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sábado, 24 de noviembre de 2018

ECKHART: El Nacimiento del Verbo en el alma (VI)



MEISTER ECKHART

El Nacimiento del Verbo 
en el Alma
(VI)


Reza Sha Kazemi

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eckhart sanatanadharmatradicional



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Sexta entrega de la traducción inédita hasta la fecha en castellano del capítulo dedicado a Meister Eckhart del libro de Reza Sha Kazemi titulado "Paths to tracendence according to Shankara, Ibn Arabi y Meister Eckhart". Publicado en la editorial World Wisdom, 
Inc, 2006.

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3.     El Santo y el Sufrimiento


Los puntos expuestos anteriormente conforman un puente adecuado para la siguiente cuestión: ¿está sujeto al sufrimiento el hombre santificado por el Nacimiento? Si la consciencia de Dios es perpetua, y si esta consciencia produce la beatitud, ¿cómo es posible que un hombre así sufra? Los diversos argumentos de Eckhart sobre este asunto pueden llevar a algunos a la conclusión de que se contradice a sí mismo, unas veces negando y otras afirmando que se da el sufrimiento; pero la clave para comprender su postura radica en captar correctamente, dentro de la misma consciencia del santo, el locus o agente que experimenta el sufrimiento, y el grado ontológico que ocupa este agente.

         Se puede comenzar la discusión de una manera útil con la siguiente afirmación inequívoca: “Cuando has alcanzado el punto en el que nada te entristece o te resulta duro, y el dolor no es dolor para ti; cuando todo es un gozo perfecto, entonces es cuando ha nacido verdaderamente tu niño.” (I:68). A fin de ilustrar concretamente cual es la naturaleza de esta impasibilidad, pone el ejemplo de contemplar la matanza de los seres queridos: “Si el niño ha nacido en mí, la visión de la muerte de mi padre y de todos mis amigos ante mis propios ojos dejaría mi corazón intacto. Pues si mi corazón se moviese por ello, el niño no habría nacido en mí, aun cuando su nacimiento pudiera estar cercano.” (I:68).

         Por otro lado, dice: “nunca hubo un santo tan grande que no pudiera ser movido (alterado)”; entonces, todos los santos, por más grandes que sean están sujetos a ser “movidos”. Esto parece ser una contradicción hasta que uno se percata de cuál es la naturaleza de este movimiento”: “Aun así… yo sostengo que a un santo le es posible incluso en esta vida que nada consiga apartarlo de Dios.” (I:86).

         Por tanto, el santo puede llegar a ser movido, pero no de modo que se aparte de la consciencia de la presencia divina; en cierta medida es movido -emocionalmente o de otro modo- pero a la vez permanece impasible interiormente en la consciencia permanente de Dios. Este movimiento e impasibilidad simultáneos lo expresa Eckhart con la imagen de un barco bien anclado: “no obstante… puede que el viento sople, y que el barco se ‘mueva’, pero no puede ser arrastrado.” (II:124-125).

         En otras palabras, aun cuando se experimente el sufrimiento, y uno se vea “movido” hasta cierto punto por ello, la señal de la santidad es la de relativizar este dolor y permanecer interiormente uno con la realidad de Dios que trasciende todas esas contingencias. Así pues, una vez que este hombre interior está realizado, una vez que “el niño ha nacido”, no es “arrastrado/apartado” ni de esta consciencia de Dios ni del gozo que conlleva esta consciencia para el hombre interior. Solo el hombre interior es el que tiene la capacidad de objetivar, y de este modo distanciarse a sí mismo del dolor experimentado por el hombre exterior; una experiencia querida por Dios, y por esa misma razón susceptible de una trasmutación espiritual en gozo:

“No padeces enfermedad ni ninguna otra cosa a menos que Dios lo quiera. Siendo así, sabiendo que es la voluntad de Dios, debes regocijarte en ello y estar satisfecho, y ese dolor no será dolor para ti: incluso en el dolor extremo, sería un error sentir ningún dolor o aflicción; debes aceptarlo de Dios como si fuese lo mejor, ya que es seguro que es lo mejor para ti. Pues el ser de Dios depende de Su buena voluntad. Deja entonces que yo también la desee, y nada será más grato para mí.” (I:281).

