LA DOCTRINA DEL «CUERPO INMORTAL»
(dharmakaya)
"EA" - Julius Evola
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Capítulo VII de “La magia como
ciencia del espíritu”. Grupo de Ur. Ediciones Heracles, 1996.
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La enseñanza iniciática acerca de
la inmortalidad no se encuentra privada de relación con la doctrina del triple
cuerpo, que queremos tratar brevemente aquí. En primer lugar se debe resaltar
que la palabra «cuerpo» es usada analógicamente para designar «sedes» que la
conciencia puede asumir de acuerdo a una posibilidad que sin embargo trasciende
a la de la gran mayoría de los hombres. Por tal causa es de destacar aquí que
tal doctrina, como cualquier otra del esoterismo, posee una verdad tan sólo en
el ámbito iniciático. Hablar de ella en relación con el hombre común no posee
ningún sentido: para éste no existen ni los tres, ni los siete, ni los nueve
«cuerpos», ni cuantos otros ame imaginar el teosofismo, sino que existe
simplemente su estado humano de conciencia condicionado por la correlación con
el organismo físico.
Pero digamos más: el hombre ve
este organismo, lo palpa, lo describe, tiene de él sensaciones y realizaciones,
etc.; pero en realidad él no conoce (en el sentido nuestro de «Conocer») de
éste prácticamente nada. Así como a alguien se le escapa el poder por el cual,
ante su mando, un brazo se mueve (y de ello él se da cuenta sea en el caso de
una semiparálisis o de una molestia nerviosa), del mismo modo se le escapa
aquel por el cual el corazón late. Así pues para él el cuerpo es en grandísima
parte una incógnita, una entidad enigmática en la cual misteriosamente se
despierta y al cual se encuentra vinculado.
Quien, en vez de ello, encontrara
la vía para llevar una luz a esta zona profunda y misteriosa, se encaminaría al mismo tiempo hacia el
«conocimiento» de los diferentes cuerpos, del cual habla el esoterismo. Los
cuales, podemos ya decirlo desde ahora, no son otros cuerpos, sino más bien otros
modos de vivir aquello que se manifiesta sensorialmente como cuerpo visible. Y
son otras tantas fases de la Obra. Hemos mostrado[1] que la efectiva
inmortalidad tiene por condición una conciencia llegada a aislarse y a
mantenerse afuera del apoyo y de la condición del organismo psico-físico. Quien
ha llegado a ello está virtualmente «fuera de las aguas», y el venir a menos
del cuerpo, aun ligándose ello a una crisis, se convierte para él en un hecho
de importancia relativa.
Se ha hablado también de la
posibilidad en este punto de dirigirse hacia la Gran Liberación. La vía para
ello es la de desvincularse de todas las determinaciones reales, de todas las
determinaciones posibles, de despojo en despojo, de desnudez en desnudez, hasta
que, cayendo definitivamente el involucramiento hacia las cosas por una
absoluta integración en la «ipseidad», la fórmula «ego sum» es superada, el
«Sum» se disuelve y se resuelve en el «est». Tal es el punto de la «Identidad
Suprema» en el nirvana budista, del «Uno» plotiniano: «vacío como un vaso en el
aire». «Lleno como un vaso en el océano», se dice en el Hatha Yoga.
Aparte de ello existe la
posibilidad mágica de quien, una vez realizado el desapego, retoma contacto con
el mundo manifestado e intenta asumir y adueñarse plenamente, en todos los
elementos y los procesos, de la forma que le había antes servido de base para
su vida de hombre. La acción se conduce aquí sobre aquello que, en tal punto,
se podría bien llamar el cadáver; de allí que en la tradición extremo-oriental
se utilice la expresión «solución del cadáver» para la Obra. Pero, en virtud de
las relaciones esenciales que vinculan el macrocosmos con el microcosmos, una acción
tal, se conduce de hecho sobre las jerarquías que mandan a los varios elementos
de la naturaleza en general. Como punto de partida debe nuevamente hacerse
presente que la individualidad de la gran parte de los hombres es una ficción;
su misma unidad es ficticia y precaria, la de un simple agregado de fuerzas y
de influencias, que de ninguna manera pueden ellos considerar como propias. Ya
este punto fue esclarecido por Abraxa[2] .
