SOBRE LA VIRGEN
Abbé Henri Stéphane
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Paralelismos entre el concepto metafísico de "la Virgen María" y Prakriti.
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Uno a veces se asombra al constatar las paradojas que se presentan en
relación con la Virgen; por una parte, la Iglesia le concede oficialmente un
lugar considerable en su liturgia y existe toda una «literatura» religiosa
que se consagra a ella; por el contrario, en la teología dogmática, la «mariología»
ocupa un lugar ínfimo, mientras que existe una «cristología» fundada
en los escritos de San Pablo y sólidamente estructurada gracias a una
metafísica de origen griego. Otra paradoja: los fieles manifiestan colectivamente» formas de devoción
marial importantes y numerosas (cofradías, legiones, peregrinaciones, etc.)
justificadas por lo demás por apariciones o milagros reconocidos oficialmente por la Iglesia, pero por el contrario, en el orden
individual, muchos fieles parecen manifestar con relación a la Virgen una
indiferencia y una incomprensión sorprendentes, ya que no saben como situarla
en su devoción personal, mientras que grandes santos como San Bernardo y tantos
otros, le han otorgado un lugar eminente. Se puede además añadir que los Protestantes la han
rechazado por completo y que los ortodoxos le dan un lugar importante en su
liturgia y en su iconografía, pero le niegan ciertos privilegios como la
Inmaculada Concepción.
¿Cómo se puede remediar este estado de cosas? ¿Cómo llegar a estructurar
sólidamente una dogmática de la Virgen susceptible de proporcionar al mismo
tiempo una base indiscutible a la espiritualidad Tanto colectiva como individual?
¿Cómo hacer comprender, por ejemplo, que la Iglesia divinamente inspirada haya
utilizado los textos de la Sabiduría para componer la liturgia marial, que haya definido los
dogmas como a Inmaculada Concepción y la Asunción, que haya puesto en labios de
sus fieles una oración «angélica» como el Ave María, recomiende
el rosario, etc.?
Por nuestra parte, no hemos conseguido hacer la síntesis de todo ello más
que apelando a la metafísica oriental. Esto nos ha parecido tan «razonable»
como recurrir a la metafísica de Aristóteles para apoyar la «cristología» o
la economía sacramental. Pero una síntesis tal, nunca se ha hecho oficialmente,
y puede ser que su carácter algo «esotérico» impida
que nunca se haga. Nada podemos hacer sobre eso. Precisemos ante todo que de
ninguna manera se trata de un «sincretismo» cualquiera, ni de una
adaptación al Cristianismo de elementos tomados prestados de una religión
extranjera como el Budismo o el Islam; se trata de algo diferente de lo que los
eruditos han llamado el «estudio de las religiones comparadas», y si resulta
que después un estudio de este tipo viene a confirmar lo que vamos a exponer,
eso no será más que una aportación completamente exterior, una especie de homenaje
rendido a una verdad intrínseca que, en realidad, no tiene otro criterio que su
propia luz.
Es indispensable, para nuestro propósito, comenzar por exponer una «concepción»
de la Divinidad que sobrepasa incontestablemente la de la antigüedad
greco-romana o de la escolástica medieval, pues a falta de ella nos parece imposible
llegar a una inteligencia profunda del misterio de la Virgen y de sus
aplicaciones a la espiritualidad.
Según el Vedanta, Dios debe ser concebido como el Infinito, es decir, como
lo que excluye todo límite o toda determinación comprendida la determinación
más principial de todas, a saber
la del Ser. Es a menudo en el nivel del Ser donde se detiene la metafísica
occidental, que es propiamente una «ontología». Es necesario sobrepasar
este nivel para tener una concepción suficiente, universal y total de la
Divinidad. El Infinito, al excluir todo límite y toda determinación, se
identifica necesariamente con la Posibilidad universal, es decir, con el conjunto
de todas las posibilidades, tanto manifestadas como no manifestadas concebidas
en modo principial, pues, de otro modo, si una posibilidad particular
(un ser) escapara a la Posibilidad universal, constituiría para la divina Esencia
una especie de límite situado «fuera de ella», lo que es imposible.
