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martes, 23 de octubre de 2018

ECKHART: El Nacimiento del Verbo en el alma (V)




MEISTER ECKHART

El Nacimiento del Verbo 
en el Alma
(V)


Reza Sha Kazemi

*



eckhart sanatanadharmatradicional



*

Quinta entrega de la traducción inédita hasta la fecha en castellano del capítulo dedicado a Meister Eckhart del libro de Reza Sha Kazemi titulado "Paths to tracendence according to Shankara, Ibn Arabi y Meister Eckhart". Publicado en la editorial World Wisdom, 
Inc, 2006.
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Tercera Parte
El Retorno Existencial

La posición de Eckhart respecto al retorno a la consciencia fenoménica se puede establecer en relación a cuatro categorías amplias e interrelacionadas: el modus operandi del santo perfecto, esto es, el hombre en el que se ha consumado -y sigue consumándose- el Nacimiento; su forma de “ver a Dios en todas las cosas”; la cuestión de si el santo es susceptible al sufrimiento ordinario del mundo; y finalmente, la naturaleza de la “pobreza” que caracteriza al santo en su relación con Dios.

1.    Pensamiento y acción el mundo
La primera cuestión que hay que preguntarse sobre el hombre realizado es la siguiente: ¿cómo actúa, piensa, y se mueve “fuera de” este estado de unión supra-fenoménica; en el mundo y con la consciencia de los fenómenos e imágenes diversas del exterior?
         La respuesta de Eckhart incluiría el siguiente principio importante: es Dios mismo el que actúa a traes de un hombre así, en la medida en que ha realizado su unidad con la Divinidad. Entonces, lo que fluye de un hombre tal es el Espíritu Santo, al igual que la primera efusión de la deidad trascendente es la bondad que es el Espíritu Santo: “El Espíritu Santo fluye hacia el exterior desde todos aquellos que son hijos de Dios, según sea el grado -inferior o superior- en el que hayan nacido pura y únicamente de Dios.” (III.85)
En una de sus descripciones del Nacimiento, muestra que, en su modo ontológico, este flujo se deriva directamente de la unión en modo supra-ontológico. Comienza con la proposición agustiniana clave: “la naturaleza del bien es la de difundirse”, y a continuación procede diciendo que el Nacimiento siempre va acompañado de luz: “En este nacimiento Dios insufla en el alma una cantidad tal de luz que, inundando la esencia y el fundamento del alma, desborda y anega el hombre exterior y sus potencias.” (I:16)
Al haber concentrado todas las potencias exteriores del alma sobre el centro silencioso e inoperante del alma, no puede decirse que subsista nada como potencias, sino que más bien cada una de ellas se funde en la concentración indiferenciada que se requiere para el Nacimiento. Pero fuera de esta concentración, y bajo la luz que fluye del Nacimiento, las potencias del hombre exterior son iluminadas en el campo de sus actividades respectivas: el “sueño” de sus potencias se corresponde con el “no-conocer” del hombre exterior en relación al estado unitivo, “sueño” que es puro “despertar” y conocimiento sobrenatural para el hombre interior. A su vez, las potencias están plenamente despiertas únicamente con la luz que inunda al hombre exterior en virtud de la consumación del Nacimiento.
La cuestión que lógicamente se plantea aquí es la siguiente: dado este modo de Gracia ¿en qué medida continua funcionando el intelecto de manera convencional cuando interactúa en el mundo con los fenómenos particulares? La contestación de Eckhart a esta cuestión cabe extrapolarla de su respuesta a una pregunta retórica similar que plantea él mismo. En primer lugar distingue entre el intelecto activo y el pasivo; el primero abstrae de los fenómenos sus imágenes apropiadas y las implanta en el intelecto pasivo. De este modo, en condiciones normales opera con una sola imagen a la vez, pero si el intelecto activo del hombre fuese detenido por y para Dios, entonces Dios adopta su papel e impregna al intelecto pasivo, no con una imagen, sino con “muchas imágenes a la vez en un punto”, es decir, con aquellas imágenes que son necesarias para el cumplimiento adecuado de la obra en cuestión.
