Viendo a Dios en todas partes (2)
Perspectivas coránicas acerca de la Santidad de la Naturaleza Virgen
2ª parte
Raíces espirituales de la crisis medioambiental
Raíces espirituales de la crisis medioambiental
Microcosmos y Macrocosmos: Disolución Cósmica y Determinación Humana
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Reza Shah Kazemi
Traducción al español:
Roberto Mallón Fedriani
(2020)
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2.
Raíces espirituales de la crisis medioambiental
Vivir en armonía con el mundo natural presupone
un sentido de la santidad del cosmos a la vez que de lo que hoy en día podría
llamarse “ética medioambiental”. El fundamento de este tipo de discernimiento
ético respecto al mundo natural es, por supuesto, la ética como tal. Nuestra
capacidad para discernir entre la forma correcta e incorrecta de tratar el
medioambiente es una aplicación de nuestra capacidad general de discernimiento
intelectual y moral, de nuestra capacidad para discernir entre lo que está bien
y lo que está mal, y en un plano más elevado, entre la verdad y el error. Lo
que sorprende en la aproximación islámica a la raíz del discernimiento ético
entre lo correcto y lo incorrecto, es la medida en la que está vinculada de hecho a la relación de la humanidad
con el mundo natural.
La historia de la expulsión de Adán del Jardín
del Edén es la forma en la que el Corán introduce el problema del mal y del
pecado en relación al estado humano. Ya de por sí, incluso superficialmente, la
simple historia de la salida de Adán del Jardín es una forma de desgracia “orgánica”
o “medioambiental”: el Jardín del Edén es el estado de inocencia primordial en
el que el hombre y la mujer viven en total armonía con el entorno que Dios les
ha otorgado. El Jardín representa pues no solo la naturaleza sino también la
armonía innata entre la creación y el Creador; una armonía por medio de la cual
el mundo natural participa y es
penetrado por su fuente sobrenatural. El Jardín es el hogar natural del ser
humano, y también el destino último de la humanidad –esto está lleno de un
significado ecológico evidente-.
Si se profundiza en la historia del pecado de la
primera pareja, se refuerza aún más este tema de vivir en armonía con la
naturaleza. La expulsión de Adán y Eva del Jardín es la dramatización de una
tendencia fundamental en el hombre, una tendencia que ahora estamos viendo: la
manifestación exterior extrema. Adán se aprovechó del regalo de la libertad e
inteligencia que Dios le otorgó, no solo para desobedecer a Dios; esta
desobediencia fue solo la forma que adoptó su transgresión. La esencia de la
transgresión, su motivación primaria, fue el deseo de eternidad en el plano temporal,
de absolutidad dentro de la relatividad. Esto queda claro en base a la forma en
la que Satán, Iblis, tienta con éxito a la primera pareja para que
desobedezcan a Dios, lo cual, una vez más está lleno de contenido “ecológico”,
les dice: “¡Oh, Adán! Puedo mostrarte el árbol de la inmortalidad y del
gobierno imperecedero.” (Ta-Ha, 20:120). Les dice que la única razón por la
que Dios les prohíbe comer el fruto de este árbol es “… para que no lleguéis
a ser ángeles o para que no viváis eternamente” (al-Araf, “Los lugares
elevados”, 7:20). Así pues, la desobediencia adámica estaba enraizada en el
orgullo, en el deseo de substraer para sí mismo la gloria de los ángeles y la
eternidad de lo divino. Este orgullo era, estrictamente hablando, “satánico” en
dos sentidos. Por un lado fue insinuado a la primera pareja por Satán; y por
otro, fue este mismo vicio el que impidió a Satán postrarse ante Adán: “Yo
soy mejor que él”, le dice a Dios, “Tú me hiciste a mí del fuego, y a él
de la arcilla” (Sad, 38:76). Satán es la personificación del orgullo. Por
consiguiente, cuando el Corán nos alerta ante Satán diciéndonos que tengamos
cuidado de su enemistad, la esencia de esta lucha constante es la insinuación
del orgullo y la arrogancia en nuestras almas. No es casual que se diga que el
orgullo es el más mortal de los pecados mortales.
