Las condiciones póstumas del ser humano
Gianluca Marletta
*
*
Extracto del interesantísimo libro titulado "Edén, Resurrección y Tierra de los vivientes: Consideraciones sobre el Origen y el Fin del estado humano", Ed. Hipérbola Janus, 2019.
____________
Nadie puede redimirse o dar a Dios su precio, por cuánto pagas el rescate de una vida, nunca será suficiente para vivir sin fin, y no ver la tumba.
(Salmos 48,8-10)
“El salario del pecado es la muerte”[1] escribe el apóstol Pablo. Como hemos explicado, la muerte física, en el sentido que la entendemos comúnmente no tendría sentido alguno más allá de la condición terrena y temporal en la cual el hombre ha caído tras el Edén. La cuestión de la muerte física, sin embargo, no puede prescindir de aquellas cuestiones escatológicas que la doctrina católica llama novísimos, y que concierne a las posibles condiciones del hombre después de la “crisis” constituida por la muerte.
En la doctrina católica las condiciones póstumas vienen reasumidas, como es sabido, por la alternativa entre infierno y paraíso y por la idea de que existe una “estancia intermedia” por la cual el ser realmente destinado a la salvación debe pasar con el propósito de purificarse y perfeccionarse (el llamado purgatorio).
Nunca como en el caso de los novísimos, sin embargo, el lenguaje religioso se ha visto obligado a ceder a un cierto reduccionismo simplificador, considerando que la profundización metafísica de ciertas realidades podría constituir un obstáculo desde la óptica de la catequesis, la cual, corno es comprensible, debe ser dirigida indiscriminadamente a todos y debe ser fácilmente inteligible para cualquiera. La cuestión de los novísimos, en cambio, es extraordinariamente compleja y susceptible de ideas casi indefinidas, por lo que incluso aquí nos veremos obligados a ocuparnos sólo de algunas cuestiones dejando de lado otras cosas.
En primer lugar, hay que tener presente que expresiones como “infierno” o “paraíso” -que en el imaginario colectivo indican sólo las “prolongaciones” póstumas de la existencia humana- pueden referirse, en realidad, también a la modalidad o estados del ser muy diferentes e incluso -en un sentido que aclararemos más adelante no más humanos. Estas enormes diferenciaciones, en realidad, no son tomadas en cuenta casi nunca por el lenguaje catequético de la religión, sino afirmando que “no todos los Beatos se encuentran en la misma condición de cercanía a Dios”, o que “no todos los condenados sufren las mismas penas”.
El otro aspecto sobre el cual hay que detenerse es la naturaleza misma de las condiciones post-mortem, que en el lenguaje simbólico de la religión son señalados como “lugares” (el Paraíso es ubicado “en el cielo”, el infierno “bajo tierra”, etc.), pero que, más bien, deberían ser considerados como modalidad es o estados del ser colocados (al igual que el mismo jardín del Edén) sobre planos de la realidad diferentes de aquel terreno y temporal.
Otro aspecto -que resultará bastante sorprendente para algunos lectores- es que tales estados del ser, si bien alcanzables para la mayor parte de los hombres solo después de la muerte física., no están, sin embargo vinculados, al menos en principio, exclusivamente a la condición post-mortem: por lo cual pueden existir casos, aunque raros, de seres que, por ejemplo, han reconquistado la condición paradisíaca ya durante la vida terrenal (las Escrituras recuerdan, sobre todos, al patriarca Enoch o al profeta Elías, acogidos directamente en el cielo con el cuerpo y sin pasar por la muerte corno la conciben y experimentan la mayor parte de los hombres).
Hay otro aspecto a tener en cuenta, a saber, que las condiciones póstumas, por cuanto puedan tener de analogías, son, sin embargo, únicas para cada individuo singular, pudiendo definirse como auténticas proyecciones del mismo individuo. Las condiciones post mortem, en efecto, son el resultado directo de la vida terrenal y, especialmente, de las adquisiciones espirituales obtenidas.