Por consiguiente, el dolor se debe entender a dos niveles diferentes: por una parte, el psicofísico, y por otra el espiritual; sin esta distinción la afirmación anterior resulta incomprensible, o bien el concepto de dolor pierde su significado. Lo que Eckhart parece estar diciendo es lo siguiente: es posible experimentar estados dolorosos del ser -físico, psíquico y emocional- sin que el dolor penetre en el núcleo espiritual del individuo. En este núcleo subsiste la consciencia de la realidad de la naturaleza y la voluntad de Dios, una consciencia que tiene prioridad sobre todos los estados transitorios, y que de este modo puede llevar a una serenidad que coexista con la experiencia de dolor que se da en los niveles más superficiales del ser. Eckhart parece estar afirmando la posibilidad -y por tanto la necesidad- de que el hombre espiritual alcance un estado de objetividad espiritual en relación a sus propios estados subjetivos de modo que pueda eliminar, no necesariamente la experiencia superficial del dolor, sino las ramificaciones profundas de los estados dolorosos, sean emocionales o físicos. Es una cuestión de mantener impasible la consciencia dentro del intelecto más elevado:

“Hay un poder en el alma para el que todas las cosas son igual de dulces: lo peor de lo peor y lo mejor de lo mejor resultan ser lo mismo para este poder, el cual lleva las cosas por encima del ‘aquí’ y el ‘ahora’: siendo el ahora el tiempo, y el aquí el lugar donde estoy.” (II:237)

Volviendo al ejemplo anterior de contemplar la muerte de los seres queridos: en la medida en que esta consciencia reside en este poder que capta las realidades universales más allá del tiempo y del espacio -realidades que son en sí beatíficas- no experimentará aflicción; pero en la medida en que la propia consciencia exterior no esté penetrada por esta consciencia en el momento de vivir las modalidades fenoménicas, ese mismo nivel de consciencia exterior estará sujeto un grado de dolor. No obstante, esto no es de ningún modo contrario a que el hecho de presenciar una escena así “dejaría mi corazón intacto”.

En otros términos, uno puede ser “movido” por una visión así, pero nunca “arrastrado”; en términos de la imagen del barco empleada anteriormente, esta consciencia más interior actúa como un ancla para el barco de la consciencia individual en el océano de las experiencias fenoménicas.

Si el sufrimiento no tiene acceso a este plano del intelecto, tampoco lo tiene la alegría, en la medida en que esta alegría se entienda como “criatural”, pues una cosa va inexorablemente junto a la otra. Si uno es susceptible al placer profano de modo que en ese placer se olvida o se eclipsa a Dios, entonces habrá una apertura inversa hacia su contrario, el sufrimiento, que parecerá penetrar en el núcleo del propio ser; y decimos “parecerá” porque hablando objetivamente, ese núcleo solo es receptivo al gozo de Dios, es decir el gozo de “haber nacido”. Entonces lo que sufre es el individuo en tanto que “no es”: la naturaleza ilusoria de la subsistencia de la criatura “separada de Dios” se hace sentir en forma de sufrimiento. Librarse del “no ser”, o de la ilusión, es estar enraizado en lo inmutablemente real; Eckhart habla de un aspecto clave de esta impasibilidad como “satisfacción mental” que se da “cuando la cima del alma no es traída tan bajo por ninguna alegría como para ahogarse en el placer, sino que más bien resurge por encima ellas. El hombre goza de satisfacción mental solo cuando las alegrías y tristezas criaturales no tienen el poder de arrastrar hacia abajo la cima más elevada del alma. Yo llamo ‘criatura’ a todo aquello que experimenta el hombre por debajo de Dios.” (I:80)