Adán optó por la eternidad divina en el plano de
la transitoriedad humana, deseando la eternidad para sí mismo, en vez de
aceptar agradecidamente su inmortalidad como un regalo de Dios. Es como si
originalmente Adán fuese plenamente consciente de la belleza y de la santidad
del Jardín, pero en determinado momento se hiciese consciente de que no podía
ser eterno; de que algún día debería llegar al final porque solo Dios es
eterno. Y es a través de esta grieta en la armadura de la piedad de Adán por
donde Satán lanza su insinuación, tentándolo a salir de su felicidad paradisíaca:
es como si le susurrara: “¿No quieres esto para durar eternamente? Yo te daré
el secreto de la inmortalidad y la eternidad –aparte de Dios, y para ti mismo.”
Podría decirse que este es el único “pecado” que Adán es capaz de cometer en el
Jardín del Edén: el deseo de que el bien que le ha sido dado por Dios sea plena
y exclusivamente “suyo”, apropiarse para siempre de la bondad del Jardín para
gloria de su propio ego.
Esta explicación coránica de la Caída nos ayuda a
ver la relevancia de esta interpretación de cara a nuestra situación presente;
no hace falta buscar en el pasado algún pecado, un pecado particular, cometido
por un ser humano en particular en la revolución industrial o científica que
diera lugar a la espantosa crisis medioambiental que se despliega a nuestro alrededor
hoy en día. Se puede ver una fuerza que gana ritmo en los últimos siglos, una
tendencia general de creciente decadencia, un interés en el éxito mundano que
excluye el Más Allá, un materialismo egoísta: pues es en eso en lo que se
convierte el deseo innato de inmortalidad cuando está separado de Dios, y
apegado a las cosas de este mundo: “Descubrirás que son los más ávidos de
vivir, más incluso que los idólatras. Alguno de ellos desearía vivir mil años,
pero no se libraría del castigo por mucho que viviese.” (al-Baqara, “La
Vaca”, 2:96).
El castigo por esa avaricia con respecto a las
cosas de este mundo se da incluso –o quizás especialmente- cuando esas “cosas”
son cosas buenas. Este pecado se expresa de manera sucinta en el verso de la
Sura al-Adiyat, “Los que Galopan”, (100:8): “En verdad, [el hombre]
ama en exceso la riqueza.” (innahu li-hubbi’l-khyari la-shadid). El
hombre desea las cosas buenas, pero su amor hacia ellas en el plano mundano –su
amor hacia cosas como el confort material, la prosperidad y el mantenimiento de esa prosperidad- llega a
ser tan intenso que lo lleva lejos de la fuente del bien, del propósito de las
cosas buenas.
Esta shidda, esta intensidad, es una
caricatura de la aspiración (himma, talab) que debemos tener
hacia el Paraíso, y en pos de ese prerrequisito para entrar en el Paraíso que
es la devoción. La forma de egotismo más elevada es desear la felicidad
paradisiaca para uno mismo aquí y ahora, en el propio estado caído de decadencia
y pecado. La intensidad de este deseo de lo “bueno” genera una nube de
oscuridad que es causa de que se pierda de vista la diferencia de nivel entre
este mundo y el Más Allá; entre el ego bruto como deseo insaciable, y el alma
santificada como amor consumado.
Resulta también muy instructivo fijarse en las
palabras de Iblis cuando declara sus intenciones respecto a la
humanidad, pues aquí vemos que uno de
sus principales objetivos es hacer que los seres humanos vivan de una forma no
natural, desgarrando la armonía entre el hombre y la naturaleza: “… y les
extraviaré. Les haré concebir falsas esperanzas y les ordenaré que corten las
orejas del ganado y que alteren la Creación de Dios” (al-Nisa, “Las
Mujeres” 4:119).
Es interesante notar que el Corán utiliza la palabra “dirigir” para referirse al alma
en su peor momento, al-nafs al-ammara bi’s-su, “el alma que dirige el
mal” (ver Sura Yusuy, “José”, 12:53). Es como si las órdenes de Iblis se
convirtieran en las órdenes que emite el alma irredenta al intelecto, a la
voluntad y al corazón, sobre los cuales se hace dominante. Se ve aquí la
relación entre el principio orgulloso de la auto-glorificación egótica –Iblis-
y la corrupción del orden natural, el abuso de la “creación de Dios”. La
naturaleza esencial, primordial, del hombre –su fitra- está en completa
armonía con Dios y con su Creación: “… la naturaleza esencial en la que Dios
ha creado a los seres humanos; en la creación de Dios no hay cambios” (fitrat
Allah, allati fatara’n-nas ‘alayha—la tabdila li-khalqi’Llah) (al-Rum, “Los
Romanos”, 30:30).