Esta «estructura» de la Divinidad, si se puede hablar así,
considerada bajo su doble aspecto de «Infinito» y de «Posibilidad
universal», debe reflejarse en todos los niveles de la existencia universal que
no es, por decirlo así, más que «la apariencia exterior» de la
Divinidad. Así, todo ser manifestado, en la medida en que se sitúa en un cierto
nivel de existencia (el ser humano por ejemplo), no es más que la apariencia o
la manifestación exterior de «su posibilidad principial» –su arquetipo
eterno– en Dios. El conjunto de todos los «arquetipos», cuya «totalidad»,
constituye la Posibilidad universal, representa a nivel de la Divinidad o
de lo no-manifestado una «concepción» de la divina Esencia, concepción
puramente principial, no manifestada e indiferenciada, que es
propiamente el misterio de la Inmaculada Concepción en su intelección
más elevada.
En esta perspectiva, todo el misterio el mal consiste en la ilusión
separativa, o en la separatividad aparente, en virtud de la cual el ser
manifestado en un cierto grado de existencia olvida de algún modo su
arquetipo eterno o su propia posibilidad principial, y por ello mismo se
toma por algo autónomo, por un «en-sí», poniendo un límite, por otra parte ilusorio, al Infinito divino. Aquí reside el misterio del
«pecado original», del que todos los demás no son sino consecuencias
particulares; se trata, por tanto, de un «pecado de origen», es decir, de una
salida ilusoria del Principio, y, por consiguiente, de un «pecado de naturaleza»
que afecta necesariamente al mundo manifestado como tal, en cualquier grado que
se lo considere, salvo a la Virgen que se identifica con la Posibilidad
universal en su Inmaculada Concepción, y que está exenta del pecado original. Como
consecuencia, reencontrar su arquetipo eterno, identificarse con su propia
posibilidad principial, o con su propia realidad esencial in divinis,
es realizar en sí el misterio de la Virgen. Lo que constituye en efecto la Omniposibilidad
universal, en tanto que «concepción» de la Divinidad, es su exención de todas
las determinaciones o limitaciones que constituyen el mundo manifestado como tal en todos los
grados o niveles de la existencia. Estas limitaciones deben pues ser negadas o
destruidas para que el Ser –o los seres– vuelvan a encontrar o realicen la pureza,
la belleza, la bondad, la pobreza que son las cualidades principiales de
la Virgen en su indiferenciación primordial, o en su Inmaculada Concepción.
A nivel del Ser –principio de la manifestación universal, aún no
manifestado y primera determinación del Principio supremo, la más principial de
todas, si puede decirse así– la distinción Infinito-Posibilidad (que no existe
como tal, sino solamente desde el punto de vista del mundo manifestado) deviene
la pareja Purusha-Prakriti o Principio activo (masculino) y principio
pasivo (femenino). A este nivel, todavía no manifestado, Prakriti posee
las cualidades que permiten considerarla como la sustancia universal,
primordial e indiferenciada (la materia prima) a partir de la cual se
desarrollarán todas las posibilidades de manifestación bajo la acción no
actuante de Purusha, el Espíritu divino. En este plano, se puede hablar aún de la Inmaculada
Concepción o de la virginidad de la sustancia primordial enteramente sometida
al principio activo y aplicarle, por transposición, la expresión evangélica: Ecce
Ancilla Domini[1].
Al nivel del cosmos, la pareja Purusha-Prakriti se vuelve a
encontrar en «el Espíritu de Dios que se movía sobre la faz de las aguas»
(primordiales) de que habla el Génesis (I, 2), simbolizando las aguas por su
plasticidad la perfecta sumisión de Prakriti.
