La Realización de la Trascendencia
Elementos esenciales en común entre Shankara, Ibn Arabi y Meister Eckhart
(Parte III: El retorno a la existencia)
Reza Shah Kazemi
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1.
Pobreza
Ibn Arabi habla
extensamente sobre la “pobreza” del santo, al igual que Eckhart. El mismo
término no solo se aplica en ambos casos, sino que parece estar claro que
también ambos autores quieren significar con ello la misma cualidad ontológica:
aquel en quien se ha alcanzado a realizar la plenitud del Absoluto no puede
fallar en cuanto a ser consciente de la nada de su propia dimensión personal.
Es ésta la nada de un “algo” aparente –la propia criatura como tal— y es
precisamente por ello por lo que se debe subrayar con más razón aún. Tanto
Eckhart como Ibn Arabi se extienden mucho dialécticamente con el fin de
distinguir entre una pobreza “volitiva” que más relacionada con los aspectos
morales y afectivos del desapego, y una “pobreza” ontológica cuya base es la
negación del ego.
Eckhart habla de los
“asnos” que creen que la pobreza de la voluntad implica desear únicamente lo
que Dios desea, y lo hace con el fin de revelar el individualismo implícito en
esta postura no—trascendente: se asume que el ego individual, junto con una
voluntad independiente, es el agente activo en este modo de pobreza, “pues ese
hombre tiene la voluntad de servir a la voluntad de Dios, ¡y ésta no es la
verdadera pobreza!”. En la “verdadera pobreza” no se encuentra ningún rastro de
la voluntad individual, pues allí la criatura ha de ser “tan libre de su
voluntad creada como cuando no lo era”. Esta posición se corresponde
estrechamente con el concepto de pobreza de Ibn Arabi: la distinción entre “esclavitud”
(‘ubudiyyah) y “servidumbre” (‘ubudah) se hace con el fin de
mostrar que el hombre perfecto esta subsumido dentro de ésta la última
cualidad, más bien que poseído por la primera, cuya posesión implica la
afirmación personal antes que la subordinación al Absoluto.
El hecho de que este
grado absoluto de pobreza sea el reflejo existencial de la realización del
Absoluto queda claro tanto en Ibn Arabi como en Eckhart: en el caso de Eckhart
vimos que el hombre “no es”, y está realizado como tal únicamente en la
plenitud de la Divinidad en donde todas las cosas “no son” respecto a su
especificidad exclusiva, pero “son” respecto al sustrato indiferenciado de su
Ser. De esta manera se puede entender lo que se quiere decir al decir que el
hombre debe ser tan libre de su voluntad creada “como lo era cunado no lo
estaba”. De modo similar, en Ibn Arabi la servidumbre es la transcripción en la
existencia relativa de aquel estado de negación total en el estado unitivo, en
donde Dios aparta del individuo su “dimensión contingente”: a través de esto,
dice Ibn Arabi, “llegué a conocer que yo era un puro ‘servidor’ sin el menor
rastro de señorío en mí.”
A primera vista puede
parecer que esta exaltación de la pobreza y la “esclavitud” va directamente en
contra de la afirmación repetida y consistente sobre la libertad y la
“Liberación”. De hecho se ha de ver aquí una diferencia fundamental respecto al
estilo o tono del discurso espiritual, y también en cuanto al contenido: que la
mayor parte de la exposición de Shankara se refiere al punto de vista paramartika,
o punto de vista absoluto, casi hasta el punto de dejar a un lado el punto de
vista vyavaharika, o relativo, lo cual diferencia claramente su
perspectiva de la de Eckhart o de Ibn Arabi. Este contraste se revela como una
diferencia en el énfasis que resulta de una posición estratégica distinta:
desde el punto de vista individual del hombre realizado, el énfasis recae sobre
la pobreza, la servidumbre, y la nada, pero cuando se dirige la atención al
contenido esencial de la realización que está en cuestión, el énfasis recaerá
por el contrario cobre la plenitud, la liberación, y la Realidad. Entre estas
dos perspectivas se da una exclusión complementaria, que no mutua.