Así pues, esta caída de la gracia indica el uso
inapropiado del regalo de la libertad humana, de la responsabilidad humana, de
esta responsabilidad que hace al hombre el khalifa o administrador de
Dios en la tierra: “En verdad, ofrecimos el depósito a los cielos, a la
Tierra y a las montañas, y rehusaron cargar con él y tuvieron miedo, pero el
ser humano cargó con él. En verdad, él es injusto, ignorante” (al-Ahzab,
“Los Partidos”, 33:72).
Fitra/khilafa/amana – estos
son los principios que moldean la relación del hombre con Dios y con el
medioambiente; el medioambiente que puede ser intuido espiritualmente como la
manifestación formal de la cualidad divina expresada por el nombre al-Muhit.
Actuar responsablemente hacia el mundo de la naturaleza –en el plano moral- es
la expresión exterior de una armonización espiritual interior de la propia fitra
con la realidad última, al-Fatir, “el Originador” de todas las cosas -incluyendo la fitra del hombre-. Ambas
palabras, Fatir y fitra, comparten la misma raíz, la cual denota
la idea fundamental de “origen” y de “creación”. Es así como nuestra relación
con el Creador/Originador determinará la cualidad de nuestra relación con la
creación; la medida en la que seamos fieles a nuestra “naturaleza primordial”
determinará la medida en la que estemos en armonía con la Naturaleza Virgen.
Ser fiel a la propia fitra no puede conllevar sino ser fiel a al-Fatir,
y esto, a su vez, significa estar en
armonía con la totalidad de la creación originada por al-Fatir. Estar
unido con el origen divino, por encima y dentro de uno mismo, implica estar
unido con todas las manifestaciones de lo divino en la creación, pues la
creación esta englobada y penetrada por Dios.
Desde el punto de vista esotérico, la creación
está constituida de hecho por los efectos (athar) de los Actos divinos (af’al),
de los Nombres (asma’) y Cualidades (sifat) Divinas, los cuales
son a su vez modos a través de los que se vincula la Esencia divina con la
relatividad. De esta forma se puede ver que la totalidad de la creación
comprende las emanaciones de la Esencia divina. Desde el punto de vista
exotérico, la creación se ve gobernada por esos Nombres y Cualidades, lo
cual acentúa un aspecto más cauteloso de separación que enfatiza más la
característica de la trascendencia que la de la inmanencia divina. Sin embargo,
incluso dentro de esta perspectiva exotérica no cabe negar la santidad del
mundo natural, pues la totalidad de la creación permanece atada al Creador, aun
cuando la brecha entre los dos niveles del ser es inconmensurable. Como se ha
dicho anteriormente, todos los fenómenos de la Naturaleza Virgen son sagrados
en cuanto son “signos” de Dios, y no pueden sino suscitar el mayor respeto y
reverencia.
Sin embargo si la fitra está ensombrecida
por el vicio y el egotismo, y se traiciona la confianza, entonces el resultado
inevitable es la corrupción del mundo natural, tal y como se expresa en el
verso con el que empezamos: “La corrupción se ha manifestado en la tierra y el
mar por lo que los seres humanos han hecho, para que prueben algo de lo que han
hecho y así, quizás, regresen al buen camino” (al-Rum, “Los Romanos”, 30:41).
Se debe notar la relación que hay entre esta corrupción “aparente” en base a
las obras del hombre, y el “castigo” de Dios: las criaturas humanas han de
“saborear las consecuencias de sus acciones” debido a la operación del principio
de justicia cósmica. Aquello que se describe de forma antropomórfica como el
“castigo” de Dios, se puede ver también como operación impersonal e ineluctable
del principio de justicia cósmica. Esta
correspondencia entre el principio de justicia y el “castigo” de Dios queda
subrayado en la descripción que se da en el Corán de las diversas maneras en
las que Dios “castiga” a las comunidades que son culpables de distintas formas
de desviación: “Así pues, tomamos a cada uno de ellos por sus pecados. A
algunos de ellos Nosotros les enviamos una tormenta huracanada de piedras, a
otros les sorprendió el Grito, a otros hicimos que se los tragase la tierra, y
a otros les ahogamos. Y no fue Dios quien les oprimió, ellos se oprimieron a sí
mismos.” (al-Ankabut, “La Araña”, 29:40).
