Viendo a Dios en todas partes (1)
Perspectivas coránicas acerca de la Santidad de la Naturaleza Virgen
1ª parte: El Tawhid y la Santidad del Cosmos
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Reza Shah Kazemi
Traducción
al español:
Roberto
Mallón Fedriani
(2020)
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“La
corrupción se ha manifestado en la tierra y el mar por lo que los seres humanos
han hecho, para que prueben algo de lo que han hecho y así, quizás, regresen al
buen camino.”
(Corán,
Sura Al Rum, “Los Romanos”, 30:41)
Aun cuando este verso esté
escrito en pasado, cabe leerlo como una profecía sobre nuestros tiempos, y no
solo como una descripción de la situación existente en los tiempos de la
revelación del Corán. Lo que vemos hoy a nuestro alrededor es exactamente lo
que describe el Corán en términos de fasad (corrupción). Esto se hubiera
entendido en los tiempos en los que fue revelado a los árabes del siglo VII
como corrupción moral o desobediencia. Sin embargo, a los árabes les hubiera
costado aplicar el término al tipo de corrupción que vemos hoy en día “en la
tierra y el mar”; y no podrían haber entendido fasad en un sentido
global, es decir, como la forma de contaminación a la que nos enfrentamos ahora
por todas partes, tanto en la tierra como en el mar, debido a lo que han
forjado nuestras manos. Este verso nos dice que debemos “saborear” las
consecuencias de nuestras acciones y las de nuestros predecesores, no solo para
ser castigados, sino con el fin de alertarnos de la necesidad de volver a Dios;
no con el fin de que caigamos en el abatimiento, sino al revés, para hacer más
ferviente nuestra resolución de cara a enderezar lo que está mal, y retornar a
ese equilibrio natural en el que fuimos creados. Saborear las consecuencias de
“nuestras” acciones significa aceptar que, de alguna manera misteriosa, no
estamos exentos de responsabilidad en cuanto a corregir lo que han hecho
nuestros predecesores; pues, como miembros de la especie humana formamos una
unidad orgánica: “Vuestra creación y vuestra resurrección”, así se dirige Dios a la totalidad de la
Humanidad en uno de los versos más misteriosos del Corán, “Vuestra creación
y resurrección no es sino como la creación de un solo ser.” (Sura Luqman,
31:28).
En este ensayo pretendo
abordar cuatro temas a la luz de la importante profecía islámica que se hace en
la Sura al-Rum:
· El primero es el tema de la santidad del
medioambiente natural desde el punto de vista del Corán. Aquí argumentaré que
la crisis medioambiental no hubiera podido ocurrir en un mundo creado bajo el
concepto islámico de Tawhid.
· El segundo tema tiene que ver con las
raíces espirituales de la crisis medioambiental: cómo llegó a darse esta
crisis, no desde un punto de vista técnico, sino en cuanto a las actitudes profundas
y espirituales que generaron las acciones que han conducido a la crisis.
· El tercer tema concierne a la relación
entre el ser humano individual -el microcosmos- y la totalidad del universo -el
macrocosmos-. Aquí el argumento es que, aun cuando estemos bajo el dominio de
una crisis global que puede ser el anuncio del “Fin del mundo” (o de un ciclo
dentro de este cosmos), el resultado de este presentimiento debe ser un sentido
más profundo de la responsabilidad personal para cambiar a mejor uno mismo, y
al propio mundo. Esta actitud de
perpetua y renovada determinación, junto con una esperanza espiritual
inagotable, contrasta crudamente con la desesperación y el sentido de impotencia
personal que tantos están sintiendo ante la crisis medioambiental, que ya ha
adquirido dimensiones catastróficas.
· Finalmente, el cuarto tema se refiere a la
ética práctica: qué es lo que debemos hacer respecto al mundo natural a la luz
de los principios coránicos debatidos y a la Sunna. Aquí ofrecemos algunas de
las maneras con las que, todos y cada uno de los individuos, pueden llevar a cabo algunos cambios prácticos,
de conformidad con el punto de vista coránico que de forma tan elocuente
representó el Santo Profeta.
