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domingo, 9 de octubre de 2016

DHARMAKAYA




LA DOCTRINA DEL «CUERPO INMORTAL» 

(dharmakaya) 


"EA" - Julius Evola

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Capítulo VII de “La magia como ciencia del espíritu”. Grupo de Ur. Ediciones Heracles, 1996.

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La enseñanza iniciática acerca de la inmortalidad no se encuentra privada de relación con la doctrina del triple cuerpo, que queremos tratar brevemente aquí. En primer lugar se debe resaltar que la palabra «cuerpo» es usada analógicamente para designar «sedes» que la conciencia puede asumir de acuerdo a una posibilidad que sin embargo trasciende a la de la gran mayoría de los hombres. Por tal causa es de destacar aquí que tal doctrina, como cualquier otra del esoterismo, posee una verdad tan sólo en el ámbito iniciático. Hablar de ella en relación con el hombre común no posee ningún sentido: para éste no existen ni los tres, ni los siete, ni los nueve «cuerpos», ni cuantos otros ame imaginar el teosofismo, sino que existe simplemente su estado humano de conciencia condicionado por la correlación con el organismo físico.

Pero digamos más: el hombre ve este organismo, lo palpa, lo describe, tiene de él sensaciones y realizaciones, etc.; pero en realidad él no conoce (en el sentido nuestro de «Conocer») de éste prácticamente nada. Así como a alguien se le escapa el poder por el cual, ante su mando, un brazo se mueve (y de ello él se da cuenta sea en el caso de una semiparálisis o de una molestia nerviosa), del mismo modo se le escapa aquel por el cual el corazón late. Así pues para él el cuerpo es en grandísima parte una incógnita, una entidad enigmática en la cual misteriosamente se despierta y al cual se encuentra vinculado.

Quien, en vez de ello, encontrara la vía para llevar una luz a esta zona profunda y misteriosa,  se encaminaría al mismo tiempo hacia el «conocimiento» de los diferentes cuerpos, del cual habla el esoterismo. Los cuales, podemos ya decirlo desde ahora, no son otros cuerpos, sino más bien otros modos de vivir aquello que se manifiesta sensorialmente como cuerpo visible. Y son otras tantas fases de la Obra. Hemos mostrado[1] que la efectiva inmortalidad tiene por condición una conciencia llegada a aislarse y a mantenerse afuera del apoyo y de la condición del organismo psico-físico. Quien ha llegado a ello está virtualmente «fuera de las aguas», y el venir a menos del cuerpo, aun ligándose ello a una crisis, se convierte para él en un hecho de importancia relativa.

Se ha hablado también de la posibilidad en este punto de dirigirse hacia la Gran Liberación. La vía para ello es la de desvincularse de todas las determinaciones reales, de todas las determinaciones posibles, de despojo en despojo, de desnudez en desnudez, hasta que, cayendo definitivamente el involucramiento hacia las cosas por una absoluta integración en la «ipseidad», la fórmula «ego sum» es superada, el «Sum» se disuelve y se resuelve en el «est». Tal es el punto de la «Identidad Suprema» en el nirvana budista, del «Uno» plotiniano: «vacío como un vaso en el aire». «Lleno como un vaso en el océano», se dice en el Hatha Yoga.

Aparte de ello existe la posibilidad mágica de quien, una vez realizado el desapego, retoma contacto con el mundo manifestado e intenta asumir y adueñarse plenamente, en todos los elementos y los procesos, de la forma que le había antes servido de base para su vida de hombre. La acción se conduce aquí sobre aquello que, en tal punto, se podría bien llamar el cadáver; de allí que en la tradición extremo-oriental se utilice la expresión «solución del cadáver» para la Obra. Pero, en virtud de las relaciones esenciales que vinculan el macrocosmos con el microcosmos, una acción tal, se conduce de hecho sobre las jerarquías que mandan a los varios elementos de la naturaleza en general. Como punto de partida debe nuevamente hacerse presente que la individualidad de la gran parte de los hombres es una ficción; su misma unidad es ficticia y precaria, la de un simple agregado de fuerzas y de influencias, que de ninguna manera pueden ellos considerar como propias. Ya este punto fue esclarecido por Abraxa[2] .