Aquí se menciona toda una serie de desastres
medioambientales: cataclismos del aire (huracanes); de la tierra (terremotos);
y del agua (inundaciones); el “Grito” puede significar un incendio: el rugir de
llamas que arden sin control. Se ve aquí que el castigo de Dios no es sino la
consecuencia natural o cósmica de los pecados que precedieron y que provocaron
los cataclismos, de ahí la concluyente afirmación: “No fue Dios quien les
oprimió, sino que ellos se oprimieron a sí mismos”. El hombre solo puede
culparse a sí mismo de todo lo que le sucede, no a Dios: por consiguiente, el
“castigo” de Dios es otra forma de referirse a la inexorable repercusión que
tienen los actos pecaminosos sobre el hombre.
Este es el drama que se despliega a medida que
los seres humanos van en contra de la fitra dada por Dios, ejerciendo su
libertad de una manera negativa al elegir la mundanalidad y el egotismo por
encima de la piedad y la devoción, centrando todas sus aspiraciones en lo perecedero,
olvidando sus obligaciones hacia lo Eterno. Esto adopta la forma de una
manipulación y una explotación de la naturaleza, en vez de la reverencia a
ella. Esta reverencia es inseparable de una visión contemplativa de la Realidad
divina, y ha caracterizado de hecho la mentalidad musulmana (no solo de
artistas y artesanos, también de filósofos y científicos) en las sociedades
tradicionales islámicas. Esto es un legado maravilloso que Seyyed Hossein Nasr
tan bien ha descrito en sus muchos libros, artículos, y conferencias. Su
trabajo nos recuerda, entre otras cosas, que la mayoría de los científicos del
mundo islámico estaban también inclinados al misticismo; eran individuos que no
podían salirse del marco del Tawhid y llegar a ver la creación como algo
totalmente separado de lo sagrado. Para ellos habría sido anatema ver la naturaleza
como un mero campo experimental para los humanos; no habrían desacralizado el
mundo natural, vaciando el cosmos de su misterio divino para empezar a manipularlo
simplemente por el beneficio humano, por los beneficios comerciales, o por
cualquier otro propósito material. Por esto es por lo que la crisis ecológica nunca
podría haber ocurrido en un mundo configurado por una concepción coránica del
universo.
3.
Microcosmos y Macrocosmos: Disolución Cósmica y Determinación
Humana
Si se leen las suras del Corán que tratan sobre
el Fin de los Tiempos, el Día del Juicio, y la Resurrección, resulta difícil
evitar alguna referencia microcósmica, esto es, una referencia al “pequeño
mundo” que abarca el hombre. Tal y como se dice en la tradición intelectual
islámica: “El hombre es un pequeño mundo; el mundo es un hombre grande” (al-insan ‘alam saghir; al-‘alam insan kabir).
No se puede eludir la responsabilidad directa, inmediata y personal estando
frente a la disolución -real o aparente- del cosmos, y esto devuelve al
individuo, por más inhóspito que parezca ser el medioambiente, un sentido de
responsabilidad inalienable, personal, directo, y de hecho, investido de poder.
Hay muchos versos extraordinarios que nos ayudan a ir desde una aparentemente irremediable
disolución cósmica (que pudiera inducir un sentido de impotencia por nuestra
parte), hacia una percepción de la siempre presente posibilidad de restauración
por parte del hombre, y de este modo imbuirle una restitución del sentido de la
responsabilidad personal.
Muchos versos del sagrado Corán nos ayudan a
efectuar esta transformación de la consciencia. He oído que en América hay psiquiatras
y terapeutas que han de especializarse en el abordaje de traumas generados por
la crisis medioambiental, un nuevo tipo de enfermedad psíquica. La gente es
cada día más consciente de la naturaleza devastadora de la crisis que estamos
afrontando, pero está inmovilizada por causa de un sentimiento de impotencia: se
pregunta, “¿Qué puedo hacer yo por la Tierra?” El Corán contesta a esta
pregunta por adelantado, ayudando a todos y cada uno de nosotros a percibir la
relación sutil pero inalienable que existe entre la responsabilidad humana y la
armonía cósmica, y ello, a pesar de la enormidad de las consecuencias negativas
de las acciones cometidas por las generaciones anteriores a nosotros.