1.
El
Tawhid y la Santidad del Cosmos
La palabra Tawhid se debe traducir como
“unidad integradora” más que simplemente como “unidad”. “Integrar” o “hacer
uno” se debe entender no solo al nivel de lo Divino, en donde no hay sino un
Dios en oposición a muchos dioses. Se debe entender también a nivel de la
Realidad. Hay una Realidad que abarca todo lo que es, que penetra todo lo que
es. Debemos pasar de un concepto abstracto, estático, teológico, de la Unidad,
a una intuición espiritual dinámica de la Unidad omni-abarcante; no se trata
simplemente de afirmar un solo Dios, sino de captar y ser transformados por el
principio de que solo hay un Ser, una Realidad que abarca, penetra, y
trasciende todas las cosas. Esta perspectiva no es únicamente el resultado de
la especulación mística; más bien es el fruto de la meditación sobre los versos
coránicos clave que aluden a este misterio de la unidad de la Realidad Divina,
que es “El Primero y el Último, el Manifiesto Exteriormente y el Oculto en
el Interior.” (al-Awwal wa’l-Ākhir wa’l-Żāhir wa’l-Bāţin)
(al-Ĥadīd, “Hierro”, 57:3).
Puede que los místicos del Islam hayan expuesto
en detalle el significado espiritual y metafísico de esta Unidad, pero es en el
Corán y en los dichos del Profeta donde se encuentra el fundamento de esta
doctrina o visión del mundo. En este sentido, uno de los dichos más importantes
en donde Dios habla en primera persona es este: “Yo era un tesoro oculto
(kuntu kanzan makhfiyyan) y quise ser conocido (fa-ahbabtu an u’raf), así pues
creé el mundo”. Quizás este dicho no reúna los criterios exactos de
autenticidad establecidos por los eruditos de los hadices, pero hay un consenso
general entre ellos en cuanto a que el significado del dicho es profundo.
Llegan a esta conclusión a través del siguiente verso del Corán, y el comentario
del mismo hecho por Ibn ‘Abbas, sobrino del Profeta y uno de los comentaristas
del Profeta con mayor autoridad: “Y no he creado a los genios (Jinns) y los
humanos excepto para que Me adoren.” (Sura al-Dhariyat, “Los vientos
huracanados”, 51:56). Ibn Abbas dice que la palabra “adorar” se debe entender
como “conocer”. Lo que esto implica es que la adoración de Dios está a la vez
enraizada en el conocimiento de Dios, y encuentra su fruto más excelso en el
conocimiento más elevado de la realidad divina, incluyendo una visión de esta
realidad a través del mundo creado. Entonces, este mundo se convierte en un velo transparente
sobre la realidad divina, un velo a través del cual el “ojo del corazón” puede
“ver”, no a Dios Mismo, sino Su “Rostro”. Pues, como veremos pronto, este Rostro
-la auto-revelación de algún aspecto de la realidad divina- ha de ser visto
allá donde miremos.
El “tesoro escondido” que ama ser conocido se revela a sí mismo en, a través, y como, la
totalidad del universo. Esto significa que el amor divino esta incrustado en el
mismo tejido de la existencia. Según las famosas palabras de William Blake,
“todo lo que vive es sagrado”. Cuanto más se llega a conocer a Dios a través de
la revelación de Su tesoro escondido en el mundo, tanto más se Le ama. Si el
amor de Dios no se hace más profundo en la medida de nuestro conocimiento del
mudo, entonces no se trata de auténtico conocimiento del mundo, sino que es
mero conocimiento conceptual de datos externos. En contraste con esto, un conocimiento
auténtico del mundo conduce a una intuición espiritual de los fenómenos de la
Naturaleza Virgen como “signos” de Dios, ayat,
que revelan alguna cualidad absoluta, infinita, y perfecta, de la fuente de la
Naturaleza y de todas sus glorias y bellezas. Incluso los primeros atisbos de
la visión de esta fuente de la belleza del cosmos, no pueden sino venir
acompañados del amor a esta fuente. A su vez, este amor hacia la belleza divina
eleva la propia capacidad de conocimiento espiritual; es así como amor y conocimiento
sirven para ensalzarse el uno al otro en una relación mutua que se refuerza
recíprocamente, y cuya dinámica participa en el mismo proceso de la creación:
pues la totalidad de la creación es en sí misma el derramamiento del amor de
Dios hacia las bellezas de Sus tesoros escondidos, y que nosotros hemos de conocer y amar. Esto
puede verse de forma implícita en el siguiente verso maravilloso: “No existe
nada de lo que Nosotros no hayamos dispuesto grandes cantidades, pero no lo
hacemos descender sino en una proporción determinada.” (Sura al-Hiyr, “La
senda rocosa”, 15:21).