Es decir, se puede experimentar tanto la alegría como la tristeza, pero la cima del alma permanece inafectada, el corazón “intacto”; el gozo divino solo puede ser el gozo no criatural: y es únicamente en este gozo en el que puede participar plenamente la cima del alma al elevarse hacia la beatitud más alta, en vez de bajar y ahogarse en las alegrías de la criatura. La negación de la la alegría de la criatura queda expresada con una claridad particular en el siguiente pasaje:

“Mientras te sientas consolado, o puedas serlo, por las criaturas, nunca encontrarás el auténtico consuelo. Pero cuando nada pueda consolarte sino Dios, entonces Dios te consolará… Mientras te consuele lo que no es Dios, no encontrarás consuelo ni aquí ni en el más allá, pero cuando las criaturas no puedan consolarte, y no sientas ningún gusto por ellas, entonces encontrarás el consuelo aquí y en el más allá.” (III:76)

         Eckhart está aquí poniendo enfatizando el aspecto de la trascendencia de Dios sobre las criaturas, a expensas, aparentemente, de Su inmanencia en ellas; “aparentemente”, porque si el consuelo se deriva de las criaturas en tanto que manifiestan a la Divinidad, entonces en realidad este consuelo no viene de las criaturas como tales, sino de la divinidad que está presente y es real en ellas; pero entonces la pregunta es la siguiente: ¿cómo determinar si es en verdad la inmanencia divina dentro de la criatura la que es fuente de consuelo, y no la criatura “apartada de Dios”? ¿qué es lo que está en cuestión aquí, una orientación hacia Dios o hacia la criatura? La respuesta surge cuando se experimenta la ausencia del objeto: si la ausencia viene acompañada de tristeza, entonces el objeto del que se derivó el consuelo era de la criatura, pero si la ausencia viene acompañada de ecuanimidad, entonces la verdadera fuente de consuelo fue de hecho la esencia divina dentro de la criatura, una esencia que subsiste eternamente aun cuando perezca su vehículo criatural. Por un lado: “Toda tristeza viene del amor de aquello de lo que me veo privado por la perdida. Si me preocupo por la pérdida de cosas exteriores, eso es un signo seguro de que estoy encariñado de las cosas exteriores; realmente amo la tristeza y el desconsuelo.” (Evans II.49). Y por otro lado: “Aquel que solo quiere a Dios en las criaturas, y a las criaturas solo en Dios, ese hombre encuentra consuelo real, verdadero y por igual en todas partes.” (Evans II:49).

         Lo mismo surge a partir de la consideración de lo que Eckhart llama los dos rostros del alma, siendo el rostro interior aquel que esta vuelto hacia Dios, y el rostro exterior aquel que está vuelto hacia el mundo: “Uno está vuelto hacia este mundo y el cuerpo; en este, ella (el alma) obra virtud, conocimiento y vida santa. El otro rostro está vuelto directamente hacia Dios. Allí la luz divina está obrando interiormente sin interrupción, aun cuando ella no lo sabe, porque ella no está en casa.” (I:231)

         Sobre este fondo se puede discernir claramente la postura de Eckhart tanto de la cuestión general del sufrimiento que soporta el hombre espiritual, como la cuestión particular acerca de cómo interpretar las palabras de Cristo: “mi alma se aflige hasta la muerte”:

“Entonces no se refirió a su noble alma según la manera como ella contempla de modo cognoscitivo el bien supremo, con el cual se halla unido en la persona y [que] es Él mismo según la unión y según la persona: este [bien] lo contemplaba sin cesar con su potencia suprema en medio del sufrimiento máximo, tan de cerca y exactamente como lo hace ahora; ahí́ adentro no podía caer ninguna tristeza, ni pena, ni muerte.” (II:291)

Aun cuando su cuerpo estaba muriendo agónicamente en la cruz, el “alma noble” de Cristo fue mantenida en la presencia de su contemplación beatífica; fue solo en “la parte por medio de la cual su nobel espíritu estaba unido racionalmente a los sentidos y a la vida de su cuerpo bendito” en donde se experimentó necesariamente el dolor, pues “el cuerpo debía perecer”. En otras palabras, el dolor sufrido por Cristo como persona no pudo afectar el estado exaltado de su consciencia interior, su verdadero ser; este dolor fue sufrido en el punto de contacto entre su consciencia exterior y los elementos sensibles, y de este modo, aunque el sufrimiento fue suficientemente real a su propio nivel, es este mismo nivel el que es “irreal” o “no es” cuando se considera desde el punto de vista del hombre interior o el rostro interior, y en la medida que este hombre interior estaba despierto a su propia identidad verdadera como lo Real inmutable, el Uno y único.