Cuando miramos alrededor y vemos lo que está
ocurriendo, hay muchos musulmanes que afirman que estamos en la “Undécima
Hora”, tal y como dijo Martin Lings en su famoso y así titulado libro. Pero lo
que siempre se debe subrayar, antes de caer en una evaluación negativa, es que
cuando al mismo Profeta le preguntaron cuándo llegaría la Hora (le preguntó el ángel
Gabriel apareciéndose en forma humana), el Profeta respondió: “El que pregunta
sabe tan poco sobre esto como el que es preguntado”. En otras palabras, nadie
sabe cuándo llegará la Hora. Sin embargo, cuando le preguntaron al Profeta sobre
los signos (ashrat), sí que dijo que
entre ellos estarían que la chica esclava de Dios daría a luz a su señora, y
que los pastores desnudos del desierto competirían entre sí en la construcción
de grandes edificios; y entonces el ángel Gabriel dijo: “Has dicho la verdad”.
Lo que podemos entender a partir de esto es, en
primer lugar, que los signos están por supuesto alrededor de nosotros. Uno ve
con dolorosa claridad lo que ha ocurrido en nuestros tiempos en la península
arábiga en cuanto a que las gentes que en un tiempo fueron “beduinos”, de pronto
compiten entre ellos de la forma descrita. Pero ni el Corán ni los hadices dan
justificación a los musulmanes para la desesperación o el abatimiento; porque
cuanto más se ven los signos del inminente fin de este mundo, tanto más se urge
a hacer todo lo posible dentro de la esfera de la propia competencia, dentro
del propio “mundo”. Esto está basado en el principio del hombre como
microcosmos, un “pequeño mundo”; la totalidad del mundo está afectada de alguna
manera por el individuo, pues el individuo es una recapitulación del mundo, un
reflejo del mundo; y en última instancia, el reflejo no cabe separarlo de
aquello que refleja. Hay miríadas de interacciones sutiles, a distintos niveles
del ser, entre el alma individual y todos los fenómenos del universo.
Esta perspectiva devuelve al individuo un sentido
de la responsabilidad inalienable, personal, por más sombrío que pueda parecer
el mundo exterior, el macrocosmos. La crisis medioambiental puede que presagie
el final de esta etapa de la historia. Los signos que vemos alrededor cabe bien
entenderlos como prefiguraciones del Día del Juicio, pero no cabe equipararlos
simplemente “al fin”. La visión que aquí surge es la de la esperanza, así como
la del realismo. Pudiera ser perfectamente que estuviésemos de hecho atrapados
en un proceso de disolución, pero no somos impotentes: siempre hay algo que
podemos y debemos hacer ante el rostro de esta crisis. El Corán nunca nos deja
extraviarnos en la desesperanza o la desesperación. Es como si Dios nos dijera
en el Corán: cuanto más claramente veas lo “signos” del Fin del Mundo, tanto más
resueltamente debes centrar tu atención en lo que individualmente debes hacer
en tu mundo, dentro y fuera, pues los “signos” están ahí para traerte de vuelta
a Dios, no para hacer que te revuelques en un sentimiento de desesperación impotente.
El propósito que está detrás de la lectura de estos signos es precisamente “que
ellos puedan retornar” a Dios, tal y como se dice en 30:41.
Podemos poner aquí algunos ejemplos, entre otros
muchos, de pasajes del Corán que dejan perfectamente clara la relación entre la
disolución cósmica y la responsabilidad humana.
Sura al-Zilzal, “El Terremoto”, 99:1-8
“Cuando la
Tierra tiemble con su temblor y la Tierra expulse su carga y diga el ser
humano: «¿Qué le sucede?» Ese día, relatará sus crónicas conforme a lo que Dios
la inspire. Ese día, regresarán los seres humanos en grupos con estados
diferentes, para que les sean mostradas sus acciones. Así pues, quien haga el
peso de un átomo de bien, lo verá y quien haga el peso de un átomo de mal, lo
verá.”
Somos llevados desde una visión terrorífica del
terremoto final que azotará todo el mundo, hasta la mancha más pequeña en
nuestras acciones. La “Madre Tierra” hablará en un lenguaje que todos
entenderemos; el espíritu o ángel guardián de nuestro plantea revelará todo lo
que a ella le ha pasado. Esto muestra que la Madre Tierra está espiritualmente
viva, absorbiendo lentamente y viendo todas las acciones, buenas o malas, que
todo ser humano ha realizado en relación a ella desde el principio de los
tiempos. Al final, ella entrega sus cargas y cuenta su triste historia. Y este depósito
de la acción humana se convierte entonces en el receptor de la inspiración
divina. Cada uno de nosotros es entonces confrontado no solo con las
consecuencias de nuestras acciones, sino con las acciones mismas, hasta el último
“átomo” –nada quedará fuera de la visión que tendremos de lo que hemos hecho en
todos y cada uno de los momentos de nuestras vidas. Nada estará oculto “en
el día en el que se revelarán todos los secretos” (yawma tubla’s-sara’ir) (al-Tariq, “La Estrella Nocturna”, 86:9).
