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viernes, 1 de noviembre de 2019

CONDICIONES POSTUMAS DEL SER HUMANO



Las condiciones póstumas del ser humano


Gianluca Marletta 


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sanatanadharmatradicional



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Extracto del interesantísimo libro titulado "Edén, Resurrección y Tierra de los vivientes: Consideraciones sobre el Origen y el Fin del estado humano", Ed. Hipérbola Janus, 2019.

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Nadie puede redimirse o dar a Dios su precio, por cuánto pagas el rescate de una vida, nunca será suficiente para vivir sin fin, y no ver la tumba.

(Salmos 48,8-10)




“El salario del pecado es la muerte”[1]  escribe el apóstol Pablo. Como hemos explicado, la muerte física, en el sentido que la entendemos comúnmente no tendría sentido alguno más allá de la condición terrena y temporal en la cual el hombre ha caído tras el Edén. La cuestión de la muerte física, sin embargo, no puede prescindir de aquellas cuestiones escatológicas que la doctrina católica llama novísimos, y que concierne a las posibles condiciones del hombre después de la  “crisis”  constituida por la muerte.

En la doctrina católica las condiciones póstumas vienen reasumidas, como es sabido, por la alternativa entre infierno y paraíso y por la idea de que existe una “estancia intermedia”  por la cual el ser realmente destinado a la salvación debe pasar con el propósito de purificarse y perfeccionarse (el llamado  purgatorio).

Nunca como en el caso de los novísimos, sin embargo, el lenguaje religioso se ha visto  obligado a ceder a un cierto reduccionismo simplificador, considerando que la  profundización metafísica de ciertas realidades podría constituir un obstáculo desde la óptica de la catequesis, la cual, corno es comprensible, debe ser dirigida indiscriminadamente a todos y debe ser fácilmente inteligible para cualquiera.  La cuestión de los novísimos, en cambio, es extraordinariamente compleja y susceptible de ideas casi indefinidas,  por  lo que incluso aquí nos veremos obligados  a ocuparnos sólo de algunas cuestiones  dejando de lado  otras cosas.

En primer  lugar, hay  que tener  presente que expresiones  como “infierno” o “paraíso” -que en el imaginario colectivo indican sólo las “prolongaciones” póstumas de la existencia humana- pueden referirse, en realidad, también a la modalidad o estados del ser muy diferentes e incluso -en un sentido que aclararemos más adelante­ no  más humanos. Estas enormes diferenciaciones, en realidad, no son tomadas en cuenta casi nunca por el lenguaje catequético de la religión, sino afirmando que “no todos los Beatos se encuentran en la misma  condición  de cercanía  a  Dios”, o que  “no  todos los condenados  sufren las mismas penas”.

El otro aspecto sobre el cual hay que detenerse es la naturaleza misma de las condiciones post-mortem, que en el lenguaje simbólico de la religión son señalados como  “lugares” (el Paraíso es ubicado “en el cielo”, el infierno “bajo tierra”, etc.), pero que, más bien, deberían  ser considerados como  modalidad es o estados del ser colocados (al igual que el mismo  jardín  del Edén) sobre planos  de la realidad  diferentes de aquel terreno y temporal.

Otro aspecto -que resultará bastante sorprendente para algunos lectores- es que tales estados del ser, si bien alcanzables para la mayor parte  de los hombres solo después de la muerte física., no están, sin embargo vinculados, al menos en principio, exclusivamente a la condición post-mortem: por lo cual pueden existir casos, aunque raros, de seres que, por ejemplo, han reconquistado la condición paradisíaca ya durante la vida terrenal (las Escrituras recuerdan, sobre todos, al patriarca Enoch o al profeta Elías, acogidos directamente en el cielo con el cuerpo y sin pasar  por la muerte corno la conciben y experimentan la mayor parte  de los hombres).

Hay otro aspecto a tener en cuenta, a saber, que las condiciones póstumas, por  cuanto puedan  tener  de analogías, son, sin embargo, únicas para cada individuo singular, pudiendo  definirse  como auténticas proyecciones del mismo individuo. Las condiciones post­ mortem, en efecto, son el resultado directo  de la vida terrenal y, especialmente, de las adquisiciones espirituales obtenidas.

