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viernes, 19 de enero de 2018

LA REVELACIÓN DE LA IMAGEN INTERMEDIA




LA REVELACIÓN 

DE LA 

IMAGEN INTERMEDIA

(Ibn Arabi, acerca de la muerte)


William Chittick


* 

SANATANADHARMATRADICIONAL



*

Capítulo VIII del libro titulado "Heir to the prophets", William Chittick. Oneworld Publications, 2005. Traducción al castellano -inédita hasta ahora- por Roberto Mallon Fedriani.

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La existencia no es sino una imagen,
pero en realidad es lo Real.
Quienquiera que entienda esto,
ha captado los secretos del camino.[1]



Ibn Arabi, uno de los pensadores musulmanes más conocidos y más controvertidos, nació en la España islámica en 1165. Al final se estableció en Damasco, en donde enseñó y escribió durante veinte años hasta su muerte en 1240. Su resplandor  intelectual se extendió por todo el mundo islámico, desde el África negra y los Balcanes, hasta Indonesia y China.[2] A pesar del hecho de que tanto reformistas como modernistas le hayan estado señalando desde el siglo diecinueve como emblema de todos los defectos de la sociedad islámica tradicional, en los últimos años su influencia se ha estado recuperando. Si bien fue desechado ampliamente por incoherente por los primeros orientalistas, recientemente ha sido considerado con mucho más respeto por los eruditos.

Bajo la enorme producción literaria de Ibn Arabi subyace la preocupación por explicar la realidad en todas sus dimensiones. Aun estando profundamente arraigado en la visión unificadora ofrecida por el Islam, él habla como universalista, no como un particularista, lo cual sirve para explicar parte de la hostilidad que suscitó incluso antes de nuestra era moderna de rampante mentalidad provinciana e ideología apasionada.  Lejos de ofrecer un “sistema” –como algunos observadores modernos han afirmado– desarrolla por el contrario un vasto análisis de puntos de vista legítimos, simbolizados por los “noventa y nueve nombres de Dios”, y por los “124.000 profetas” que se dice fueron enviados desde Adán hasta Muhammad. Entre los muchos temas básicos que explica –con un detalle sin precedentes y con una lucidez extraordinaria– se encuentra la Escatología; el tercero de los tres principios de la fe islámica, después de la Unidad Divina y de la Profecía.[3]

En la literatura secundaria se dice lo más frecuentemente que Ibn Arabi es el fundador de la escala de wahdat al-wujud, “la unidad de la existencia” o “la unidad del ser”, pero esto constituye una enorme simplificación. Si quisiéramos describirlo brevemente, sería mejor pensar en términos tanto de su metodología como de sus frutos. A la primera él frecuentemente la llama tahqiq, que significa verificación, realización, y actualización. Se trata de utilizar todos los caminos disponibles hacia el Conocimiento con el fin de conocer y experimentar la infinitud del sí mismo[4]. El sí mismo –nafs, una palabra que se traduce habitualmente por “alma”– es el sujeto que puede tomar como objeto suyo todo en realidad. Al fruto de la realización del sí mismo se le llama al-insan al-kamil, “el ser humano perfecto.”[5]

La perfección alcanzada por medio del tahqih implica una transformación interior tal, que el sí mismo llega a ser idéntico a la infinitud que conoce. La búsqueda de la omnisciencia ha estado por supuesto presente en el pensamiento Occidental al menos desde Aristóteles, y tiene paralelismos obvios en el Hinduismo y en el Budismo. De manera peculiar, en el caso de Ibn Arabi sus escritos voluminosos y extraordinariamente sofisticados son el fruto claro de la consecución de la meta –o al menos eso es lo que le ha parecido a gran parte de la tradición posterior–. Ibn Arabi,  describiendo este logro del conocimiento omniabarcante, habla de la “estación muhammadiana”, mitificando este estado en los términos de la bien conocida enseñanza según  la cual Mahoma conoció todo lo que había sido revelado a todos los profetas que habían venido antes que él. También lo llama “estación de la no estación” (maqam la maqam), significando con ello que la perfección la consiguen únicamente aquellos que conocen el sí mismo como algo no especifico –neti neti, como dirían las Upanishad–. Mientras que los seres humanos individuales se experimentan a sí mismos confinados y limitados, merecen ser llamados ‘esto’ o ‘aquello’. La verdadera libertad solo la alcanzan los que van más allá de cualquier especificidad.[6]

Si el ser humano no es ninguna cosa específica, lo es porque fue creado a “imagen” (de forma más literal: “forma”, sura) de Dios, Quien no puede ser restringido a ninguna categoría. La tradición se refiere a la pureza original del sí mismo humano con el termino fitra, “naturaleza primordial”. El Profeta dijo: “Todo niño nace conforme a la fitra, pero sus padres lo convierten en Judío, Cristiano, o Zoroastriano.”  En términos taoístas: la naturaleza primordial del sí mismo es la de ser un “piedra sin tallar”. Una vez que la piedra ha sido tallada, o el niño ha sido convertido en cristiano, la simplicidad primordial se pierde. El logro de la plenitud de las posibilidades humanas exige la recuperación del estado de indeterminación.

Al conceptualizar la perfección humana, Ibn Arabi extrae todos los recursos de las ciencias islámicas, y cubre toda la gama de la expresión literaria, desde la mitología y la poesía, hasta la filosofía y la ciencia. Son especialmente importantes para sus formulaciones los nombres divinos, tan profusamente mencionados en el Corán. Si Dios creó los seres humanos a su imagen, esto solo puede significar que tiene el potencial de entender, emular, y actualizar cada uno de los nombres que son apropiados a Dios, Quien es el fundamento de toda la realidad; o, para usar la expresión coránica más común, “lo Real” (al-haqq). Todo nombre y atributo divino pertenece en verdad a lo Real, y cada uno muestra sus señales por todo el universo. Los seres humanos tienen la libertad suficiente para descubrir, realizar, armonizar, y unificar todos los nombres. Para hacerlo deben abrazar todas las posibilidades del devenir humano, y rechazar la fijeza y los límites de cada estación y situación.

Según la manera de ver las cosas de Ibn Arabi, los seres humanos entran en el universo en el estadio culminante del flujo hacia el exterior de la Realidad.  El mundo es un proceso de revelación divina (tajalli) continuo y sin fin; un borboteo y bullir continuo de existencia y conciencia; un flujo incesante desde la unidad en la multiplicidad, y de la consciencia en la ignorancia. Lo que llega a ser revelado es la naturaleza de lo absolutamente Real, que abarca toda posibilidad de ser y de conocimiento. El motivo para esta revelación del sí mismo es el amor. Como dice el dicho divino: “Yo era un Tesoro Oculto, y quería ser conocido, así pues creé a las criaturas para que Yo pudiera ser conocido.”

