EL DESAFÍO QUE PRESENTAN ENTRE SÍ CRISTIANISMO Y ADVAITA
Swami Abishiktanada
(Henri Lesaux)
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Extracto del libro de Swami Abishiktanada
(Henri Le Saux) titulado “Saccidananda:
A Christian Approach to Advaitic Experience” (63-65). Delhi: ISPK, 1977. Traducción
inédita al castellano: Roberto Mallon Fedriani.
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Para el Hombre que tiene la experiencia
directa de lo Real nada permanece excepto la Luz desnuda y no compuesta del Ser
mismo. Un día alguien preguntó a Ramana Maharishi por qué Cristo enseñó a sus
discípulos que debían darle el nombre de ‘Padre’ a Dios. Él contestó: “¿Por qué
no se le debería dar un nombre a Dios mientras Dios permanece como otro?” Una
vez que el hombre ha realizado la Verdad, ¿qué sitio queda para algo como un ‘yo’,
o un ´´Tu´, o un ´Él? ¿Quién queda ni siquiera para susurrar: “¡Oh Señor solo
Tú eres; yo soy nada.” En la luz cegadora de esta experiencia no hay lugar
concebible para ningún tipo de diferenciación; no hay nada sino a-dvaita,
“no-dos”.
El cristiano es sin duda también consciente
de que Dios está en él –no meramente de que venga a él (Juan 14:23; Apoc. 3:20)
–, y de que cada centro de su alma es el lugar donde mora Dios. Él también sabe
que Dios está en todas las cosas, y con el fin de encontrar a Dios busca
sumirse profundamente en sí mismo y dentro de todas las cosas en busca de su secreto final y el del suyo propio. Cuanto más
hace esto más descubre la verdad de la presencia de Dios, cada vez más
luminosa, más elemental. Entonces busca en las profundidades de su corazón un
lugar en donde –por decirlo así– pudiera mantenerse y contemplar Su Presencia,
el sanctum interior desde donde su propia individualidad incomunicable mana
del Ser mismo y viene a la existencia. Él busca esa fuente interior desde donde
brotan su vida y existencia personal a fin de manifestarse en el plano exterior
del cuerpo y del intelecto. Él busca ese punto excelso de su consciencia, esa “cúspide”
del alma en donde más realmente que en ningún otro lugar puede encontrarse a sí
mismo en presencia de Dios, cara a cara con su Padre, allí donde él puede ser
un Yo diciéndole ‘Tu’ a su Dios. Incluso si debe ser consumido en el abrazo
divino al que anhela el Espíritu que está en él (Canto de Salomón 1:2), quiere
al menos percibirse a sí mismo en el momento de arrojarse a este fuego, y ser
capaz de decirle a Dios, “Yo me entrego a Ti”.
Pero ¡Ay!, cuando trata de
mantener su posición en los últimos recovecos de sí mismo, ¡encuentra que Dios
está ya allí! Entonces busca en vano volver sobre sus pasos para poder
retirarse en sí mismo e intentar salvar al menos algo de su propia existencia
personal separada: al igual que Moisés y Elías quiere esconderse en alguna grieta
de la roca desde donde poder contemplar a Dios. Sin embargo, incluso las “cavernas”
más recónditas e inaccesibles de su corazón aparecen ya ocupadas, y la
oscuridad en la que él hubiera esperado salvar su existencia personal de la aniquilación
en el Ser está ya en llamas con la gloria de Dios. Aun así, él lucha
desesperadamente por proferir un “yo”, un “tu”; pero ahora ningún sonido se
deja escuchar, pues ¿de dónde podría provenir? E incluso si por
cualquier medio este “yo” se pudiera llegar a pronunciar, se sumergiría
inmediatamente en el único Yo Soy que llena la eternidad… el trueno de Sinaí,
la inmensidad de las aguas de las que hablan los Salmos. Le ocurre como al marinero
náufrago que, sacudido de ola en ola, vaga en alta mar luchando en vano contra
la corriente que lo gobierna y lo arrastra. Todo ha terminado en él, pronto no
habrá ningún “yo” para ser consciente de ninguna experiencia, menos aún para
ser consciente de que todas las experiencias posibles ya han terminado. No
queda nadie para decir “Yo he pasado más allá, me he perdido a mí mismo.” No
queda nada aparte de ese Consciencia misma, pura y sin mezcla: Esto (tat)…
eso (sat)… OM – “OM tat sat”, como se dice en la Gita (17:23).
Pues el hombre no puede ver a Dios y vivir. (Deut. 5:26).
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