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jueves, 16 de noviembre de 2017

LA CONSUMACION DE LA UNIDAD (I)




La Consumación de la Unidad

(Comentario al capítulo 106 del Evangelio de Tomás)

PRIMERA PARTE


Roberto Pla Sales



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Extracto de “El hombre, templo de dios vivo: comentarios al evangelio según Tomás”, Editorial Sirio, 2000


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Jesús  ha  dicho: cuando  hagáis  del  dos  uno,  os volveréis  hijo  del  hombre, 
y  cuando  digáis: montaña  muévete,  ella  se  moverá.


  
INTRODUCCIÓN


La  exégesis   manifiesta   de  la  Escritura   enseña,   según  lo  entiende,   que  desde  los  dos  días  genesíacos   en que  Dios  creó  los  cielos  y  la  tierra,  existen  dos  principios  opuestos,  irreductibles,  que  si  bien  no  son  coeternos  en  su  origen,  puesto  que  éste,  el  principio  originario, fue  monista,    permanecen   en  oposición  durante  su  desarrollo,   y  persistirán   así  aún  después  del  final  del  mundo,  como   dualidad   irreductible  y  eterna.



Todo   esto   supone   un  monismo   en  el  origen   y  un  dualismo   estricto   a  partir  del  acto  de  la  creación.   Este dualismo  convierte  el  universo  en  el campo  de  batalla  de dos  principios,  el  del  bien  y  el  del  mal,  y  su  enfrentamiento  invade  la  eternidad   pos-escatológica e  incluso  se asienta  en  ella de manera  definitiva  después del  juicio final.

Por  su  parte,  la  exégesis  oculta  no  encuentra   dualidad  ni  en  el  origen   ni  en  el  final  de  la  creación,   pues ambos  extremos  son  a manera  de los  polos  de  un  círculo que  se  abre  durante  el  camino  pero  luego  se  cierra  en  la unidad.

Sólo   durante   el  tránsito   por  los  cielos   y  la  tierra creados  se  presenta  una  dualidad  aparente,  si  se entiende por  aparente  una  dualidad   que  viene  de  la  coexistencia en tensión de dos elementos supuestamente opuestos: un principio  divino,  preexistente   y  eterno,  y  un  pseudo-principio creado, y por ende destructible, limitado y finito.

Lo que a nosotros nos corresponde explicar en este esbozo de exégesis oculta de un aspecto del mundo según el evangelio, es lo que se refiere a los dos elementos que parecen coexistir en oposición. Puesto que ni antes del principio, ni al final de lo creado hay dualidad, resulta necesario admitir que la especie de dualidad que conocemos, es engendrada en el seno de la creación, y también, que antes o al tiempo de la consumación escatológica, tal dualidad se habrá resuelto otra vez en unidad.

Se impone, por consiguiente, esclarecer la consistencia y destino último que tienen, según el evangelio, los tres órdenes de dualidad en que a efectos de estudio, podemos dividir la creación: a) La dualidad cosmológica,  significada  bajo  la  denominación  general   de  Dios  y el mundo; b) La dualidad que puede ser denominada  antropológica,  pues   se  refiere   a  la   sima   separativa  que queda  abierta  entre Dios y el hombre; c) La dualidad gnoseológica,  que  puede  ser  definida   como  la  dualidad que  establece   la  conciencia   consigo   misma.

Vemos,  también,   que  el  evangelio,   cuando   es  estudiado   según  la  exégesis   oculta,   proporciona  explicación para  todas  las  formas  de  unidad  que  han  de  sobrevenir, pues  la  consumación  de  todas  las  cosas  es  precisamente eso: que todas las formas de dualidad son temporales, engendradas  por la  creación,  y se resolverán  en  la  unidad antes  o al  tiempo  del  fin.

Esto es lo que debemos estudiar en el presente Comentario. De hecho, la unidad es una realidad preexistente e indestructible, y si lo que vemos son los pares de opuestos, se debe a que no hemos alcanzado la Plenitud de la conciencia, pues en tal caso comprobaríamos que la dualidad que contemplamos se consuma por sí misma en la unidad.

Estas formas de unidad que sobrevienen, o por decirlo a la manera del logion, este hacerse el dos uno en el ámbito en que se mueve la Buena Nueva, constituye la esencia de la enseñanza de Jesús, y se puede resumir en tres consumaciones de unidad, las cuales confluyen a su vez en la unidad de Dios.