Las fuerzas de las cuales el hombre depende son en primer lugar de orden orgánico, en segundo lugar de orden psíquico. A las segundas se vincula todo aquello que posee relación con pasiones, sentimientos, creencias, afectos naturales, tradiciones, vínculos de sangre, y así sucesivamente. El hombre común no debería nunca decir: «Yo amo», sino en vez: «El amor ama en mí». Así como el fuego se manifiesta en las diferentes llamas cuando las condiciones necesarias están presentes para ello, del mismo modo el amor -para decirlo mejor: el ente del amor- se manifiesta en los diferentes seres que aman, al modo de una cosa que trasciende y transporta y respecto de la cual ellos son en mayor o menor medida pasivos. Puede decirse lo mismo respecto del odio, el miedo, la piedad, etc. Además, toda nación, religión o institución tradicional posee su «ente», y la reacción instintiva y profunda ante un insulto a la patria, a la fe, a la costumbre, es la reacción de tales entes, y muy poco, tal como habitualmente se cree, una reacción individual, la reacción propia de un Yo diferente y autónomo.

Aun en menor grado se es uno mismo descendiendo en  las profundidades del ser orgánico: sistema sanguíneo, endocrino, nervioso; sueño, hambre, etc. En los distintos sujetos todo ello representa un elemento trascendente y colectivo, del cual es demasiado evidente que otro, en vez que el Yo singular, es el principio activo y director. El Yo se apoya en todo esto, y no es ni domina todo esto. Es así como su vida individual es una ilusión que perdura hasta que el nudo contingente de equilibrio que hace relativamente estable y uno su ser psico-fisico no se disuelva, y las diferentes fuerzas agregadas no sean reabsorbidas en los respectivos «entes»; los cuales, no es que estén en algún lugar inverosímil sino que están presentes en los pensamientos, en las acciones, en las pasiones, en las creaciones, en las mismas funciones y en los mismos órganos corporales de los hombres. Ellos se compenetran invisiblemente y dirigen gran parte de lo que se denomina ‘vida ordinaria’.

Por ello quien quiere comenzar a vivir, debe antes morir, despegándose de un semejante entrecruzamiento de influencias y de dependencias y haciendo suyo el principio de una vida que es por sí misma. La «muerte iniciática» de la cual se ha hablado, constituye para el hombre el primer elemento de esta nueva vida contra la cual la muerte no podrá nada. Pero si la inmortalidad no debe sólo ser la dilatación de la conciencia; si en vez de ello esta conciencia pretende articularse en formas de acción y de expresión apropiadas a uno y otro plano, entonces es necesario que este elemento libre y sobrenatural comunique su cualidad a los diferentes principios y a la diferentes fuerzas presentes en el compuesto humano. Tal es en esencia la teoría del ‘cuerpo mágico’, o ‘cuerpo de resurrección’. Se trata efectivamente de crearse de nuevo el cuerpo, de recorrer todo el místico y oscuro proceso por el que el mismo se organizó, o para decirlo mejor, por el que fue organizado, y luego prestado a un Yo; pero ahora recorriéndolo desde lo alto del principio que ha vencido la muerte y que es por sí mismo. Los estadios sucesivos de este proceso están constituidos por la toma de relación con los diferentes entes, antes psíquicos, luego cósmicos (dioses, que tienen el señorío sobre los seres humanos y que actúan en sus cuerpos y en sus mentes; entes sobre los que el iniciado, en este orden de operaciones, debe reafirmar su propia autonomía, plegando bajo sí aquellas fuerzas propias que eran su presencia en el organismo. La «vestimenta de gloria» de los Gnósticos, en lugar de la «forma de servidumbre» sería la consagración última de quien atraviesa victoriosamente esta serie de pruebas, emancipándose plenamente de las esferas del «Hado» y del dominio de los diferentes «Regentes» y «Arcontes».