Al igual que él, antes Avicena y después Rumi, Ibn Arabi recalca la importancia del amor como fuerza motivadora subyacente a toda la creación. [7] Frecuentemente subraya las implicaciones del dicho profético: “Dios es bello, y Él ama la belleza.” Si Dios creó el universo porque “quería ser conocido”, esto significa que conocerle a Él es bello, y que todas las criaturas conocen por su misma modalidad de ser. Además, las criaturas siguen a Dios en el amor a la belleza, y toda belleza es un atisbo de lo Bello.

En las cosas existentes no se ama otra cosa que a Dios. Es Él el que se manifiesta dentro de todo amado ante el ojo de todo amante –y no hay nada que no sea un amante–. Todo el universo es amante y amado, y todo retorna a Él… Aunque todos aman a su propio Creador, todos tiene un velo en su visión de Él por el amor hacia Zaynab, Su’ad, Hind, Layla, este mundo, el dinero, la posición social, y todo lo que se ama en el mundo. [8]

Los seres humanos marcan el punto en donde el movimiento dispersante y externalizador iniciado por el amor retorna sobre sí mismo. Si lo Real “quería ser conocido”, conocerle requiere amarLe en reciprocidad. Las personas entran en la existencia como imágenes germinales de lo Real. Sus configuraciones individuales reproducen todo lo desplegado en la indefinida expansión espacial y temporal del universo. Tienen la posibilidad de desarrollarse como manifestaciones plenas de la simplicidad y unidad omnicomprensiva de lo Real, solo si Le aman plenamente y alcanzan la identidad con todas las  cualidades latentes en el Tesoro Oculto.

Los seres humanos llegan a ser totalmente absorbidos en el amor de Dios porque fueron hechos a Su imagen –tal y como afirma el hadiz– de modo que vuelven hacia la Presencia Divina con toda su esencia. Por eso es por lo que todos los nombres divinos llegan a manifestarse dentro de ellos. [9]

Pocas son las nociones que sean más centrales al arsenal conceptual de Ibn Arabi que la de khayal (“imaginación”, “imagen”). El término denota tanto el poder que nos permite representar cosas en la mente, como las propias imágenes mentales. Implica no solo una facultad interior sino una realidad externa, como muestra el hecho de que se use la misma palabra para las imágenes que se ven en un espejo o en una pantalla.[10] Antes de Ibn Arabi se había debatido durante mucho tiempo sobre la imaginación para destacar el carácter intermediario del terreno subjetivo, que es una imagen del sí mismo cognoscente y del objeto conocido. En los términos míticos del Corán, la imaginación llegó al ser cuando Dios “sopló Su espíritu” en la arcilla a partir de la que dio forma al cuerpo de Adán con sus  propias manos. Allí donde se encuentran la oscuridad y la luz infinita no surge otra cosa que el sí mismo. Siendo la misma substancia del sí mismo, la imaginación es el encuentro entre la vitalidad de la inteligencia y los signos y sedimentos percibidos por los sentidos. Las realidades espirituales descienden en ella, y los objetos sensoriales suben hacia ella. Dentro de ella, se fusionan y hacen uno la consciencia y su ausencia, la profundidad y la superficie, el significado y las palabras, el espíritu y la arcilla, el interior y el exterior, lo no-manifiesto y lo manifiesto. Es únicamente en este nivel donde lo inferior imagina la belleza del Amado, y de ese modo enciende el fuego del amor.

Cualquier cosa distinta a la Esencia de lo Real sufre transmutaciones, rápidas y lentas. Cualquier cosa distinta de la Esencia de lo Real es imagen intermedia y sombra evanescente. Ninguna cosa creada permanece en un mismo estado, ni en este mundo,  ni en el más allá, ni en lo que hay entre ambas cosas; ni espíritu, ni alma, ni otra cosa que no sea el Dios-Yo, entendido como Esencia de Dios. Más bien sufre un cambio continuo de forma en forma, de manera constante y para siempre. Y la imaginación no es otra cosa que esto. … El universo se ha hecho manifiesto únicamente a través de la imaginación. En sí mismo es imaginado. Es y no es. [11]

El universo y el alma se reflejan el uno al otro, como imágenes  omnicomprensivas de lo Real. El universo es exterior, desplegado, disperso, y objetivado; el sí mismo es interior, concentrado, condensado, y subjetivado. El sí mismo es despierto y consciente, el mundo dormido e inconsciente –en términos relativos, claro, porque no puede haber absolutos cuando la substancia de la realidad es intermediación y flujo–. A través de interioridad el alma se encuentra a sí misma y a otros, y a través de su interioridad el mundo despliega lo que es potencialmente cognoscible para el alma. Si “Dios enseñó a Adán todos los nombres” (Corán 2:30), esto significa que todo lo que está desplegado y disperso en el universo ya es conocido para la naturaleza primordial humana, la fitra que no tiene ninguna identidad especifica. La recuperación de la perfección adámica significa reconocer lo que sabemos. “Todos los nombres” significa toda posibilidad de ser y de llegar a hacerse presente en lo Real. Las cualidades y características de las cosas creadas son los nombres de su Creador. Es a través del camino de la realización de sí misma, como el alma viene a experimentar las denominaciones de los nombres en el terreno imaginal, en donde ser y consciencia son lo mismo.

La subjetividad humana es el lado interior del universo manifiesto, y la objetividad del mundo es el lado exterior. Esto no significa negar la interioridad de los animales y otras criaturas, a la que Ibn Arabi dedica gran atención. Más bien, quiere decir que lo que caracteriza a los humanos es el potencial de ser consciente de todo, en contraste con los horizontes limitados de otras cosas. Son precisamente los anteojos de los seres no-humanos los que los hacen pertenecer más al terreno objetivo que al subjetivo. Las limitaciones interiores y las restricciones psíquicas de los animales aparecen como la diversidad de sus especies. En contraste, los seres humanos son exteriormente similares pero interiormente dispares. La pureza primordial de la naturaleza humana, hecha a imagen de lo infinito e ilimitado, permite inmensas diferencias en cuanto al ser interior y a la consciencia. La diversidad de las formas de vida en el mundo exterior muestra solamente los rastros más sucintos de la ilimitación del terreno interior del alma. De hecho, Ibn Arabi nos dice que el mundo de la imaginación es, de lejos, el ámbito más vasto en la existencia, “porque ejerce su propiedad dominante sobre todas las cosas y sobre ninguna cosa. Da forma a la inexistencia absoluta, a lo imposible, a lo necesario, y a lo posible. Hace existente lo no existente, y lo no-existente existente.”[12]     

Los seres humanos llegan a ser lo que son actualizando diversas potencialidades ontológicas y psicológicas en combinaciones que nunca se repiten. Su mundo verdadero es el de la consciencia y la imaginación, pero su horizonte permanece oculto para aquellos que no hacen ningún intento por darle la vuelta al flujo exterior y focalizar la consciencia retornando a su fuente. Amando a Hind, y a Layla, pierden la visión del verdadero Amado y permanecen paralizados en la superficie reflectora.