Los versos coránicos que se refieren de manera más
explícita a esta manifestación del tesoro escondido son los que hablan de Dios
siendo no solo “el Primero y el Último”, sino también, como hemos dicho anteriormente,
“lo Exterior y lo Interior” (57:3). El aspecto exteriormente manifiesto de
Dios, la realidad divina como al-Zahir, es el que ha dado lugar a
algunas de las especulaciones y reflexiones más fructíferas sobre el misterio
de la presencia de Dios dentro de la Creación. Pues para la gente más
inteligente, está claro que Dios ha de ser el origen de todas las cosas, y que
Él debe ser también el fin de todas las cosas; la realidad divina es la que está
escondida en el interior -esto también es fácilmente inteligible-. Pero ¿cómo
puede Dios manifestarse a través de todas las cosas, en todas las cosas, como
todas las cosas, y a la vez estar escondido para ellas, escondido por ellas, y
escondido en ellas? Reflexionar sobre el significado de Dios como al-Zahir
nos ayuda a ver que ni en la realidad ni en la existencia hay otra cosa que no
sea Dios. La totalidad del cosmos está penetrada por la realidad divina; la Faz
de Dios está allí donde mires; tal y como se afirma en este precioso verso:
“A Dios pertenecen el Oriente y el Occidente.
Por tanto, a donde quiera que os giréis, encontraréis el rostro de Dios.”(Sura
al-Bakara, “La Vaca”, 2:115)
Uno no puede girarse hacia ningún lugar sin ver
una manifestación de la realidad divina, refiriéndose esta auto-revelación como
el “Rostro” de Dios: algún aspecto de la belleza divina, del tesoro escondido,
se refleja en todos los fenómenos de la Naturaleza Virgen -los infinitos y
variados espejos de la creación-. Pero esta capacidad para ver el Rostro de
Dios implica la habilidad adicional de ver el plano sobre el que se manifiesta
el Rostro de Dios -la superficie del espejo dentro del cual se reflejan las
bellezas divinas, la pantalla cósmica sobre la que se proyectan las Cualidades
divinas- este plano terrestre, es en sí mismo impermanente, perecedero, y por
tanto condenado a la extinción. “Todas las cosas perecen excepto Su rostro.”
(kullu shay’in hālikun illā wajhahu) (al-Qasas, “La historia”, 28:88).
Así pues, el dominio natural dentro del cual Dios
es reflejado a través de todo, es un dominio evanescente. Es un continente que
no puede sino desintegrarse en el
momento futuro; pero el Corán lo plantea de una forma más misteriosa, porque
dice que todo está pereciendo, no que vaya a perecer: todo es halik;
está siendo destruido ahora.
La naturaleza del cosmos es transitoriedad; está
engranado en un proceso de descomposición, aun cuando parezca subsistir con
estabilidad y permanencia. Lo único que verdaderamente subsiste, ahora y
eternamente, es el Rostro de Dios: “Todo el que está en ella [la tierra]
perecerá y sólo permanecerá el rostro de tu Señor, Dueño y Señor de la Majestad
y la Generosidad.” (al-Rahman, “El Clementísimo”, 55:26-27).