En el nivel del ser humano, encontramos la pareja Adán-Eva, o el andrógino
primordial, y es en este nivel específico donde se sitúa la concepción habitual
del pecado original que afecta a toda la descendencia de Adán. Por último, en
el nivel más bajo de la manifestación grosera, tenemos el hombre y la mujer en
el sentido ordinario. En el proceso inverso de retorno de lo manifestado a lo
no-manifestado, por tanto, en el misterio de la Redención o de la regeneración
espiritual, tendremos entonces la pareja Espíritu Santo-Virgen María, o más
particularmente Cristo-Iglesia, o también Nuevo Adán-Nueva Eva, pareja que
preside el «nuevo nacimiento», como la pareja Adán-Eva se encuentra en
el principio del nacimiento ordinario. Se ve aparecer aquí claramente el papel
de la Virgen como «corredentora», «mediadora de todas las gracias» o «madre de
los hombres»: Ecce mater tua[2]. Estas palabras pronunciadas por Cristo en la Cruz deben
considerarse a la luz del papel análogo de la Iglesia-Madre, igualmente
mediadora de todas las gracias; en efecto, pocos instantes después de que estas
palabras fueran pronunciadas, salió agua del costado de Cristo cuando lo
atravesó la lanza del centurión Longinos. Los Padres de la Iglesia coinciden en
ver en este acontecimiento el nacimiento de la Iglesia: «Esposa sagrada
salida del costado de Cristo dormido, como Eva había salido del costado de Adán
dormido»; ahora bien esta agua, «el agua viva» prometida por Jesús a la
samaritana (Jn 4,14), no es otra que el agua del bautismo, el baño de la
regeneración, que se identifica con las aguas del Génesis «sobre las que se
movía el Espíritu», y finalmente con la Virgen de la Anunciación al a que
el Angel dijo: «el espíritu de Dios te cubrirá con su sombra».
Existe pues una especie de ecuación o identidad ontológica entre estos
diferentes aspectos del simbolismo del agua: María sustancia plástica universal,
materia prima, mater, aguas primordiales, agua salida del costado
de Cristo, aguas del bautismo, baño de la regeneración, Iglesia-Madre, lugar de
la regeneración, Esposa sagrada salida del costado de Cristo, nueva Eva; todo
esto, repetimos, no son más que aspectos de una misma realidad ontológica a
diferentes niveles o desde diferentes puntos de vista. Por último, las palabras
de Cristo a Nicodemo: «El que no naciere del agua y del
Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios» (Jn 3,5), ilustran todo lo que acabamos de exponer.
Sin embargo, lo que precede no es todavía, si puede decirse así, más que el
lado objetivo o exterior del simbolismo de la Virgen y de sus diferentes
aspectos: Iglesia, aguas del bautismo, etc. Nos es preciso examinar ahora el
lado subjetivo o interior, es decir, los aspectos de este simbolismo en la
medida en que se convierte en principio de regeneración espiritual del alma. Se
trata por tanto, hablando con propiedad, de una «alquimia espiritual» por
la que debe ser transformada el alma individual para identificarse con el alma
universal, sirviendo aquí este término neoplatónico para designar a Prakriti
en tanto que sustancia plástica universal. Es normal, en efecto, que, a la manera
de la Encarnación, el Espíritu Santo no pueda actuar en un alma más que si ésta
participa en las cualidades de la sustancia antes mencionadas: pureza,
humildad, belleza, bondad, etc., cualidades que se podrían designar con una
sola palabra, la plasticidad, análoga a la «sumisión», o «movilidad»
del agua que se amolda a los contornos del vaso que la contiene. Todas
estas cualidades sirven para caracterizar un estado, algo que debe ser
realizado ontológica o existencialmente, y que sobrepasa –incluyéndolo– el
punto de vista moral. En otros términos, no se trata de realizar actos de
caridad, humildad, pureza o bondad, sino de ser la caridad, la humildad,
la pureza, la bondad. La nieve no realiza actos de blancura, es blanca. Una
transformación –o alquimia– espiritual de este orden supone la acción de ritos
(sacramentos) y la actualización de los contenidos de estos ritos por un método
contemplativo, una especie de encantamiento destinado a flexibilizar el alma, a
proporcionarle esa plasticidad de las aguas primordiales en las que se
movía el Espíritu de Dios. Para alcanzar efectivamente dicha plasticidad del
alma que supone la realización de las virtudes espirituales –por tanto más que
morales– o «mariales» –pureza, humildad, belleza, bondad, etc. – se requieren
tres condiciones:
a) la transmisión de la influencia espiritual o comunicación del Espíritu
Santo por ritos apropiados (sacramentos,Iglesia);
b) el conocimiento doctrinal de la meta que se quiere alcanzar; y
c) el método contemplativo o de encantamiento.