El mundo como un todo no es otra cosa que una imagen de lo Bello. La consciencia que el alma tiene de sí misma depende de su percepción de la imagen del mundo en ella misma. La percepción nunca es otra cosa que consciencia, lo cual es decir que solo puede pertenecer al terreno del alma. De aquí se sigue que las gentes no pueden reconocer el mundo y a sí mismos como son sin la consciencia de su propia inmersión en el océano de la imaginación. Pero así como la imaginación es el ámbito de la revelación y el reconocimiento, también es el dominio del ocultamiento y del engaño. Abarca ambas cosas: iluminación y oscuridad, y está poblada tanto de demonios como de ángeles. Su ambigüedad y carácter intermediario indican el imperativo y necesidad de la revelación profética que proporciona las claves para diferenciar el ángel del demonio, y la belleza del destello.

En  resumen, cada sí mismo humano es una subjetividad única complementada por la objetividad del universo. Alma y mundo son imágenes de la Subjetividad/Objetividad absoluta, que es lo Real. La naturaleza humana primordial no está en esencia obstaculizada por ninguna cualidad o característica, pero la mayoría de las personas eligen libremente esculpirse a sí mismos en bloques específicos. Al enamorarse de la belleza transitoria yerran en darse cuenta de que tienen el potencial de aspirar a la Belleza y trascender toda limitación de la existencia y la consciencia.

El  Corán y el Profeta proporcionan numerosas explicaciones sobre el mundo después de la muerte. Ibn Arabi encuentra la clave interpretativa de estas explicaciones en la misma substancia del ser humano, el cual en realidad posee el potencial de asumir la forma de todo. Aunque en su fitra las personas carecen de forma, gradualmente van adoptando una figura, y se ven determinados por los caminos que siguen a medida que sus vidas se van desenvolviendo. Algunos de estos caminos conducen hacia la plenitud y la totalidad de la imagen divina, y algunos bloquean el resplandor de la luz divina. Algunas personas llegan a estar en sintonía con la universalidad y la absolutidad de lo Real, y otras perciben la realidad como una disonancia, un desequilibrio, y una disolución. La situación del alma en la configuración total de la realidad viene a estar determinada por los objetos sobre los que fija su atención y concentra su amor. Uno se convierte en aquello que ama.

La muerte vuelve al alma del revés. El sí mismo humano es dejado que se sostenga por sí mismo sin la fijeza estabilizadora del mundo objetivo. Los objetos desaparecen como cosas independientes, y las revelaciones divinas del sí mismo surgen en la superficie. Las personas se experimentan a sí mismas en formas imaginales adecuadas a sus querencias y aspiraciones. Dice el Corán respecto al alma que acaba de morir: “Hemos levantado tu cobertura de modo que hoy tu visión es desgarradora” (50:22).

Dios creó a los seres humanos con una configuración invertida, de modo que encuentran el próximo mundo en su interior, y el mundo presente en su exterioridad. Su exterioridad está limitada por la forma, de modo que Dios les pone límites a través de la revelación. En tanto que su exterioridad no cambia, ellos no cambian, sin embargo sufren variaciones constantes en su interioridad. Sus pensamientos fluctúan de conformidad con las formas en las que se les presentan los pensamientos; y así será la situación en el mundo siguiente… El mundo siguiente es la inversión de la configuración de este mundo, y este mundo es la inversión de la configuración del mundo siguiente. Allí los hombres son, como seres humanos, lo mismo que aquí. Por tanto uno debe esforzarse aquí de modo que nuestros pensamientos sean meritorios de acuerdo con la revelación. Entonces tu forma en el próximo mundo será bella.[13]  

Dada la ilimitación esencial del sí mismo humano y el hecho de que nada es imposible en el ámbito de la imaginación, las modalidades del devenir póstumo son incalculables. La única manera de asegurar una vida post-mortem agradable es amar lo Bello y recuperar la pureza primordial de la imagen de Dios. Este es precisamente el propósito de tahqiq  o la “realización”: el proceso de descubrimiento y actualización del rango completo de nombres divinos latente en el sí mismo.

El mundo después de la muerte es el despertar al sinfín de revelaciones de lo Real. Los estadios del retorno a Dios en esta vida dibujan a grandes pinceladas el ámbito imaginal infinito en donde las revelaciones serán vistas por lo que son. Cada uno de los estadios en el camino hacia Dios prefigura uno de los territorios del próximo mundo. La naturaleza humana encuentra el imperativo por seguir el camino en el hambre por conocer los nombres divinos y encontrar su substancia dentro de sí mismo, un hambre que se conoce comúnmente como amor.

A pesar de la tendencia general en gran parte de la teología islámica por subrayar los rigores de la justicia y el castigo divinos, Ibn Arabi se centra en la belleza y en la misericordia divina. Señala que lo Real es precisamente eso, no ninguna otra cosa. Todo lo demás se deriva de ello y es irreal. Nada puede subsistir excepto en función de la pura realidad, el puro ser, la consciencia total, y el bien total.

Dios creó el cosmos en esencia solo por la felicidad. La desgracia se da en el caso de aquellos a los que les ocurre por accidente. Esto es así porque nada llega del Bien Puro en donde no haya ningún mal –que es el Ser de lo Real que da existencia al cosmos– excepto lo que se corresponde con Ello; y Ello es específicamente el bien.[14] 

Las personas saborean el bien de la realidad en la experiencia del amor, que es simplemente el reconocimiento de la presencia de Dios en el mundo y el deseo de realizar la imagen divina dentro de ellas mismas.

Entre nosotros están aquellos que conocen a Dios en este mundo, y entre nosotros están aquellos que no Le conocen hasta que mueren conociendo alguna cosa específica. Entonces, cuando se levante la cobertura, llegarán a entender que únicamente han amado a Dios, pero han estado velados por el nombre de la cosa creada.[15]

Amar lo Real en sus reflejos impone restricciones al alma, cuyas verdaderas posibilidades se definen por su capacidad de recibir la infinidad de relaciones divinas. Ibn Arabi explica que, de hecho, este mundo no es sino el terreno de prueba del amor, en donde la devoción a otra cosa que lo Real puede ser arrancada. En su capítulo de las Futuhat dedicado al amor, expone una lista de cualidades y características de los amantes, y entonces dedica un capítulo semi-independiente para explicar lo que quiere decir. Al hablar sobre uno de los atributos de los amantes, nos dice que la muerte es necesaria debido al amor de Dios hacia su propia imagen.