Otro aspecto fundamental, finalmente, deriva de la tradición espiritual en la cual el ser ha estado incardinado durante la existencia terrenal: la pertenencia a una religión más que a otra,  de hecho, condiciona más que cualquier otro factor las prolongaciones póstumas y las condiciones del ser post-mortem. Al mismo tiempo, es solo en un sentido amplio que ciertas condiciones póstumas, así como las propuestas por una religión  particular, también pueden ser aplicadas a quien no forma parte de ellas; porque a cada religión le corresponden posibilidades espirituales muy diferentes que se reverberan en el  post-mortem[2].

No es necesario decir, para terminar, que estando el presente ensayo destinado a la divulgación entre un número relativamente grande de personas,  en los próximos párrafos y capítulos nos ocuparemos casi exclusivamente de las posibilidades póstumas que conciernen  a la generalidad de los seres humanos, dejando al margen casos  particulares que se alejan  del objetivo  y del ámbito de este estudio.



Las condiciones espirituales y el momento de la muerte

El aspecto fundamental que afecta y determina las condiciones póstumas del ser es, sin lugar a dudas, la “condición espiritual” del individuo en el momento de la muerte. Esta “condición espiritual” no viene confundida en la forma más absoluta con los aspectos  totalmente marginales como el llamado “estado de ánimo” o con la “condición psicológico-emotiva”  sino que, por usar un lenguaje teológico, concierne al estado de gracia del ser. La principal distinción que se da en el momento de la muerte  es, por lo tanto, entre  aquellos  que se encuentran  en  la gracia d e Dios (o  participan de  las influencias espirituales que emanan  de la misma Divinidad y que, a través del espíritu, alcanzan  a la individualidad humana) y quien , en cambio, no se encuentra en este estado.

Sobre otro plano, menos esencial pero, sin embargo, más importante, se colocan las obras  y, especialmente, las intenciones  que el individuo ha  manifestado  durante su vida  y en el momento de su muerte: porque  la intención indica, como dice la misma palabra, la actitud  fundamental que el ser ha  tenido en su vida  respecto al Absoluto.

Sobre estos elementos de base se estructuran las indefinidas condiciones post-mortem del ser: muy diferente, de hecho, será el destino de quien durante la propia existencia ha “cultivado los talentos espirituales” que le han sido dados, purificándose y elevándose mediante la Gracia, de quien -como simple “salvado”- posea en el momento de la muerte solo una “semilla espiritual” que podrá desarrollarse (sucesivamente y, a menudo, dolorosamente) en las prolongaciones póstumas; mientras es del todo incomparable la diferencia existente entre el último de los “salvados” y quien no estando en estado de Gracia, se ve destinado a perderse  irremediablemente en los estados inferiores del ser.

Para los Santos que han realizado elevados  niveles espirituales, en realidad, la muerte  no es sino un pasaje inmediato al  nivel que ellos han poseído virtual o efectivamente ya en vida. Para  ellos, la condición  paradisíaca y edénica se realiza en el momento  mismo de la muerte, mientras que los más grandes entre ellos alcanzan estados del ser todavía superiores y próximos a la Divinidad en aquella jerarquía indefinida  de cualidades que, por ejemplo, un Dante  describe poéticamente con la imagen  de los varios «cielos» y el Paraíso.

Para  la mayor parte  de los “salvados”, en cambio, el momento de la muerte  coincide  con el retorno del ser  al mundo intermedio (aquello  que la Biblia  llama  Sheol) , donde  el ser que fue hombre debe manifestar y agotar las posibilidades negativas acumuladas durante la existencia terrenal (Purgatorio), antes  de reconquistar el Estado  Primordial y paradisiaco. Este  paso a través  del mundo intermedio es, en realidad, cualquier  cosa menos “indoloro”  y puede ser más o menos prolongado dependiendo de las obras completadas o del estado espiritual del individuo.

La posibilidad más temible, finalmente, es aquella propia de quien, no habiendo  conseguido la “salvación”,permanece aprisionado indefinidamente en las prolongaciones dolorosas y terribles del estado humano y entonces, una vez agotadas estas posibilidades, se ve obligado  a hundirse en los estados inferiores del ser (infierno).



“Sus obras le siguen”. La permanencia atemporal de las  posibilidades individuales

Un primer aspecto útil para comprender, en la medida que sea posible, algunas  características del  post-mortem es que el momento del paso del mundo terrenal al mundo intermedio coincide, antes que con cualquier otra cosa, con el paso de una dimensión  temporal a una dimensión  atemporal.

