Advaita y religiones
Abhishiktananda
(Henri Le Saux)
Extracto del capítulo titulado “El dilema del Advaita” contenido en el
libro “Saccidananda”, escrito por el monje benedictino y profundo conocedor del
Vedanta Advaita, Henri Le Saux. Traducción inédita en castellano por R. Mallon
Fedriani.
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Los cristianos en la India se ven confrontados con una experiencia
espiritual y religiosa que proclama ser la más elevada, no menos que la suya
propia. En nombre de esa experiencia los sabios hindúes, así como los místicos,
discuten entre sí con el fin de afirmar el estatus esencialmente relativo de
todo aquello que es accesible a los sentidos o a la razón humana. Partiendo de
este juicio incluyen sin excepción no solamente las verdades que los hombres
pueden llegar a descubrir a través del intelecto, sino también todas aquellas
que proclaman haber recibido directamente de Dios a través de la Revelación
divina. Creencias, ritos, instituciones religiosas de todo tipo, todo ello cae
dentro de esta devaluación general.
El jñani hindú por supuesto no niega todo valor a la fe y a las
instituciones cristianas. Las considera útiles y de hecho beneficiosas para las
gentes pertenecientes a un determinado contexto cultural, y ello en tanto que
su experiencia espiritual está aún confinada dentro de la esfera del tiempo y de
la multiplicidad. Esto es cierto no solamente para el Cristianismo sino para
todas las religiones, y no menos para el Hinduismo. Mientras que el hombre
diferencia entre el “yo”, el mundo, y Dios, los dogmas y los ritos no sólo son
legítimos para él, sino necesarios. Nadie tiene ningún derecho a evadirse de
las obligaciones de su propio dharma mientras
no haya alcanzado la “experiencia final”; no basta que haya leído en las
escrituras u oído de su gurú que la verdad última es advaita o no
dualidad. La libertad inherente al estado de liberación o moksha sólo se
logra por medio de la experiencia.
Desde el punto de vista vedántico ni la adoración ni las Escrituras
hindúes, ni tampoco los sacramentos y dogmas cristianos, tienen un valor fundamental
o supremo. Son todas como la ‘balsa’ de la que hablaba frecuentemente Buda. Uno
hace uso de ella para cruzar un río, y en caso de emergencia si no hay ninguna
disponible, uno puede incluso construirla por sí mismo; pero una vez que se ha
llegado a la otra orilla a nadie se le ocurriría llevársela consigo. Dicho de
otro modo, son como la cerilla encendida de la que se habla en los Upanishad: uno
la utiliza para encender la lámpara pero una vez que la lámpara está encendida se
deshace de ella sin pensarlo dos veces. El hombre tiene la capacidad de tener
verdadera consciencia del sí mismo. No está hecho para permanecer siempre en el
nivel rudimentario de consciencia al que lo arroja la percepción sensorial
dirigida -como debe ser- hacia el exterior, y donde intenta mantenerle
sostenido. Con toda seguridad el recién nacido necesita al principio la leche,
pero la leche no va a constituir su alimento para siempre. Al principio
necesita el pecho de su madre, pero el estado final del hombre no es permanecer
junto al pecho de su madre. Tampoco puede la mariposa permanecer
indefinidamente en el estadio de crisálida. Lo mismo es aplicable a los
estadios sucesivos a través de los cuales pasa el hombre en su desarrollo
mental y espiritual, desde el pensamiento práctico del hombre primitivo al
pensamiento reflexivo del filósofo, y finalmente a la pura consciencia del ‘Veedor’.
Los estadios preliminares no son mera ilusión, tal y como a veces se afirma
de una manera excesivamente simplificada. La verdad que contienen tiene su
valor, pero un valor que está limitado al nivel en el que se experimenta. Esta
verdad no se pierde cuando la ‘experiencia suprema’ toma posesión del Espíritu.
La teoría de Euclides no dejó de ser cierta en su propio nivel cuando los
matemáticos descubrieron que se trataba solamente de un caso particular de la
ciencia de la geometría. Para el jñani el mundo es real, al igual que lo es
para el ajñani, tal y como ya sea dicho.
Sólo el jñani tiene acceso a un
nivel superior de realidad que es insospechado para el ajñani. Desde este nivel
trascendente él es capaz de juzgarlo todo y de discernir el grado de verdad en
todo aquello que se manifiesta como tal, algo similar a lo que dice San Pablo acerca
del hombre espiritual (1 Cor 2:15). El hombre que ha alcanzado la esfera de
consciencia del Sí Mismo en verdad no pretenderá afirmar que la percepción
ordinaria es irreal en el sentido absoluto del término. Él sabe demasiado bien
que no debe permitirse realizar ningún juicio categórico sobre la realidad del
mundo, sobre su existencia particular, o sobre la variedad múltiple de las
cosas. Por ejemplo, no dirá que el “yo”, el mundo, y Dios son sencillamente uno,
ni reducirá el Ser a una mónada filosófica, tal y como con frecuencia se le
pide que haga o a veces se le descalifica por hacerlo. Esto superaría los
límites de su visión, y además constituiría una interpretación conceptual -además
de dualista- de aquello que trasciende toda conceptualización. Todo lo que
puede permitirse a sí mismo murmurar es ese “no hay dos”, advaita, pues el ser
no se puede dividir...