Los amantes se describen como “ansiosos de salir de este mundo y encontrar a su Amado”. Esto es así porque parte de la realidad del alma es la búsqueda del descanso. Un infarto de corazón es sufrimiento, ocultarlo es incluso más sufrimiento, y este mundo es el lugar de los infartos.

El encuentro ansiado por los amantes es un encuentro específico designado por lo Real, ya que Él ya es atestiguado en todo estado. Debido a Su ansia por nosotros, Él designa cualquier terreno que quiere, haciéndolo el lugar de un encuentro especial. Nosotros lo alcanzamos únicamente emergiendo de la morada que contradice este encuentro; y esa morada es este mundo. Al se le ofreció Profeta optar entre permanecer en este mundo o ser transferido al siguiente. Y dijo, “¡La Compañía más Elevada!”, porque en este mundo él tenía la compañía inferior.

Dice un dicho que “Cuando a alguien quiere encontrar a Dios”, esto es, a través de la muerte, “Dios quiere encontrarle a él. Y cuando a alguien le disgusta encontrar a Dios, a Dios le disgusta encontrarle”, porque Él lo encontrará cuando muera con aquello que a Él le disgusta, y ello es Su ocultamiento de él. Respecto a aquellos que son Sus siervos, que aman encontraLo, Él Mismo se les revela.

Encontrar a Dios a través de la muerte tiene un sabor que no se encuentra al enocntrarLe en la vida de este mundo. En la muerte estamos relacionados con él como dicen Sus palabras: “Y sabed ¡Oh, genios (jinns) y humanos! que Nos ocuparemos de vosotros.” (Corán 55:31). En nuestro caso la muerte es para lograr el descanso del gobierno de nuestro cuerpo. Siendo así, los amantes desean y aman saborear esto directamente, y solo ocurrirá al partir de este mundo por medio de la muerte, no en los estados extáticos (hal). Esto ocurre cuando parten de los marcos físicos con los que se han familiarizado desde que nacieron, y a través de los cuales se han manifestado. O mejor: el marco fue la causa de que llegaran a manifestarse.

De este modo, Dios los separa de este cuerpo porque están apegados a él. Esto tiene que ver con el “celo” divino (ghayra) hacia Sus siervos. Él los ama y no desea que se apeguen a “otros” (ghayr). De aquí que Él creara la muerte y que fuese una prueba para ellos; para poner a prueba sus pretensiones de amarlo a Él. Cuando la propiedad gobernante de la muerte expira, “Juan la sacrifica entre el Jardín y el Fuego.” Entonces nadie morirá en las dos moradas.

Así pues, esta es la causa de sus ansias por partir de este mundo a fin de encontrar al Amado, porque los celos son dificultades. Cuando la muerte es sacrificada se convierte en una vida específica después de la muerte, pues “Las gentes están dormidas, y cuando mueren despiertan.” [16]
 
El ansia humana por alcanzar lo que ama es la consecuencia necesaria de las ansias de Dios por encontrarse con los seres humanos. El universo esta dirigido por el amor de Dios hacia los seres humanos, y solo ellos pueden amarle plenamente en reciprocidad. Entre las más de cien revelaciones que escribió Ibn Arabi en su libro al-Tajalliyyat al-ilahiyya (“Las revelaciones divinas”), una en particular, “La revelación de la perfección” parece especialmente pertinente al amor divino que prepara al alma para la plena revelación de la imagen intermedia.


Escucha, ¡Mi amante! Yo soy la entidad sobre la que está concentrado el reino de lo creado. Yo soy el punto central del círculo y su circunferencia. Yo soy sus cosas compuestas y sus cosas simples. Yo soy lo que desciende entre cielo y tierra.

Yo creé las facultades perceptivas para ti, solo para que las pudieras usar para percibirme a Mí. Cuando Me percibes, percibes tu propia alma. No quieras percibirme a Mí por medio de la percepción de tu alma. Con Mi ojo me verás a Mí y verás tu alma, no con el ojo de tu alma. Y Me verás.

¡Mi amante! ¿Cuánto tiempo tengo que estar llamándote sin que me escuches? ¿Cuánto tiempo tengo que mostrarMe a ti sin que me veas? ¿Cuánto tiempo tengo que envolverme en aromos para ti sin que huelas; y en sabores sin que Me saborees?

¿Qué es lo que hay de mal en ti que no Me sientes en los objetos que tocas? ¿Qué hay de mal en ti que no Me percibes en las cosas que hueles? ¿Qué hay de mal en ti que no Me ves? ¿Qué hay de mal en ti que no Me oyes? ¿Qué hay de mal en ti? ¿Qué hay de mal en ti? ¿Qué hay de mal en ti?

Yo soy para ti más placentero que cualquier placer, soy más deseable para ti que cualquier deseo, soy más bello para ti que ninguna belleza –Yo soy lo Bello, lo Precioso–

¡Amante mío! ¡Quiéreme! ¡No quieras otra cosa! ¡Quiéreme apasionadamente! Se cautivado por Mí, no por nadie más! ¡Abrázame! ¡Bésame! Con ninguna cosa te unirás tanto como Conmigo.

Todos te quieren para ellos, pero yo te quiero por ti. Aun así te alejas de Mí.

¡Mi amante!, no eres justo Conmigo. Si te acercas a Mí, Yo me acercaré a ti mucho más, y Yo estoy más cerca de ti que tu propio aliento y tu propia alma. ¿Quién de entre las criaturas actúa de este modo contigo?

¡Mi amante!, Estoy celoso de ti. No me gusta verte con otros que no están contigo. ¡Sé en Mí a través de Mí! Yo estaré en ti como tú estés en Mí, aunque no te des cuenta.

¡Mi amante!, ¡Unión! ¡Unión!

Si encontrásemos el camino de la separación, no saborearíamos la separación con el  sabor de la separación.

¡Mi amante!, ¡ven! Mi mano y la tuya. Entremos en lo Real para que Él pueda juzgarnos con el juicio de la eternidad.

¡Mi amante!, de entre todas las discusiones una de ellas es el placer más placentero, y es la discusión de los amantes. El placer se da en la argumentación.

Intenté darle muerte a ella
amándola,
para que no discutiese conmigo
en el momento de la resurrección.

