasado. Esto muestra que la Madre Tierra está espiritualmente viva, absorbiendo lentamente y viendo todas las acciones, buenas o malas, que todo ser humano ha realizado en relación a ella desde el principio de los tiempos. Al final, ella entrega sus cargas y cuenta su triste historia. Y este depósito de la acción humana se convierte entonces en el receptor de la inspiración divina. Cada uno de nosotros es entonces confrontado no solo con las consecuencias de nuestras acciones, sino con las acciones mismas, hasta el último “átomo” –nada quedará fuera de la visión que tendremos de lo que hemos hecho en todos y cada uno de los momentos de nuestras vidas. Nada estará oculto “en el día en el que se revelarán todos los secretos” (yawma tubla’s-sara’ir) (al-Tariq, “La Estrella Nocturna”, 86:9).

Desde una visión de toda la tierra temblando y molida en polvo, somos llevados hasta la visión de la partícula más pequeña de nuestras acciones. En este poderoso capítulo se nos transporta desde lo macrocósmico hasta lo microcósmico, desde la destrucción de la totalidad del mundo hasta la reintegración de nuestro sentido de responsabilidad personal por nuestras acciones. El mundo llegará a su fin, pero somos responsables por cada uno de los actos que realizamos. La desesperación y el terror ante el panorama del fin conducen en unos cuantos versos a la determinación por hacer, en cualquier momento que nos quede por delante, todo lo que podamos por el bien de nuestro eterno Más Allá. Y este bien no puede sino redundar en beneficio de la totalidad del mundo, por más difícil que sea discernir o medir ese beneficio. Tal y como veremos en breve, el Santo Profeta nos enseña que nuestra adoración –las oraciones de todos y cada uno de nosotros- está ligada esencialmente con el bienestar de la totalidad del mundo.

Sura al-Takwir, “El Enrollamiento” (81)

Cada uno de los versos de la sección inicial de este capítulo es una descripción del día del juicio, del “Juicio Final”, si así se quiere ver; pero cada uno de ellos también puede interpretarse como una descripción precisa de uno u otro aspecto de la actual crisis ecológica y social:

“Cuando el Sol sea enrollado”
Tenemos una imagen de esto en las armas nucleares, que de manera bastante literal “envuelven” el poder del sol en partículas subatómicas. Niels Bohr hablaba del átomo como un “sistema solar en miniatura”.

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“Y cuando caigan las estrellas”

Aquí en árabe es inkadarat, lo cual significa “difícil de ver”, como cubierto por el polvo; las estrellas aparecen así en muchas partes del mundo hoy en día.

“Cuando las montañas se desmoronen”
Uno solo tiene que ir a La Meca y Medina para ver esta realidad; lugares otrora ocupados por montañas son ahora planicies.

“Cuando las camellas preñadas de diez meses sean abandonadas”
Una camella preñada de diez meses era el objeto más valorado por un árabe en el desierto. El abandono actual de esta preciosa criatura en favor de coches y jeeps, puede interpretarse como un signo del abandono de la Naturaleza Virgen como tal, y la creación vertiginosa de construcciones artificiales, de objetos hechos por el hombre, etc.

“Cuando las fieras sean agrupadas”
Esto es alarmantemente preciso: una descripción del mundo actual en el que lo animales salvajes ya no están prácticamente en “lo salvaje”, sino confinados en los zoos modernos.

“Cuando los mares se llenen de fuego”
La palabra sujjirat significa literalmente “elevarse y crecer debido al calor”: una vez más, se trata de una descripción precisa de la subida de los niveles del mar, debida al calentamiento global.

“Cuando las almas sean emparejadas”
Entonces, de pronto somos llevados desde un final cataclísmico a una extrema particularidad, desde el fin de todas las cosas a un pecado muy específico:

“Cuando a la niña enterrada viva se le pregunte por qué delito fue matada”
El cosmos se está desintegrando, y entonces se nos confronta con una niña en particular, que fue asesinada en los días preislámicos solo porque era niña: la más grande destrucción universal nos lleva directamente a un solo crimen, especifico y horrible. En esta poderosa yuxtaposición se afirma el principio que indica el vínculo entre el final cósmico y la responsabilidad humana: el fin del mundo no reduce de ningún modo, nombre, o forma, la responsabilidad de todos y cada uno de los seres humanos sobre todas y cada una de sus acciones.