Otro aspecto fundamental, finalmente, deriva de la tradición espiritual en la cual el ser ha estado incardinado durante la existencia terrenal: la pertenencia a una religión más que a otra, de hecho, condiciona más que cualquier otro factor las prolongaciones póstumas y las condiciones del ser post-mortem. Al mismo tiempo, es solo en un sentido amplio que ciertas condiciones póstumas, así como las propuestas por una religión particular, también pueden ser aplicadas a quien no forma parte de ellas; porque a cada religión le corresponden posibilidades espirituales muy diferentes que se reverberan en el post-mortem[2].
No es necesario decir, para terminar, que estando el presente ensayo destinado a la divulgación entre un número relativamente grande de personas, en los próximos párrafos y capítulos nos ocuparemos casi exclusivamente de las posibilidades póstumas que conciernen a la generalidad de los seres humanos, dejando al margen casos particulares que se alejan del objetivo y del ámbito de este estudio.
Las condiciones espirituales y el momento de la muerte
El aspecto fundamental que afecta y determina las condiciones póstumas del ser es, sin lugar a dudas, la “condición espiritual” del individuo en el momento de la muerte. Esta “condición espiritual” no viene confundida en la forma más absoluta con los aspectos totalmente marginales como el llamado “estado de ánimo” o con la “condición psicológico-emotiva” sino que, por usar un lenguaje teológico, concierne al estado de gracia del ser. La principal distinción que se da en el momento de la muerte es, por lo tanto, entre aquellos que se encuentran en la gracia d e Dios (o participan de las influencias espirituales que emanan de la misma Divinidad y que, a través del espíritu, alcanzan a la individualidad humana) y quien , en cambio, no se encuentra en este estado.
Sobre otro plano, menos esencial pero, sin embargo, más importante, se colocan las obras y, especialmente, las intenciones que el individuo ha manifestado durante su vida y en el momento de su muerte: porque la intención indica, como dice la misma palabra, la actitud fundamental que el ser ha tenido en su vida respecto al Absoluto.
Sobre estos elementos de base se estructuran las indefinidas condiciones post-mortem del ser: muy diferente, de hecho, será el destino de quien durante la propia existencia ha “cultivado los talentos espirituales” que le han sido dados, purificándose y elevándose mediante la Gracia, de quien -como simple “salvado”- posea en el momento de la muerte solo una “semilla espiritual” que podrá desarrollarse (sucesivamente y, a menudo, dolorosamente) en las prolongaciones póstumas; mientras es del todo incomparable la diferencia existente entre el último de los “salvados” y quien no estando en estado de Gracia, se ve destinado a perderse irremediablemente en los estados inferiores del ser.
Para los Santos que han realizado elevados niveles espirituales, en realidad, la muerte no es sino un pasaje inmediato al nivel que ellos han poseído virtual o efectivamente ya en vida. Para ellos, la condición paradisíaca y edénica se realiza en el momento mismo de la muerte, mientras que los más grandes entre ellos alcanzan estados del ser todavía superiores y próximos a la Divinidad en aquella jerarquía indefinida de cualidades que, por ejemplo, un Dante describe poéticamente con la imagen de los varios «cielos» y el Paraíso.
Para la mayor parte de los “salvados”, en cambio, el momento de la muerte coincide con el retorno del ser al mundo intermedio (aquello que la Biblia llama Sheol) , donde el ser que fue hombre debe manifestar y agotar las posibilidades negativas acumuladas durante la existencia terrenal (Purgatorio), antes de reconquistar el Estado Primordial y paradisiaco. Este paso a través del mundo intermedio es, en realidad, cualquier cosa menos “indoloro” y puede ser más o menos prolongado dependiendo de las obras completadas o del estado espiritual del individuo.
La posibilidad más temible, finalmente, es aquella propia de quien, no habiendo conseguido la “salvación”,permanece aprisionado indefinidamente en las prolongaciones dolorosas y terribles del estado humano y entonces, una vez agotadas estas posibilidades, se ve obligado a hundirse en los estados inferiores del ser (infierno).