Di: ¿Tienes algún conocimiento de los ángeles cuando estaban discutiendo? (Corán 69:38) Si no fuera por la excelencia de la disputa, ¿habría alguno de pie ante el juez? ¿Qué es más placentero que levantarse y ver al Amado? ¡Mi corazón! ¡Mi corazón![17]



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[1]   Ibn 'Arabi, Fusus al-hikam 159.
[2]   Sobre su vida, ver, Addas, La búsqueda del azufre rojo. Uno de los mejores estudios recientes acerca de sus enseñanzas y su influencia, ver Chodkiewicz, “Un océano sin orillas”, “El sello de los santos”.
[3]   Para una amplia investigación sobre las enseñanzas islámicas sobre la muerte y la resurrección, ver Chittick, “Escatología”. Para revisar algunas de las enseñanzas propias de Ibn Arabi, ver Chittick, “Mundos Imaginales”, Capítulo 7; y “La hermenéutica de la misericordia en Ibn Arabi”.
[4]   En la civilización islámica se han reconocido tres rutas básicas hacia el Conocimiento: la palabra divina (o revelación profética), la investigación racional, y la intuición supra-racional. Antes de Ibn Arabi cada uno de estos caminos lo subrayaba uno de los tres puntos de vista prevalentes (que se pueden denominar de forma aproximada: teología, filosofía, y sufismo teórico). Ibn Arabi sostenía que los tres caminos se debían utilizar plenamente en la investigación de cualquier asunto relativo a la significación última del ser humano, y expuso numerosos argumentos para explicar que ninguno de ellos podría ser suficiente por sí mismo. Ver Chittick, “El camino sufí”, en especial las Partes 4 y 5.
[5]   Para un estudio detallado de las enseñanzas de Ibn Arabi, con amplias citas de sus trabajos originales (incluyendo muchos pasajes que tratan sobre la muerte y la resurrección), ver Chittick, “The Sufí Path”, y también “Self-Disclosure…””
[6] Sobre la ‘estación de la no-estación’ ver Chittick, “Sufi Path”, Capítulo 20, y “Imaginal Worlds”, capítulo 10.
[7]   Sobre sus enseñanzas acerca del amor, ver Chittick, “The divine roots of human love”.
[8] Ibn Arabi, al Futuhat al-makkiyya, volumen II, 326, línea 19. Chittick, “Sufi Path”, 181. Todas las traducciones aquí son o bien nuevas, o bien revisadas. En los casos en los que he publicado anteriormente una traducción (frecuentemente con bastante texto rodeándola), indico su localización.
[9]   Futuhat II325; Sufi Path 286
[10]   La palabra pantalla no es aquí anacrónica. Al menos en dos pasajes, Ibn Arabi discute sobre las imágenes e la pantalla (sitara) del teatro de sombras para explicar cómo ejerce la imaginación sus poderes cósmicos. Ibn al-Farid, contemporáneo suyo, el mayor poeta sufí en lenguaje árabe, habla del teatro de sombras en un contexto similar. Para una traducción de los pasajaes mas relevantes de Ib Arabi, ver Chittick, Self Disclosure, 60; y también “Two Chapters”, 102. Respecto al pasaje de Ibn al-Farid, ver “El poema de la Vía”, líneas 2130-2237, o Nicholson, “Studies in islamic Mysticism”, 189-91, 260-2.
[11]   Futuhat II 313.17; Sufi Path 118
[12]   Futuhat I 306.6; Sufi Path 122.
[13]  Futuhat IV 420-1; Imaginal Worlds 108--9.
[14]   Futuhat III 389.21; Self-Disclosure 365; Sufi Path 291.
[15] Futuhat IV 260.27.
[16] Futuhat II 351.16.
[17]   Ibn 'Arabi, al-Tajalliyyat al-ilahiyya 461--66.

lunes, 8 de enero de 2018

RELIGIÓN Y TRASCENDENCIA





RELIGIÓN Y TRASCENDENCIA


Reza Sha Kazemi


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El presente artículo constituye el Epílogo del libro “Paths to Trascendence according to Shankara, Meister Eckhart and Ibn Arabi” del que ya hemos presentado otros extractos en este mismo lugar. Como es sabido, en esta muy recomendable obra de Reza Sha Kazemi se lleva a cabo un excepcional estudio comparativo entre las vías de realización expuestas por tres de los más grandes ‘espirituales’ de Oriente y Occidente: Eckhart, Ibn Arabi y Shankara. Hemos considerado interesante incluir este capítulo final por la claridad y profundidad con la que creemos quedan expuestas las diferencias entre el camino de realización exotérico y el esotérico a la luz de las enseñanzas de estos maestros de incuestionable cualificación. Así mismo, se exponen los riesgos que conllevan las precipitaciones de carácter egóico; esos atajos espirituales ilusorios tan a la orden del día en los tiempos actuales, por los que cualquier vía de realización parece estar  “al alcance de la mano” de cualquiera. 

[Traducción, inédita hasta ahora al castellano, por Roberto Mallon Fedriani.]


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Anteriormente se ha dicho que la consecución de la esencia trascendente de la religión es superar –que no evitar– los límites de la religión formal. La realización de aquello que trasciende a la religión solo puede conseguirse por medio de la religión misma, a través de la identificación con lo que la religión “pretende” espiritual y metafísicamente, más que manteniéndose al nivel de lo que establece formalmente y presenta dogmáticamente. Trascender la religión es algo muy distinto que subvertirla. Este mismo proceso -de superación, no de evitación- es de aplicación mutatis mutandis a los otros dos “objetos” fundamentales que son trascendidos por medio de la cumbre de la realización espiritual: la individualidad como tal, y el Dios personal.

La individualidad no se puede superar más que por medio de la gracia Divina. Por tanto, a menos que el individuo esté plenamente conforme con los requerimientos de la gracia; o para poner esta condición teológica en términos más metafísicos: a menos que esté en conformidad con los imperativos ontológicos y existenciales de la situación individual en la jerarquía del ser. Existencialmente, el alma humana individual se debe caracterizar por la fe y por la virtud; ontológicamente, el alma ha de extinguirse en el objeto último de la fe y en las raíces divinas de la virtud humana. Uno no puede evitar, o ignorar, la dimensión individual del camino espiritual en la búsqueda de un logro aparentemente supra-individual, pues si no se otorga a la naturaleza individual su reconocimiento –sin alimentarla con la fe y con la virtud que son la misma sangre que le da vida– entonces el canal de la gracia se rompe, y no cabe concebir ni alcanzar ninguna clase de trascendencia: la búsqueda de una realización “supra-individual” así no hace sino eliminar la posibilidad de que esa “chispa” objetiva de la gracia entre en el alma, y de este modo se llega únicamente a un afianzamiento ulterior del individuo dentro de sus propios límites individuales. Lejos de ser receptiva al poder objetivo de la gracia –que es lo que únicamente puede elevar la consciencia por encima de los confines del ego empírico y conducirle hacia su fuente Infinita– lo que hay al final del camino para el alma que carece de fe y de virtud, no es sino una intensificación del egotismo: en vez de la infinitud de la pura consciencia, lo que hay no es otra cosa que los caprichos de una pretenciosidad indefinida.