Las fuerzas de las cuales el
hombre depende son en primer lugar de orden orgánico, en segundo lugar de orden
psíquico. A las segundas se vincula todo aquello que posee relación con
pasiones, sentimientos, creencias, afectos naturales, tradiciones, vínculos de
sangre, y así sucesivamente. El hombre común no debería nunca decir: «Yo amo»,
sino en vez: «El amor ama en mí». Así como el fuego se manifiesta en las
diferentes llamas cuando las condiciones necesarias están presentes para ello,
del mismo modo el amor -para decirlo mejor: el ente del amor- se manifiesta en
los diferentes seres que aman, al modo de una cosa que trasciende y transporta
y respecto de la cual ellos son en mayor o menor medida pasivos. Puede decirse
lo mismo respecto del odio, el miedo, la piedad, etc. Además, toda nación, religión o institución
tradicional posee su «ente», y la reacción instintiva y profunda ante un
insulto a la patria, a la fe, a la costumbre, es la reacción de tales entes, y
muy poco, tal como habitualmente se cree, una reacción individual, la reacción
propia de un Yo diferente y autónomo.
Aun en menor grado se es uno
mismo descendiendo en las profundidades
del ser orgánico: sistema sanguíneo, endocrino, nervioso; sueño, hambre, etc. En
los distintos sujetos todo ello representa un elemento trascendente y
colectivo, del cual es demasiado evidente que otro, en vez que el Yo singular,
es el principio activo y director. El Yo se apoya en todo esto, y no es ni
domina todo esto. Es así como su vida individual es una ilusión que perdura
hasta que el nudo contingente de equilibrio que hace relativamente estable y
uno su ser psico-fisico no se disuelva, y las diferentes fuerzas agregadas no
sean reabsorbidas en los respectivos «entes»; los cuales, no es que estén en
algún lugar inverosímil sino que están presentes en los pensamientos, en las
acciones, en las pasiones, en las creaciones, en las mismas funciones y en los
mismos órganos corporales de los hombres. Ellos se compenetran invisiblemente y
dirigen gran parte de lo que se denomina ‘vida ordinaria’.
Por ello quien quiere comenzar a
vivir, debe antes morir, despegándose de un semejante entrecruzamiento de
influencias y de dependencias y haciendo suyo el principio de una vida que es
por sí misma. La «muerte iniciática» de la cual se ha hablado, constituye para
el hombre el primer elemento de esta nueva vida contra la cual la muerte no
podrá nada. Pero si la inmortalidad no debe sólo ser la dilatación de la
conciencia; si en vez de ello esta conciencia pretende articularse en formas de
acción y de expresión apropiadas a uno y otro plano, entonces es necesario que
este elemento libre y sobrenatural comunique su cualidad a los diferentes
principios y a la diferentes fuerzas presentes en el compuesto humano. Tal es
en esencia la teoría del ‘cuerpo mágico’, o ‘cuerpo de resurrección’. Se trata
efectivamente de crearse de nuevo el cuerpo, de recorrer todo el místico y
oscuro proceso por el que el mismo se organizó, o para decirlo mejor, por el
que fue organizado, y luego prestado a un Yo; pero ahora recorriéndolo desde lo
alto del principio que ha vencido la muerte y que es por sí mismo. Los estadios
sucesivos de este proceso están constituidos por la toma de relación con los
diferentes entes, antes psíquicos, luego cósmicos (dioses, que tienen el
señorío sobre los seres humanos y que actúan en sus cuerpos y en sus mentes; entes
sobre los que el iniciado, en este orden de operaciones, debe reafirmar su
propia autonomía, plegando bajo sí aquellas fuerzas propias que eran su
presencia en el organismo. La «vestimenta de gloria» de los Gnósticos, en lugar
de la «forma de servidumbre» sería la consagración última de quien atraviesa
victoriosamente esta serie de pruebas, emancipándose plenamente de las esferas
del «Hado» y del dominio de los diferentes «Regentes» y «Arcontes».