La unidad de Dios queda afirmada en el Antiguo y en el Nuevo Testamento y se confirma con la siguiente sentencia:  Él  es  único  y  no  hay  otro  fuera  de  Él[1].  Pero esta unidad de Dios debe ser determinada en tres esferas diferentes:
a)  La  unidad  del  mundo  en  el  Reino  de  Dios.
b)  La  unidad  de  todos  los  hombres   entre   sí,  y  de todos  con  el  Padre.
e)  La  unidad  del  hombre  consigo   mismo  en  el  Ser único   y   universal.




PRIMERA PARTE

Capítulo primero

LA  UNIDAD  ANTES  DEL  MUNDO Y  DESPUES  DE  LA  CONSUMACIÓN



1. Lo  que  Dios  creó  en el  principio,  según  el epígrafe  sumario  del  relato  de  la  creación,  fueron  los  cielos  y la  tierra.  A  éstos  es  a los  que  llamamos   el mundo.

En  su  sentido   objetivo,   los  cielos  son  el  firmamento, las  aguas,  y  la  tierra  es el suelo  seco;  pero  entendidos en  lo  subjetivo  los  cielos  y  la  tierra   son  dos  grandes reinos:  el  psíquico,  que  en  el  hombre  llamamos  el  alma, y  el  de  la  materia,   el  hílico,  que  en  el  hombre denominamos   el   cuerpo.

Estos   dos  reinos  conforman  en  su  conjunto   objeti­vo-subjetivo la totalidad del mundo creado,  más para su existencia dependen,   aunque  ellos  mismos  lo  ignoran  en casi   todos   los   casos,   de   un   reino   primero,    invisible, espiritual,   no  creado.  Este  reino  primero  es  el  de  la  luz, la  Palabra,  el  Hijo,  y  suele  nombrarse  como  el  Reino  de Dios.

En   su  calidad   de   ser  los  dos   reinos   creados,  los cielos   y  la  tierra  carecen   de  eternidad,  y  por  eso  están destinados   a  la  consumación con  la  totalidad  del  aparato de  orden  objetivo  o  subjetivo. Eso  significa  que  los  dos reinos   terminarán   algún  día  o,  como   dice  Jesús   con  el empleo  de  un verbo  que  señala  la  temporalidad  propia  de estos  dos reinos:  El  cielo  y  la  tierra  pasarán[2]

Acerca  de  esta  realidad  de  que  los  cielos  y la  tierra están   llamados   a  pasar,  a  desaparecer,  hay  abundancia de  testimonios  en  las  Escrituras   de  ambos  testamentos, aunque  tal  vez  el  más  bello  y definitorio de  éstos  sea  la previsión    de   Isaías:

Los  cielos  como  humareda  se  disiparán,
la  tierra  como  un  vestido  se  gastará
y  sus  moradores  como  el  mosquito  morirán[3]

En  efecto,  sean  atmósfera,   agua,  o  alma,  la  destrucción   natural   que  a  los  cielos   corresponde  es  la  disipación;  y sea materia  o cuerpo,  lo que le toca a la tierra  será sufrir   el  desgaste   incesante   y  contumaz   del  tiempo.  En cuanto  al  morador  de  cielos  y  tierra,  el  hombre  psico-físico,   su   único   final   decretado  es,   como   se   sabe,   la muerte.


2.   Frente   a  la   consumación  de  lo   creado   está   la eternidad   de  lo  ingénito.   Así  fue  dicho: La Palabra  del Señor  permanece  eternamente[4]. En esa afirmación coincide el Libro de Daniel desde el Antiguo Testamento: El Dios vivo subsiste por siempre; su reino no será destruido y su imperio durará hasta el fin[5] (Se refiere, sin duda, al fin de lo creado, pues de igual manera que lo que no ha nacido no puede morir, así lo no creado no conocerá el fin).

Todo   esto   significa   que   cuando   los  remos   de  los cielos   y  de  la  tierra   hayan  desaparecido, el  espíritu   de los  moradores  brillará  en  su  unidad  con  el  Dios  vivo  en su  imperio   único  y  eterno.

En   consecuencia,  la  exégesis   oculta   del   evangelio no encuentra  dualidad  ni en el principio,  ni en  el final  de la   creación,    por   cuanto    la   eternidad    pos-escatológica, una eternidad  atemporal, cons1stua  en  ser la  unidad recuperada en  el  reino  de  Dios.