Desde una visión de toda la tierra temblando y
molida en polvo, somos llevados hasta la visión de la partícula más pequeña de
nuestras acciones. En este poderoso capítulo se nos transporta desde lo macrocósmico
hasta lo microcósmico, desde la destrucción de la totalidad del mundo hasta la
reintegración de nuestro sentido de responsabilidad personal por nuestras
acciones. El mundo llegará a su fin, pero somos responsables por cada uno de
los actos que realizamos. La desesperación y el terror ante el panorama del fin
conducen en unos cuantos versos a la determinación por hacer, en cualquier
momento que nos quede por delante, todo lo que podamos por el bien de nuestro
eterno Más Allá. Y este bien no puede sino redundar en beneficio de la
totalidad del mundo, por más difícil que sea discernir o medir ese beneficio.
Tal y como veremos en breve, el Santo Profeta nos enseña que nuestra adoración
–las oraciones de todos y cada uno de nosotros- está ligada esencialmente con
el bienestar de la totalidad del mundo.
Sura
al-Takwir, “El Enrollamiento” (81)
Cada uno de los versos de la sección inicial de
este capítulo es una descripción del día del juicio, del “Juicio Final”, si así
se quiere ver; pero cada uno de ellos también puede interpretarse como una descripción
precisa de uno u otro aspecto de la actual crisis ecológica y social:
“Cuando el
Sol sea enrollado”
Tenemos una imagen de esto en las armas
nucleares, que de manera bastante literal “envuelven” el poder del sol en
partículas subatómicas. Niels Bohr hablaba del átomo como un “sistema solar en miniatura”.
“Y cuando
caigan las estrellas”
Aquí en árabe es inkadarat, lo cual significa “difícil de ver”, como cubierto por el
polvo; las estrellas aparecen así en muchas partes del mundo hoy en día.
“Cuando las
montañas se desmoronen”
Uno solo tiene que ir a La Meca y Medina para ver
esta realidad; lugares otrora ocupados por montañas son ahora planicies.
“Cuando las
camellas preñadas de diez meses sean abandonadas”
Una camella preñada de diez meses era el objeto más
valorado por un árabe en el desierto. El abandono actual de esta preciosa
criatura en favor de coches y jeeps, puede interpretarse como un signo del
abandono de la Naturaleza Virgen como tal, y la creación vertiginosa de
construcciones artificiales, de objetos hechos por el hombre, etc.
“Cuando las
fieras sean agrupadas”
Esto es alarmantemente preciso: una descripción
del mundo actual en el que lo animales salvajes ya no están prácticamente en
“lo salvaje”, sino confinados en los zoos modernos.
“Cuando los
mares se llenen de fuego”
La palabra sujjirat
significa literalmente “elevarse y crecer debido al calor”: una vez más, se
trata de una descripción precisa de la subida de los niveles del mar, debida al
calentamiento global.
“Cuando las
almas sean emparejadas”
Entonces, de pronto somos llevados desde un final
cataclísmico a una extrema particularidad, desde el fin de todas las cosas a un
pecado muy específico:
“Cuando a
la niña enterrada viva se le pregunte por qué delito fue matada”
El cosmos se está desintegrando, y entonces se
nos confronta con una niña en particular, que fue asesinada en los días preislámicos
solo porque era niña: la más grande destrucción universal nos lleva directamente
a un solo crimen, especifico y horrible. En esta poderosa yuxtaposición se
afirma el principio que indica el vínculo entre el final cósmico y la
responsabilidad humana: el fin del mundo no reduce de ningún modo, nombre, o
forma, la responsabilidad de todos y cada uno de los seres humanos sobre todas
y cada una de sus acciones.