Para Ibn Arabi, en
tanto que el individuo subsiste como tal, su pobreza/servidumbre es su estación
inmutable, mientras que la libertad es un “estado” transitorio –la unión con
Dios que niega estrictamente la condición individual—. Si esto fuera todo lo
lejos a lo que Ibn Arabi llegase, entonces habría un seria contradicción con la
perspectiva de Shankara, para quien la misma subsistencia del individuo se
reduce a la ilusión, y por tanto es un “estado” transitorio en relación con la
realidad inmutable del Sí Mismo, el cual es eternamente libre: y “el liberado”
es libre precisamente porque se identifica con esa libertad eterna.
Pero las dos
perspectivas son de hecho reconciliables tan pronto como queda claro que Ibn
Arabi ve la libertad de la Esencia como algo perteneciente a la Realidad una e
indivisible: entonces, cualquier cosa que no sea uno con esta Realidad, no
es. Es decir, no puede considerarse real en última instancia: “el final de
los gnósticos es que lo real es idéntico a ellos, mientras que ellos no
existen”. En tanto que el individuo está cualificado por la existencia, es y se
le llama “esclavo” ante el Uno; no puede haber ninguna libertad para el
individuo excepto en la medida en que es consciente de su propia nada: “él no
tiene ningún pensamiento de existencia, la pobreza desaparece, y permanece
libre en el estado de posesión de la no—existencia, como la libertad de la
Esencia en Su Ser.”
En la cita anterior
se debe subrayar la palabra “como”: la libertad alcanzada no está totalmente
identificada con la libertad absoluta de la Esencia pero puede compararse a un
reflejo dentro de la consciencia del individuo de esa libertad inmutable que
trasciende infinitamente al individuo. Esto se corresponde estrechamente con la
posición de Shankara: el individuo participa del Sí Mismo –y por tanto es
libertad eterna— por medio del reflejo de la consciencia del Sí Mismo en el
intelecto. Esta consciencia reflejada no es solo un efecto de la realización
del Sí Mismo –la fuente del reflejo— sino también una prefiguración de la “paz
final” que viene en el momento de la muerte física del individuo; el hecho de
que el Jivanmukta permanezca vivo y sujeto al despliegue de su prarabdha
karma implica un compromiso ineludible con la existencia contingente, aun
cuando en virtud de su consciencia realizada hay también trascendencia de toda
existencia contingente. Parece que esto es precisamente el significado que hay
detrás de la afirmación de Ibn Arabi de que apegarse a la propia existencia
implica pobreza, mientras que apegarse a la no—existencia inmutable de la
propia entidad tiene como resultado la libertad.
Mientras que para
Shankara el énfasis se pone sobre la consciencia metafísica “Yo soy lo Real”
–con el corolario existencial “Yo, como individuo particular, soy ilusorio”— lo
contrario es lo que ocurre con Ibn Arabi y con Eckhart: el énfasis se pone en
primer lugar sobre la no—existencia del individuo, dejando el corolario
metafísico –consciencia de ser lo Real— ampliamente implícito.
Shankara mantiene una
posición dialéctica que se deriva consistentemente de la perspectiva del Sí
Mismo, incluso dentro del contexto de la individualidad subsistente. Es capaz
de hacer esto ya que el reflejo de la consciencia tiene una naturaleza
esencialmente ambivalente: respecto al elemento “consciencia” es el Sí Mismo,
mientras que respecto al elemento “reflejo” presupone un plano de alteridad –el
ego individual— y por tanto de ilusión, dado el hecho de que todo excepto el Sí
Mismo es ilusorio en la misma medida de su distinción de éste.