En los versos que hemos citado, el contraste se da entre la disolución cósmica y la transgresión moral. En los versos que siguen en este capítulo, el contraste construye un crescendo escatológico del Infierno “avivado”, y del Cielo (El Jardín) “aproximado”- y entonces se nos da el más lúgubre recordatorio de aquello que más importancia tiene: el estado espiritual del alma estando ante Dios al final de este proceso de extinción cósmica:

“Cuando las páginas escritas sean desenrolladas, y cuando el cielo sea despellejado, y cuando el Infierno sea avivado, y cuando el Jardín sea aproximado, entonces, cada alma conocerá lo que presenta.”


Sura al-Infitar, “La Hendidura” (82: 1-5)


“Cuando el cielo se hienda, cuando las estrellas se dispersen, cuando los mares se confundan unos con otros, cuando los sepulcros sean vueltos del revés, sabrá el alma lo que hizo y lo que dejó de hacer.”

Cada alma sabrá exactamente lo que ha cumplido para la vida verdadera a punto de comenzar, y aquello que ha dejado de hacer. El no creyente exclama: “¡Ay de mí! ¡Ojalá fuese polvo!” (Sura al-Naba, “La noticia”, 78:40). En el día del Juicio comprenderá con mucho dolor las verdaderas proporciones de las cosas, siendo agarrado en su corazón por el hecho de que alhayat al-dunya, la vida en este bajo mundo, “no fue sino distracción y juego” (lahwun wa la’ibun), y de que “en verdad, la morada de la otra vida es verdaderamente la Vida (al-hayawan)” (Sura al-Ankabut, “La Araña”, 29:64).


Sura al-Naziat, “Los que Arrancan”, 79:34-41

Aquí, se nos presenta una vez más la crudeza del contraste entre el alma del creyente y la del no creyente en el Día del Juicio:

“Y cuando llegue el gran acontecimiento, el día en el que el ser humano recuerde sus esfuerzos y sea mostrado el Infierno a quien vea, quien haya sido rebelde y preferido la vida mundanal tendrá el Infierno por albergue. Y quien haya temido la comparecencia ante su Señor y haya apartado el alma de las pasiones tendrá el Jardín por albergue.”

En este pasaje, la referencia a la capacidad del alma para contener su deseo egoísta (hawa) recuerda a la “gran batalla espiritual” (al-jihad al-akbar), como imperativo espiritual que surge del auténtico temor de Dios. Anteriormente vimos que el alma “dominada por el mal” (al-nafs al-ammara) está vinculada al impulso satánico. Una vez que despierta la consciencia, y comienza con sinceridad la batalla contra el enemigo, el estado del alma que se deriva se describe en el Corán como al-nafs lawwama, “el alma acusadora”. Esto cabe entenderlo como el alma cuya consciencia moral e intelectual censura y culpa, intentando así rectificar la voluntad corrupta del alma ocupada en vicios exteriores e interiores. Lo que debemos observar en esta referencia a “alma acusadora” es que ello viene en forma de juramento de Dios, un juramento que sigue a otro en el cual Dios jura por el Día de la Resurrección, Yawn al-Qiyama:

“¡Juro por el Día de la Resurrección! ¡Y juro por el alma acusadora! (Sura Al-Qiyama, “La Resurrección”, 75:1-2)

Está claro que las dos grandes realidades por las que Dios hace este juramente están conectadas sutilmente. Podría decirse que cada una es una imagen especular de la otra: lo que ocurre global y universalmente en el Día de la Resurrección se refleja, momento a momento, en este mundo, en el alma que está luchando contra sus faltas. Es tenerse en cuenta a uno mismo ahora, de acuerdo con la enseñanza profética: “Teneos en cuenta a vosotros mismos, antes de que seáis tenidos en cuenta” (haasibu qabla an tuhasabu; Tirmidhi, al-Jami, Qiyama, 25). Leer los versos que siguen a este dramático doble juramento ayuda al alma sensible a galvanizarse a sí misma para el inevitable Día del Juicio:

“¿Piensa el ser humano que no reuniremos sus huesos? Pues sí. Tenemos poder para recomponer sus huellas dactilares. Pero el ser humano desea seguir viviendo en el pecado. Pregunta él: «¿Cuándo tendrá́ lugar el Día de la Resurrección?» Así́, cuando se debilite la vista y se oculte la Luna y se junten el Sol y la Luna, ese día el ser humano dirá́: « ¿Dónde está́ el lugar por el que escapar?» Pues no. No hay refugio. Ese día el lugar de encuentro será́ en dirección a tu Señor. Ese día será́ informado el ser humano de lo que envió́ por delante y de lo que dejó atrás. El ser humano es quien mejor conoce su propia alma, aunque trate de disculparse.” (Sura al-Qiyama, “La Resurrección”, 754:3-15)