“Sus obras le siguen”. La permanencia atemporal de las posibilidades individuales
Un primer aspecto útil para comprender, en la medida que sea posible, algunas características del post-mortem es que el momento del paso del mundo terrenal al mundo intermedio coincide, antes que con cualquier otra cosa, con el paso de una dimensión temporal a una dimensión atemporal.
La dimensión atemporal, corno ya hemos señalado, no significa dimensión eterna (la verdadera y justa Eternidad solo es compatible con el Infinito divino), sino, más simplemente, el paso a una dimensión donde el antes y el después así como son entendidos por la conciencia terrenal, no tienen más sentido.
Una analogía bastante adecuada puede hacerse con la condición del sueño, no por casualidad cercana en muchas tradiciones a la condición post-mortem[3] los límites temporales se anulan, la causalidad ya no está rígidamente determinada y las posibilidades no se manifiestan en función de una lógica lineal.
La consecuencia de este paso a la a-temporalidad es, entre otras, aquella de que las varias posibilidades y los diferentes “accidentes” manifestados en el curso de la existencia temporal aparecen simultáneamente: ya no hay un antes y un después, sino que toda la manifestación individual del ser está comprendida en un solo instante y aparece subjetivamente disuelta por el tiempo.
En el libro del Apocalipsis, está escrito que los Beatos descansarán de sus esfuerzos porque “sus obras les siguen”[4]; pero por analogía, este principio puede ser aplicado no solo a los Beatos sino a todos los seres que atraviesan la puerta de la muerte. El mundo intermedio, el Sheol, el “país del polvo”, es, de hecho, el lugar donde los “gérmenes de la manifestación” son conservados indefinidamente: de modo que para el ser que lo alcanza, cada momento de la vida pasada ( pero sería necesario decir, mejor todavía, vida “anterior”, porque las categorías temporales aquí ya no son válidas), aparece en su unidad: el instante del nacimiento y aquel de la muerte, la niñez y la senectud , las obras justas completadas por Dios y en Dios y aquellas malvadas completadas sin Dios y contra Su ley, no son disociadas en diferentes momentos, sino que aparecen como partes de la misma realidad.[5]
Los variados accidentes y eventos de la existencia individual, de hecho, no son otra cosa que manifestaciones (en el tiempo) de las posibilidades que preceden al nacimiento del individuo: no todas estas posibilidades, evidentemente, se realizarán en el curso de la existencia terrenal –y es en éste ámbito en el que se lleva a cabo la posibilidad de la “elección” individual- pero aquellas realizadas permanecen tras la muerte en una condición no más temporal[6]. Y es justo a partir de la permanencia atemporal de todos los accidentes y de todas las posibilidades manifestadas del individuo cuando se ilumina el concepto religioso de “juicio” o la idea de que cada acción o palabra proferida por el hombre deberá tenerse en cuenta.[7]
Además, en esta condición también las posibilidades relacionadas con la dimensión “grosera” deben permanecer necesariamente, porque el “cuerpo” -en la medida que puede ser una realidad “exterior”- es, sin embargo, un aspecto del ser. Esta permanencia de las posibilidades corporales -aunque en estado “potencial” y no en acto- es el presupuesto que explica la posibilidad de la Resurrección. En la tradición hebrea, a tal propósito, se habla de la Luz (literalmente “almendra” o “avellana”) que “es el nombre que viene dado a la ‘simbólica’ partícula corpórea indestructible, representada como un hueso durísimo, partícula a la cual el alma permanecería vinculada después de la muerte y hasta la resurrección. Como la avellana contiene el germen, y como el hueso contiene la médula, esta luz contiene los elementos virtuales necesarios para la restauración del ser, ésta actuará bajo la influencia del ‘rocío celeste’, vivificando los huesos desecados”[8].