El reflejo de la
consciencia del Sí Mismo en el individuo es el que hace posible la paradójica
capacidad de usar la mente como el vehículo de expresión de verdades que hacen
ilusoria la mente; el aspecto “consciencia” –por tanto el Sí Mismo— predomina
sobre el aspecto “reflejo”; mientras que desde la perspectiva de Ibn Arabi, hay
implícitamente un énfasis mayor sobre el aspecto “reflejo” –por tanto sobre la
“otredad”—, y de ahí el énfasis sobre la
pobreza y la esclavitud del individuo. Se trata pues de ver la misma relación fundamentalmente ambigua entre lo relativo y lo Absoluto –o lo que es lo mismo, entre el individuo y
el contenido de la consciencia realizada– desde dos perspectivas diferentes, la
cuales, lejos de ser mutuamente excluyentes, de hecho una presupone a la otra:
las afirmaciones elípticas de Shankara, tales como “yo soy el Absoluto” no
serían inteligibles sin el corolario crucial de que, por un lado, su propia
naturaleza personal como ego es tan insignificante como “un brazo que ha sido
cortado y arrojado”; y por otro, que la liberación no concierne al ego.
Así mismo, en el caso
de Ibn Arabi: afirmar la no—existencia de la entidad individual presupone
alguna consciencia que tenga conocimiento de esta no—existencia; y esta solo
puede ser, en última instancia, la consciencia del Absoluto; esa misma
consciencia de la que se derivó la capacidad de afirmar “el Rey es un príncipe
para mí”, después de haber sido “elevada” por encima de la contingencia del
estado individual. Lo mismo ocurre con Meister Eckhart: la plena asimilación
ontológica —más que simplemente mental—
del hecho de que la criatura es una “pura nada” presupone la realización
del puro Ser: “yo era ser desnudo, conocedor de mí mismo en el goce de la
verdad”. Está claro que el ”yo” en cuestión no tiene absolutamente nada que ver
con la subjetividad personal de Eckhart, y ello se deduce a partir de su
descripción de lo que tiene lugar en la “unión” en oposición a lo que se da en la “unidad”: solamente en
el primer caso es donde la criatura pierde por completo su “ser e identidad”.
También se puede
argumentar que esta complementariedad principial entre los dos modos de énfasis
dialéctico se hace más patente cuando se considera la cuestión de la
objetividad en relación al ego: tanto Ibn Arabi como Eckhart sostienen un punto
de vista según el cual, como resultado de la realización trascendente, el sí
mismo empírico es bastante distinto del locus de la consciencia realizada. No
es solo en Shankara en donde la consciencia del Sí Mismo persiste como un
reflejo dentro del sí mismo por medio del cual se capta el sí mismo como el
“otro” –incluso fuera del momento de la realización—y por tanto como algo
ilusorio. También Ibn Arabi considera el ego como el “primer extraño” por el
que atraviesa el gnóstico. Igualmente, Eckhart no está ya más preocupado por su
propio sí mismo que por el individuo “a través del mar”.
2.
Existencia y sufrimiento
Aunque Shankara
afirma que a pesar de su liberación el jivanmukta está aún atado
exteriormente a las contingencias de la existencia relativa debido a la parte
de su karma todavía no agotada, la relación que tiene con el fruto de su
karma está determinada por la consciencia del Sí Mismo y no por el
fenómeno empírico que constituye ese fruto de su acción pasada: mantiene una
actitud de indiferencia suprema hacia el mundo exterior y hacia el ego empírico
como agente subjetivo en el mundo, ya que él se identifica de forma permanente
con el Sí Mismo; de este modo no ve en el ego empírico nada más que un aspecto
transitorio de lo que no es el Sí Mismo. La mutabilidad de la experiencia
empírica se ve desde la perspectiva de a inmutabilidad el Sí Mismo. Esto es
análogo a la postura de Ibn Arabi: el santo se sienta en “la casa de su
inmutabilidad, no en la existencia”, contemplando la manera en que Dios “le
lleva por este y por aquel camino”. De modo similar, Eckhart en sus sermones
vuelve repetidamente al desapego del santo respecto a su destino en el mundo
exterior, aceptando absolutamente todo lo que le ocurre como expresión de la
voluntad de Dios.