El cosmos se caracteriza por su ambigüedad: por
un lado está el contenido divino, la manifestación o reflejo de las cualidades
divinas en el cosmos, que son lo único real y permanente; y por el otro está el
cosmos como tal, que es impermanente y está
desintegrándose en todo momento. ¿Cómo desciframos este contenido
“sobrenatural” separándolo de su continente “natural”? El Corán nos ayuda a
interpretar el universo refriéndose a los fenómenos de la naturaleza como ayat,
como versos del “texto” cósmico. La palabra aya es polivalente, y
significa un signo, un verso de las escrituras, un milagro, así como un
fenómeno que existe en el mundo y en el alma. El Corán expresa claramente estas
dos últimas connotaciones en el siguiente verso:
“Pronto les mostraremos Nuestras señales en el
horizonte y en ellos mismos, hasta que sea evidente para ellos que Él es la
Verdad. (Sura Fussilat, “Explicadas detalladamente”, 41:53)
En otras palabras, Dios mostrará a la Humanidad
Sus signos en la Naturaleza Virgen, así como en la consciencia de los seres
humanos, hasta que la Verdad de Dios se haga manifiesta. Así pues, los signos
son a la vez interiores y exteriores. Tenemos aquí la expresión de un principio
que es fundamental en la espiritualidad islámica: la idea del hombre como microcosmos,
un “pequeño mundo”. El individuo es una recapitulación macrocósmica de la
totalidad del universo. Lo que está dentro es idéntico –en esencia, no en
forma- a lo que está fuera. La comprensión de este principio es una de las
claves para resolver la crisis medioambiental, al menos en lo que concierne a
la consciencia individual; pero las ramificaciones y repercusiones de esta
solución aparentemente “individual” a la crisis son incalculables, tal y como
veremos en breve a través de algunos versos coránicos.
La idea del universo como “libro cósmico” es a la
vez una percepción concreta y una concepción espiritual. En la tradición sapiencial
del Islam se habla de dos tipos de Corán: uno es al-Qur’an al-tadwini,
que es el Corán escrito; el otro, al-Qur’an al-takwini, el Corán
“creacional”. Este último es un “texto” que consiste en la totalidad de la
creación, de modo que todos los “signos” de la naturaleza virgen cabe captarlos
como revelaciones escriturarias, como versos, como signos de Dios que piden ser
interpretados, contemplados, reverenciados y asimilados dentro de uno mismo. Es
decir, las revelaciones formales de la belleza divina despiertan una consciencia
“esencializante”: una consciencia más profunda de las esencias paradisíacas de
las que deriva la belleza terrestre; un indicio de los Nombres y Cualidades
Divinas que son el origen de esas esencias paradisíacas; y un presentimiento
espiritual de la unidad absoluta de Dios –el “tesoro oculto”- en el que los Nombres
y Cualidades están comprendidas en toda su gloria infinita. Es así como la
contemplación de la Naturaleza Virgen puede definirse como el “recuerdo de
Dios”, dhkr Allah (a lo cual volveremos más adelante). Los signos
externos de Dios en los horizontes reintegran los interiores dentro del alma; las
revelaciones exteriores evocan inspiraciones interiores; las teofanías de belleza,
santidad y majestad, infunden en el alma amor ilimitado, contemplación
agradecida, y asombro reverencial ante el Rostro de Dios.