El ‘cuerpo inmortal’ es en primer término un cuerpo simple, no compuesto, en la medida en que el principio que lo invade y lo domina plenamente es simple y sustituye la multitud, muchas veces antagónica, de las influencias y de los poderes que dominaban el ánimo y el cuerpo humano. Este, puede decirse, es un hecho de conciencia y de potencia, y no más de materia. En efecto, es propio de la enseñanza tradicional el considerar a la materia no como un principio distinto, sino coexistente con el espíritu. Ella es simplemente aquello que hay de inerte, de pasivo y de inconsciente en el espíritu; como tal, ella puede ser siempre «resuelta» o «reducida», y éste es precisamente el caso del «cuerpo mágico». Para ayudamos con una analogía, piénsese en aquello que acontece en los denominados «reflejos ideo-motores»: si nos disponemos en un estado de completa relajación y se crea una vívida y fija imagen de la elevación del propio brazo, nos encontraremos efectivamente con el brazo alzado, en virtud de un poder directo suscitado por la imagen, sin que se haya actuado por esfuerzo de enervación. Concíbase ahora algo similar para todo el cuerpo: o sea que todo el cuerpo, en la intimidad de sus fibras, en todos sus órganos, funciones y movimientos, sea asumido en la mente por medio de una imagen absoluta y radiante. El cuerpo entonces no existiría más como cuerpo; por su sustancia y base tendría únicamente esta mágica imagen: sería un cuerpo recto, movido y vivificado por la mente. Sus órganos se resolverían en símbolos e ideas plasmadoras, que son las «signaturas» astrales o «nombres» de los entes a los cuales corresponden. De allí la denominación de manomayakaya (cuerpo hecho de mente) dada en Oriente al «cuerpo inmortal», denominado también mayavi-rupa, es decir, forma aparente.

La razón de esa expresión es clara. En este punto en efecto es el cuerpo el que va a apoyarse sobre el Yo, y ya no más el Yo sobre el cuerpo. Si el Yo por un instante pudiese venir a menos, también se derrumbaría el cuerpo. El Yo ahora lo ha tomado sobre sí, y sostiene y manda a través de la potencia de la propia mente todo su peso, al igual que para la conciencia ordinaria acontece con un pensamiento común. Retirar de él la imagen, dejar de pensarlo, significaría pues hacerlo desaparecer sin el residuo de un cadáver (operación conocida en el Taoísmo con el término de s'i kiai = solución del cadáver).

En este capítulo se dice acerca del símbolo de la «Sal» que, en el hermetismo, designa  habitualmente el cuerpo, el elemento corpóreo. La sal es lo fijo, es el elemento «necesidad», la cualidad de aquello que resiste al «Fuego» y que no se puede cambiar. Prisión del «Azufre durmiente». El «redespertar» de éste produce sin embargo una virtud que reacciona sobre el mismo y puede reducirlo, resolverlo en estado volátil en un modo de ser al que le sean propios los caracteres de libertad y transformación del aire. Del mismo modo, la «Vestimenta de gloria» de los Gnósticos era identificada con el «cuerpo de libertad» (término retomado por San Pablo), y su correspondencia en el budismo mahayánico es el nirmanakaya, que puede traducirse justamente por «cuerpo de las transformaciones»). En otras palabras, el cuerpo regenerado, más que un cuerpo es un poder, o, para decirlo mejor, es el cuerpo en estado de poder: el mismo coincide con la libre posibilidad de manifestarse de un cuerpo, y no necesariamente en éste y no en otro, o sólo sobre el plano terrestre. La facultad de la palabra es mía en cuanto puedo plasmarla y manifestarla como quiero, o también suspenderla en el silencio. En esta misma relación, el adepto que se ha dedicado a estas aplicaciones llega a encontrarse con el propio cuerpo: él hace de él lo que quiere, puede proyectarlo en una forma o bien en otra, hacerlo aparecer o desaparecer sin que él mismo cambie en semejantes transformaciones. Es por esto por lo que en la misteriosofía helénica se encuentra la expresión  seminarium para el cuerpo mágico: por el hecho pues de que éste no es un cuerpo particular y fijo, sino más bien la posibilidad activa, la semilla para infinitos cuerpos susceptibles -a nivel de principio- de ser formados y «proyectados» por la sustancia mental a través de una adecuada transformación.