Mientras que parece
estar claro que los tres místicos comparten la misma actitud espiritual
fundamental hacia las exigencias de la existencia exterior, sin embargo hay una
diferencia entre la concepción más teísta de Ibn Arabi y de Eckhart –el ser la
voluntad personal de Dios la que determina los fenómenos— y la causalidad
impersonal que se expresa en la postura de Shankara, en la que la experiencia
de los fenómenos es asimilada a la fructificación de la acción pasada. Una vez
más, hay aquí una diferencia importante de énfasis, pero de ningún modo se
trata de posiciones irreductibles, pues Shankara afirma que es Ishvara
quien distribuye de manera macrocósmica los frutos de la acción pasada y
establece un patrón de engranaje de los destinos, de modo que la ley del karma
se conserva a lo largo del tiempo y del espacio con una justicia impecable que
sólo podría proceder de un “Controlador Interno”.
Se admitirá
fácilmente que Shankara afirma este aspecto teístico más bien en el contexto de
sus escritos exegéticos que en sus tratados doctrinales independientes, por
consiguiente como alguien que tiene el deber de defender los principios
espirituales; es hasta este punto hasta donde puede decirse que su postura
teísta sobre la existencia no caracteriza su perspectiva fundamental acerca del
“mundo como Maya”, es decir, sobre la creación como algo irreal (ajati).
Esto se puede reconocer sin deducir necesariamente que su concepción teísta no
es sino un formalismo de su parte, y menos aún un fingimiento: solo sería un
fingimiento si la perspectiva paramartika excluyera –más bien que
incluyera– la vyavaharika. Por el contrario, no hay de hecho ninguna
contradicción entre ellas: desde el punto de vista del Absoluto no hay ninguna
creación, mientras que desde el punto de vista de lo relativo la creación tiene
sus propios ritmos, estructuras, procedencia y causalidad divina.
Así pues, los tres
místicos comparten una actitud fundamental de desapego respecto a las
exigencias del mundo exterior, una actitud que se deriva de su realización de
aquello que trasciende infinitamente el mundo. Sin embargo, se podría
argumentar que hay una contradicción entre Eckhart e Ibn Arabi respecto a la
naturaleza de la respuesta ante una modalidad particular de experiencia
empírica, a saber: el sufrimiento. Se habrá visto que para Eckhart el
sufrimiento está enlazado con la oscilación de la puerta sobre los goznes: el
hombre interior –el gozne– permanece inalterable, mientras que el hombre
exterior –la puerta– se “moverá” con la experiencia del sufrimiento. El punto a
subrayar en este argumento es que Eckhart no dice que se haya de recurrir al
rezo personal, sino que se debe suponer que lo que aplica en este caso es más
bien su oposición en general al “rezo por esto o por aquello”, ya que Eckhart
afirma que un rezo tal es un “rezo para el mal”. Por otro lado, Ibn Arabi
elogia como algo ejemplar la suplicación hecha por el profeta Job cuando se
veía en la desgracia; se dirá que ahí aquí hay una contradicción directa.
Uno estaría dispuesto
a aceptar que aquí hay una importante diferencia como resultado de una
divergencia en cuanto a las consecuencias del imperativo metódico hacia la
concentración en el Absoluto: en Eckhart la oración personal es una relatividad
y por tanto un mal en relación al bien absoluto que con ella se eclipsa,
mientras que para Ibn Arabi una oración así –aparte de que para el alma que se
dirige a la Divinidad sea un “accidente” en relación al “accidente”— es un
aspecto importante de la relación inmutable del individuo con Dios. Rezar para
librarse del sufrimiento es una obligación para el alma, y ello por razones
subjetivas y objetivas: subjetivamente, llevar a cabo la oración personal
aumenta la conciencia del estado permanente de necesidad que caracteriza el sí
mismo empírico, y objetivamente, una oración así es un reconocimiento de la
inconmensurabilidad que hay entre los recursos limitados de la criatura y el
poder infinito de Dios. Además, la obligación de rezar es deseada por el Señor
con el expreso propósito de la manifestación de la misericordia a través de la
concesión de la liberación del sufrimiento.