Otro aspecto importante a subrayar respecto a la condición de atemporalidad es que, en esta modalidad del ser, no se puede hablar en el sentido propio de una “memoria” del individuo (porque la memoria presupone necesariamente un antes y un después y un sucederse de acontecimientos que son “recordados”), sino que esta facultad temporal es sustituida por la facultad correspondiente donde los acontecimientos -o mejor, las posibilidades individuales manifestadas- son percibidas simultáneamente o sin una sucesión.[9]
Juicio individual y juicio universal
Según la doctrina católica, que sobre este punto está en perfecta sintonía con otras muchas tradiciones espirituales, es en el inmediato postmortem cuando tiene lugar aquel acontecimiento definitivo y terrible que es el “juicio individual” (distinto al “juicio universal” que acontecerá, en cambio, en el fin “de este mundo” y que afectará a cualquier aspecto de la presente creación) .
El concepto de atemporalidad aclara como tal evento es posible: con el paso de la modalidad temporal a aquella no temporal, de hecho, la individualidad no tiene más posibilidad de cambiar; fuera del tiempo, todas las posibilidades realizadas ya no aparecen como una sucesión indefinida, sino coexistente. Y es en este Instante que, ante la Divina Presencia, tiene lugar aquel gran discernimiento entre posibilidades “positivas” y “negativas” que el lenguaje religioso define como Juicio. Ante la Presencia Divina, de hecho, la manifestación de los seres en las posibilidades realizadas en vida no es idéntica: y es este el “terrible discernimiento” del cual habla el lenguaje religioso: entre salvados, condenados, y aquellos que, habiendo conseguido la salvación, deberán “agotarse” dolorosamente en las consecuencias de las propias obras en aquellas prolongaciones póstumas que la tradición católica define como Purgatorio. Los actos negativos que no han sido “repuestos” o “eliminados” -y es en este sentido exacto de la “remisión de los pecados”, como se “borran” los actos completados; pero no en e4l mundo del devenir terrenal sino en el mundo intermedio- permanecen también después de la muerte en la atemporalidad del Sheol y son purificados dolorosamente.
No hace falta decir que el ser individual ahora ha pasado a un modo atemporal, y nada puede hacer ya para cambiar su destino, mientras que pueden tener una cierta importancia los actos sagrados de quien todavía vive en el mundo temporal (y es desde este presupuesto que se evidencia la importancia de las oraciones y los ritos por los difuntos).
En presencia de la Divinidad, un mismo Juez juzga a cada ser, una misma Luz ilumina cada posibilidad y cada obra completada, pero esto hace que cada ser perciba esta Luz como “amiga” o como “enemiga” en función de su naturaleza. En la liturgia cristianooriental se afirma que, en el momento del Juicio, “la misma llama impregna de rocío a los santos pero quema a los impíos”[10].
Aquello que sucede a nivel individual en el post-mortem ocurrirá analógicamente -pero esta vez a nivel macrocósmico- en el instante del Juicio Universal, que tendrá lugar al término del ciclo terrenal del mundo. El mundo material, llegado al término de sus posibilidades, será aniquilado y transformado[11], todas las posibilidades manifestadas en el curso del ciclo se encuentran co-presentes en el mismo Instante y las posibilidades “positivas” son transfiguradas y elevadas -la tierra del devenir y de la muerte retorna a la Tierra Verdadera, al Edén del cual ella no es sino un reflejo mientras que aquellas “negativas” son “quemadas en el estanque de fuego” de la disolución infernal.
El momento del Juicio Universal coincide, por lo demás, con aquel de la Resurrección de los Cuerpos, porque en el momento en el cual todas las posibilidades del ciclo se vuelvan a manifestar instantáneamente, en ellas también estarán comprendidas las “posibilidades corpóreas” de los individuos singulares.
En el libro del profeta Isaías está escrito:
“De nuevo vivirán tus muertos, surgirán sus cadáveres, se despertarán y se regocijarán cuantos yacen en el polvo. Sí, tu rocío es rocío de luz, la tierra dará luz a las sombras.”[12]
En el libro de Daniel, las convulsiones finales del mundo son descritas de una forma muy detallada: a la “batalla final” entre las fuerzas de la luz y aquellas de las tinieblas le seguirá de inmediato el Juicio y la resurrección de los seres del “polvo” (es decir, de aquel mundo intermedio donde éstos permanecen de forma potencial) :
“En aquel tiempo surgirá Miguel, el gran jefe, el defensor de los hijos de tu pueblo; será un tiempo de angustia, como nunca lo ha habido desde que surgieron las naciones hasta aquel tiempo: y en aquel tiempo tu pueblo será salvado; todos aquellos que se hallen escritos en el libro. Muchos de aquellos que duermen en el polvo de la tierra se despertarán; los unos por la vida perenne, los otros por la vergüenza y por una infamia perenne. Los unos resplandecerán, como el resplandor del firmamento, y aquellos que hayan enseñado a muchos la justicia, como las estrellas en lo eterno”.