El ‘cuerpo inmortal’ es en primer
término un cuerpo simple, no compuesto, en la medida en que el principio que lo
invade y lo domina plenamente es simple y sustituye la multitud, muchas veces
antagónica, de las influencias y de los poderes que dominaban el ánimo y el
cuerpo humano. Este, puede decirse, es un hecho de conciencia y de potencia, y
no más de materia. En efecto, es propio de la enseñanza tradicional el
considerar a la materia no como un principio distinto, sino coexistente con el
espíritu. Ella es simplemente aquello que hay de inerte, de pasivo y de
inconsciente en el espíritu; como tal, ella puede ser siempre «resuelta» o
«reducida», y éste es precisamente el caso del «cuerpo mágico». Para ayudamos
con una analogía, piénsese en aquello que acontece en los denominados «reflejos
ideo-motores»: si nos disponemos en un estado de completa relajación y se crea
una vívida y fija imagen de la elevación del propio brazo, nos encontraremos
efectivamente con el brazo alzado, en virtud de un poder directo suscitado por
la imagen, sin que se haya actuado por esfuerzo de enervación. Concíbase ahora
algo similar para todo el cuerpo: o sea que todo el cuerpo, en la intimidad de
sus fibras, en todos sus órganos, funciones y movimientos, sea asumido en la
mente por medio de una imagen absoluta y radiante. El cuerpo entonces no
existiría más como cuerpo; por su sustancia y base tendría únicamente esta
mágica imagen: sería un cuerpo recto, movido y vivificado por la mente. Sus
órganos se resolverían en símbolos e ideas plasmadoras, que son las
«signaturas» astrales o «nombres» de los entes a los cuales corresponden. De
allí la denominación de manomayakaya (cuerpo hecho de mente) dada en
Oriente al «cuerpo inmortal», denominado también mayavi-rupa, es decir,
forma aparente.
La razón de esa expresión es
clara. En este punto en efecto es el cuerpo el que va a apoyarse sobre el Yo, y
ya no más el Yo sobre el cuerpo. Si el Yo por un instante pudiese venir a
menos, también se derrumbaría el cuerpo. El Yo ahora lo ha tomado sobre sí, y
sostiene y manda a través de la potencia de la propia mente todo su peso, al
igual que para la conciencia ordinaria acontece con un pensamiento común.
Retirar de él la imagen, dejar de pensarlo, significaría pues hacerlo
desaparecer sin el residuo de un cadáver (operación conocida en el Taoísmo con
el término de s'i kiai = solución del cadáver).
En este capítulo se dice acerca
del símbolo de la «Sal» que, en el hermetismo, designa habitualmente el cuerpo, el elemento
corpóreo. La sal es lo fijo, es el elemento «necesidad», la cualidad de aquello
que resiste al «Fuego» y que no se puede cambiar. Prisión del «Azufre durmiente».
El «redespertar» de éste produce sin embargo una virtud que reacciona sobre el
mismo y puede reducirlo, resolverlo en estado volátil en un modo de ser al que
le sean propios los caracteres de libertad y transformación del aire. Del mismo
modo, la «Vestimenta de gloria» de los Gnósticos era identificada con el
«cuerpo de libertad» (término retomado por San Pablo), y su correspondencia en
el budismo mahayánico es el nirmanakaya, que puede traducirse justamente
por «cuerpo de las transformaciones»). En otras palabras, el cuerpo regenerado,
más que un cuerpo es un poder, o, para decirlo mejor, es el cuerpo en estado de
poder: el mismo coincide con la libre posibilidad de manifestarse de un cuerpo,
y no necesariamente en éste y no en otro, o sólo sobre el plano terrestre. La
facultad de la palabra es mía en cuanto puedo plasmarla y manifestarla como
quiero, o también suspenderla en el silencio. En esta misma relación, el adepto
que se ha dedicado a estas aplicaciones llega a encontrarse con el propio
cuerpo: él hace de él lo que quiere, puede proyectarlo en una forma o bien en
otra, hacerlo aparecer o desaparecer sin que él mismo cambie en semejantes
transformaciones. Es por esto por lo que en la misteriosofía helénica se
encuentra la expresión seminarium
para el cuerpo mágico: por el hecho pues de que éste no es un cuerpo particular
y fijo, sino más bien la posibilidad activa, la semilla para infinitos cuerpos
susceptibles -a nivel de principio- de ser formados y «proyectados» por la
sustancia mental a través de una adecuada transformación.