Sin embargo, esta
significativa diferencia de perspectiva sobre la petición personal queda
mitigada por dos factores, uno ontológico y el otro contextual.
Ontológicamente, a esta diferencia solo se le puede atribuir un significado que
es proporcionado al nivel del ser sobre el que se manifiesta: como Ibn Arabi y
Eckhart afirman, la “nada” de la criatura en el mundo en contraste con la
realidad de la Esencia, esto es, la pregunta sobre cómo responde la criatura a
una relatividad, no se puede considerar que tenga ningún status final o
absoluto. Está claro que Ibn Arabi concuerda sustancialmente con Eckhart
respecto al grado ontológico atribuible a la experiencia del sufrimiento: desde
la perspectiva de la “consciencia desvelada” no hay más que Una Realidad, y el
mandato “adórale a Él, y confía en Él” surge únicamente desde el punto de vista
de la consciencia velada”. La oración de petición para reducir el sufrimiento
se condena solamente en el contexto de esta última relación.
Entonces, estar
sentado en “la casa de la inmutabilidad” no excluye la posibilidad de que una
de las maneras en las que la mano de Dios mueve al santo “por este y por aquel
camino” es para hacerle rezar pidiendo ayuda (es de resaltar también el hecho
de que Eckhart recomienda frecuentemente un rezo personal al final de sus
sermones): esta doble dimensión constituida por la inmutabilidad interior y el
“movimiento” exterior se corresponde de hecho estrechamente con la imagen de
Eckhart de la puerta que se mueve sobre los goznes inmóviles, y también con la
distinción que hace Shankara entre las perspectivas paramartithika y vyavaharika.
Volviendo a la
consideración del factor contextual, se puede decir que las dos perspectivas
son incluso más armoniosas entre sí si se acepta que la intención de Eckhart al
equiparar el mal con la oración de petición de cosas particulares es más
dialéctica que práctica: se podría argüir que por medio del uso de una
hipérbole llamativa –si no escandalosa— está intentando elevar la receptividad
de aquellos que le escuchan hacia el modo de la oración trascendente; “esa
calma absoluta” en donde únicamente se puede escuchar la Palabra. Cabe decir
que esta intención dialéctica surge en respuesta a una necesidad contextual
particular, necesidad que podría ser no otra que el predominio de la oración
personal sobre la oración contemplativa en el contexto social de Eckhart, en
donde se habría perdido el mayor de los frutos de la vida espíritu en el
laberinto de los indefinidos bienes menores que se buscaban constantemente.[1] Esto es plausible a la luz de otros ejemplos de
su intención dialéctica, cuya finalidad es la de centrar firmemente la atención
sobre los requisitos rigurosos de esa unión en la que se encuentra “la beatitud
total del alma”, y siendo todos los trabajos y logros inferiores parecidos a
las “palomas” que se han de expulsar del templo, es decir, cosas u buenas en sí
mismas pero forjadas en compañía del apego a uno mismo.
Por otro lado, Ibn
Arabi parece haberse visto enfrentado a un contexto diferente: habla de los
sufíes de clase inferior que creían que las virtudes de la resignación y la
paciencia impedían recurrir a la oración personal en momentos de dificultad.
Contra este punto de vista –y contra la posibilidad concomitante de pretensión
espiritual: la presunción por parte del aspirante superficial de que él aspira
únicamente a la Esencia de Dios y no necesita Su ayuda— Ibn Arabi enfatiza que
la consciencia individual desvelada nunca le ciega respecto a su dependencia
existencial de Dios. Así como la infinitud de Dios no se ve relativizada en
virtud de la asunción de la finitud, así la consciencia que tiene el gnóstico
de su necesidad exterior de las cualidades de Dios no relativiza su identidad
interior con la Esencia de Dios.
El entendimiento de
este principio de los dos polos de la consciencia es importante de cara a
evaluar el siguiente punto: el estatus de la devoción personal al Absoluto como
“otro”.
3.