         En otro lugar, en donde Eckhart se dirige al sufrimiento de la Virgen y Cristo, nos da el útil símil de una puerta que se balancea sobre su bisagra: aquello que sufre, el hombre exterior, es comparado con la madera de la puerta, mientras que aquello que permanece impasible, el hombre interior, lo compara con la bisagra. Por consiguiente, los lamentos emitidos por Cristo y por su madre se deben entender como expresiones de su “hombre exterior, pero el hombre interior permaneció en un desapego inmóvil” (II:124).

         Otra forma con la que el sufrimiento es despojado de su carácter doloroso surge como resultado de la profunda resignación a la voluntad de Dios. El resultado de cualquier dolor soportado en el mundo, y en la medida en que se entiende que es la expresión necesaria de la voluntad de Dios, siempre tendrá como resultado para el individuo el gozo: el gozo de aceptar la voluntad de Dios, ya que cualquier cosa que Dios desee solo puede ser en última instancia para bien, “pues el ser de Dios depende de Su voluntad de lo mejor.” Incluso si las manifestaciones inmediatas de las consecuencias de la voluntad de Dios son privativas, esto no implicará necesariamente sufrimiento: si la consciencia interior del individuo esta fijada en la intachable bondad de Dios, entonces Su voluntad no puede ser sino una expresión de esa bondad:

“Ahora bien, ¡observa qué vida maravillosa y deliciosa tiene tal hombre ‘en la tierra como en el cielo’ en Dios mismo! El desasosiego se le hace sosiego y la pena le resulta igualmente una cosa querida, y además ¡nota que en todo esto hay un consuelo especial! pues, cuando poseo la gracia y la bondad de las cuales acabo de hablar, siento un consuelo y una alegría iguales [y] completas en todo momento y en todas las cosas: [pero], si no tengo nada de esto, he de carecer de ello por amor de Dios y de acuerdo con su voluntad.” (III:71)

De este modo, la falta de la gracia y de la bondad pueden servir igualmente como para otorgar esta misma gracia y bondad, en la medida en que, por un lado, la falta la asimile el individuo como la expresión de la voluntad de Dios, y por otro lado, se entienda esta voluntad en su contexto beatífico inalienable: “Si Dios me quiere dar lo que anhelo, lo tengo pues, y me deleito; si Dios, [en cambio], no me lo quiere dar, pues bien, acepto que me falte de acuerdo con la misma voluntad de Dios según la cual Él no quiere, y así́ tomo hallándome privado y sin tomar.” (III:71)

         Este “tomar hallándose privado” significa que uno nunca puede verse “privado”, esto es, sin las consecuencias beatificas que fluyen de la consciencia permanente de Dios y de Su bondad absoluta, exaltado muy por encima de las privaciones del mundo relativo. Por tanto, de aquí se sigue que para el hombre cuya voluntad está completamente identificada con la voluntad de Dios, todo sufrimiento pierde su amargura “ya que nada llega jamás al corazón a no ser fluyendo a través de la dulzura divina en la cual pierde su amargura” (III:94)

         Una vez más se observa aquí la distinción clave entre la consciencia exterior o determinada empíricamente y el “hombre interior”, el “corazón” que solo experimenta la dulzura de Dios sea cual sea el estado exterior en el que se encuentre el alma. En otro lugar Eckhart llama a este estado de “justicia”: solo es justo aquel que acepta todas las cosas por igual como provenientes de Dios, y no se apena por nada: “Nada hecho o creado puede apenar al justo, pues todo lo creado está tan por debajo de él como lo está por debajo de Dios.” (III:64)


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