En los versos que hemos citado, el contraste se
da entre la disolución cósmica y la transgresión moral. En los versos que
siguen en este capítulo, el contraste construye un crescendo escatológico del
Infierno “avivado”, y del Cielo (El Jardín) “aproximado”- y entonces se nos da
el más lúgubre recordatorio de aquello que más importancia tiene: el estado
espiritual del alma estando ante Dios al final de este proceso de extinción
cósmica:
“Cuando las
páginas escritas sean desenrolladas, y cuando el cielo sea despellejado, y
cuando el Infierno sea avivado, y cuando el Jardín sea aproximado, entonces,
cada alma conocerá lo que presenta.”
“Cuando el
cielo se hienda, cuando las estrellas se dispersen, cuando los mares se
confundan unos con otros, cuando los sepulcros sean vueltos del revés, sabrá el
alma lo que hizo y lo que dejó de hacer.”
Cada alma sabrá exactamente lo que ha cumplido
para la vida verdadera a punto de comenzar, y aquello que ha dejado de hacer.
El no creyente exclama: “¡Ay de mí! ¡Ojalá fuese polvo!” (Sura al-Naba,
“La noticia”, 78:40). En el día del Juicio comprenderá con mucho dolor las verdaderas
proporciones de las cosas, siendo agarrado en su corazón por el hecho de que alhayat al-dunya, la vida en este bajo
mundo, “no fue sino distracción y juego” (lahwun
wa la’ibun), y de que “en verdad, la morada de la otra vida es
verdaderamente la Vida (al-hayawan)” (Sura al-Ankabut, “La Araña”, 29:64).
Aquí, se nos presenta una vez más la crudeza del contraste entre el alma del creyente y la del no creyente en el Día del Juicio:
“Y cuando
llegue el gran acontecimiento, el día en el que el ser humano recuerde sus
esfuerzos y sea mostrado el Infierno a quien vea, quien haya sido rebelde y
preferido la vida mundanal tendrá el Infierno por albergue. Y quien haya temido
la comparecencia ante su Señor y haya apartado el alma de las pasiones tendrá
el Jardín por albergue.”
En este pasaje, la referencia a la capacidad del
alma para contener su deseo egoísta (hawa)
recuerda a la “gran batalla espiritual” (al-jihad
al-akbar), como imperativo espiritual que surge del auténtico temor de
Dios. Anteriormente vimos que el alma “dominada por el mal” (al-nafs al-ammara) está vinculada al impulso
satánico. Una vez que despierta la consciencia, y comienza con sinceridad la
batalla contra el enemigo, el estado del alma que se deriva se describe en el Corán
como al-nafs lawwama, “el alma
acusadora”. Esto cabe entenderlo como el alma cuya consciencia moral e
intelectual censura y culpa, intentando así rectificar la voluntad corrupta del
alma ocupada en vicios exteriores e interiores. Lo que debemos observar en esta
referencia a “alma acusadora” es que ello viene en forma de juramento de Dios,
un juramento que sigue a otro en el cual Dios jura por el Día de la Resurrección,
Yawn al-Qiyama:
“¡Juro por
el Día de la Resurrección! ¡Y juro por el alma acusadora! (Sura Al-Qiyama,
“La Resurrección”, 75:1-2)
Está claro que las dos grandes realidades por las
que Dios hace este juramente están conectadas sutilmente. Podría decirse que
cada una es una imagen especular de la otra: lo que ocurre global y
universalmente en el Día de la Resurrección se refleja, momento a momento, en
este mundo, en el alma que está luchando contra sus faltas. Es tenerse en
cuenta a uno mismo ahora, de acuerdo con la enseñanza profética: “Teneos en
cuenta a vosotros mismos, antes de que seáis tenidos en cuenta” (haasibu qabla an tuhasabu; Tirmidhi,
al-Jami, Qiyama, 25). Leer los versos que siguen a este dramático doble
juramento ayuda al alma sensible a galvanizarse a sí misma para el inevitable Día
del Juicio:
“¿Piensa el
ser humano que no reuniremos sus huesos? Pues sí. Tenemos poder para
recomponer sus huellas dactilares. Pero el ser humano desea seguir viviendo en
el pecado. Pregunta él: «¿Cuándo tendrá́ lugar el Día de la Resurrección?» Así́,
cuando se debilite la vista y se oculte la Luna y se junten el Sol y la Luna, ese
día el ser humano dirá́: « ¿Dónde está́ el lugar por el que escapar?» Pues no.