Este aspecto del mensaje coránico nos lleva a un
punto muy cercano a las religiones primordiales y su concepción del cosmos como
una revelación. Para los chamanes y para los representantes de las religiones
primordiales de todo el mundo en general, la totalidad del cosmos es un mundo
de signos: las estrellas, los árboles, los animales, y así sucesivamente, son
tantos modos del Espíritu, maneras y medios a través de los cuales el espíritu
Supremo que está por encima de la Creación se comunica con el espíritu íntimo
dentro del alma humana. A todos ellos se les otorga un significado sacramental,
al igual que en el Corán se les da un significado sagrado –véanse la cantidad
de veces que Dios Mismo jura por los fenómenos de la naturaleza virgen: “Lo
juro por los planetas”; “Por el Sol y su brillo”; “Por la Noche cuando se
consagra”, y así tantas otras veces. El Corán es absolutamente destacable por la
variedad, la profundidad, y la sutileza
con la que hace referencia a los fenómenos naturales; ninguna otra escritura
revelada contiene tantas referencias
espiritualmente fecundas a las bellezas del mundo natural. Muchos de los
títulos de sus capítulos indican la importancia del orden natural; títulos como:
“La Abeja”, “La Estrella”, “La Luna”, “El Sol”, etc. Esta continua referencia a
los fenómenos de la naturaleza virgen invita a contemplar, meditar, y reflexionar
sobre estos signos como expresiones de la creatividad Divina, y por tanto a venerarlos
en su propia substancia.
La afirmación hecha por muchos
medioambientalistas musulmanes según la cual la crisis medioambiental no podría
haberse dado en un universo moldeado por la visión coránica de la naturaleza,
es incontrovertible. No podemos concebir un pequeño grupo de científicos
rompiendo con una comunidad de creyentes inspirados por el Corán y con el
sentido de santidad de la naturaleza virgen.
Y esta santidad no es solamente una santidad abstracta, sino que es
poderosa y apremiantemente concreta. El Corán nos dice que “No hay cosa
alguna que no le glorifique con su forma de glorificar.” (al-Isra, “El
Viaje Nocturno”, 17:44). Ahora bien, para una persona externa resulta fácil
decir que esto es una especie de ideal filosófico, un concepto abstracto: todo
“glorifica” a Dios por su propia existencia, porque la cosa creada manifiesta
el poder de su Creador. Manifestar al Creador es una forma de “glorificar” al
Creador. Este punto de vista filosófico es inadecuado, aun cuando sea correcto
en su plano; a su lógica abstracta se le ha de añadir un elemento dinámico,
transformador, si es que se quiere captar correctamente la perspectiva
coránica. Considérese este destacable verso que de manera retórica nos pregunta:
“¿Acaso no has visto que quienes están en los cielos y en la Tierra glorifican
a Dios?” (al-Nur, “La Luz”, 24:41). Y entonces, tan pronto como se podría
pensar que esto puede ser una idea abstracta, el Corán nos da una descripción
deslumbrante, una gráfica imagen de las aves volando: wa’l-ţayru
saffatin—kullun qad ‘alima salatahu wa tasbihahu: “y las aves con sus alas,
cada cual sabe cómo rezar y glorificar y Dios”. Cuando se recitan estas
palabras según el tajwid, la entonación ritual correcta, uno no puede
escapar al efecto onomatopéyico, pues la primera alif (la vocal “a”) en
la palabra saffatin debe prolongarse hasta al menos seis compases. El
resultado es que se recita la palabra de una manera que evoca, poderosa y casi
irresistiblemente, la gloriosa visión de una bandada de pájaros volando
perfectamente al unísono.
Aquí no cabe quedarse con una mera idea
filosófica abstracta. En un nivel se
expresa la metafísica de la alabanza universal, y a ello le sigue una ejemplificación concreta del principio, siendo
aquí las aves el más maravilloso ejemplo a poner, pues simbolizan los estados
espirituales más elevados. El vuelo de los pájaros indica el desafío de la
gravedad, por consiguiente algo sobrenatural; su canto evoca las melodías
celestiales. Los “pájaros volando” nos dan entonces una maravillosa imagen de
la plegaria y glorificación de la totalidad de la naturaleza.