Ello no debe sin embargo hacemos
pensar que el ‘cuerpo mágico’, puesto que es aparente (mayavi-rupa), sea
irreal. Todo lo que se ha dicho no se refiere a las cualidades físicamente
constatables de tal cuerpo que, bajo este aspecto, en una particular aparición
suya, podrá resultar igual a un cuerpo humano mortal cualquiera; sino que se
refiere solo a la función, transformada de pasiva en activa, de necesaria en
libre, según la cual el conjunto de tales cualidades se encuentra respecto del
poder central. El hecho de que una cosa sea reducida a mi poder no la hace para
nada irreal, sino supremamente real. Un cuerpo en el cual no hay más «materia»
y que por ende es «aparente» o «mental», significa simplemente un cuerpo en el
cual no hay más nada que resista al espíritu y que está simplemente «dado» al
espíritu; que por lo tanto es un acto perfecto. La transformación no es
material, sino sustancial, en el sentido en el que este término es usado en
teología cuando se sostiene acerca de la eucaristía la identidad y conservación de atributos
sensibles en la partícula, y sin embargo ha habido una transformación esencial.
Es justamente una transubstanciación[3] .
El ‘cuerpo mágico’ es
invulnerable e inmortal, subyaciendo a alteración y a corrupción sólo aquello
que es compuesto y dependiente[4] . A él le
corresponde el término de vajra, es decir, «diamante-fulgor», casi como
una cosa adamantina, incorruptible, y hecha de potencia y de luz fulmínea. El
«cuerpo ígneo» o «radiante», en el neoplatonismo posee el mismo significado y
remite a una doctrina análoga.
En fin, pensar en un lugar, ser
de presencia real –efectiva- en aquel lugar, es una virtud no milagrosa, sino
natural para un cuerpo reabsorbido en la mente (o de aquello que del mismo ha
sido reabsorbido en la mente); para un cuerpo sostenido únicamente por su
propia imagen. El mismo está allí donde está la mente.
Con respecto a los particulares,
el «cuerpo inmortal» ha sido también llamado «triple cuerpo», y, quien lo
lleva, el «Señor de los Tres Mundos». Técnicamente, el punto de partida es el
estado de «desnudez» realizado a través de la muerte iniciática y transferido
de los estados extra-corporales al estado terreno del iniciado.
La primera operación entonces es
pasar a una relación directa con aquello de lo cual el mundo de los
pensamientos, de las representaciones y de las mismas emociones constituye un
simple y atenuado reflejo particularizado. A tal respecto es necesario proceder
a la «extracción del mercurio», que en primer lugar es la realización del
estado «sutil» o «fluídico», el cual opera justamente como mediador entre los
dos mundos, entre el de la exterioridad sensible y el de la inmanencia solar.
Por medio de este estado es posible tomar contacto con fuerzas profundas encadenadas
en el organismo -sucesivamente en el sistema sanguíneo, en el sistema
glandular, en el sistema reproductivo- y que tienen esta doble correspondencia:
1) reino animal, reino vegetal, reino mineral; 2) estado de ensueño, estado de
sueño, estado de muerte aparente.