No hay refugio. Ese día el lugar de encuentro será́ en dirección a tu Señor. Ese
día será́ informado el ser humano de lo que envió́ por delante y de lo que
dejó atrás. El ser humano es quien mejor conoce su propia alma, aunque trate
de disculparse.” (Sura al-Qiyama, “La Resurrección”, 754:3-15)
En estos dos últimos versos se subraya nuestra
inevitable responsabilidad después de haber descrito los signos cataclismos de
la Resurrección. La representación gráfica de la destrucción del cosmos electrifica
nuestra expectativa del terror de la Resurrección; y este sentido de terror
ante lo que está destinado a venir en el futuro, se traduce en un sentido de
absoluta urgencia respecto a lo que debemos hacer, aquí y ahora. Cada alma sabe
exactamente lo que está haciendo mal, así como lo que debe hacer para
enderezarse. Cada uno de nosotros tiene una basira,
una comprensión dada por Dios de nuestros propios defectos, por más que la
parte superficial del alma intente justificarse a sí misma con excusas. Nuestro
conocimiento interior del verdadero estado de nuestra alma en este mundo, junto
con nuestra total certeza de ser juzgados el Día del Juicio -estas dos
dimensiones de la consciencia humana- se sintetizan poderosamente en los siguientes
versos de la Sura al-Isra, “El Viaje Nocturno”, 17:13-14:
“Hemos colocado
los actos de cada persona en su cuello y el Día de la Resurrección haremos
salir para él un libro que encontrará abierto. [Y se le dirá:] «¡Lee tu libro!
¡Hoy, tú mismo eres suficiente para ajustarte la cuenta (hasiban)!»”
El Sagrado Corán nos da muchos ejemplos de esta
yuxtaposición galvanizante entre el final inevitable del mundo y la ineludible
actualidad de la responsabilidad humana. La transposición repentina, dramática,
entre la escatología apocalíptica y la responsabilidad espiritual se encuentra
una y otra vez a lo largo del Corán, pero de manera más particular en las
revelaciones tempranas de la Meca, de las que solo hemos puesto algunos
ejemplos en esta sección.
Concluyamos con un último ejemplo, esta vez
prestando atención al “alma en paz”, al-nafs
al-mutma’inna, el alma que ha recibido la paz divina tras su batalla
espiritual al nivel del “alma inculpadora” a la que nos hemos referido
anteriormente. En este pasaje de la Sura al-Fajr, “La Aurora” (89:21-29), se
compara el alma en paz con el desdichado estado del increyente. Tras describir
el aplastamiento y la pulverización de la tierra, la venida del Señor y Sus ángeles
en jerarquías, y la venida en ese día del Infierno, se nos dice que “Ese día, recordará el ser humano y de nada
le servirá́ el recuerdo. Dirá́: «¡Ay de mi! ¡Ojalá hubiese enviado por delante
algo de bien para mi vida [real]!»”. En contraste con esto, el alma en paz
que ha luchado constantemente contra los vicios manifiestos mencionados
anteriormente en la Sura (“¡Pero no! Lo
que sucede es que no sois generosos con el huérfano, ni os estimuláis unos a
otros a alimentar al necesitado y devoráis las herencias con un apetito
insaciable, y amáis las riquezas con un amor desaforado”, 89:17-20), y contra
el vicio oculto del egotismo que desea sentirse orgulloso del hecho de haber
luchado contra los vicios exteriores, entonces se dice del alma en paz:
“¡Oh, alma
sosegada! ¡Regresa a tu Señor, satisfecha de Él y Él satisfecho de ti! Entra
con Mis siervos, y entra en Mi Jardín.” (Sura al-Fajr, “La Aurora”,
89:27-30)
El drama humano ha dado
la vuelta completa al círculo: el alma redimida, en paz consigo misma, con su
Señor y con la totalidad de la Creación, es traída de vuelta al Jardín del que
fueron expulsados nuestros primeros padres. La Gracia Divina suscitada -no
causada- por el esfuerzo humano, deshace finalmente la des-gracia del estado
humano en su estado de caída. El alma regresa a su Hogar verdadero, a su
origen, a la perfección de la naturaleza original humana, pero ello solo
después de haber sido reducida a “lo más bajo de lo bajo”; y reconociendo este
hecho, esforzándose en la profundización de la fe, la eliminación del vicio, y
el logro de la virtud:
“Ciertamente,
hemos creado al ser humano en la mejor condición. Luego, le hemos relegado a lo
más bajo de lo bajo, excepto a aquellos que creen y actúan rectamente, pues
para ellos hay una recompensa ilimitada.” (Sura al-Tin, “La
Higuera”, 95:4-6)
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