La dimensión atemporal, corno ya hemos señalado, no significa dimensión eterna (la  verdadera y justa  Eternidad solo es compatible con el Infinito divino), sino, más simplemente, el paso a una dimensión donde el antes y el después así como son entendidos por la conciencia  terrenal, no tienen  más sentido.

Una analogía bastante adecuada puede hacerse con la condición del sueño, no por  casualidad cercana en muchas tradiciones a la condición post-mortem[3] los límites temporales se anulan, la causalidad ya no está rígidamente determinada y las posibilidades  no se manifiestan en función de una  lógica lineal.

La consecuencia de este paso a la a-temporalidad es, entre otras, aquella  de que  las  varias posibilidades y los diferentes “accidentes” manifestados en el curso de la  existencia temporal aparecen simultáneamente: ya no hay  un  antes y un  después,  sino que  toda la manifestación individual del ser está comprendida en un solo instante y aparece  subjetivamente  disuelta por el tiempo.

En el libro del Apocalipsis, está escrito que los Beatos descansarán de sus  esfuerzos  porque  “sus  obras  les siguen”[4];  pero por analogía, este principio puede ser aplicado no solo a los Beatos sino a todos  los seres que atraviesan la puerta de la muerte. El mundo intermedio, el Sheol, el “país del polvo”, es, de hecho, el lugar donde los “gérmenes de la manifestación” son conservados indefinidamente: de modo que para el ser que lo alcanza, cada  momento de la vida pasada ( pero sería  necesario decir,  mejor todavía, vida “anterior”, porque  las categorías temporales aquí ya no son válidas), aparece en su unidad: el instante del nacimiento  y aquel de la muerte,  la niñez y la senectud , las obras  justas completadas por  Dios y en Dios y aquellas  malvadas completadas sin  Dios y contra Su ley, no son disociadas en diferentes  momentos,  sino que aparecen  como partes de la misma realidad.[5]

Los variados accidentes y eventos de la existencia individual, de hecho, no son otra cosa que manifestaciones (en el tiempo) de las posibilidades que preceden al nacimiento del individuo: no todas estas posibilidades, evidentemente, se realizarán en el curso de la existencia terrenal –y es en éste ámbito en el que se lleva a cabo la posibilidad de la “elección” individual- pero aquellas realizadas permanecen tras la muerte en una condición  no más temporal[6]. Y es justo a partir de la permanencia atemporal de todos los accidentes y de todas las posibilidades manifestadas del individuo cuando se ilumina el concepto religioso de “juicio” o la idea de que cada acción o palabra proferida por el hombre deberá tenerse  en cuenta.[7]

Además, en esta condición también las posibilidades relacionadas con la dimensión “grosera” deben permanecer necesariamente, porque el “cuerpo” -en la medida  que puede ser una realidad  “exterior”- es, sin embargo,  un aspecto del ser. Esta permanencia de las  posibilidades corporales -aunque  en estado “potencial” y no en acto- es el presupuesto que explica la posibilidad de la Resurrección. En la tradición hebrea, a tal propósito, se habla de la Luz (literalmente “almendra” o “avellana”) que “es el nombre que viene dado a la ‘simbólica’ partícula corpórea indestructible, representada como un hueso durísimo,  partícula a la cual el alma permanecería vinculada después de la muerte y hasta  la resurrección. Como la avellana contiene el germen, y como el hueso contiene la médula,  esta luz contiene los elementos virtuales necesarios para la restauración del ser, ésta actuará bajo la influencia del ‘rocío celeste’, vivificando los huesos  desecados”[8].

Otro aspecto importante a subrayar respecto a la condición de atemporalidad es que, en esta  modalidad del ser, no se puede hablar en el sentido propio de una “memoria” del individuo (porque la memoria presupone necesariamente un antes y un después y un sucederse de acontecimientos que son “recordados”), sino que esta facultad temporal es sustituida por la facultad correspondiente donde los acontecimientos -o mejor, las posibilidades individuales manifestadas- son percibidas simultáneamente o sin una sucesión.[9]


Juicio individual  y juicio universal

Según la doctrina católica, que sobre este punto está en perfecta sintonía con otras muchas tradiciones espirituales, es en el inmediato postmortem cuando tiene lugar aquel acontecimiento definitivo y terrible  que es el “juicio individual” (distinto al  “juicio universal” que acontecerá, en cambio, en el fin “de este mundo” y que afectará a cualquier aspecto de la presente  creación) . 