De hecho no hay nada más pretencioso para el individuo que creer que, por el hecho de concebir algo que trasciende la Divinidad personal, puede evitar a Dios en su búsqueda de la trascendencia. Los tres místicos que se han estudiado aquí coinciden en subrayar que la gracia de Dios es el medio indispensable para alcanzar la trascendencia. Incluso si en el plano discursivo pueda haber aquí una contradicción –una  gracia que emana desde el Dios personal y que da lugar a la realización de la Esencia que trasciende ese Dios personal– la aparente contradicción desaparece tan pronto como uno comprende el siguiente principio esencial: el Dios personal no es otra cosa que la Esencia Divina afirmándose, o determinándose, a Sí  misma en el nivel del Ser; es la Realidad Una y Única expresándose a Sí misma como Divinidad personal –cualquiera que sea el medio dialéctico para indicar la relatividad de este plano del Ser frente al Absoluto supra-ontológico–. Así pues, y en relación con esto, la “gracia de Dios” no es sino esa atracción ontológica ejercida por la Esencia trascendente sobre la consciencia más interior del individuo; el medio por el que el Dios que está en el interior es llamado a realizar el Dios que está por encima; el proceso por el que la inmanencia reintegra la trascendencia.

Así pues, cada uno de los tres “objetos” fundamentales trascendidos –religión, individualidad, y Dios personal– han de ser atendidos debidamente y en el nivel apropiado, antes de ser superados: cuando se observa la religión, cuando el alma está gobernada por la virtud espiritual, y cuando hay una fe y una sumisión completa a Dios –concebido como el “Otro” infinito–, solo entonces, y de acuerdo con los medios específicos y condiciones expuestos por la Tradición, es cuando uno se embarca de verdad en el camino de la trascendencia.

Pero hay también un cuarto elemento que ha de ser trascendido: la trascendencia misma. Esto es, el estado unitivo en el que el individuo como tal es negado y no permanece ya más que la Realidad no cualificada –este estado– también ha de ser superado; no en cuanto a  su contenido esencial, sino en tanto que es un estado. La experiencia particular de la iluminación –si bien, cuando es exaltada– da lugar a una manera permanente del ser: el contenido del estado supra-individual, el “más allá del Ser”, es trascendido por el sabio realizado dentro del marco de la experiencia diversificada. De hecho, la realización –“hecha realidad”– va mucho más lejos del ámbito de las experiencias particulares; no es una experiencia determinada la que define la realización, sino que más bien es la realización la que determina la manera en la que experiencia como tal es asimilada, confiriendo a la vida misma una cualidad continuamente intuida y cuasi-milagrosa. La sed de experiencias y la aspiración a  la trascendencia son de hecho polos separados; en concreto, en términos humanos, la aspiración hacia la trascendencia implica, por encima de todo, un esfuerzo por abrirse uno mismo hacia arriba, hacia el poder infinito de la gracia; y esto, por su parte, requiere una toma de conciencia de que el individuo como tal es una “ilusión” (Shankara), una “pura nada” (Eckhart), y que su única propiedad es la “pobreza” (Ibn Arabi). El deseo de experiencias que acompaña al individuo, o incluso el deseo individualmente concebido por trascender la individualidad, no es por otro lado sino un deseo de enriquecimiento del individuo, no su supresión; es una reafirmación de la reivindicación congénita del ego de su autonomía existencial, y de este modo una violación del prerrequisito indispensable para la operación de la gracia. Dicho de forma esquemática: sin la supresión del ego no hay gracia, y sin la gracia no puede haber trascendencia.

Por consiguiente, se puede afirmar que un individuo cuya vida está de acuerdo con los requerimientos básicos de la gracia –fe en Dios, fidelidad a una religión revelada, búsqueda de una vida virtuosa– está, ipso facto, siguiendo un camino que conduce a la trascendencia, incluso si el concepto que tiene de la misma es simple, e incluso si la aspiración dominante de un individuo así está limitada a la Salvación en el Más Allá. En la medida en que una persona así sigue sinceramente una religión –un camino exotérico–, hay receptividad a la gracia y de este modo se realiza un grado de trascendencia; o al menos el proceso de trascendencia ha comenzado efectivamente; uno se ha situado en el camino hacia lo Trascendente. Por otro lado, una actitud displicente hacia la religión, una marginalización pseudo-metafísica del Dios personal, un desdén hacia la relatividad de la virtud humana, junto con un hambre de experiencias tangibles –todo esto– se encuentra en la antípodas de la auténtica aspiración por lo Trascendente, tal y como ha quedado aquí expuesto este principio.

En otras palabras, hay tanto continuidad como discontinuidad en la relación entre los dos caminos de la trascendencia: el camino exotérico de la trascendencia conducente a la Salvación en el Más Allá, y el camino esotérico cuyo propósito es la realización aquí y ahora. Hay una cierta solidaridad entre los dos caminos en tanto que los dos están basados completamente en la necesidad de la gracia, los dos están orientados hacia el Princpio Divino –cualquiera que sea el nivel en el que ello se conciba–, y ambos están gobernados por la aspiración hacia el fin y la felicidad última del alma humana. Casi podría decirse que la Realización es la Salvación aquí abajo, y la Salvación es la Realización en el Mas Allá. Decimos “casi” debido a la necesidad de tener en cuenta los distintos niveles de Realización y de Salvación: así como hay distintos grados de Realización mística y esotérica, así hay distintos grados de Paraíso.