Precisamente esto, es decir su negativa a la definición conceptual y su
referencia constante a la experiencia transcendente, lo que hace que el vedantín
sea tan inflexible en su negativa a llevar a cabo todo intento de
absolutización de cualquier concepto o experiencia de la consciencia fenoménica.
Exactamente igual que en el caso de la fe cristiana, la experiencia Advaita
tiene lugar a un nivel que no permite comparaciones. Ambas siguen la misma
línea. Sin negar el valor de la razón humana a su propio nivel, ambas niegan
todo juicio acerca de ello. No obstante, no hay aquí ni siquiera dos
revelaciones cuyos contenidos sean comparables fenomenológicamente, como es el
caso entre Cristianismo y el Islam. La
experiencia del Vedanta, como la del Budismo y el Taoísmo originales, sólo
puede entenderse en sus propios términos. El desafío que presenta la
experiencia espiritual oriental a la cristiandad, así como a toda forma de
religión y filosofía, tiene un carácter definitivo. Éstas son empujadas hacia
arriba hasta la última ‘línea de defensa’, compelidas a encarar un último
dilema que consiste en permanecer para siempre en el nivel de lo que es
múltiple y relativo, o consentir que se disuelva su identidad en la experiencia
sobrecogedora del Absoluto.
De hecho no hay ninguna lógica que pueda minar la posición básica del
Vedanta. Se puede discutir sobre los sistemas filosóficos que se desarrollaron
sobre la base de la experiencia Advaita. Se puede intentar demostrar que en la Advaita
no tiene respuesta a los problemas del mundo o de la vida moral, pero todo esto
yerra su objetivo, o más bien resbala sobre la superficie diamantina del Advaita
sin dejar la menor huella. A todos los
problemas a los que se le encara al jñani, a toda metafísica a la que se le
confronta, él responde haciendo la sencilla pregunta: “¿admites o no admites el
hecho del Ser?” “Si ya hay Ser, ¿entonces
quién o qué podría calificarlo?” Éste
era el tema que hace mucho tiempo planteaba el famoso poema de Parménides en los
amaneceres de la filosofía griega poco después de que los rishis en las orillas
del Ganges y los Indus hubieran también
oído ellos mismos en las profundidades de su espíritu de la upanishad del Ser y
Brahman. La razón puede discutir, pero
la experiencia conoce.
El simple monoteísmo, tal y como fue revelado a Abraham, no puede responder
fácilmente el desafío vedántico. Esto también es cierto acerca del monoteísmo
que se encuentra en el Corán, y también en la forma mosaica. A los ojos del vedantín la proclamación de la
trascendencia de Dios que hacen los judíos o los musulmanes queda invalidada
por el mismo hecho de que se atrevan a formularla. Postrarse ante Dios es sin
duda algo muy noble, pero en el mismo acto de postración ¿acaso no está el
creyente afirmándose a sí mismo frente a Dios? ¿Acaso no está midiendo a Dios
con su propia escala humana en el momento en el que proclama que Dios está más
allá de toda medida? Quizás todo esto sea una manera de hablar que no tenga
mayor valor, en cuyo caso no hay nada más que decir; de ser así, entonces el
Advaita permanece como la Verdad definitiva. Si en vez de eso hay una ‘postración’
real, entonces esa postración en sí misma destruye la llamada a la
trascendencia, ya que presupone al menos alguna medida común entre aquel que
adora y aquel que es adorado.
La religión del Antiguo Testamento está fundamentada enteramente sobre la
idea de una Alianza entre Dios y el hombre. Sin duda esta es una de las
expresiones más elevadas posibles de la relación del hombre con Dios. No
obstante ¿quién eres tú, como hombre, para erigirte a tí mismo como ‘compañero
de Dios’, para pedirle explicaciones como hizo Job, o incluso para desafiarlo
por tu pecado? ¿Quién eres ‘tu’ para erigirte a ti mismo de este modo? Una vez
que se ha encontrado el Absoluto, no hay terreno firme sobre el cual el hombre
puede intentar mantener su equilibrio. Una vez que se está en contacto con el Ser,
todo aquello que se atreve a proclamar que posee que tiene una parte en el Ser
cae en la nada, o más bien, desaparece en el Ser Mismo. Cuando el Sí Mismo brilla plenamente,
el “yo” que se ha atrevido a acercarse no puede reconocerse a sí mismo por más
tiempo, o preservar su propia identidad en medio de esa Luz cegadora. ¿Quién
queda para ser en presencia del Ser Mismo? La demanda del Ser es absoluta. Nunca
puede haber más que un valor relativo en todo lo que el hombre intenta decir o
pensar acerca de Dios. Todo el desarrollo posterior de la religión de la Alianza
-doctrinas, leyes y adoración- lo encuentra de una manera simple el advaitín en
las palabras reveladas originalmente a Moisés es en el monte Horeb: “Yo Soy el
que Soy”.