Devoción y Alabanza
Se puede haber
pensado que una vez alcanzada la realización del Uno, quedaría estrictamente
excluida toda relación distintiva basada en la dualidad entre el sujeto que
adora y el objeto que es adorado. Pero los tres místicos afirman –con un grado
de énfasis diferente— tanto la validez ontológica como el deber existencial de
rendir homenaje, devoción u oración a todo aquello que los supera como
individuos.
Una de las claves
para entender esto se puede encontrar en la formulación de Ibn Arabi según la
cual uno debe alabar a Dios “accidente por accidente”. Como el Uno no se puede
hacer objeto de devoción, este objeto solo puede ser necesariamente su
auto-determinación relativa, esto es, la Divinidad. Esta Divinidad es
“accidente” cuando se considera en relación a su propia Esencia trascendente,
al igual que la dimensión exterior del hombre que alaba al “otro” es
“accidente” cuando se considera en relación a su substancia inmanente que es
“la Realidad”. Esto está conforme con la explicación de Shankara sobre cómo le
es posible a él saludar, inclinarse y postrarse no solo ante Brahman, sino incluso ante el
conocimiento de Brahman. Aunque ni Brahma
Nirguna, ni este conocimiento pueden “estar sujetos a ningún tipo de trato
de carácter relativo, sin embargo lo vemos desde el punto de vista relativo y
lo adoramos lo mejor que podemos.”
De igual modo,
Meister Eckhart subraya que ser una “esposa” es superior a ser una “virgen”:
ser virgen es recibir el regalo de Dios, mientras que ser una “esposa
fructífera” es ofrecer alabanzas y gratitud por ese regalo. Tal es la
importancia de esta dimensión que, según dice Eckhart, sin esta “fruición de la
esposa” los regalos recibidos en la virginidad perecen. Uno siente que cuando
Eckhart subraya este asunto tan fuertemente –de acuerdo con Ibn Arabi y
Shankara– quiere subrayar el hecho de que la adoración humilde de lo Divino,
lejos de ser descartada por la realización de la unión trascendente –en la que
se sobrepasa la relatividad de la Divinidad concebible en forma distintiva y por
tanto adorable— es de hecho reforzada como resultado del logro espiritual más
elevado. Habiendo conocido y realizado la propia identidad ontológica verdadera
como el Absoluto, el hombre realizado necesariamente conoce y realiza su
identidad existencial exterior como ser relativo: cada dimensión tiene sus
derechos y sus obligaciones, sin que aquí haya ninguna confusión o
contradicción entre ellas. Así como el “hombre exterior” o accidental no puede
aspirar a la unión con la Esencia, así el “hombre interior” o substancial
aspira exclusivamente a esta unión, y no tiene nada que ver con algo que sea
menos que esto: esto es lo que explica las afirmaciones antinómicas tanto
de Eckhart como de Ibn Arabi, y la casi
exclusiva preocupación de Shankara en exponer la naturaleza de “su” verdadera
identidad como Absoluto.
Además hay otra razón
por la que la realización trascendente debe como consecuencia implicar una devoción más profunda al Dios
personal: el místico sabe que esta realización solo se consiguió por la gracia
de Dios, como hemos visto antes; la limitación metafísicamente concebible del
Señor no ciega al individuo respecto a su dependencia espiritual y existencial
de Él, una dependencia que subsiste mientras exista el individuo.
4.
Visión de Dios en el Mundo.
Los tres místicos
afirman que una vez se ha realizado el Absoluto trascendente, ese mismo
Absoluto será captado inmanentemente en el mundo. Una imagen útil para
transmitir la relación entre los dos modos de realización –y que explica tanto
la visión de Shankara de “todo es Brahman”
como la de Ibn Arabi según la cual el cosmos entero es el despliegue del nombre
divino “El Exterior”— es la de Eckhart: así como el hombre que mira al sol por
largo tiempo después ve el sol mirando cualquier cosa que mire, así el hombre
que ha realizado el Absoluto y ha trascendido el mundo, no puede dejar de verlo
también en el mundo.