Dicho esto, también hay que subrayar el elemento de discontinuidad entre los dos caminos. Hemos visto en este estudio distintas formas en las que el camino de realización mística implica la exclusión radical de ideas y prácticas de la religión convencional; la referencia que hace Eckhart a los “asnos” que a pesar de ello obtendrán una recompensa celestial expresa de la manera más llamativa la separación entre los dos caminos. Pero el elemento de discontinuidad no solo cabe encontrarlo entre un camino y el otro: la raíz de esta discontinuidad cabe incluso encontrarla dentro del propio camino de la trascendencia. Se expresa en la inconmensurabilidad entre el camino que conduce a la trascendencia y la cumbre misma. Esto es otra forma de decir que así como entre lo finito y lo infinito, o entre la forma y la esencia, no hay medida común, la cumbre de la trascendencia –una con el Absoluto mismo– esta infinitamente más allá de cualquier cosa que se encuentre a la largo del camino  que conduce a esa cumbre. Este principio, lo expresa Shankara así: “las dos causas activas del fruto de la Liberación –la actividad mental preliminar y la cognición que sigue en su aspecto empírico– no son de la misma naturaleza que el fruto”. La realización de la trascendencia no tiene nada en común con sus causas aparentes, con su “semillas”, o con el camino que lleva a ella; hay una disyuntiva radical en el umbral de esta cumbre, el punto en el que lo relativo es destruido de golpe y asimilado por el Absoluto. Este es el momento en el que, según palabras de Ibn Arabi, “Dios eliminó de mí la dimensión contingente”; ese momento inefable en el que, por usar la imagen evocativa y elocuente de Eckhart, “el sol arrastra la aurora dentro de sí mismo y la aniquila”.

La diferencia entre la vía religiosa o exotérica y la vía metafísica o esotérica implica de forma crítica la distinción entre lo relativo y lo Absoluto. Además, esta distinción es de aplicación dentro de cada dimensión. Hay un elemento de relatividad dentro del Absoluto: la Divinidad personal; esto es lo que finalmente es sobrepasado. Y hay un elemento de absolutidad dentro de lo relativo: el Sí Mismo inmanente; esto es lo que ha de ser Realizado. Sobrepasar la Divinidad personal conlleva la superación de la individualidad. Mientras que en la vía del exoterismo la relación entre el individuo y el Dios personal es absoluta y exhaustiva, esta misma relación adopta en el camino esotérico una cualidad más matizada: es absoluta, pero únicamente dentro de la relatividad, y por consiguiente en tanto que el individuo existe como tal. Pero este reino de relatividad es captado en sí mismo como una ilusión a la luz del Absoluto. Los dos puntos de vista, paramarthika y vyavaharika, no se excluyen tanto mutuamente sino que más bien uno implica al otro. El individuo puede tener una “experiencia” de Dios, pero nunca Lo puede “realizar”: en el reino de la relatividad el individuo permanece siempre como individuo, y Dios permanece siempre como Dios. Por otro lado, el individuo no puede “experimentar” lo Trascendente, pero sin embargo está “realizado” dentro de sí mismo; en el reino de la trascendencia no hay ni experiencia ni individualidad.

Desde un puno de vista estrictamente metafísico no puede haber “experiencia” de lo Trascendente: desde la perspectiva de aquello que es realizado, la condición esencial para la “experiencia” es ilusoria, es decir, un sujeto que cabe ser distinguido de aquello que es experimentado. El concepto y realidad de la experiencia presupone un marco ontológico esencialmente dualista, pues la experiencia es el resultado del encuentro entre un sujeto que experimenta y un objeto que es experimentado, incluso si este objeto tiene un carácter interior. Experimentar “algo” es ser contrastado con “ser” esa cosa. Entonces, decir experiencia es decir alteridad irreductible. En el nivel trascendente, la alteridad –y por tanto la experiencia– es ilusoria; la realización trascendente conlleva la completa identidad con el Absoluto; y este Absoluto no experimenta ningún “otro”, pues en verdad no existe ningún “otro”. Como el Absoluto no tiene ninguna “experiencia” que quepa distinguirse de aquella inmutabilidad que es, entonces esa identidad con el Absoluto no puede, en buena lógica espiritual, ser descrita en los términos de una experiencia.

Es debido precisamente a la supresión del individuo que se da en la realización más elevada por lo que no puede haber una experiencia de esta realización, ya que la experiencia presupone al individuo como base subjetiva. Una vez que queda establecido que en el ámbito de lo trascendente no cabe el concepto de “experiencia individual”, entonces el “problema” de la inefabilidad se resuelve fácilmente. En esencia, esta realización es necesariamente incomunicable porque el carácter comunicativo se predica sobre el lenguaje humano, el cual a su vez es una función del individuo, y el individuo es suprimido en la realización de la trascendencia. El lenguaje no puede expresar adecuadamente aquello que anula los fundamentos de su propia operación.

Cabría objetar aquí que Shankara hace precisamente esto cuando le dice a su propia mente: “tú eres ilusoria”. Aquí él utiliza el lenguaje, mediado por su mente, para expresar una verdad que hace ilusoria su propia mente. La respuesta a esta objeción es que él no está expresando en esta frase la naturaleza de la realización plena, sino enunciando un fenómeno concomitante con esta realización; uno que tiene que ver con la no-existencia de aquello que parece existir, el no-sí mismo, la mente humana individual. Esto lo hace adoptando el punto de vista del Sí mismo, lo cual es posible en tanto que el intelecto realizado funciona como un reflejo positivo de la consciencia del Sí Mismo, para ello toma un punto de vista provisional y que no por ello es menos efectivo.

Cabe prever una segunda objeción: si la realización es inefable, ¿qué significa entonces decir que consiste en Ser-Consciencia-Beatitud? Decir que el contenido de esta realización se puede designar como Ser-Consciencia-Beatitud no significa que estos tres elementos se encuentren de forma distintiva, sino que su esencia común indiferenciable es realizada de un modo infinito. Esta última cualificación es crucial: los modos finitos de ser, de consciencia y de felicidad que se experimentan comúnmente en el marco de la diversidad existencial son inconmensurables respecto a sus arquetipos infinitos, arquetipos de los que aquellos son reflejos incomparablemente distantes. Ofrecer este esta triple designación permite a la imaginación tener alguna idea de la realización trascendente partiendo de la propia experiencia en el mundo, pero este concepto aproximativo ha de ser entonces negado dialécticamente por medio de neti, neti: la realización del Sí Mismo –y por consiguiente de la esencia indiferenciada del Ser Absoluto, Consciencia y Beatitud– trasciende infinitamente la experiencia que el sí mismo limitado tiene de la existencia exterior, de la consciencia condicionada, y de la felicidad finita.

Así como la atribución de cualidades –como la de Ser– al Absoluto es algo provisional y requiere dialécticamente de una negación a fin de designar menos adecuadamente al Absoluto indesignable, así el concepto de “experiencia del Absoluto” es provisional, y tiene algún significado exclusivamente como posición ventajosa para el individuo. La noción tiene también valor discursivo en cuanto que la “experiencia” puede contrastarse complementariamente con “concepto” o con “doctrina”; pero ello también requiere de una negación espiritual que emerge como la sombra de la realización en cuestión; esto es, “aquel que está liberado” conoce que esa experiencia de la Liberación es ilusoria como experiencia, y ello, por un lado, por la inmutabilidad del Sí Mismo, y por otro, por la irrealidad del agente empírico o no-sí mismo que sufre modificaciones y de ahí la “experiencia”.