En estos dos últimos versos se subraya nuestra inevitable responsabilidad después de haber descrito los signos cataclismos de la Resurrección. La representación gráfica de la destrucción del cosmos electrifica nuestra expectativa del terror de la Resurrección; y este sentido de terror ante lo que está destinado a venir en el futuro, se traduce en un sentido de absoluta urgencia respecto a lo que debemos hacer, aquí y ahora. Cada alma sabe exactamente lo que está haciendo mal, así como lo que debe hacer para enderezarse. Cada uno de nosotros tiene una basira, una comprensión dada por Dios de nuestros propios defectos, por más que la parte superficial del alma intente justificarse a sí misma con excusas. Nuestro conocimiento interior del verdadero estado de nuestra alma en este mundo, junto con nuestra total certeza de ser juzgados el Día del Juicio -estas dos dimensiones de la consciencia humana- se sintetizan poderosamente en los siguientes versos de la Sura al-Isra, “El Viaje Nocturno”, 17:13-14:

“Hemos colocado los actos de cada persona en su cuello y el Día de la Resurrección haremos salir para él un libro que encontrará abierto. [Y se le dirá:] «¡Lee tu libro! ¡Hoy, tú mismo eres suficiente para ajustarte la cuenta (hasiban)!»”

El Sagrado Corán nos da muchos ejemplos de esta yuxtaposición galvanizante entre el final inevitable del mundo y la ineludible actualidad de la responsabilidad humana. La transposición repentina, dramática, entre la escatología apocalíptica y la responsabilidad espiritual se encuentra una y otra vez a lo largo del Corán, pero de manera más particular en las revelaciones tempranas de la Meca, de las que solo hemos puesto algunos ejemplos en esta sección.

Concluyamos con un último ejemplo, esta vez prestando atención al “alma en paz”, al-nafs al-mutma’inna, el alma que ha recibido la paz divina tras su batalla espiritual al nivel del “alma inculpadora” a la que nos hemos referido anteriormente. En este pasaje de la Sura al-Fajr, “La Aurora” (89:21-29), se compara el alma en paz con el desdichado estado del increyente. Tras describir el aplastamiento y la pulverización de la tierra, la venida del Señor y Sus ángeles en jerarquías, y la venida en ese día del Infierno, se nos dice que “Ese día, recordará el ser humano y de nada le servirá́ el recuerdo. Dirá́: «¡Ay de mi! ¡Ojalá hubiese enviado por delante algo de bien para mi vida [real]!»”. En contraste con esto, el alma en paz que ha luchado constantemente contra los vicios manifiestos mencionados anteriormente en la Sura (“¡Pero no! Lo que sucede es que no sois generosos con el huérfano, ni os estimuláis unos a otros a alimentar al necesitado y devoráis las herencias con un apetito insaciable, y amáis las riquezas con un amor desaforado”, 89:17-20), y contra el vicio oculto del egotismo que desea sentirse orgulloso del hecho de haber luchado contra los vicios exteriores, entonces se dice del alma en paz:

“¡Oh, alma sosegada! ¡Regresa a tu Señor, satisfecha de Él y Él satisfecho de ti! Entra con Mis siervos, y entra en Mi Jardín.” (Sura al-Fajr, “La Aurora”, 89:27-30)

El drama humano ha dado la vuelta completa al círculo: el alma redimida, en paz consigo misma, con su Señor y con la totalidad de la Creación, es traída de vuelta al Jardín del que fueron expulsados nuestros primeros padres. La Gracia Divina suscitada -no causada- por el esfuerzo humano, deshace finalmente la des-gracia del estado humano en su estado de caída. El alma regresa a su Hogar verdadero, a su origen, a la perfección de la naturaleza original humana, pero ello solo después de haber sido reducida a “lo más bajo de lo bajo”; y reconociendo este hecho, esforzándose en la profundización de la fe, la eliminación del vicio, y el logro de la virtud:

“Ciertamente, hemos creado al ser humano en la mejor condición. Luego, le hemos relegado a lo más bajo de lo bajo, excepto a aquellos que creen y actúan rectamente, pues para ellos hay una recompensa ilimitada.” (Sura al-Tin, “La Higuera”, 95:4-6)



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