Sin embargo, la
manera en que Shankara e Ibn Arabi describen esta visión difiere en un aspecto
importante: para Ibn Arabi el cosmos es en sí la manifestación de la cualidad
divina “el Exterior”, y de este modo su misma substancia es asimilada a la
Naturaleza divina; entonces, la creación es entendida como una cualidad
ontológica por propio derecho. Esto se debe contrastar con la negación
categórica que hace Shankara de la realidad metafísica de la Creación, su
teoría de ajati. El mundo es ilusión, y solo se puede captar como lo
Real cuando se mira “a través de él”; decir que es Atman significa que
el sustrato del mundo se percibe a través del mundo, el cual es una
superposición ilusoria sobre Aquello: la serpiente es la cuerda solo cuando
desaparece el concepto, el nombre, y la forma de la “serpiente”. La substancia
de la serpiente no se asimila a la substancia de la cuerda a menos que la
serpiente deje de existir como tal.
Una visión así –el
“mundo como Atman”– contrasta notablemente con Ibn Arabi, el cual
enfatiza la intención Divina respecto a la creación; una intención que lo hace
sagrado. Siendo así, podemos encontrarle citando aquellos versos del Corán:
“¿Os figurabais que os habíamos creado para pasar el rato?” (23:115).
Está claro que en
términos de estilo espiritual, de énfasis dialéctico, y de ramificaciones
psicológicas, esta divergencia sobre la cuestión de la existencia de la
creación constituye una diferencia significativa entre las dos aproximaciones.
Una vez admitido esto, es importante sin embargo ver que la distancia entre
estos dos puntos de vista del mundo se estrecha considerablemente tan pronto
como la perspectiva aparentemente opuesta –pero de hecho complementaria— se ve
que está presente en ambos casos; esto demuestra que la diferencia es de tipo
contextual y no de principio, pues no incide en los principios metafísicos que
ambos místicos sostienen en común.
Empezando con
Shankara: podemos considerar otros dos símiles que él emplea con el fin de
transmitir la naturaleza de la relación entre Brahman y el mundo, la imagen de las vasijas de arcilla y la imagen
del agua. Usando los términos de esta imagen, la verdadera substancia de las
vasijas es arcilla, y la verdadera substancia de las olas y la espuma es agua.
En su misma manifestación el mundo es una transmutación de Brahman, aun cuando éste sea el Brahma Saguna y no Nirguna; éste último manteniéndose siempre como prapancha
upasama, es decir, sin ningún rasgo del desarrollo de la manifestación.
Esto concuerda perfectamente con la posición de Ibn Arabi: en todo grado
existencial o “presencia”, el ‘arif ve que “lo Real se ha transmutado a
Sí Mismo manteniendo la propiedad de la presencia”.
Es más, cuando se
miran los textos en los que Shankara defiende la concepción teística frente al
ateísmo –es decir, cuando él habla como comentador y defensor teológico de las
Escrituras frente a las interpretación no ortodoxas— se pone en evidencia que
la doctrina satkarya-vada implica esta misma visión de continuidad
ontológica entre Brahman y el mundo:
si todos los efectos subsisten en el Ser antes de su manifestación exterior, y
si el Ser es por tanto la causa material y eficiente del mundo, entonces la
misma naturaleza del mundo constituye por sí misma lo que Ibn Arabi llamaría la
Divina manifestación del Sí Mismo. Una vez más, es verdad que en sus tratados
independientes y en aquellos más característicamente metafísicos, Shankara se
inclina más hacia el punto de vista de la naturaleza ilusoria del mundo; la
imagen de la serpiente-cuerda es más característica de la aproximación de
Shankara, aun cuando el punto de vista complementario transmitido por la imagen
de las vasijas de arcilla está presente pero no tan enfatizada.
De modo similar, pero
en forma inversa, para Ibn Arabi: la creación como teofanía es sin duda el más
característico de sus puntos de vista respecto al mundo, pero el punto de vista
complementario de la naturaleza ilusoria del mundo, producto de sus
concepciones metafísicas más rigurosas, esta también fuertemente presente: las
dos dimensiones de tanzih (incomparabilidad y trascendencia) y tashbih
(similitud e inmanencia) se deben de afirmar si ha de emerger un cuadro
completo de la relación entre lo relativo y el Absoluto.