El concepto de atemporalidad aclara como tal evento es posible: con el paso de la modalidad temporal a aquella no temporal, de hecho, la individualidad no tiene más posibilidad de cambiar; fuera del tiempo, todas las posibilidades realizadas ya no aparecen como una sucesión indefinida, sino coexistente. Y es en este Instante que, ante la Divina Presencia, tiene lugar aquel gran discernimiento entre posibilidades “positivas” y “negativas” que el lenguaje religioso define como Juicio. Ante la Presencia Divina, de hecho, la manifestación de los seres en las posibilidades realizadas  en vida no es idéntica: y es este el “terrible discernimiento” del cual habla el lenguaje religioso: entre salvados, condenados,  y aquellos que, habiendo  conseguido la salvación,  deberán “agotarse” dolorosamente en las consecuencias de las propias  obras en aquellas prolongaciones póstumas que la tradición católica define como Purgatorio. Los actos negativos que no han sido “repuestos” o “eliminados” -y es en este sentido exacto de la “remisión de los pecados”, como se  “borran” los actos completados; pero no en e4l mundo del devenir terrenal sino en el mundo  intermedio- permanecen también después  de la muerte en la atemporalidad del Sheol y son purificados dolorosamente. 

No hace  falta decir que  el ser individual  ahora ha  pasado a un  modo atemporal, y nada  puede hacer ya para cambiar su destino, mientras que pueden tener  una cierta importancia los actos sagrados de quien todavía vive en el mundo temporal (y es desde este  presupuesto que se evidencia  la importancia de las oraciones y los ritos por los difuntos).

En presencia de la Divinidad, un mismo Juez juzga a cada ser, una misma Luz ilumina cada posibilidad y cada obra completada, pero esto hace que cada ser perciba esta Luz como “amiga” o como “enemiga” en función de su naturaleza. En la liturgia cristiano­oriental se afirma que,  en el momento del Juicio, “la misma  llama impregna  de rocío a los santos  pero quema a los impíos”[10].

Aquello que sucede a nivel individual en el post-mortem ocurrirá analógicamente -pero esta vez a nivel macrocósmico- en el instante del Juicio Universal, que tendrá lugar al término del ciclo terrenal del mundo. El mundo material, llegado al término de sus posibilidades,  será aniquilado y transformado[11], todas  las posibilidades manifestadas en el curso del ciclo se encuentran co-presentes en el mismo Instante y las posibilidades “positivas” son  transfiguradas  y elevadas -la  tierra  del devenir y de la muerte retorna  a la Tierra Verdadera, al Edén del cual ella no es sino un reflejo­ mientras que aquellas  “negativas” son “quemadas en el estanque de fuego”  de la disolución  infernal.

El  momento del Juicio Universal coincide, por lo demás, con aquel de  la Resurrección de  los Cuerpos, porque en el momento en el cual todas las posibilidades del ciclo se vuelvan  a manifestar instantáneamente, en ellas también estarán comprendidas las “posibilidades corpóreas” de los individuos  singulares.

En  el libro del profeta  Isaías está escrito:

“De nuevo vivirán tus muertos, surgirán sus cadáveres, se despertarán y se regocijarán cuantos yacen en el polvo. Sí, tu rocío es rocío de luz, la tierra dará luz  a las sombras.”[12]

En el libro de  Daniel, las convulsiones finales del mundo son descritas de una forma muy detallada: a la “batalla final” entre las fuerzas de la luz y aquellas de las tinieblas le seguirá  de inmediato el Juicio y la resurrección de los seres del “polvo” (es decir,  de aquel mundo  intermedio  donde éstos  permanecen  de forma potencial) :

“En aquel tiempo surgirá Miguel, el gran jefe, el defensor de  los hijos de tu pueblo; será un  tiempo  de angustia, como nunca lo ha habido desde que surgieron las  naciones hasta aquel tiempo: y en aquel tiempo tu pueblo será  salvado; todos aquellos  que se hallen escritos en el libro. Muchos de aquellos que duermen en el polvo de la tierra se despertarán; los unos por la vida perenne, los otros por la vergüenza y por una infamia perenne. Los unos resplandecerán, como el resplandor del firmamento, y aquellos que hayan enseñado a muchos la justicia, como las estrellas en lo eterno”.