*
[2]Es solo en un sentido amplio, por ejemplo, que las categorías póstumas de infierno y paraíso propias de las tradiciones monoteístas pueden ser aplicadas a los miembros de tradiciones muy diferentes, como aquellas orientales. Y no por casualidad, desde este punto de vista, los monoteístas abrahámicos practican el rito de la inhumación del cuerpo allí donde Hinduistas y Budistas generalmente practican la incineración. Un signo evidente, más allá de las contingencias históricas, de una diferente visión e importancia atribuida a la individualidad humana que también se refleja en diferentes posibilidades en el post-mortem.
[3]No es fruto del azar que, en los Evangelios, cada vez que Jesús habla de la muerte lo hace comparándola con la condición del “sueño”. Véase, sobre todo, el episodio de Lázaro: “Entonces él habló y luego agregó: ‘Nuestro amigo Lázaro duerme; mas voy para despertarle’. Le dijeron entonces los discípulos: ‘Señor, si duerme, sanará’. Jesús hablaba de la muerte de él, ellos, en cambio, pensaron que se refería al descanso del sueño. Entonces Jesús les dijo abiertamente: ‘Lázaro ha muerto’ ” (Juan 11, 14).
[5]En la tradición islámica, nos referimos al versículo del Corán, Sura 99 (Az-Zalzalah, el terremoto), donde está escrito: “En aquel día, los hombres, en grupos, se levantarán para ver sus acciones, y quien haya actuado en la medida del bien lo verá, y quien haya actuado en la medida del mal lo verá”.
[6]“Subrayando en modo particular la simultaneidad de los estados del ser, porque no se conciben como simultáneos, en principio también las modificaciones individuales (...) la existencia no podría ser sino puramente ilusoria (...) el ‘transcurrir de las formas’' en lo manifestado, (...) es plenamente compatible con la ‘permanente actualidad’ de todas las cosas en lo no-manifestado”. (R. Guénon, Los Estados Múltiples del Ser).
[7]“Y yo os digo que de toda palabra vana que hablen los hombres, darán cuenta de ella en el día del juicio” ( Mateo, 12, 36) .
[9]Sobre la cuestión de la memoria y de su sustitución en otros estados o modalidades del ser, con otra facultad análoga pero no más limitada de la sucesión temporal, escribía René Guénon a Coomaraswamy: “Y es cierto que la memoria, en el sentido ordinario es algo que pertenece exclusivamente a ‘este’ mundo (...); por otro lado no es posible entender cómo esa memoria, como tal, podría encontrarse en un estado cuyo carácter no es más temporal; entonces no puede subsistir aquello que le corresponde “intemporalmente”, si se puede decir así, y que por esta misma razón ya no es más una ‘memoria’ ”.
[10]Anthologhion, Liturgia de la Memoria de la Dormición de la Santísima Madre de Dios: “El ángel más poderoso de Dios mostró a los niños cómo la llama impregnó de rocío a los santos y quemó, en cambio, a los impíos”.
[11]En la II Carta de Pedro 3, 7-10, se habla de los “elementos” del mundo que se “disolverán”: “pero los cielos y la tierra que existen ahora, están reservados por la misma palabra, guardados para el fuego en el día del juicio y de la perdición de los hombres impíos. Más, ¡oh amados!, no ignoréis esto: que para con el Señor un día es como mil años, y mil años como un día. El Señor no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca sino que todos procedan al arrepentimiento. Pero el día del Señor vendrá como ladrón en la noche; en el cual los cielos pasarán con grande estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas”.
[12]Isaias 26,19