A pesar del hecho de
que lo Real se transmuta a sí mismo en las formas del mundo, lo Real no sufre
ningún cambio en sí mismo. Se dice que lo Real “está perpetuamente en un estado
de unión con la existencia engendrada” solamente respecto a su descenso como
Divinidad: es a través de este descenso como lo Real “es un dios”. Es decir,
solamente el aspecto relativo de lo Divino –no su aspecto trascendente, la
Esencia— está sujeto a esta transmutación: esto está conforme con la distinción
que hace Shankara entre Sat o Brahma Saguna como causa material
del mundo, y Brahma Nirguna sin ningún rasgo del desarrollo de la
manifestación.
Además, si conforme a
la perspectiva de Ibn Arabi los Nombres divinos tienen una naturaleza
“imaginada” en cuanto a su carácter distintivo, entonces a fortiori el
mundo también ha de serlo en sí mismo, ya que estos Nombres son las raíces
ontológicas del mundo. Así pues, tanto en Ibn Arabi como en Shankara el mundo
es a la vez real e ilusorio, dependiendo del punto de vista que se adopte: es
real cuando es visto como la expresión del Absoluto en su dimensión relativa, e
ilusorio cuando se pone el énfasis en la realidad exclusiva del Absoluto a cuya
luz todo lo demás es ilusorio o “imaginado” –incluyendo incluso el aspecto
relativo del Absoluto, Brahma Saguna o los Nombres de Dios.
Entre las respectivas
posiciones dialécticas de Shankara e Ibn Arabi, hay entonces una cuestión más
bien de énfasis y puntos de vista que de alternativas mutuamente excluyentes:
la diferencia de énfasis es suficientemente real a su propio nivel, pero se
trata de una diferencia que se supera en cuanto se afirma simultáneamente la
perspectiva complementaría dentro de cada de una de ellas.
En Eckhart
encontramos la misma compatibilidad entre la negación y la afirmación de la
creación. Por un lado la criatura se describe en términos de una “pura nada”, y
por otro, no hay ningún tiempo en el que la creación no esté ocurriendo como
“desbordamiento” de la Naturaleza divina. En cuanto a ser un “desbordamiento”,
el mismo concepto y realidad de “dios” requiere el mundo creado como objeto
sobre el cual “ser el Señor”, si bien no sería sino la Divinidad. En cuanto a
su “nada”, el mundo creado “no es” desde el punto de vista de esta Divinidad;
en primer lugar, porque cada cosa creada excluye todo lo demás, y de este modo
es negada en sí misma por esta misma oposición a lo Universal ya que la
realidad verdadera no puede estar sujeta a ninguna oposición; en segundo lugar,
porque no hay ningún elemento creado en la Divinidad, ya que todas las cosas
está allí contenidas, increadas, en la absoluta no-diferenciación de “El
Solitario”.
Así pues, por un lado
está la afirmación de la creación, y por otro la negación de su realidad
ontológica final: la criatura es a la vez imagen de Dios –y precisamente por
ello reductible en esencia a aquello de lo que es imagen— y al mismo tiempo es
una “pura nada”. En términos de Shankara: la serpiente es la cuerda cuando se
ve como cuerda, pero es una ilusión cuando se considera en sí misma. Y en Arabi:
el hombre es “lo transitorio, lo eterno” –una criatura respecto a su “formación
corporal”, pero lo Real respecto a su “formación espiritual”.
[1] Hay importantes
evidencias que sugieren esto: muchas de las monjas a las que predicaba Eckhart,
y sobre las que tenía una responsabilidad pastoral, acostumbraban a
involucrarse en severas practicas ascéticas, y tenían una vida de oración que
estaba “dominada por la práctica de la oración de petición.” Ver Oliver Davies,
Meister Eckhart: Mystical Theologian, Londres, 1991, p.73.