“Pues si Dios te empuja hacia una buena obra, todas tus potencias se ofrecen a la vez para todas las cosas buenas: toda tu mente tiende a la vez al bien en general. Cualquier bien que puedas hacer se presenta ante ti a la vez en un destello, concentrado en un solo punto.” (I:30)
El hombre que alcanza la unión con la Divinidad no-actuante -con el Más Allá del Ser- recapitula su experiencia interior por medio de lo que puede denominarse una “actividad unitiva”, y ello en la medida en que su propio intelecto activo está inactivo, de modo que el intelecto divino opera dentro de él, no con múltiples imágenes, sino con lo que podríamos llamar una imagen “polisintética”, una imagen que contiene todas aquellas imágenes que requieren los poderes inferiores y los miembros corporales para el cumplimiento de la buena obra.
Sin embargo, esto no significa que un hombre así sea infalible; está claro que este modus operandi no es aplicable a todas y cada una de las circunstancias de la vida, sino que más bien parece estar referido a la obra esencial asumida por el individuo; por esto es por lo que Eckhart acepta que es posible que incluso los mayores santos se “equivoquen” o “yerren al hablar”: “Podría ocurrir que un hombre así se equivocara al hablar, o que se deslizara algún error, pero si Dios comenzó la obra, Él debe soportar el daño… En esta vida nunca podemos estar completamente libres de incidentes así.” (III:28)
         Aparte de esta posibilidad de un error insignificante, el hombre en el que se ha consumado el Nacimiento ya no está en adelante sujeto al craso error, y mucho menos al pecado: “Estoy seguro de que el hombre que está establecido en el Nacimiento no puede verse de ninguna manera separado de Dios. Yo digo que no puede caer en pecado mortal de ningún modo.” (I:11-12).
         Se debe señalar que el hombre exterior es el que se ve impedido a pecar por la consciencia realizada del hombre interior. En otro Sermón, Eckhart dice que después de la unión con el Verbo, “el hombre exterior obedecerá a su hombre interior hasta la muerte, y estará en todo momento en paz, sirviendo a Dios para siempre” (I:61). Mientras que el hombre interior es consciente de la identidad con el Uno, el hombre exterior actúa en el marco de la multiplicidad, pero de una manera conforme a su consciencia; y esta conformidad u “obediencia” se traduce en serena devoción a Dios en todas la cosas; en contraste con esa desobediencia que constituye el pecado.
         Podría parecer que cuando Eckhart habla de la posibilidad de “equivocaciones” tiene en mente este hombre “exterior”, ya que el hombre interior es “impecable” en el estricto sentido de ser “incapaz de pecar”. Esta interpretación cabe apoyarla en la siguiente afirmación: “El alma tiene dos ojos, uno interior y otro exterior. El ojo interior del alma es aquel que ve dentro del ser y obtiene su ser sin ninguna mediación de Dios. El ojo exterior es aquel que está vuelto hacia las criaturas, observándolas como imágenes y a través de los poderes.” (II:141)
         Entonces, si existe la posibilidad de error en el santo, esto solo puede pertenecer al hombre exterior -o a su “ojo exterior”-, no a su hombre interior, y solo puede estar relacionado con la existencia fenoménica, no con las realidades principiales, pudiendo implicar solamente detalles menores, no acciones importantes. Por tanto, este tipo de error tiene una significación tan relativa como el plano de los fenómenos a los que se restringe. En otros términos, cuanto más cerca se está de las realidades principiales -del Ser y del orden divino- menor es la posibilidad de error; error que está por tanto limitado -intelectual, ontológica, y moralmente- a los planos de existencia periféricos o epifenoménicos. De este modo, el santo está en un estado cuasi-permanente de inspiración. La falibilidad de su naturaleza humana específica se manifiesta en proporción a la distancia del reino del puro Ser, y su insignificancia comparada con los niveles periféricos de la existencia es inconmensurable.