Sin duda el judaísmo continuará existiendo, igualmente el islam. En verdad nadie pensaría en negar la
influencia benéfica ejercida por estas fes monoteístas en el despertar
religioso de la humanidad. Estemos o no de acuerdo en que en la religión
mosaica fue revelada directamente por Dios, los ecos que suscitó en los
corazones de los sabios según meditaban sobre la Alianza, el fuego que ha
encendido en los corazones de los profetas, y el coraje y la fidelidad con la
que inspiró a los creyentes incluso en las circunstancias más adversas, son todos
ellos pruebas claras de su valor para el espíritu humano. Sin duda la religión
de la Alianza se corresponde con intuiciones y revelaciones que están en la
profundidad de la psique humana y proporcionan la oportunidad de su expresión. La
actitud religiosa de los judíos desafía sutilmente la mente humana con el
problema de la existencia personal del hombre a la vez que la personalidad de
Dios; así mismo plantea el problema de la necesidad oculta profundamente en el
hombre de entrar en comunicación con Dios y de tener al menos algún tipo de
relación mutua con Él. (De forma análoga la “angustia” característica de el
“ser para la muerte” que es tan destacada en la filosofía contemporáneo, encara
al hombre de una forma no menos inexorable con la cuestión de la autonomía de
su conciencia en el contexto de su contingencia). Siendo justos el vedantín no
tiene más derecho a evadir dichos problemas cuando por su parte conceptualiza
su experiencia del sí mismo y lo expresa en términos filosóficos, que lo tiene
el cristiano para evadir el desafío del Advaita cuando intenta expresar en una “teología”
la experiencia de los apóstoles del misterio de Cristo; y menos aún la
experiencia del propio Jesús. Pero el advaitín objetará una vez más diciendo
que estos problemas, al igual que todos los demás problemas, pertenecen
únicamente al ámbito de la razón, de la “ciencia”. Es el individuo el que los
plantea y piensa acerca de ellos, pero esto es así precisamente porque aún no
se ha reconocido a sí mismo en su propia Verdad última. ¿Quién queda para hacer
surgir estos problemas el día en el que se ha descubierto finalmente a sí mismo
más allá de las ataduras y limitaciones de su existencia, más allá de la sucesión
de momentos que transitan continuamente, y más allá de su conexión aparente con
el mundo de su percepción igualmente transitorio? Los problemas que se
encuentran en un sueño desaparecen automáticamente cuando uno se despierta. Las
filosofías, al igual que las teologías, no tienen otro propósito que el de
dirigir al hombre hacia el conocimiento que lo salvará. Ellas
no pueden entrar en la habitación más interior; en el “castillo interior”; al
igual que Moisés, ellas tienen prohibido entrar en la “tierra prometida”. Sólo
pueden otearla y admirarla desde el distante Monte Nebo, desde el punto
ventajoso de su conocimiento discursivo o incluso desde las palabras con las
que Dios ha consagrado su mensaje, pero requiriendo todas ellas la elucidación
en el Espíritu. Su sola función es la de despertar al hombre, de hacerle
realizar su propia naturaleza, y de liberarle poco a poco de su sí mismo de
ensueño que proyecta su propio mundo de ensueño. Desafortunadamente el hombre se
agarra a su mundo de ensueño con demasiada frecuencia por su propio interés; ¡incluso
espera de él una salvación de ensueño! Las doctrinas, las leyes, y los rituales
sólo tienen el valor de ser indicadores que señalan el camino hacia lo que está
más allá de ellas. Un día, en la profundidad
de su espíritu, el hombre no podrá evitar escuchar el sonido del “Yo Soy” que pronuncia “El-Que-Es”. Entonces
contemplará el brillo de la Luz cuya única fuente es ella misma, es Él mismo,
es el Sí Mismo único... ¿Qué lugar habrá entonces para las ideas, las
obligaciones o los actos de adoración de cualquier tipo? ¿En qué se habrá convertido entonces -pregunta el advaitín-, el
filósofo y el teólogo, el académico y el sacerdote, el profeta y el maestro de
la ley?