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[1]Romanos 6,23

[2]Es solo en un sentido amplio, por ejemplo, que las categorías póstumas de infierno y paraíso  propias de las tradiciones  monoteístas pueden ser aplicadas  a los miembros de tradiciones muy diferentes, como aquellas orientales. Y no por casualidad, desde este punto de vista,  los monoteístas abrahámicos practican el rito de la inhumación del cuerpo allí donde Hinduistas y Budistas  generalmente  practican la incineración. Un signo evidente, más allá  de las contingencias históricas, de una diferente visión e importancia atribuida  a la individualidad humana que también se refleja en diferentes posibilidades en el post-mortem.

[3]No es fruto del azar que, en los Evangelios, cada  vez que Jesús  habla de la muerte  lo hace comparándola  con la condición  del “sueño”. Véase, sobre todo, el episodio de Lázaro: “Entonces él habló y luego agregó: ‘Nuestro amigo Lázaro duerme;  mas voy para  despertarle’. Le dijeron entonces los discípulos: ‘Señor, si duerme,  sanará’. Jesús hablaba de la muerte  de él, ellos, en cambio,  pensaron que se refería al descanso del sueño. Entonces  Jesús les dijo abiertamente: ‘Lázaro ha muerto’ ” (Juan 11, 14).

[4]Apocalipsis 14,13

[5]En  la tradición  islámica, nos referimos  al  versículo del  Corán,  Sura 99 (Az-Zalzalah, el terremoto), donde está escrito: “En aquel día, los hombres, en grupos, se levantarán para ver sus acciones, y quien haya actuado en la medida del bien lo verá, y quien haya actuado en la medida del mal lo verá”.

[6]“Subrayando  en modo particular la simultaneidad de los estados  del ser, porque no se conciben como simultáneos, en principio también  las modificaciones individuales  (...) la existencia no podría ser sino puramente  ilusoria (...) el ‘transcurrir de las  formas’' en lo manifestado,   (...) es plenamente  compatible con la ‘permanente actualidad’ de todas  las cosas en lo no-manifestado”.  (R. Guénon,  Los Estados Múltiples del Ser).

[7]“Y  yo os digo que  de toda palabra  vana que hablen  los hombres,  darán cuenta de ella en el día del juicio” ( Mateo, 12, 36) .

[8]R. Guenon, El Rey del Mundo.

[9]Sobre  la cuestión  de la memoria y de su sustitución en otros estados  o modalidades  del ser, con otra  facultad  análoga pero no  más limitada de la sucesión temporal, escribía René Guénon a Coomaraswamy: “Y es cierto que la memoria, en el sentido ordinario es algo que pertenece exclusivamente a ‘este’ mundo (...); por otro lado no es posible entender cómo esa memoria, como tal, podría  encontrarse  en un estado cuyo carácter no es más temporal;  entonces no puede  subsistir aquello que le corresponde “intemporalmente”, si se puede decir así, y que por esta misma razón ya no es más una ‘memoria’ ”.

[10]Anthologhion,  Liturgia de la Memoria  de la  Dormición  de  la Santísima Madre  de Dios:   “El ángel más  poderoso de Dios mostró  a los  niños cómo la llama impregnó de rocío a los santos  y quemó, en cambio,  a los impíos”.

[11]En la II Carta de Pedro 3, 7-10, se habla de los “elementos” del mundo que se “disolverán”: “pero los cielos  y la tierra que existen  ahora,  están reservados por  la misma  palabra, guardados para  el  fuego en  el día  del  juicio y de  la perdición  de los hombres impíos.  Más,  ¡oh amados!,  no ignoréis  esto: que para con  el Señor  un  día es como mil años,  y mil años como un día. El Señor  no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros,  no queriendo que ninguno perezca sino que todos procedan al arrepentimiento. Pero  el día del Señor  vendrá  como ladrón en  la noche; en el cual los cielos pasarán con grande estruendo, y los elementos ardiendo  serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas”.

[12]Isaias 26,19