Cuando    llegue   tal   ocasión,    todos   los   granos   de semilla   que   fueron   sembrados   en  el   comienzo   de  los tiempos,   habrán   producido   ya   su  fruto   de   transformación.  Esto  es  lo  que  decía   Pablo: No  todos  moriremos, mas   todos  seremos   transformados[6].  Con   esto   explicaba el  apóstol   que   la  transformación,  el  reconocerse  como grano  y  dejar  aventada   la  paja,  es  la  obra  asignada.  A esto  agregaba   que  algunos   pueden  alcanzar  la  bienaventuranza   de  ser  transformados  antes  de  morir.

La transformación, ese resucitar de entre los muertos por renacimiento interior, que consiste, ya se sabe, en reconocerse  como  grano,  le quita  el aguijón  a la muer­ te,  pues  la  muerte   de  la  paja,  que  es  lo  que   siempre muere,   la  paja,   deja  de  ser  muerte   para  la  conciencia resucitada, llegada a la Vida eterna. La Vida eterna fue reservada   desde  el  principio   a  todos  los  granos,   porque ellos,   los  granos,   tuvieron   siempre   a  la  Vida  eterna   en propiedad.

Es  esta   transformación,  el  reconocimiento  del  grano que  uno es en esencia,  y no la paja que  viste  al grano y  con  la  cual   nos  identificamos  habitualmente,  lo  que pone  fin  a  la  dualidad   transitoria, errónea,   pues  todo  es uno  en  la  unidad  del  germen sembrado   por  el  Padre.

La  presencia  del  germen  divino,  la  única  Vida  eterna implantada  en el mundo,  es lo que  sirve de sello  de la unidad;  lo  que  confirma  que  todo  ha  de  ser  un  solo  reino,  el  de  Dios,  cuando  el  mundo  haya  pasado.

En  verdad,  el  mundo  ya  ha  pasado  para  todo  aquél que  desde  el  principio  hasta  hoy  ya ha  sido  transformado en  grano.   Cuando   todos  los  granos   se  hayan  revelado, habrán  quedado  consumadas   esa  disipación   de  lo  psíquico  y  ese  desgaste  de  las  vestiduras;  que  profetizó  Isaías.

Disipación    es   negación   de   ser,   esa   negación   que Jesús  explicaba   como  negación  de    mismo;   una  negación que viene por sí misma cuando la verdad sobre la naturaleza,  evanescente,  de  lo  psíquico,   ha  sido  descubierta.  Es  lo  mismo  que  las  olas  del  mar,  que  cuando cesan  no  van  a  ninguna  parte  ni  están  en  su  lugar,  sino que  se  reabsorben  en  el  mar  y se  disipan  como  si  nunca hubieran    sido.

En  cuanto  a las  vestiduras  desgastadas, es  el  tiempo el  que  las  lleva  a envejecer  y  luego  las  quema  y  vienen a  ser  como  humareda.   Más  tarde  el  tiempo  las  olvida  y nada  queda  de  ellas  tras  de  sí.  Como  si  nunca  hubieran sido.

Todo   esto   significa   que  cuando   los  reinos   de  los cielos  y de  la  tierra  hayan  pasado,  el  todo  habrá  recuperado  la  unidad  en  el  Reino  de  Dios[7] .


3. Si la exégesis manifiesta del evangelio afirma un dualismo  estricto   para   la  eternidad   pos-escatológica, es por  su  interpretación  peculiar  del  sentido  de  la  hermosa imagen  mateana  de la paja  y el  grano  con  la que  Juan  el Bautista    abre   su   predicación.  De   esto   hemos   tenido ocasión   de hablar en otros   Comentarios.

Por  efectos  del  bautismo  de  fuego,  de  ese  fuego  que Jesús   dijo  que  él  había   venido   para  arrojarlo   sobre   la tierra[8]   y  cuya  obra  consiste  en  derramar  sabiduría  sobre el  corazón   del  hombre,   puede  Cristo  aventar  las  mieses trilladas  -y ésa  es  la  acción  del  bieldo-- para  separar del  grano  la  paja  y  limpiar  así  su  era[9]

Como  bien  sabemos,   la  paja  es  en  cada  hombre  la envoltura  superficial  del grano, y éste, el grano, es el Ser esencial,  el   espíritu,    la   Palabra   preexistente  y   eterna sembrada   en  todo  hombre.