Para esclarecer esta
correspondencia recordaremos la enseñanza de que los símbolos o «nombres» que
se despiertan transformando en supra-consciencia aquello que en el hombre
vulgar es, por ejemplo, sueño, revelan los "arquetipos" de las diferentes
especies animales, es decir de los entes que dominan las distintas especies
animales; los diferentes individuos de las cuales son como corpúsculos de sus
"cuerpos". Tales son los llamados ‘animales sagrados’ o ‘vivientes’
con los que el iniciado se "casa", sellando con estas nupcias su
primer cuerpo. Lo mismo ha de decirse para los otros dos estados, en el último
de los cuales viene al acto la forma creativa originaria, o ‘dragón’ (aquel que
el Sepher Yersirah ubica en el «centro del universo, como un Rey en su trono»),
Fuego Sagrado, «Ur», o kundalini. Llevada sobre varios “centros”, ella
da en acto la jerarquía septenaria (los siete planetas, los siete ángeles,
etc.), y ello significa extender la «resurrección mágica de la carne» al plano
trascendental y por ende convertirla en absoluta.
Entonces ella retoma, en primer
lugar, el mundo de las formas y de los seres finitos sujetos a generación y
corrupción, es decir el mundo causado o naturado, y en correspondencia -para
usar la termmología mahayánica- hace resplandecer el nirmanakaya, el
cuerpo mágico o aparente, capaz de transformación, y de apropiada acción. En
segundo lugar retoma el mundo intermedio de los «elementos elementalizadores»,
de aquello que tiene forma y no tiene forma, del «sonido espiritual» y, en
correspondencia, es la esencia hecha de plenitud, de libre goce, de radiación
del sambhogakaya, «cuerpo» invisible, puramente intelectual. En tercer
lugar retoma el mundo hecho de iluminación y de «vacío», que es y no es a un
mismo tiempo, incontaminado, trascendente, y, en correspondencia, da en acto el
dharmakaya, el «cuerpo» supremo asociado al Vajra-dhara, al
«Señor del Centro», inconcebible; también denominado svabhavakhaya, es
decir, puro modo de lo que está en sí mismo[5].
Pero este cuerpo uno y triple es
el mismo «cuerpo inmortal» del «Señor de los Tres Mundos».
*
[1] Ver “El problema de
la inmortalidad” (EA – Julius Evola) http://sanatanadharmatradicional.blogspot.com.es/search/label/El%20problema%20de%20la%20inmortalidad
[2] Ver “El
conocimiento de las aguas”. Abraxa. En “Introducción a la Magia”. Grupo de Ur.
[3] El hermetismo
alquímico conocía el dicho: "Transmutemini de lapidibus mortuis in
vivos lapides philosophicos" ("De piedras muertas, transmútense
en vivas piedras filosofales"), siendo aquí la piedra un símbolo
recurrente para el cuerpo: en Theatr.Chem., 1602,1, pág. 267). Pedro Bono
alquimista (en “Margarita pretiosa”, en Manget, II, págs. 29 y sig.) dice:
"Los antiguos alquimistas por su arte supieron acerca de la llegada del
fin del mundo y de la resurrección de los muertos. Puesto que el alma [a través
de la obra hermética] es nuevamente vinculada, en lo eterno, a su cuerpo
originario. El cuerpo se convierte totalmente en glorificado e incorruptible y
de una sutileza casi increíble, compenetrando toda densidad. Su naturaleza será
tan espiritual como corporal. Los antiguos filósofos (hermetistas) han visto el
Juicio Universal en este Arte, es decir en la germinación y en el nacimiento de
su piedra, puesto que en ella se realiza la reunión del alma a glorificar con
su cuerpo originario en una eterna gloria".
[4] Hipócrates
escribió: «Si el hombre fuese uno no estaría nunca enfermo» y «No se puede
concebir causa de enfermedad en aquello que es uno». Y De Maistre, citando
estas sentencias (Sur les sacrifices, 1924,11, 288) agrega justamente: «Una tal
máxima luminosa no posee un valor menor en el mundo moral».
[5] Acerca de la
doctrina mahayánica del trikaya o «triple cuerpo», véase a L. D. LA
VALLE Poussin, “Studies in buddhist Dogma” en Journal of the Asiatic Society,
1906, pg. 943 Y s1g.; P. MASSON-OURSEL, “Le trois corps du Bouddha”, en Journal
Asiat., mayo 1913; G.R.S. MEAD, en The Theosophical Review, v. 39, págs. 289 y
sig.