Este método es la oración en el sentido espiritual que vamos a definir
brevemente. No se trata de «pedir» alguna cosa para sí o para otro, sino de
crear en el alma un estado de sumisión total y de plasticidad ontológica. Esta oración
espiritual es una «vibración» que armoniza el alma con las cualidades de la
Virgen. Recitando el Ave María, el alma se aplica a sí misma las
palabras del ángel a María, y la repetición casi indefinida, o el ritmo, del rosario
engendra esta vibración que transforma el alma en su prototipo virginal. De
paso diremos que el carácter propiamente técnico de la oración espiritual que
acabamos de considerar, la relaciona con la «oración de Jesús» utilizada en la
Iglesia de Oriente, así como con métodos análogos que se encuentran en otros
lugares y que se basan todos en la invocación de un Nombre divino, pero no hay
lugar para desarrollar ahora este tipo de consideraciones. Nos bastará con
señalar que el Ave María contiene, como joyas incrustadas, los nombres
de Jesús y de María. A este respecto, no carece de interés indicar que estos
dos nombres no figuraban en el saludo del ángel a María y que han sido añadidos
por la Iglesia.[3]
La utilización del Ave María –o del Rosario– en tanto que oración
espiritual aparece como medio susceptible de crear en el alma esta receptividad
a la gracia: es la aplicación al microcosmo humano del Fiat Lux cosmogónico
del Génesis que viene a «organizar el caos», o del misterio de la encarnación,
descendiendo el Verbo, Luz del mundo, al seno virginal de María para engendrar
en él a Cristo. Según la primera perspectiva, el alma humana, en su estado de
caída o de «separatividad», es un caos caracterizado por el endurecimiento, la
dispersión, la torpeza, la distracción, la fealdad, etc., siendo todo ello
contrario a las virtudes espirituales de pureza, bondad y humildad de la sustancia
primordial. Según la segunda perspectiva, el alma humana debe identificarse con
el seno virginal de María para convertirse en el «lugar» de la generación del
Verbo. Según el Maestro Eckhart –y según toda la tradición específicamente cristiana
y la concepción trinitaria de la Divinidad– la Voluntad del Padre es engendrar
eternamente al Hijo, no teniendo ninguna otra voluntad. Este «nacimiento
eterno» del Hijo se produce entonces fuera del tiempo y del espacio en este
«lugar» que es la Virgen; es la misma generación del Hijo la que se produce en
María por obra del Espíritu Santo en el misterio de la Encarnación que es a la
vez temporal e intemporal. Es también la misma generación del Hijo la que debe
producirse en la Iglesia –y en cada alma– y ello también en el tiempo y fuera
del tiempo. Por consiguiente, es en la medida en que el alma se identifica con
la Virgen cuando se realiza en ella el misterio de la Encarnación; es preciso,
por tanto, que el alma se vuelva «intemporal».
La recitación de las palabras del Ave María produce y realiza en el
alma las «cualidades» de la Sustancia primordial y el «contenido» del misterio
de la Encarnación:
Ave María – Al
saludar a María, el alma reconoce la misteriosa belleza de la sustancia
primordial y de sus diversas «cualidades», es decir, se identifica
misteriosamente con lo que nunca ha dejado de ser eternamente en Dios, si no es
por la «ilusión separativa» de la «caída».
Gratia Plena – La
Sustancia primordial no debe sus «cualidades» más que a esta gracia» que hace de ella la Inmaculada Concepción.
Dominus Tecum – El
Verbo está constantemente en comunicación con la sustancia, que, sin él, no
tendría realidad alguna.
Benedicta tu in mulieribus – Entre todas las sustancias «microcósmicas», la sustancia
universal es llamada buena, bella, etc.
Et benedictus fructus ventris tui, Jesus – Jesús que es la Bendición y que, según las apariencias,
nace de la Virgen, es llamado «ser bendito»; sin embargo, no es el Verbo eterno
quien en realidad nace de la sustancia, sino ésta, y con ella todas las
sustancias «separadas» las que mueren en el Verbo y resucitan en él: es el
misterio de la Asunción de María.
*
[1]
«He aquí la sierva del Señor», respuesta de la Virgen al ángel de la
Anunciación.
[2]
«He aquí a tu madre», palabras de Cristo en la cruz dirigidas a San Juan. Sobre
el papel de san Juan en relación con María, véase J. Tourniac, Symbolismo
maçonique ete Tradition chrétienne, un itinéraire spirituel d´Israel au Christ,
partes II, «Les deux Saint Jean», y III, «Art royal et art spirituel».
[3]
Las razones profundas que justifican este hecho son demasiado sutiles para que
intentemos explicarlas aquí, pero hay una «sugerencia» para la aceptación del
papel de los Nombres divinos de Jesús y María en el método contemplativo que
nos ocupa.