Ello no debe sin embargo hacemos pensar que el ‘cuerpo mágico’, puesto que es aparente (mayavi-rupa), sea irreal. Todo lo que se ha dicho no se refiere a las cualidades físicamente constatables de tal cuerpo que, bajo este aspecto, en una particular aparición suya, podrá resultar igual a un cuerpo humano mortal cualquiera; sino que se refiere solo a la función, transformada de pasiva en activa, de necesaria en libre, según la cual el conjunto de tales cualidades se encuentra respecto del poder central. El hecho de que una cosa sea reducida a mi poder no la hace para nada irreal, sino supremamente real. Un cuerpo en el cual no hay más «materia» y que por ende es «aparente» o «mental», significa simplemente un cuerpo en el cual no hay más nada que resista al espíritu y que está simplemente «dado» al espíritu; que por lo tanto es un acto perfecto. La transformación no es material, sino sustancial, en el sentido en el que este término es usado en teología cuando se sostiene acerca de la eucaristía  la identidad y conservación de atributos sensibles en la partícula, y sin embargo ha habido una transformación esencial. Es justamente una transubstanciación[3] .

El ‘cuerpo mágico’ es invulnerable e inmortal, subyaciendo a alteración y a corrupción sólo aquello que es compuesto y dependiente[4] . A él le corresponde el término de vajra, es decir, «diamante-fulgor», casi como una cosa adamantina, incorruptible, y hecha de potencia y de luz fulmínea. El «cuerpo ígneo» o «radiante», en el neoplatonismo posee el mismo significado y remite a una doctrina análoga.

En fin, pensar en un lugar, ser de presencia real –efectiva- en aquel lugar, es una virtud no milagrosa, sino natural para un cuerpo reabsorbido en la mente (o de aquello que del mismo ha sido reabsorbido en la mente); para un cuerpo sostenido únicamente por su propia imagen. El mismo está allí donde está la mente.

Con respecto a los particulares, el «cuerpo inmortal» ha sido también llamado «triple cuerpo», y, quien lo lleva, el «Señor de los Tres Mundos». Técnicamente, el punto de partida es el estado de «desnudez» realizado a través de la muerte iniciática y transferido de los estados extra-corporales al estado terreno del iniciado.

La primera operación entonces es pasar a una relación directa con aquello de lo cual el mundo de los pensamientos, de las representaciones y de las mismas emociones constituye un simple y atenuado reflejo particularizado. A tal respecto es necesario proceder a la «extracción del mercurio», que en primer lugar es la realización del estado «sutil» o «fluídico», el cual opera justamente como mediador entre los dos mundos, entre el de la exterioridad sensible y el de la inmanencia solar. Por medio de este estado es posible tomar contacto con fuerzas profundas encadenadas en el organismo -sucesivamente en el sistema sanguíneo, en el sistema glandular, en el sistema reproductivo- y que tienen esta doble correspondencia: 1) reino animal, reino vegetal, reino mineral; 2) estado de ensueño, estado de sueño, estado de muerte aparente.