Que   la   paja   significa    aquí   todos   los   contenidos mortales  propios  del  mundo  y de  los cuales  el Hombre  se reviste;   y  que  el  grano  es  figura  del  germen  eterno  del Reino   de   Dios,   es   cosa   tan  evidente   que   por     sola parece  refutar  la  idea  manifiesta  de  que  el  bieldo  activado  por  Cristo   tiene  por  fin  que  la  paja  -los hombres malos-  llegue a los hornos de un infierno eterno y extra-mundano,  y  que  los  granos   de  trigo   limpio   -los hombres  buenos- sean  allegados  en  el  granero  de  Dios.

En  un  sentido  paralelo  debe  discurrir  la  exégesis   al explicar   la   parábola   de   la   cizaña.   En   ésta,   la   buena semilla  es  el  Hijo  del  hombre  -en cuanto  éste  es  en  el hombre  el germen que hace posible  su regeneración o nacimiento   de  arriba-, y  la  cizaña  es  la  grama  que  en el  campo  del  mundo  crece  alrededor  del  germen  interior y  esencial   del   hombre   con   peligro   de  que   ahogue   su crecimiento  y  su  fruto.

Pero  cuando  en  la  parábola  se  dice  que  los  ángeles -el espíritu   individual,  la   partícula    de   luz,   de   cada hombre- arrojarán    en  el   horno   de   fuego  todos   los escándalos  y  obradores   de  iniquidad,   la  exégesis   manifiesta  lee malos donde dice cizaña. Con esto, incurre en contradicción  con  lo  que  poco  después  explica   el  evangelista   como   conclusión,  pues   dice   que   todo  esto  es como  el  dueño  de  una  casa  (el  Hijo   del   hombre,   la Palabra   sembrada),  que  tiene  en  sus  arcas  lo  nuevo  (la buena  semilla)  y lo  viejo  (la  cizaña),  tan  estéril  como  la paja   de  la   parábola  del   sembrador[10].



Capítulo segundo

LA  NO  DUALIDAD EN  EL  REINO


1. El  motivo  principal  de  este  Comentario   es  explicar que  según  la  enseñanza   testamentaria  no  hay  dualidad  en el origen  de la Creación,  ni podrá  haberla  después del  final,   porque   la  Creación   entera  deberá   haber  recuperado  la  unidad  antes  o  al  tiempo  de  llegar  a ese  final o  consumación.

En  lo  que  respecta  a  la  dualidad  durante  el  periodo o  transcurso  del  mundo  que  la  opinión   ingenua   natural y  la  exégesis  manifiesta   dan   por   efectiva,   la  exégesis oculta   sólo  encuentra   una  dualidad   si  se  entiende   ésta como   utensilio   de  trabajo.   Dada   su  condición   transitoria,  la  dualidad  sólo  puede  ser  admitida  como  las  múltiples   formas   de   presentarse  la   no   dualidad   cuando   la acción del conocimiento no ha culminado aún su obra de desvanecer  en  la  conciencia  la  percepción   de  los  elementos   no   eternos,   no   como   agregados    a   la   unidad eterna,  que  es lo que  son,  sino  como  individuos  con  Vida propia.

Sin  duda,  el  relato  de  la  creación   afirma  la  coexistencia  de  tres  reinos,  dos  creados   y  propios  del  mundo, los cielos y la tierra que han de pasar, y uno no creado, preexistente,  que   fue   expresado  por   la   locución   Haya luz.   De   este   Reino,    el   primero,    denominado   en   los evangelios  la  Palabra,  no   se   puede   decir   que   es   del mundo,   aunque  ciertamente,  está  en  el  mundo.   Por  eso pudo  decir  Jesús:  Mi  Reino  no  es  de  este  mundo[11].

De  ahí  también  que  el  descubrimiento de  la  Palabra es  la  obra  que  le  toca  realizar   a  la  generación  humana, pues  por  eso  dijo  Jesús:   Bienaventurados  los  que  escuchan  la  Palabra  de  Dios  y  la  guardan[12].