2.    Viendo a Dios en todas partes    
            
El fundamento de la percepción de Dios en el mundo es la consciencia perpetua de Dios en uno mismo. Anteriormente se vio como Eckhart criticaba la idea de que Dios estaba más presente, o accesible, a través de un “camino” particular u otro, afirmando que uno debe estar igualmente cerca de Dios tanto al calor del fuego como rezando. Este logro parece estar más cerca de la descripción del santo que de una prescripción normativa para el hombre ordinario –sin que esta distinción implique ninguna exclusión mutua-. El propósito es estar unido a Dios en todas las circunstancias, un propósito que es realizado por el santo y buscado por el hombre ordinario, el cual, antes de la realización de este grado de consciencia, debe ser consciente de ello como propósito, aun cuando esté ocupado en aquellas prácticas que son más conducentes a esa interiorización y que son sine qua non de esta realización. Este interpretación deriva en parte del siguiente extracto de “Las instrucciones” de Eckhart:
“Cuando hablamos de ‘igualdad’, ello no significa que uno deba considerar todas las obras iguales, ni los lugares, ni las personas. Eso sería un error, pues rezar es mejor tarea que coser, y la iglesia es un lugar más noble que la calle. Pero en tus actos debes tener una mente igual, una fe igual, y un amor igual hacia tu Dios.” (III:17)
El hombre interior es el que santifica los trabajos y circunstancias exteriores, haciendo de este modo igualmente presente a Dios; y ello en lo que se refiere a su propia consciencia, la cual es la contrapartida subjetiva de la realidad objetiva de la presencia inalienable de Dios en todas las cosas: “No pienses en situar la santidad en el hacer; debemos situar la santidad en el ser, pues no son los trabajos los que nos santifican, sino que somos nosotros los que debemos santificar los trabajos… En la medida en que somos y tenemos ser, en esa medida santificamos todo lo que hacemos… Aquellos en los que el ser es escaso, cualquiera que sea la obra que hagan equivale a nada.” (III:15)
     Si bien el Ser no puede ser sino uno, el concepto de los grados del Ser expuesto anteriormente en la Segunda Parte, permite distinguir entre los individuos con un grado de ser “escaso” y los que “son” puro ser. En términos de la imagen utilizada anteriormente, estos últimos se corresponden con la gota de individualidad  que está sumergida en el océano del cual no constituye sino una parte infinitesimal, mientras que los primeros se corresponden con aquellos que aun siendo –es decir, cuyas gotas no pueden ser sino agua-, están  sin embargo como separados de su origen debido a la opacidad de su sustancia personal. Esto contrasta con el hombre santificado cuya sustancia es transparente, de modo que permite que brille plenamente la gloria del Ser a través de él; y es a través de esta misma radiación por lo que puede decirse que “santifica” todo lo que hace.
         El hombre distraído de Dios por los fenómenos no puede participar en la visión de Dios en ellos solo por su propio descuido; es así como “en él Dios no se ha convertido en todas las cosas” (III:17). Esto muestra que el acento no se pone en las “cosas” mismas, sino que todo el énfasis está en el hombre, y más particularmente en su consciencia: es en esta consciencia en donde se debe revelar la Divinidad en todas las cosas. Entonces todas las cosas se interpretan igual por medio de la transmutación espiritual efectuada interiormente sobre ellas por el hombre santificado, el cual, siendo uno con la naturaleza indiferenciada del puro Ser, es capaz de reducir los múltiples fenómenos de la existencia exterior a su principio inherente y unitivo, que nos es sino el mismísimo Ser puro.
         Otra forma de exponer esta idea es que, en virtud de la cualidad espiritual de este hombre, las cosas resultan transparentes a la luz del Ser que las permea inmanentemente, ya que su propia existencia fenoménica –su hombre “exterior”- se ha convertido a su vez en un velo transparente sobre el Ser de Dios: habiendo visto a través de sí mismo –la ilusión subjetiva que comporta el ego empírico- él a su vez ve a través de su correlato objetivo, esto es, a través de la opacidad existencial de los fenómenos exteriores.
Surge aquí la siguiente pregunta: esta manera de ver a Dios en todas las cosas ¿requiere la facultad activa del discernimiento, o la excluye? A la vista de lo que se ha dicho anteriormente respecto a Dios asumiendo el papel del intelecto activo, la respuesta a esta cuestión cabe asumir que estaría en favor de la idea de la exclusión; y Eckhart afirma que mientras que en los estadios tempranos de la vía espiritual se requiere un esfuerzo de discriminación, sin embargo resulta innecesario para el hombre que está totalmente impregnado de la presencia divina. Al principio el hombre debe esforzarse por ver todas las cosas como divinas, es decir, “como si fuesen más grandes de lo que son en sí mismas” (II:18). Esta percepción no implica una suspensión del discernimiento de forma que uno pudiera llegar a ver a Dios incluso en las cosas malvadas, sino que mas bien se requiere un modo de discernimiento ontológico superior: uno debe distinguir entre las cualidades particulares de una cosa y su puro ser. En base a esto, si la cosa es mala, su cualidad privativa se rechaza, mientras que si es buena su cualidad positiva es remitida a su origen divino. De este modo se acrecienta la consciencia de la presencia de Dios dentro del ser positivo de todas las cosas. Cabe suponer que un discernimiento así es lo que, entre otras cosas, quiere señalar Eckhart cuando dice respecto a la anterior exhortación a tomar las cosas como si fuesen divinas:
“Esto requiere empeño y amor, y una percepción clara de la vida interior, así como un conocimiento atento, verdadero, sabio, y real de aquello en lo que se ocupe la mente entre las cosas y las personas.” (III:18-19)
Este proceso se compara con el arte de escribir: al principio se requiere mucha practica, mucha atención cuidadosa a cada letra, la memorización de su imagen, etc. Este esfuerzo da fruto a la habilidad de escribir fluidamente, sin esfuerzo, y de forma espontánea: “Así pues, un hombre debe estar impregnado de la presencia de Dios, transformado con la forma de su Dios amado, y hecho esencial por Él, de modo que la presencia de Dios brille por él sin ningún esfuerzo.” (III:19)
     En este estadio, el intelecto personal activo puede decirse que ha abierto el camino al intelecto divino, de modo que el intelecto pasivo recibe intelectual e intuitivamente las imágenes divinas apropiadas de las cosas. Dicho de otro modo: una vez que está actualizada la esencia increada del intelecto, el elemento divino que está en las cosas exteriores se capta por medio del elemento divino que hay en el intelecto. Se observa aquí un reflejo, en modo manifiesto, de la realización supra-manifiesta de la unión: así como es el Dios infinito dentro del alma el que únicamente puede conocer y ser uno con el Dios infinito que está por encima de aquella, así, es solo la substancia increada plenamente despierta del intelecto la que puede ver a través de los accidentes creados y captar la substancia increada de la Divinidad dentro de todas las cosas.
         En cuanto al concepto de “posesión”, Eckhart afirma que “todas las cosas pertenecen” solo al hombre que a su vez pertenece a todas las cosas; pero no como son en sí mismas, sino mas bien como lo son en Dios, a quien pertenece este hombre exclusivamente: “Él es por completo nuestro, y todas las cosas son nuestras en Él… Debemos tomarle a Él de igual manera en todas las cosas, no más en unas que en otras, pues Él es el mismo en todas las cosas.” (I111-112).
         Respecto a las “cosas” en cuanto personas, Eckhart aclara la naturaleza de esta percepción supra-empírica de Dios dentro de ellas por medio de una comparación con el principio teológico mencionado anteriormente, el de la Divinidad indiferenciada que trasciende la distinción de las Personas aun cuando las contenga:
“Quienquiera que existiese en la desnudez de esta naturaleza, libre de toda mediación, debe haber dejado atrás toda distinción de persona, de modo que tenga la misma buena disposición ante un hombre que está atravesando el mar a quien nunca haya visto, que ante un hombre que está con él y es su mejor amigo. Mientras favorezcas tu propia persona más que a un hombre a quien nunca has visto, estarás equivocado y nunca habrás visto este terreno ni un solo instante.” (I:116)
Esto muestra la objetividad total que caracteriza la consciencia del hombre realizado: considera que su personalidad como criatura -su ego empírico- no merece más afecto o apego que la de ninguna otra persona. Respecto al “terreno simple”, las afirmaciones diferenciadas o las especificidades personales constituidas por las criaturas son igualmente eliminadas; y aun así, como el terreno es absolutamente simple y único, cada una de estas personalidades no pueden sino ser una en este terreno, pero solo en un grado ontológico que excluye tanto su carácter de criatura como su especificidad. En otras palabras, para el hombre que ha alcanzado el Nacimiento, en virtud de la identificación efectiva con la humanidad como tal, y en virtud de su trascendencia de la naturaleza creada que comporta ese ser ‘tal y tal’ ser humano --para esa persona-- todos los seres particulares se pueden captar en su esencia más profunda: son vistos como otras tantas recapitulaciones de la naturaleza humana integral, o como otros tantos modos del Uno, sin detenerse en sus particularidades limitativas.  Solo a quien ha realizado su propia naturaleza más interior le resulta posible ver a los demás con la profundidad correspondiente; captar por medio de ello la Divinidad que constituye su esencia, y también conocer que esta Divinidad no puede ser sino una y la misma dentro de ellos y de uno mismo, de modo que no cabe hacer distinciones rígidas entre uno mismo y los demás.
         Eckhart muestra esta consciencia permanente de la Divinidad en todas las cosas en términos de la visión del Sol. Al explicar que uno de los criterios clave para determinar la autenticidad del Nacimiento es que todas las cosas deben recordarnos a Dios, dice lo siguiente: “Para todas las cosas se convierte simplemente en Dios, pues en todas las cosas solo ve a Dios, al igual que el hombre que mira al sol durante mucho tiempo, después solo ve el sol allá a donde mire.” (I:44)
De acuerdo con la triple naturaleza del Verbo, como Poder-Sabiduría-Dulzura, el concomitante invariable de esta consciencia de la Divinidad es la experiencia de beatitud. Una de las pruebas de haber realizado efectivamente la unión es que a partir de entonces la presencia de Dios es inalienable, incluso en el mundo, y la consciencia de esta presencia es la bendición:
“Dios esta más cerca de mí que yo mismo… Él esta también en una piedra y en un tronco de madera, solo que ellos no lo saben… El hombre es más bienaventurado que una piedra o un trozo de madera porque es consciente de Dios, y sabe cuan cerca esta Dios de él. Y yo soy mas bienaventurado cuanto más me doy cuenta de esto… Yo no soy bendito porque Dios esté en mi…. sino porque soy consciente de cuan cerca esta Él de mí, y porque yo conozco a Dios.” (II:165-166)
         En otras palabras, no es la presencia objetiva e inalienable de Dios la que produce la bienaventuranza, sino el grado en el que la consciencia está sintonizada con esta presencia, o proporcionada a este Ser.


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