Para esclarecer esta correspondencia recordaremos la enseñanza de que los símbolos o «nombres» que se despiertan transformando en supra-consciencia aquello que en el hombre vulgar es, por ejemplo, sueño, revelan los "arquetipos" de las diferentes especies animales, es decir de los entes que dominan las distintas especies animales; los diferentes individuos de las cuales son como corpúsculos de sus "cuerpos". Tales son los llamados ‘animales sagrados’ o ‘vivientes’ con los que el iniciado se "casa", sellando con estas nupcias su primer cuerpo. Lo mismo ha de decirse para los otros dos estados, en el último de los cuales viene al acto la forma creativa originaria, o ‘dragón’ (aquel que el Sepher Yersirah ubica en el «centro del universo, como un Rey en su trono»), Fuego Sagrado, «Ur», o kundalini. Llevada sobre varios “centros”, ella da en acto la jerarquía septenaria (los siete planetas, los siete ángeles, etc.), y ello significa extender la «resurrección mágica de la carne» al plano trascendental y por ende convertirla en absoluta.

Entonces ella retoma, en primer lugar, el mundo de las formas y de los seres finitos sujetos a generación y corrupción, es decir el mundo causado o naturado, y en correspondencia -para usar la termmología mahayánica- hace resplandecer el nirmanakaya, el cuerpo mágico o aparente, capaz de transformación, y de apropiada acción. En segundo lugar retoma el mundo intermedio de los «elementos elementalizadores», de aquello que tiene forma y no tiene forma, del «sonido espiritual» y, en correspondencia, es la esencia hecha de plenitud, de libre goce, de radiación del sambhogakaya, «cuerpo» invisible, puramente intelectual. En tercer lugar retoma el mundo hecho de iluminación y de «vacío», que es y no es a un mismo tiempo, incontaminado, trascendente, y, en correspondencia, da en acto el dharmakaya, el «cuerpo» supremo asociado al Vajra-dhara, al «Señor del Centro», inconcebible; también denominado svabhavakhaya, es decir, puro modo de lo que está en sí mismo[5].

Pero este cuerpo uno y triple es el mismo «cuerpo inmortal» del «Señor de los Tres Mundos».

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[1] Ver “El problema de la inmortalidad” (EA – Julius Evola) http://sanatanadharmatradicional.blogspot.com.es/search/label/El%20problema%20de%20la%20inmortalidad
[2] Ver “El conocimiento de las aguas”. Abraxa. En “Introducción a la Magia”. Grupo de Ur.
[3] El hermetismo alquímico conocía el dicho: "Transmutemini de lapidibus mortuis in vivos lapides philosophicos" ("De piedras muertas, transmútense en vivas piedras filosofales"), siendo aquí la piedra un símbolo recurrente para el cuerpo: en Theatr.Chem., 1602,1, pág. 267). Pedro Bono alquimista (en “Margarita pretiosa”, en Manget, II, págs. 29 y sig.) dice: "Los antiguos alquimistas por su arte supieron acerca de la llegada del fin del mundo y de la resurrección de los muertos. Puesto que el alma [a través de la obra hermética] es nuevamente vinculada, en lo eterno, a su cuerpo originario. El cuerpo se convierte totalmente en glorificado e incorruptible y de una sutileza casi increíble, compenetrando toda densidad. Su naturaleza será tan espiritual como corporal. Los antiguos filósofos (hermetistas) han visto el Juicio Universal en este Arte, es decir en la germinación y en el nacimiento de su piedra, puesto que en ella se realiza la reunión del alma a glorificar con su cuerpo originario en una eterna gloria".
[4] Hipócrates escribió: «Si el hombre fuese uno no estaría nunca enfermo» y «No se puede concebir causa de enfermedad en aquello que es uno». Y De Maistre, citando estas sentencias (Sur les sacrifices, 1924,11, 288) agrega justamente: «Una tal máxima luminosa no posee un valor menor en el mundo moral».
[5] Acerca de la doctrina mahayánica del trikaya o «triple cuerpo», véase a L. D. LA VALLE Poussin, “Studies in buddhist Dogma” en Journal of the Asiatic Society, 1906, pg. 943 Y s1g.; P. MASSON-OURSEL, “Le trois corps du Bouddha”, en Journal Asiat., mayo 1913; G.R.S. MEAD, en The Theosophical Review, v. 39, págs. 289 y sig.