En  lo  subjetivo, los  reinos  de  los  cielos   y  la  tierra deben   ser  interpretados  como  el  mundo   psicofísico  que el  hombre  conoce  en  su sí mismo.  Sin  embargo,  el  Reino de  la  luz  (Palabra,   Sabiduría) -el Espíritu- es  el desconocido que la conciencia natural, psicofísica, debe descubrir  y  guardar   hasta  que  fructifique en  la  transformación   de  esa   conciencia.

En  esto  de  la  transformación de  la  conciencia   se  da un   hecho   que   no   es   difícil   experimentar  y  reconocer porque  es común: cuando  el conocimiento aparece,  la ignorancia   se  disipa,  como humareda, tal  como  en  cuanto  al  alma  y  sus  contenidos lo  apunta  Isaías.  El  conocimiento ocupa el sitio de la ignorancia  al tiempo que ésta enmudece.

¿A  dónde   va  entonces   la  ignorancia?  O  bien,  ¿por qué  tendría   que  ser  la  ignorancia  una  entidad   objetiva, existente,  con   independencia  del   no  conocer,   es  decir, del ignorante? Es posible  que esta transformación sea explicada    por   muchos    como   una   consecuencia  de   la dualidad  conocimiento-ignorancia,     pero      de     cierto, ambos   principios  no  son  coexistentes  y  jamás   hay  tensión  entre  ellos,  ni  puede  haberla,  porque  no se  conocen, ni  se encuentran.  Es  la  conciencia  -la conciencia  sola­ la que  pasa del  ignorar  al conocer  y con  eso  se  transforma.

Esto  se  explica  muy  bien  en  el  relato  creacional  del Génesis,  pues   cuando   Dios   hubo   dicho:   Haya  luz  -y esta   luz,   la  Palabra,   hay  que  entenderla  en  su  sentido completo de ser la Sabiduría,  el Hijo de Dios-, entonces, la  luz  brilló  en  las  tinieblas[13].    Esto  significa  que  las  tinieblas,  al  igual  que  el  abismo,  el  espacio,  incondicionado  y  abstracto   sobre  el  cual  se  emplazan   los  cielos  y la tierra  creados,   son  como  nada  para  el  entendimiento  de los    hombres[14]

Por  eso  se  puede  decir  que  las  tinieblas   y su  correlato subjetivo, la ignorancia, sólo son explicables como negación,   es  decir,   como  ausencia   de  luz-conocimiento. Y es  de  la  presencia  de  esa  luz  conocimiento, denominada  tinieblas  ignorancia,  de lo que  dice  el  Génesis  que  fue el  primer  Día,  el  del  primer  Reino,  no  creado,   formado por  la  luz  (día)  y  las  tinieblas  (noche)[15].

Las  tinieblas   genesíacas  no  existen   como  principio; en   verdad,   no  existen,   y  la  denominada  dualidad   luz­ tinieblas  (o  Sabiduría-ignorancia), sólo  aparece  como dualidad   ante  quien  la  contempla   con  una  mirada  ingenua,  limitada,  que  olvida  la  unidad  al  no  tener  en  cuenta que  lo  único  que  hay  en  el  Reino  de  Dios  es  la  Luz­ Sabiduría.

Incluso, cuando hablamos ahora de ausencia de la luz-sabiduría, empleamos una forma abreviada e incorrecta de expresión, puesto que no es que la luz-sabiduría, preexistente, está presente unas veces y otras se ausenta, pues esa luz-sabiduría es una ya en el principio y jamás la vencieron las tinieblas, sino que nuestra conciencia no siempre la recibe.

Entre el recibir y el no recibir la luz-sabiduría está el pasar de nuestra conciencia; es ella, como miembro psicofísico del reino de los cielos y la tierra, la que pasa, y no la luz-sabiduría, pues ésta es eterna y sólo una.

La hierba, se seca, la flor se marchita,
mas la palabra de nuestro Dios
permanece para síempre[16]


2. Respecto  a la dualidad  vida-muerte  y a su  aparente  correlato  dual  de  vida  eterna-vida   mortal,  ya  se  habló de   ello   en otro   Comentario[17], pero   tal   vez  convenga hacer   ahora   un   breve   resumen   para   confirmar   que   en verdad   no  hay  según  el  evangelio   dos  órdenes  de  Vida, sino  una  sola  Vida  en  la  unidad  del  Reino  de  Dios.

Cuando el evangelio  se refiere a la Vida (eterna) en oposición   a  la  vida  (mortal),   hace  una  transposición por la cual  habla,  en  el  primer  caso,  de la  Vida  en  sí misma, y  en  el  otro  menciona   lo  viviente.