A un nivel más alto, el individuo liberado también sabe que como el Absoluto es infinito, y como no hay límite posible para el infinito, no puede haber tampoco ningún “punto” concebible en el que la trascendencia pueda ser exhaustiva y finalmente alcanzada: el “camino” que conduce a la trascendencia en cierto sentido nunca llega a su fin. Habiendo alcanzado la cima, esa cumbre se convierte en el centro de una totalidad que late sin cesar con infinita vida. De este modo, se puede decir que el camino tiene un comienzo, pero no tiene fin; siendo inverso a la naturaleza de Maya, que no tiene comienzo pero tiene un final.

El individuo no puede tener ninguna experiencia del Absoluto, pero esto no obsta que la consciencia en el individuo realice su identidad trascendente como el Absoluto. No hay medida común entre el individuo como tal y el Sí Mismo, de modo que cuando los místicos afirman que no son otra cosa que el Sí Mismo, ello no puede referirse a su individualidad, a menos que se reduzca el Absoluto a la “superposición ilusoria” (Shankara), la “nada” (Eckhart), o la “pobreza” (Ibn Arabi), de la criatura relativa como tal. Saber que uno “es” el Sí Mismo es el corolario de conocer el Sí Mismo: una vez que “se conoce” el Sí Mismo, ninguna  otra realidad se puede distinguir de ello, excepto deforma ilusoria. Esa conciencia individual que “conoce” el Sí Mismo solo puede por tanto “ser” aquello que es “conocido”; esta identidad trascendente es realizada –hecha “real”, esto es: plenamente efectiva en oposición a conceptual, actual en oposición a virtual, concreta en oposición a abstracta– en primer lugar, en el momento de la Liberación y en un grado supra-individual. Este conocimiento realizado es posteriormente permanente, llegando a ser transcrito apropiadamente dentro de la relatividad por la consciencia del individuo ahora liberado de la ilusión de la separatividad.

Esta trasposición cognitiva y “retorno” a la existencia diversificada –lo que anteriormente hemos llamado “trascendencia de la trascendencia”, o lo que los Sufis llaman subsistencia después de la aniquilación (baqa’ después de fana’) – modifica exteriormente, pero no altera esencialmente la consciencia alcanzado en el estado unitivo. Dicho de otro modo, uno regresa al principio de identidad esencial dando lugar a la continuidad, y a la diferencia formal dando lugar a la discontinuidad. La consciencia del Absoluto subsiste incluso en el marco de esos modos relativos de consciencia con los que no tienen medida común. Es aquí donde yace una de las grandes paradojas de la realización mística: cómo el conocimiento del Absoluto, o Conocimiento absoluto, persiste incluso en el contexto de la individualidad. Una posible respuesta a este problema ha sido extrapolada en este estudio a partir del concepto de abhasa de Shankara: es la existencia de un reflejo de la consciencia del Sí Mismo  en el intelecto del sí mismo finito lo que puede mantener el punto de vista de su fuente, y de este modo permitir una visión de todas las cosas desde la perspectiva absoluta o paramarthika –esa perspectiva que Eckhart atribuye al “intelecto increado” y el “hombre más interior”, y que fue indicada por Ibn Arabi en términos de “consciencia desvelada”–.

Pero hablar de este conocimiento persistiendo en el contexto de la individualidad también entraña la reemergencia de la perspectiva de vyavaharika / “hombre exterior” / “conciencia velada”. A pesar del hecho de que la perspectiva absoluta tiene precedencia dentro de la consciencia del sabio realizado, la coexistencia de las dos perspectivas –una coexistencia de la que no se puede escapar mientras subsiste el sí mismo individual– conlleva la paradoja de que el Sí Mismo es "conocido" mientras que simultáneamente es “incognoscible”: el individuo como tal no puede abarcar cognitivamente el propio principio –a pura Consciencia– de la cognición misma.

Tal y como insistido repetidamente, el individuo nunca puede “llegar a ser” el Sí Mismo o el Absoluto: solo el Sí Mismo inmanente en el individuo puede venir a realizar su identidad trascendente. Este punto crucial –junto con la cualificación necesaria: el Absoluto que trasciende el Dios personal solo puede realizarse como resultado de la gracia del Dios personal– no puede nunca ser subrayado demasiado. Es debido a la inconmensurabilidad entre el individuo relativo y el Sí Mismo Absoluto por lo que, fuera del estado unitivo en el que el ser ya la consciencia están absolutamente indiferenciados, el individuo no puede conocer el Sí Mismo Absoluto –precisamente porque allí no puede “ser”–.

Sin embargo lo que sí posee el individuo, sobre la base misma de su realización, es el reflejo exacto de la consciencia del Sí Mismo, y esto le transmite una consciencia de la beatitud transcendente y de la realidad incondicional del Absoluto, así como la convicción de que en su esencia él no es otra cosa que esta Realidad Una, la única realidad ultima. Este conocimiento se deriva del aspecto positivo contenido en el reflejo de la consciencia, mientras que el aspecto negativo –aquel que corresponde a la inversión característica de reflejo– resulta en el hecho de que la consciencia en cuestión no es identidad total. La identidad total implica un absoluto “conocimiento metafísico sin obstrucción”, y esto se realiza solamente “cuando el cuerpo cae”, como dice Shankara. La adopción por parte del individuo de la posición ventajosa absoluta es entonces una prefiguración de la identidad final, una degustación, podría decirse, y no su consumación final; pero esta identidad es a pesar de todo conocida como la única realidad verdadera, a pesar la subsistencia aparente del sí mismo y del mundo como cosas distintas del Absoluto. El sabio realizado ya no es engañado nunca más por ala apariencia de la “otredad”: el Absoluto se capta no solo a través del velo objetivo del mundo, sino también a través del velo subjetivo del ego.

Finalmente, esta visión del sabio realizado, lejos de disminuir el instinto devocional, de hecho lo profundiza: conocer el Absoluto es dedicarse uno mismo a ello de forma absoluta. La devoción hacia todo aquello que le sobrepasa a uno en la jerarquía del Ser, en vez de ser subvertida por la realización del Absoluto, es por el contrario un corolario ineludible de la realización más elevada. De hecho, la devoción de estos sabios se puede decir que es más “real” que la de los devotos ordinarios, en tanto que su devoción está impregnada de “realización”, no solo del Absoluto, sino de su propia nada ante el Absoluto; de aquí que tengan una consciencia ontológica y no solo conceptual de su propia y total dependencia del Absoluto respecto de su propio ser.

El fin y el retorno último de los gnósticos…. es que lo Real es idéntico a ellos, mientras que ellos no existen.







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