Todas las criaturas son dignificadas con el título
de “umma”, “comunidad”. Hay un verso en el Corán que dice: “No existe
animal en la Tierra ni ave que vuele con sus dos alas que no forme comunidades [ummam,
plural de umma] como las vuestras.” (al-Anam, “Los Rebaños”, 6:38). Y
para concretar este principio podemos dirigirnos a este verso: “Y tu Señor
reveló a la abeja: «Pon tu casa en las montañas y en los árboles y en lo que
construyen. Luego, come de todos los frutos y transita sumisa los caminos de tu
Señor.»” (al-Nahl, “La Abeja”, 16:69). Incluso la humilde abeja recibe una
forma de revelación de Dios. Aquí el termino Revelación puede entenderse como
el instinto que le es dado a todas las criaturas naturales para que hagan aquello
que nosotros, como seres humanos, hemos de aprender a hacer a través de la Revelación
sobrenatural. Aprendemos de estas
criaturas, todas las cuales pueden ser consideradas seres inspirados: es decir,
seres inspirados por su Señor. Lo que los animales hacen por naturaleza y por instinto,
nosotros lo hemos de hacer a través de lo “sobrenatural”, a través de la Revelación
en sentido estricto: nuestra sumisión a la Revelación es nuestra manera de ser
fieles a nuestra naturaleza más profunda, nuestra manera de ser “naturalmente sobrenaturales”.
El principio de la Revelación es uno, pero cada especie lo recibe y lo aplica
según su capacidad.
Así pues, al ser cada especie una umma,
constituye una comunidad de seres queridos por la divinidad; son receptáculos de
la Revelación. “Y para cada comunidad hay un Mensajero.” (Yunus,
“Jonás”, 10:47). Desde el punto de vista medioambiental esto está lleno de
significado sagrado: se debe captar intuitivamente -no solo especular
conceptualmente sobre ello- que todo ser viviente es un miembro de una umma,
y que cada una de estas comunidades tiene su propio modo de recepción de la
revelación natural, así como su propia manera de participar en la oración y la
glorificación. Una de las implicaciones de esta forma de concebir el mundo
natural es esta: la pérdida de cualquier tipo de especie, cualquier tipo de
criaturas, no es solamente una catástrofe, sino que es una forma de sacrilegio
cósmico. Cada especie, al ser una umma, no es solo una particularidad
accidental de la evolución, cuya pérdida pueda justificarse de alguna manera
por la causa mayor de nuestro progreso en la escala evolutiva. Al contrario,
cuando el cosmos y sus criaturas se ven como manifestaciones sagradas de la
creatividad divina, la pérdida de cualquier forma de vida adquiere verdaderas
dimensiones trágicas y sacrílegas.
Para resumir esta primera parte del ensayo: Dios
no es solo el creador del cosmos, ex nihilo, “de la nada”. Dios también
rodea y penetra el cosmos tal y como era in principio, “en principio”, y
no solo “en el comienzo”. Este punto de vista se sugiere con la misma palabra
“medio-ambiente” (muhit): es aquello que engloba todo, y este mundo se da
como uno de los nombres de Dios, al-Muhit, “El que todo lo engloba”.
Entonces, cuando hablamos de la crisis
medioambiental estamos hablando de una crisis que lesiona la naturaleza sagrada
del contenido de este medio-ambiente divino; el medioambiente que es en última
instancia la manifestación del Nombre Divino, al-Muhit. La crisis que
azota este medio-ambiente es global, y si se quiere abordar, se debe hacer igualmente
de una manera global, yendo a la misma raíz del mal que la originó, y no
simplemente ocupándose de las manifestaciones superficiales al nivel de las soluciones
prácticas. Así pues, uno de los mensajes más importantes que podemos inferir de
la perspectiva coránica sobre el medio-ambiente es el siguiente: una crisis
global como la medioambiental, que lesiona los aspectos espirituales, morales y
físicos de nuestro ser, debe abordarse a través de una serie de enfoques que sean
igualmente integrales, lo cual es una aplicación del principio del Tawhid:
todos los fenómenos están interconectados orgánicamente dentro de la unidad de
la Realidad divina, una unidad que integra todos los niveles del ser, desde el más
físico al más espiritual. Aquello que el biólogo Rupert Sheldrake denominó
“resonancia mórfica” –la sutil interconexión energética de todos los fenómenos-
no es sino uno de los vestigios de esta dinámica inherente al principio del Tawhid.