La  Vida es  una propiedad  del Ser en sí mismo  (como el  calor  es  propiedad   del  fuego),  pues  entra  en  su  naturaleza  ser  Vida  como  propiedad  inagotable   suya.  De  ahí que  cuando   se  dice  que  el espíritu   tiene  la  Vida,  no  es que  tiene  la  Vida  como  un  agregado   a  su  existencia   de espíritu,   sino  que  en  su  naturaleza   entra  ser  la  Vida.

Por  el  contrario,   cuando  decimos   de  algo  que  muere, no es que veamos  con  ello morir la Vida, pues la Vida al ser Vida no puede ser muerte, sino que la Vida cedida temporalmente  en- usufructo,   se  apartó   de  aquello   que por  usar  la  Vida  parecía  vivir.

En  cuanto   a  lo  viviente   que  parece  morir,  hay  que entender   bien  que  nunca  vivió,  pues  nunca  fue  otra  cosa que  apariencia   de  Vida;  y  si  nunca  fue  (o  estuvo)   vivo, tampoco   puede   decirse   que   murió   alguna   vez,   pues  la única  verdad  es  que fue  tenido  como  vivo  cuando  la Vida lo   convirtió    en   viviente,    y   luego   fue   contado    como muerto   cuando   la  Vida  que  lo  convertía   en  viviente   se apartó   de  él.

Cuando   llegue   la  consumación  del   mundo,   permanecerá   la   Vida  donde   siempre   estuvo,   en  el  Reino   de Dios;   y  la  paja  que   pareció   ser  Vida,   será   reconocida como   paja,   lo   que   siempre   fue,   y   se   disipará    como humareda.










[1] l. Cf. Me 12, 32 (Dt 6, 4; 4, 35; Is 43, 10-13).
[2] 2. Cf. Mt  24, 35.
[3] Cf. Is 51, 6. Ver también: 2P 3, 10; Ap 20, 11.
[4] Cf. 1P 1, 25.
[5] Cf. Dn 6, 27.
[6] Cf. ICor 15, 51.
[7] En el Antiguo Testamento se denomina los cielos al segundo Reino, para explicar que hay dos clases de aguas, las de abajo y las de encima del firmamento. En su aplicación subjetiva esa clasificación
responde al alma racional (ruah) y al alma instintiva (nefes). La denominación mateana de Reino de los cielos, como Reino de la morada de Dios, crea algún motivo de confusión. El Reino de Dios es el primer Reino, no creado, cuya expresión es la luz, la Palabra, el Hijo, y aún podría decirse que el Reino del Padre, inefable, Es, puesto que es el Ser (El-que-es).
[8] Cf. Lc 12. 49.
[9] Cf. Mt 3. 12.
[10] Cf.  Mt  13,  36-43.52.
[11] Cf.  Jn 18,  36.
[12] Cf.  Lc 11,  28.  Por la   guardan, hay que entender que la custodian en    mismos  como  la  buena semilla  para obtener su  fruto de  consumación.

[13] Cf.  Jn 1,  5.  La luz  que  el  Génesis  menciona  antes de empezar  la creación   (Gn  1,  3),  es  la  que  el  cuarto  evangelio  dice que  estaba   en  la Palabra, la  cual  era  la Vida   y  la  luz  de  los  hombres.  A  esta  luz  se  refiere Jesús cuando dice: Yo  soy  la  luz del  mundo  (Jn 8,  12).  Tal  luz,  la Gloria o Sabiduría de  Dios,  nada  tiene  que ver con  la luz del  sol  o  de  la luna,  pues esas  dos  luminarias   aún  no  habían  sido  creadas.
[14] Por  eso  en  2M  7,  28  se  habla  de  la  creación  ex  nihilo:  pues  el mundo,  a  partir  de  la  nada  lo  hizo  Dios.
[15] En  Gn   1,  5  se  habla  de  Día   en  el  mismo   sentido  subjetivo, espiritual  que  se  empleará después:    eres, Yahvéh,  mi  lámpara,  mi  Dios, que  alumbra  mis  tinieblas  (2  S  22,  29),  o  también: (Está aquí) quien  hace aurora   las  tinieblas (Am  4,  13).

[16] Cf. ls  40,  8.
[17] Al Logion 98